La revuelta de los Ciompi: una insurrección proletaria en la Florencia del siglo XIV

La revuelta de los Ciompi: una insurrección proletaria en la Florencia del siglo XIV

“La lucha entre el capitalista y el obrero asalariado se inicia al comenzar el capitalismo”. Marx, El Capital.

“Hay una alianza contra el bien común cuando cierta clase de gente jura, o garantiza, o conviene que no trabajará más a un precio tan bajo como antes, y aumenta ese precio por su propio designio, se pone de acuerdo en no trabajar por menos, y establece entre sí castigos o amenazas contra los compañeros que no observen esa alianza. Aquel que lo tolerara actuaría contra el derecho común, y nunca podrían concertarse buenos contratos de trabajo, porque los miembros de todos los oficios se esforzarían por exigir salarios más elevados que lo razonable, y el interés común no puede soportar que se atente contra él. Por ello, tan pronto como semejantes alianzas se ponen en conocimiento del soberano o de otros señores, ellos deben echar mano de todas las personas acordadas y tenerlas en larga y celosa prisión. Y, luego de una larga pena de prisión, se puede imponer a cada una setenta sueldos de multa”. Philippe de Beaumanoir (1252-1296), Coutumes de Beauvaisis.
“Aunque los primeros indicios de producción capitalista se presentan ya, esporádicamente, en algunas ciudades del Mediterráneo durante los siglos XIV y XV”, escribe Marx en su famoso capítulo acerca de la acumulación originaria, “la era capitalista solo data, en realidad, del siglo XVI”.
Aquellos indicios de producción capitalista en la Italia del siglo XIV, no obstante, bastaron para que en algunas ciudades se formara una clase de obreros asalariados con capacidad para organizarse e imponer por la fuerza sus propias reivindicaciones al resto de clases, al menos momentáneamente. Por eso se puede hablar de proletariado en Flandes y en la Toscana, en aquella época, y de insurrecciones proletarias en Siena y Florencia, en 1371 y 1378 respectivamente.

***
UNA SUBLEVACIÓN PROLETARIA EN LA FLORENCIA DEL SIGLO XIV (Simone Weil)

El final del siglo XIV fue, de una manera general, en Europa, un periodo de revueltas sociales y de sublevaciones populares. Los países donde el movimiento fue más violento fueron aquellos que se encontraban entre los económicamente más avanzados, es decir, Flandes e Italia; en Florencia, ciudad de grandes comerciantes pañeros y manufactureros de la lana, tomó la forma de una verdadera insurrección proletaria, que tuvo un momento victorioso. Esta insurrección conocida con el nombre de la sublevación de los Ciompi, es sin duda, la pri­mera de las insurrecciones proletarias. Por eso merece ser estudiada y aún más porque ya presenta, con una notable pu­reza, los rasgos específicos que más tarde encontraremos en los grandes movimientos de la clase obrera, entonces apenas constituida, y que aparece así como conteniendo un factor revolucionario desde su aparición.

Florencia, es durante el siglo XIV en apariencia un Es­tado corporativo. Desde los ordinamenti di giustizia de 1293, el poder está en manos de las Artes, es decir de las corporaciones. Un Arte es, o una corporación, o más fre­cuentemente una unión de corporaciones, una especie de pequeño Estado dentro del Estado, con jefes electos cuyos poderes comprenden la jurisdicción civil sobre los miembros del Arte, con el dinero de los fondos cotizados y con unos es­tatutos; y Florencia está gobernada por los priores de las Ar­tes, magistrados designados por las Artes, y un gonfalonier de justicie designado por estos priores, que tiene a sus órdenes miles de mercenarios armados. En cuanto a los nobles, los ordinamenti di giustizia los han excluido de toda función pública y sometido a unas medidas de excepción muy severas. Si a esto añadimos que todos los magistrados son elegidos para un muy corto periodo de tiempo y que deben rendir cuentas de su gestión, parece que Florencia sea una república de artesanos.

Pero en realidad las Artes florentinas nada tienen que ver con las corporaciones medievales. De entrada su número es­taba fijado en veintiuno y no podía ser modificado; en se­gundo lugar está prohibido formar un nuevo Arte. Aquellos que se hallan fuera de estos veintiuno están privados de sus derechos políticos. Después, se encuentran la Artes de los ar­tesanos y pequeños comerciantes que sí parecen las corpora­ciones ordinarias de la Edad Media; estas Artes, denominadas Artes menores, son mantenidas en un segundo plano de la vida política. El poder real corresponde a las Artes mayores a las que solamente pertenecen, si dejamos a parte los jueces, los notarios y médicos, los banqueros, los grandes comercian­tes, los fabricantes de paños y de sedas. En cuanto a aquellos que trabajan la lana o la seda, algunos son miembros menores del Arte correspondiente a su oficio, con sus derechos muy restringidos; pero la mayor parte son simplemente subordina­dos al arte, es decir, sometidos a su jurisdicción sin poseer ningún derecho; y tienen severamente prohibido no solamen­te organizarse, sino incluso reunirse entre ellos. El Arte di Por Santa María que agrupa a los fabricantes de las sederías y sobre todo el Arte della Lana son pues, no unas corporaciones, sino unos sindicatos de la patronal. Lejos de ser una democra­cia, el Estado florentino está directamente en las manos del capital bancario, comercial e industrial.

A lo largo del siglo XIV, el Arte della Lana cogió, poco a po­co, una influencia preponderante, a medida que la fabricación de tela se convirtió en el principal negocio de la ciudad, de manera que todas las grandes familias de las otras corpora­ciones, invertían en éste sus capitales. Por su estructura cons­tituye un pequeño Estado, que organiza sus servicios públicos, cobra sus impuestos, emite empréstitos, construye locales, instala almacenes, se encarga de las negociaciones y conve­nios que sobrepasan las posibilidades de cada empresario; es también un “cartel” que impone a sus miembros un máximo de producción que tienen prohibido rebasar; es sobre todo una organización de clase, que tiene como principal objetivo defender siempre los intereses de los fabricantes textiles con­tra los trabajadores. Estos, por el contrario, privados de toda capacidad de organización, se encuentran desarmados. Esta es la principal razón de la insurrección de los Ciompi.

Estos trabajadores de la lana se dividían en categorías muy diferentes, según la situación técnica, económica y social, y que, en consecuencia, cada una de ellas jugaron un rol dife­rente en la insurrección. La más numerosa era la de los obre­ros asalariados de los talleres. Cada comerciante de tejidos, tenía junto a su tienda, un gran taller, o mejor dicho, si se tie­ne en cuenta la división y la coordinación del trabajo, una ma­nufactura donde se preparaba la lana antes de pasar a las hila­turas. Los trabajos ejecutados en estos talleres lavado, lim­pieza, batanado, cardado, tramado eran en parte trabajos de peón, pero en parte también relativamente cualificados. La organización de estos talleres era como el de una fábrica mo­derna, exceptuando la maquinaria. La división y especialización del trabajo eran llevadas hasta el límite; un grupo de con­tramaestres aseguraba la vigilancia; la disciplina era una disci­plina de cuartel. Los obreros asalariados, pagados al terminar la jornada, sin tarifas, ni contratos, dependían totalmente del patrón. Este proletariado de la lana era en Florencia la parte más menospreciada de la población. Por eso también, de to­das las capas sublevadas de la población, era de prever en ellos el espíritu más radical. Se conocía a estos obreros como los Ciompi y el hecho que ellos diesen el nombre a la insurrec­ción muestra el grado de participación que en ella tuvieron.

Los hiladores y los tejedores estaban, también, reducidos de hecho a la condición de obreros asalariados; pero eran obreros a domicilio. Aislados por su mismo trabajo, privados del derecho a organizarse, no parece que hayan demostrado en ningún momento un espíritu combativo. El tejedor era, verdaderamente, un trabajador altamente cualificado; pero la ventaja que los tejedores habrían podido lograr de este hecho fue anulada, en el siglo XIV, por la afluencia a Florencia de te­jedores extranjeros, sobre todo alemanes. Los tintoreros, al contrario, también obreros muy cualificados, pero imposibles de reemplazar por extranjeros porque no había tan buenos tintoreros como en Florencia, entraron los primeros en la lu­cha reivindicativa. A decir verdad, los tintoreros estaban pri­vilegiados en comparación con otros trabajadores de la lana. La tintorería exigía una inversión de un capital considerable y esta inversión comportaba grandes riesgos; así los fabricantes no buscaban tener sus propias tintorerías. Esto hizo que el Arte della Lana construyera para el tinte grandes locales con­teniendo buena parte del utillaje y los puso a disposición de todos los industriales particulares que los quisieran utilizar; de ese modo los tintoreros no dependieron jamás de un indus­trial particular, como era el caso de los Ciompi y de los tejedo­res, cuyos oficios pertenecían a los fabricantes. Los bataneros y tundidores de tejidos, se encontraban a este respecto en la misma situación que los tintoreros. En fin, los tintoreros no estaban enteramente privados de derechos políticos. Ellos tenían una organización, puramente religiosa es verdad, pero que les permitía reunirse. No estaban simplemente subordi­nados al Arte della Lana, como los obreros de los talleres, los hilanderos y los tejedores; eran miembros, si bien “miembros menores” y tenían, por lo tanto, una cierta parte en el go­bierno. Por lo tanto sus intereses estaban lejos de coincidir con los de los Ciompi, y su actitud en el curso de la insurrec­ción lo demostró. Sin embargo, razones para sublevarse no les faltaban. Privados del derecho de organizarse para defender sus condiciones de trabajo, subordinados a sus patronos, quienes, a causa del derecho corporativo devenían sus jueces en caso de litigio, ellos habrían sido rápidamente reducidos a la misma situación de los otros obreros si no hubieran aprove­chado las crisis económicas y políticas.

Las primeras luchas sociales importantes tuvieron lugar en 1342, bajo la tiranía del duque de Atenas. Este era un aventu­rero francés a quién Florencia, empujada por las continuas querellas que en ella tenían lugar entre las familias más ricas, entregó el poder con el fin de que restableciera el orden.

Esta elección había sido apoyada, sobre todo, por los des­contentos, es decir, de una parte por los nobles, a quienes había devuelto el acceso a las funciones públicas pero que deseaban ver el fin del Estado corporativo, y por otra parte por el pueblo. El duque de Atenas se apoyó principalmente, durante los meses que reinó sobre los obreros, gracias a los cuales él esperaba poder resistir la hostilidad de la alta bur­guesía. Dio satisfacción a los tintoreros, que se quejaban de ser pagados con años de retraso y de estar sin recursos lega­les, y que demandaban poder constituir un vigesimosegundo Arte; organizó a los obreros de los talleres de la lana, no en una corporación, sino en una asociación armada. Sin embargo, poco después fue derrocado por un motín en el que tomó par­te toda la población, y no tuvo más defensores que los car­niceros y algunos obreros; el Arte de los tintoreros no fue creado, pero los proletarios de la lana guardaron sus armas, de las que se servirían en los próximos años. A la demagogia del duque de Atenas quien, subestimando el derecho corpora­tivo, dio satisfacción a todas las reivindicaciones de los obre­ros de la lana, le sucedió la más brutal dictadura capitalista. Por lo tanto las revueltas estallaron pronto. En 1343, 1.300 obreros se sublevaron; en 1345, nueva sublevación dirigida por un cardador y teniendo por objetivo la organización de los obreros de la lana. La gran peste de Florencia, que diezmó a la clase obrera, redujo la mano de obra y provocó así una subida de los salarios, por lo que el Arte della Lana tuvo que estable­cer nuevas tasas, recrudeció con más agudeza la lucha de cla­ses. Después de una crisis provocada por la guerra contra Pisa, y que paró momentáneamente los conflictos, la vuelta a la prosperidad, por un fenómeno frecuentemente repetido des­de entonces, provoca una huelga de los tintoreros que durará dos años y que termina con una derrota en 1372; pero esta derrota no pone fin a la agitación de las capas trabajadoras. Dicha agitación coincide con un conflicto entre la pequeña burguesía de una parte, y la gran burguesía unida en cierta medida a la nobleza, de la otra. Los nobles, en tanto que clase, han sido definitivamente batidos cuando, después de la caída del duque de Atenas, intentaron apoderarse del poder; pero entonces la mayor parte de las familias nobles se aliaron con la alta burguesía dentro del “partido güelfo”. Este partido güelfo se había formado en la lucha, tras largo tiempo aca­bada, entre Güelfos y Gibelinos; la confiscación de los bienes de los Gibelinos les dio riqueza y poder. Devino la organización política de la alta burguesía, dominando la ciudad después de la caída del duque de Atenas, falseando los escrutinios, apro­vechándose de unas medidas de excepción tomadas en otro tiempo contra los Gibelinos y mantenidas en vigor para apar­tar a sus adversarios de las funciones públicas. Cuando, a pe­sar de las maniobras del partido Güelfo, Silvestro de Medici, uno de los jefes de la pequeña burguesía, fue nombrado en junio de 1378, gonfaloniero de justicia, y propuso medidas contra la nobleza y el partido Güelfo, el conflicto se agudizó. Las compañías de las Artes salieron armadas a la calle; los obreros las apoyan e incendian algunas mansiones de los ricos y las cárceles, que están llenas de presos por deudas. Final­mente Silvestro de Medici está satisfecho. Pero como señala Maquiavelo, “guardaros de excitar una sedición en una ciudad creyendo que la pararéis o dirigiréis a vuestro gusto”.

De la dirección de la pequeña y mediana burguesía el mo­vimiento pasó a la del proletariado. Los obreros permanecie­ron en la calle; las Artes Menores los apoyaron o los dejaron hacer. Y desde este momento aparecen los rasgos que se re­producirán espontáneamente en las insurrecciones proletarias francesas y rusas: la pena de muerte es decretada por los in­surgentes contra los saqueadores. Otro rasgo peculiar de las sublevaciones de la clase obrera, el movimiento no es en mo­do alguno sanguinario; no hay derramamiento de sangre, ex­cepción hecha para un nombre: Nuto, policía particularmente odiado. La lista de las reivindicaciones de los insurgentes, lle­vada a las autoridades el 20 de julio, tiene también un carácter de clase. Se pide la modificación de los impuestos que recaen pesadamente sobre los obreros; la supresión de los “oficiales extranjeros” del Arte della Lana, que constituyen unos instru­mentos de represión contra los obreros, y juegan un rol análo­go al de la policía privada que poseen actualmente las com­pañías mineras de América. Sobre todo reclaman la creación de tres nuevas Artes; una vigesimosegundo Arte para los tintore­ros, bataneros y tundidores de tejidos, es decir, para los traba­jadores de la lana aún no reducidos a la condición de proleta­rios; una vigesimotercer Arte para los talleres y otros pequeños artesanos aún no organizados; finalmente y sobre todo un vigesimocuarto Arte para el “pueblo menudo” (popolo minu­to), es decir de hecho para el proletariado, que estaba consti­tuido entonces por los obreros de los talleres de la lana. De la misma manera que el Arte della Lana no era en realidad sino un sindicato patronal, este Arte del popolo minuto habría fun­cionado como un sindicato obrero; y debería tener la misma cuota de poder en el Estado que el sindicato de la patronal, pues los insurgentes reclamaban el tercio de las funciones públicas para las tres Artes nuevas y el tercio para las Artes menores. Al no ser aceptadas estas reivindicaciones, los obre­ros se apoderaron del Palacio el 21 de julio, conducidos por un cardador de lana convertido en contramaestre, Michele di Lando, que es inmediatamente nombrado gonfaloniero de justicia, y que forma un gobierno provisional con los jefes del movimiento de las Artes menores.

El 8 de agosto, la nueva forma de gobierno, conforme a las reivindicaciones de los obreros, es organizado y se provee de una fuerza armada compuesta no ya de mercenarios, sino de ciudadanos. La gran burguesía, sintiéndose momentánea­mente la más débil, no hace oposición abiertamente; pero cierra sus talleres y sus comercios. En cuando al proletariado, rápidamente se da cuenta que lo que ha obtenido no le da seguridad, y que un reparto igual de poder entre él, los arte­sanos y los patronos es utópico. Disuelve, entonces, la organi­zación política que se habían dado las Artes menores; elabora petición sobre petición; se retira a Santa María Novella, se organiza como lo había hecho en otras ocasiones el partido Güelfo, nombrando ocho oficiales y dieciséis consejeros, e invita a las otras Artes a venir a concertar sobre la constitución con que se debe dotar a la ciudad. Desde entonces la ciudad posee dos gobiernos, uno en el Palacio, conforme a la nueva legalidad, el otro no legal en Santa María Novella. Este go­bierno extra-legal se asemeja singularmente a un soviet; ve­remos aparecer por unos días, en el primer despertar de un proletariado en plena forma, el fenómeno esencial de las grandes insurrecciones obreras, la dualidad de poder. El prole­tariado, en agosto de 1378, opone ya, como lo haría después en febrero de 1917, a la nueva legalidad democrática que él mismo ha hecho instituir, el órgano de su propia dictadura.

Michele di Lando, hará lo que habría hecho en su lugar no importa cual buen jefe de Estado socialdemócrata: se vuelve contra sus antiguos compañeros de trabajo. Los proletarios, que tienen contra ellos al gobierno de la gran burguesía, a las Artes menores, y sin duda también las dos nuevas Artes no proletarias, son vencidos después de una sangrienta batalla y ferozmente exterminados a principios de septiembre. Se di­suelve la veinticuatroava Arte y la fuerza armada organizada en agosto; se desarma a los obreros; se traen compañías del ejército en campaña, como en París después de junio de 1848. Algunas nuevas tentativas de sublevación son llevadas a cabo en el curso de los meses siguientes, bajo la consigna: ¡Por el veinticuatroavo Arte! Son ferozmente reprimidas. Las Artes menores guardan aún algunos meses después la mayoría en las funciones públicas; pues el poder está repartido por igual entre ellos y las Artes mayores. Los tintoreros que han conser­vado su Arte, pueden aún utilizarlo para una acción reivindicativa e imponen una tarifa mínima. Pero una vez privados, por su propia culpa, del apoyo del proletariado cuya energía y re­solución los había colocado en el poder, los artesanos, los pe­queños patronos, los pequeños comerciantes, son incapaces de mantener su dominio. La burguesía, como lo remarca Maquiavelo, solo deja el campo libre en la medida en que teme al proletariado; desde el momento que lo juzga aniquilado, se deshace de sus aliados provisionales. Más bien, se descompo­nen por sí mismos a causa de la desmoralización, también ca­racterística, que penetra y desmorona sus filas. Dejaron ejecu­tar a uno de los más destacados jefes de las clases medias, Scali; y esta ejecución abrió la vía a una brutal reacción que mandó al exilio a Michele di Lando, a Benedetto Alberti y a muchos otros; significó la supresión de las vigesimosegunda y vigesimotercera Artes y de nuevo el dominio de las Artes mayo­res y el restablecimiento de las prerrogativas del partido Güel­fo. En enero de 1382, el status quo de antes de la insurrección estaba restablecido. El poder de los patronos será en lo suce­sivo absoluto y el proletariado, privado de organización, no pudiéndose reunir ni siquiera para un entierro sin un permiso especial, deberá esperar mucho tiempo antes de poder poner­lo en cuestión.

Maquiavelo, que escribe un siglo y medio después de los acontecimientos, en un periodo de calma social completa, tres siglos antes que se elabore la doctrina del materialismo histó­rico, con la maravillosa penetración que le es propia, discierne las causas de la insurrección y analiza los intereses de clase que determinaron su curso. Su relato de la insurrección, que se expone a continuación, a pesar de la indignada hostilidad aparente en su mirada hacia los insurgentes que toma erró­neamente por meros saqueadores, es importante tanto por la admirable precisión de todo aquello que responde a nuestras preocupaciones actuales, como por el carácter cautivante de su narración y la belleza del estilo.

Simone Weil

***
HISTORIA DE FLORENCIA (Nicolás Machiavelo)

Apenas la primera sublevación se apaciguó, se produjo otra que dañó a la República mucho más que la anterior. La mayor parte de los incendios y saqueos ocurridos en los días prece­dentes habían sido hechos por la baja plebe de la ciudad, y quienes se habían mostrado en ellos más audaces tenían mie­do, una vez calmadas y arregladas las mayores diferencias, de ser castigados por los desmanes cometidos y de ser aban­donados, como ocurre siempre, por aquellos mismos que los habían instigado a cometer el mal. A ello se añadía el odio que el pueblo menudo tenía contra los ciudadanos ricos y contra los jefes de las Artes, porque les parecía que no recibían, de estos, un salario suficientemente justo por los trabajos reali­zados.

Cuando, en tiempos de Carlos I, la ciudad se dividió en Ar­tes, se les dio jefes y competencias a cada una de ellas y se estableció que los miembros de cada una de dichas Artes fue­ran juzgados en las causas civiles por sus propios jefes. Estas Artes, como ya dijimos, fueron doce en principio. Luego, con el tiempo, se añadieron otras varias que elevaron el número a veintiuna, y fue tal su poder, que en pocos años se adueñaron de todo el gobierno de la ciudad. Y, como entre ellas había unas más importantes y otras menos, se dividieron en mayo­res y menores, siendo siete las mayores y catorce las menores.

Precisamente de esta clasificación, junto con otros motivos que ya hemos mencionado, procedió la arrogancia de los Capi­tanes de barrio, ya que los ciudadanos que habían sido güelfos antiguamente, y bajo el gobierno de los cuales recaía siempre aquella magistratura, favorecían a los que pertenecían a las Artes mayores, mientras perseguían a los ciudadanos de las Artes menores y a quienes los defendían. Por esto se promo­vieron contra ellos todos los tumultos de los que hemos hablado. Pero, como al organizar las corporaciones de las Ar­tes, quedaron fuera, sin corporación propia, muchos de los oficios en que trabajaba el pueblo menudo y la plebe, que­dando sometidos a las otras diversas Artes, de acuerdo con el tipo de trabajo que realizaban, ocurría que, cuando no se sen­tían debidamente remunerados con el salario que percibían por sus trabajos, o se creían de alguna manera oprimidos por sus propios maestros de oficio, no tenían otro sitio al que re­currir que al magistrado del Arte que los gobernaba, del cual les parecía que no obtenían la justicia a que creían tener dere­cho.

De todas las Artes u oficios, la que mayor número tenía y tiene de ese tipo de obreros subordinados es la de la Lana; la cual, siendo como es poderosísima y la primera de todas, es la que, en mayor número que las otras, daba y da de comer con su trabajo a la mayor parte de la plebe y del pueblo menudo.

Los hombres de la plebe, tanto los que dependían del Arte de la Lana como los de las otras Artes, estaban, por las razo­nes antedichas, llenos de rencor; y, como a ese rencor se unía el miedo al castigo por los incendios y robos que se habían cometido, se reunieron de noche varias veces para hablar de lo ocurrido y cambiar impresiones sobre el peligro en que se encontraban. Con ese motivo, uno de los más decididos y ex­perimentados que allí había, para infundir ánimos a los demás les hablo de esa manera: “Si tuviéramos que decidir ahora sobre si era o no era conveniente empuñar las armas, incen­diar y saquear las casas de nuestros conciudadanos, y despojar las iglesias, yo sería uno de los que estimaría que había que pensarlo bien y quizás hasta aprobaría que se prefiriera una tranquila pobreza a una peligrosa ganancia. Pero, puesto que las armas las hemos empuñado ya y se han cometido muchos desmanes, me parece que lo que debemos pensar es que no hay por qué abandonarlas ahora y cómo podemos hallar de­fensa para los males que se han cometido. Yo creo sin ningún género de dudas que esto, aunque no nos lo diga nadie, nos lo dice nuestra misma necesidad. Estáis viendo a toda esta ciu­dad llena de rencores y de odio contra nosotros; los ciudada­nos se agrupan entre sí, la Señoría está siempre de parte de los magistrados. Podéis creer que se traman conjuras contra nosotros y que se aprestan nuevas fuerzas contra nuestras cabezas. Debemos por tanto tratar de obtener dos cosas y proponernos dos fines en nuestras deliberaciones. El primero es que no se nos pueda castigar por lo que hemos hecho en los días pasados; y el segundo, que podamos en adelante vivir con más libertad y con más satisfacciones que en el pasado. Nos conviene por lo tanto, según mi parecer, si queremos que se nos perdonen los anteriores desmanes, cometer otros nue­vos, redoblando los daños y multiplicando los incendios y los saqueos, y apañándonos para tener más cómplices, porque, cuando son muchos los que pecan, a nadie se castiga; y a las faltas pequeñas se les impone sanción, mientras que a las

grandes y graves se les da premios. Por otra parte, cuando son muchos los que padecen los atropellos, son pocos los que tratan de vengarse, porque los daños que afectan a todos se soportan con más paciencia que los particulares. El aumentar, por tanto, los males nos hará perdonar más fácilmente y nos dará la posi­bilidad de conseguir lo que deseamos obtener para nuestra li­bertad. Y me parece que vamos hacia seguros resultados posi­tivos, porque los que podrían oponérsenos están desunidos y son ricos. Su desunión nos dará la victoria; y sus riquezas, una vez que sean nuestras, nos servirán para mantener dicha victo­ria. No os deslumbre la antigüedad de su estirpe, de la que se blasonan ante nosotros, porque todos los hombres, habiendo tenido un idéntico principio, son igualmente antiguos, y la na­turaleza nos ha hecho a todos de una idéntica manera. Si nos quedáramos todos completamente desnudos, veríais que todos somos iguales a ellos; que nos vistan a nosotros con sus trajes y a ellos con los nuestros y, sin duda alguna, nosotros parecere­mos los nobles y ellos los plebeyos; porque son sólo la pobreza y las riquezas las que nos hacen desiguales. Me duele mucho porque veo que muchos de vosotros se arrepienten, por motivos de conciencia, de las cosas hechas, y quieren abstenerse de las que vamos a cometer. De verdad que, si esto es cierto, vosotros no sois los hombres que yo creía que erais. Ni la conciencia ni la mala fama os deben desconcertar, porque los que vencen, sea cual sea el modo de su victoria, jamás sacan de esta motivo de vergüenza. En cuanto a la conciencia, no debemos preocupar­nos mucho de ella porque donde anida, como anida en noso­tros, el miedo del hambre y de la cárcel, no puede ni debe tener cabida el miedo del infierno. Y es que, si observáis el modo de proceder de los hombres, veréis que todos aquellos que han alcanzado grandes riquezas y gran poder, los han alcanzado o mediante el engaño o mediante la fuerza; y, luego, para encu­brir el carácter brutal e ilícito de esta adquisición, tratan de justificar con el falso nombre de ganancias lo que han robado con engaños y con violencia. Por el contrario, los que por poca vista o por demasiada estupidez dejan de emplear estos siste­mas, viven siempre sumidos en la esclavitud y en la pobreza, ya que los siervos fieles son siempre siervos y los hombres buenos son siempre pobres. Los únicos que se libran de la es­clavitud son los infieles y los audaces, y los únicos que se li­bran de la pobreza son los ladrones y los tramposos. Dios y la naturaleza han puesto todas las fortunas de los hombres en me­dio de ellos mismos, y éstas quedan más al alcance del robo (de la rapiña) que del trabajo y más al alcance de las malas que de las buenas artes. De ahí viene el que los hombres se coman los unos a los otros y que el más débil se lleve siempre la peor par­te. Se debe, pues, emplear la fuerza siempre que se presente la ocasión; y esta ocasión no nos la puede ofrecer mejor la for­tuna, estando como están desunidos todavía los ciudadanos, vacilante la Señoría y desconcertados los magistrados, de tal manera que, antes de que vuelvan ellos a unirse y se serenen sus ánimos, puedan ser fácilmente aplastados. De este modo, o quedaremos enteramente dueños de la ciudad o conseguiremos una parte tan importante de ella, que no solamente se nos per­donarán nuestras faltas pasadas sino que tendremos fuerza sufi­ciente para poder amenazarlos con nuevos daños. Yo reco­nozco que esta decisión es audaz y peligrosa; pero, cuando la necesidad aprieta, la audacia se considera prudencia y, en cuan­to al peligro de las grandes empresas, los valientes nunca lo tienen en consideración, porque las empresas que comienzan con peligro tienen al final su recompensa; y, de los peligros, jamás se salió sin peligro. Además yo creo que, cuando vemos que nos preparan cárceles, tormentos y muertes, es más peli­groso estarse quietos que tratar de librarse de ellos, porque en el primer caso los males son seguros mientras que en el se­gundo sólo son posibles. ¡Cuántas veces os he oído quejaros de la avaricia de vuestros superiores y de la injusticia de vuestros magistrados! Ahora es el momento no solamente de libraros de ellos, sino incluso de ponernos tan por encima de los mismos, que sean más bien ellos los que tengan que quejarse y dolerse de vosotros, que no vosotros de ellos. Las oportunidades que la ocasión nos brinda pasan volando y, una vez que han pasado, es inútil que tratemos luego de alcanzarlas. Ya veis los prepa­rativos de vuestros enemigos. Adelantémonos a sus planes, y el primero que empuñe las armas saldrá sin duda vencedor, con ruina del enemigo y encumbramiento propio. Con ello, muchos de nosotros alcanzaremos (el honor) la honra de esta victoria, y todos lograremos la seguridad”.

Estas palabras encendieron fuertemente los ánimos, ya de por sí encendidos al mal, de manera que decidieron empuñar las armas una vez que hubieran atraído a más compañeros a sus planes. Y se obligaron con juramento a socorrerse mutua­mente si alguno de ellos era apresado por los magistrados.

Mientras que estos se preparaban a adueñarse del poder, sus planes llegaron a conocimiento de los Señores que, en vista de ello, prendieron en la plaza a un tal Simoncino, por quien tuvieron noticias de toda la conjuración y de cómo pro­yectaban organizar el motín para el día siguiente. Por lo que, una vez conocido el peligro, reunieron a los miembros de los colegios y a los ciudadanos que, junto con los síndicos de las Artes, se preocupaban de la unificación de la ciudad. Pero, antes de que se reunieran, ya se había echado encima la no­che. Aconsejaron éstos a los Señores que se convocara tam­bién a los cónsules de las Artes; y estos a su vez aconsejaron unánimemente que se llamara y se hiciera entrar en Florencia a todas las tropas en campaña, y que los gonfaloneros del pueblo se presentaran por la mañana en la plaza con sus com­pañías armadas.

Mientras se sometía a tortura a Simoncino y, simultánea­mente, se reunían y deliberaban los ciudadanos, un tal Nicolo de san Friano reparaba el reloj del palacio. Este, dándose cuenta de lo que ocurría, apenas volvió a su casa, soliviantó a toda la vecindad, de manera que, en un momento, más de mil hombres armados se reunieron en la plaza del Santo Spirito. La noticia de este motín llegó a los demás conjurados y tam­bién San Pietro Maggiore y San Lorenzo, lugares por ellos de­signados, se llenaron de hombres armados.

Había ya amanecido el día, que era el 21 de julio y en la pla­za no se habían presentado más de ochenta hombres de ar­mas a favor de los Señores. De los gonfaloneros no se pre­sentó ninguno porque, al oír que toda la ciudad estaba en ar­mas, tenían miedo de dejar sus propias casas. Los primeros de la plebe que se presentaron a la referida plaza fueron los que se habían reunido en San Pietro Maggiore. Los soldados no se movieron a la llegada de éstos. Se presentó a continuación el resto de la muchedumbre y, al no encontrar resistencia, re­clamaron con terribles gritos sus prisioneros a la Señoría. Y, para conseguirlos por la fuerza, ya que con las amenazas no se los entregaban, prendieron fuego a la casa de Luigi Guicciar­dini, de manera que los Señores, por miedo a cosas peores, se los entregaron. Una vez que los liberaron, arrebataron el gon­falón o estandarte de la justicia al ejecutor que lo tenía y, enarbolándolo, prendieron fuego a las casas de muchos ciu­dadanos, persiguiendo a todos los que, por motivos públicos o privados, eran objeto de su odio. Muchos ciudadanos, para vengarse de ofensas personales, los encaminaron a casas de sus enemigos, ya que para ello bastaba sólo con que una voz gritara en medio de la multitud: “¡a casa de fulano!”, o que el que llevaba el gonfalón se dirigiera hacia allí. Se prendió fuego también a todas las escrituras del Arte della Lana. Después de haber cometido muchos desmanes, para paliarlos con algunas obras plausibles, nombraron caballeros a Silvestro de Medici y hasta otros sesenta y cuatro ciudadanos. Entre ellos estaban Benedetto y Antonio degli Alberti, Tommaso Strozzi y otros que eran partidarios suyos, aunque a muchos los obligaron por la fuerza. Entre estos hechos cabe señalar el de que a mu­chos que les habían quemado sus casas, luego, en el mismo día (tan de mano iban el beneficio y el daño), ellos mismos los nombraron caballeros. Esto es lo que ocurrió a Luigi Guicciar­dini, gonfalonero de justicia.

En medio de tantos desórdenes, los Señores, al verse aban­donados por las gentes de armas, por los jefes de las Artes y por sus propios gonfaloneros, estaban asustados, pues nadie había acudido en su auxilio de acuerdo con las órdenes recibi­das y, de los dieciséis gonfalones, solamente la enseña del León de oro y de la Ardilla, enarboladas por Giovenco della Stufa y por Giovanni Cambi, hicieron su aparición. Pero tam­poco éstos permanecieron mucho tiempo en la plaza, pues, al ver que nadie los seguía, se marcharon también.

Por otra parte, los ciudadanos, viendo la furia de aquella desatada muchedumbre y que el palacio había sido abando­nado, unos decidieron quedarse encerrados en sus casas mientras que otros prefirieron incorporarse a la turba armada para poder de esa manera, mezclados con ella, defender sus propias casas y las de sus amigos. De esta manera, se venía a acrecentar la fuerza de aquellos y a menguar la de los Señores.

Duró este tumulto todo el día y, al caer la noche se detuvie­ron junto al palacio de micer Stefano, detrás de la iglesia de San Bernabé. Su número pasaba de seis mil y, antes de que amaneciera, hicieron, mediante amenazas, que las Artes les enviaran sus enseñas. Entrada la mañana, marcharon al pala­cio del corregidor o Podestá llevando al frente el gonfalón de la justicia y las enseñas de las Artes; y, como el corregidor se negara a entregarles el palacio, lo atacaron y le obligaron a ceder.

Los señores, viendo que no podían contenerlos por la fuer­za, trataron de hacerles comprender que estaban dispuestos a pactar con ellos y, llamando a cuatro hombres de sus Colegios, los mandaron al palacio del corregidor a informarse de cuáles eran las intenciones de aquellos. Allí pudieron éstos ver que los jefes de la plebe, en unión de los síndicos de las Artes y de algunos otros ciudadanos, habían decidido ya lo que iban a exigir a la Señoría. Volvieron, pues, acompañados por cuatro delegados de la plebe, con estas peticiones concretas: que el Arte de la Lana no pudiera continuar teniendo un juez foraste­ro; que se crearan tres nuevas corporaciones de Artes, una para los cardadores y tintoreros, otra para los barberos, juboneros, sastres y análogas artes mecánicas, y la tercera para el pueblo menudo; y para estas tres nuevas Artes siempre hubie­ra dos Señores, mientras que habría tres para las catorce Artes menores; que la Señoría proveyera sedes donde pudieran re­unirse estas Artes nuevas; que ningún perteneciente a estas Artes pudiera ser obligado en el término de dos años a pagar ninguna deuda inferior a cincuenta ducados; que la Deuda pública anulara sus intereses y sólo se restituyeran los capita­les; que fueran amnistiados todos los confinados y condena­dos, y los amonestados recobraran el derecho a desempeñar cargos. Aparte de todo esto, pidieron otras muchas cosas a favor de sus particulares protectores así como, por el contra­rio, pretendieron que muchos de sus enemigos fueran confi­nados y amonestados.

Estas exigencias, aunque deshonrosas y gravosas para la república, por temor a otras cosas peores, fueron en seguida aprobadas por los Señores, por los colegios y por el Consejo del pueblo. Pero, si se quería que tuvieran validez, era necesa­rio también que se aprobaran en el Consejo municipal. Y, co­mo no se podían reunir en un solo día los dos Consejos, fue necesario esperar al siguiente. De todos modos, pareció que por el momento las Artes quedaban contentas y la plebe sa­tisfecha, y prometieron que, una vez ultimada la ley, termi­narían todos los motines.

Llegada luego la mañana, mientras el Consejo municipal es­taba deliberando, la muchedumbre, impaciente y voluble, se personó en la plaza enarbolando las acostumbradas enseñas y con tal alto y espantoso griterío que hicieron asustarse a todo el Consejo de los Señores. Por ello uno de los Señores, Guerriante Marignolli, impulsado más por el temor que por ningún otro sentimiento personal, so pretexto de vigilar la puerta desde abajo, bajó y huyó a su casa. Pero al salir no pudo ca­muflarse tan bien para que no ser reconocido por la muche­dumbre, aunque no se le hizo daño alguno; sólo que la mu­chedumbre, apenas lo vio, comenzó a gritar que todos los Se­ñores abandonaran también el palacio y que, si no, matarían a sus hijos y prenderían fuego a sus casas.

Mientras, se había aprobado ya la ley y los Señores se hab­ían retirado a sus habitaciones. Los del Consejo, que habían bajado abajo pero sin salir fuera, andaban por el pórtico y por el patio, perdidas ya sus esperanzas de poder salvar la ciudad al ver tanta deslealtad en la muchedumbre y tanta maldad o tanto temor en quienes habrían podido frenarla o dominarla. También los Señores se hallaban desconcertados y desconfia­ban de la salvación de la patria, viéndose abandonados por uno de sus propios miembros y sin que un solo ciudadano acudiera a prestarles ayuda, ni siquiera a darles ánimo. Es­tando, pues, vacilantes sobre lo que podrían o deberían hacer, micer Tommaso Strozzi y micer Benedetto Alberti, ya sea que los moviera la propia ambición deseando quedar dueños del palacio, o ya fuera porque creían obrar bien así, los persuadie­ron a ceder a las presiones del pueblo y volverse a sus propias casas como simples ciudadanos.

Esta propuesta, viniendo como venía de quienes habían si­do jefes del motín, llenó de indignación a dos de los Señores, Alamanno Acciaiuoli y Niccolo Bene, aunque los demás cedie­ran. Y, recobrando un poco de su valor, dijeron que, si los de­más se querían marchar, ellos no podían impedirlo pero que, por su parte, no estaban dispuestos a renunciar a sus cargos antes de que se cumpliera el término de los mismos, a menos de perder también la vida. Esta disconformidad de opiniones aumentó en los Señores el miedo y en el pueblo la irritación, hasta el punto de que el gonfalonero, prefiriendo acabar su magistratura con desdoro antes que con peligro, se entregó a Tommaso Strozzi, quien lo sacó de palacio y lo llevó hasta su casa. También los demás Señores, uno tras otro, se fueron de manera semejante; por lo que a Alamanno y Niccolo, viendo que se habían quedado solos, y para que no se les considerara más valientes que prudentes, se marcharon también. El pala­cio quedó así en manos de la plebe y de los Ocho de la guerra, que todavía no habían cesado en sus cargos.

Cuando la plebe entró en el palacio, llevaba en sus manos la enseña del gonfalonero de justicia un tal Michele di Lando, cardador de lana. Este, descalzo y semidesnudo, subió a la sala llevando tras de sí a toda la muchedumbre y, cuando llegó a la sala de audiencias de los Señores, se detuvo y, volviéndose hacia la muchedumbre, dijo: “Ya lo veis: el palacio es vuestro y la ciudad está en vuestras manos. ¿Qué os parece que haga­mos ahora?”. Y todos le respondieron que querían que fuera gonfalonero y Señor y que los gobernase a ellos y a la ciudad como mejor le pareciera. Aceptó Michele la Señoría pero, co­mo era hombre inteligente y prudente y que debía más a la naturaleza que a la suerte, decidió pacificar la ciudad y acabar con los tumultos. Y, para tener ocupado al pueblo y darse tiempo a sí mismo para poder ordenar las cosas, mandó que se buscara a un tal señor Nuto, a quien micer Lapo di Castiglionchio había hecho alguacil mayor (jefe de policía); y la mayor parte de los que lo rodeaban se fueron a cumplir su encargo.

Para comenzar con justicia el gobierno que se le había con­fiado, hizo ordenar públicamente que nadie incendiara o sa­queara cosa alguna y, con el fin de infundir miedo a todos, plantó horcas en la plaza.

Dando comienzo a sus reformas (del Estado), destituyó a los síndicos de las Artes y nombró otros nuevos, privó de la magistratura a los Señores y a los Colegios, y quemó las bolsas destinadas a la elección de cargos. Entre tanto, la muchedum­bre había arrastrado hasta la plaza al señor Nuto y lo había colgado por un pie en una de aquellas horcas. En un mo­mento, puesto que todos y cada uno de los que estaban a su alrededor le iban arrancando pedazos, no quedó de él más que dicho pie.

Por otra parte, los Ocho de la guerra, pensando que con la marcha de los Señores se habían quedado ellos dueños de la ciudad, habían nombrado ya a los nuevos señores. Michele, presintiendo esto, mandó a decirles que desalojaran inmedia­tamente el palacio, pues quería demostrarles a todos que sa­bía gobernar Florencia sin necesidad de su consejo. Hizo luego reunir a los síndicos de las Artes y organizó la Señoría con cua­tro miembros del pueblo menudo, dos para las Artes mayores y otros dos para las menores. Hizo además un nuevo censo y distribuyó los cargos del poder del Estado en tres partes, dis­poniendo que una de dichas partes correspondiera a las Artes nuevas, otra a las menores y la tercera a las mayores. Conce­dió a micer Silvestro dei Medici el usufructo de las tiendas del Ponte Vecchio y retuvo para sí la corregiduría de Empoli; y concedió otros muchos beneficios a muchos ciudadanos ami­gos de la plebe, no tanto para recompensarlos por su cola­boración como para que lo defendieran siempre contra sus enemigos.

Estimó la plebe que Michele di Lando, al reformar el go­bierno del Estado, se había mostrado excesivamente favorable a los más ricos y que a ella no le había cabido en dicho go­bierno todo lo que necesitaba para mantenerse en el mismo y poder defenderse; de modo que, impulsados por su acostum­brada audacia, tomaron las armas y, en forma tumultuosa, se presentaron en la plaza enarbolando las enseñas y pidiendo que los Señores bajaran a la escalinata para discutir con ellos de nuevo los asuntos relativos a su seguridad y a su bienestar. Michele, viendo la arrogancia de los mismos y para no irritar­los más, pero sin escuchar sus pretensiones, censuró su modo de pedir las cosas y los exhortó a deponer las armas, pues sólo así se les concedería lo que por la fuerza no se les podía con­ceder sin menoscabo de la autoridad de la Señoría. Por todo ello, la multitud, irritada contra los del palacio, se retiró a San­ta Maria Novella, donde nombraron por su cuenta ocho jefes con sus subalternos y con otras atribuciones, que les conferían autoridad y respeto; de manera que había dos Estados y la ciudad tenía ahora dos gobiernos distintos.

Estos nuevos jefes decidieron que en el palacio hubiera siempre al lado de los Señores ocho miembros elegidos por sus propias Artes y que todos los acuerdos que tomará la Se­ñoría deberían ser confirmados por ellos. Quitaron a micer Silvestro dei Medici y a Michele di Lando todo lo que en ante­riores decisiones se les había concedido y asignaron cargos a muchos de los suyos, con subvenciones para que pudieran desempeñarlos con dignidad. Una vez tomadas estas decisio­nes, para darles validez, enviaron a dos de los suyos a la Se­ñoría para pedir que los Consejos se las confirmaran, y con el propósito de conseguirlo por la fuerza si de grado no lo conse­guían. Estos, con gran audacia y mayor presunción, expusieron su embajada a los Señores y echaron en cara al gonfalonero la dignidad que ellos mismos le habían conferido y el honor que le habían hecho, así como la mucha ingratitud y las pocas con­sideraciones con que él los había tratado. Pero como, al ter­minar el discurso, pasaran a las amenazas, no pudo Michele soportar tanta arrogancia y, considerando más el cargo que desempeñaba que su propia ínfima condición, decidió poner freno con medios extraordinarios a aquella extraordinaria in­solencia; y, sacando la espada que llevaba ceñida, los hirió gravemente y luego los hizo atar y encerrar.

Este hecho, cuando se supo, encendió de ira a toda la mu­chedumbre la cual, pensando que podría obtener con las ar­mas lo que no había conseguido desarmada, empuño furiosa y tumultuosamente dichas armas y se puso en marcha para ir a enfrentarse con los Señores. Por su parte, Michele, temiendo lo que iba a ocurrir, decidió prevenirlo, pensando que resul­taría más honroso atacar que esperar dentro de los muros al enemigo y verse precisado como sus antecesores a huir del palacio con deshonra y vergüenza. Reuniendo, pues, un gran número de ciudadanos que ya habían comenzado a darse cuenta de su error, montó a caballo y, seguido por muchos hombres armados, se dirigió a Santa Maria Novella para com­batir a la plebe.

La plebe que, como arriba dijimos, había tomado parecida decisión, casi al mismo tiempo que Michele y los suyos salían, se puso en marcha a su vez para dirigirse a la plaza; pero la casualidad hizo que sus recorridos fueran distintos y no se encontraran en el camino. Michele, al volver atrás, se en­contró con que la plaza había sido ocupada y se intentaba asaltar el Palacio. Entablando batalla con ellos, consiguió ven­cerlos, expulsando de la ciudad a una parte de ellos y forzando a los otros a deponer las armas y esconderse.

Obtenida la victoria, los tumultos se calmaron sólo por me­rito del gonfalonero, que superó entonces a todos los demás ciudadanos en valor, en prudencia y en bondad, y merece ser citado entre los pocos benefactores de la patria, pues, si hubiera habido en él intención torcida o ambiciosa, la Re­pública habría perdido enteramente la libertad y habría caído en una tiranía mayor que la del duque de Atenas. Pero su hon­radez hizo que no le pasara nunca por la mente pensamiento alguno contrario al bien público, y su prudencia le permitió llevar las cosas de manera que fueron muchos los que se pu­sieron de su parte, y pudo dominar a los otros con las armas. Todas estas cosas hicieron desconcertarse a la plebe e hicie­ron meditar a los mejores artesanos y considerar el desdoro que suponía para quienes habían domeñado la soberbia de los grandes el tener que soportar el hedor de la plebe.

Cuando Michele obtuvo esta victoria contra la plebe, se había formado ya la nueva Señoría. En ella figuraban dos indi­viduos de tan vil e infame condición, que se acrecentó en los ciudadanos el deseo de librarse de tal vergüenza. Hallándose, pues, la plaza llena de gente armada cuando los Señores to­maban posesión de sus magistraturas el día primero de sep­tiembre, apenas salieron del palacio los Señores se alzó tumul­tuosamente entre los armados el grito de que no querían en­tre los señores nadie del pueblo bajo. De modo que la Señoría, para satisfacerles, privó de la magistratura a aquellos dos, unO de los cuales se llamaba Tria y el otro era el cardador Barocco; en su lugar eligieron a Giorgio Scali y Francesco di Michele. Anularon también el Arte o corporación del pueblo bajo y a sus inscritos los privaron de los cargos, excepto a Michele di Lando y a Lorenzo di Puccio y algunos otros más cualificados. Dividieron los cargos en dos partes iguales, una de las cuales asignaron a las Artes mayores y la otra a las menores; pero decidieron que entre los Señores hubiera siempre cinco arte­sanos pertenecientes a las Artes menores y cuatro a las mayo­res, y que el cargo de gonfalonero correspondiera unas veces a uno de esos miembros y otras veces a otro. El gobierno así establecido consiguió por el momento calmar la ciudad; pero aunque se logró privar del mando de la República a la plebe, los artesanos resultaron más poderosos que los nobles, quie­nes se vieron obligados a ceder y a contentar a las Artes para quitar al pueblo bajo el favor de estas.

Todos estos hechos fueron favorecidos también por quie­nes deseaban que quedaran postrados los que, con el nombre de partido güelfo, tan duramente habían ofendido a muchos ciudadanos. Y como, entre los que habían favorecido el nuevo tipo de gobierno, figuraban micer Giorgio Scali, micer Bene­detto Alberti, micer Silvestro dei Medeci y micer Tommaso Stozzi, estos se convirtieron casi en dueños de la ciudad. Esta disposición y organización de las cosas confirmó la ya iniciada rivalidad entre los ciudadanos notables y las Artes menores, rivalidad motivada por las ambiciones de los Ricci y de los Albizzi. Puesto que de estas divisiones se siguieron luego, en diversos momentos, gravísimos efectos, y más de una vez habremos de hablar de ellos, llamaremos a uno de estos par­tidos popular y al otro plebeyo. Duró este estado de cosas tres años y estuvo saturado de destierros y muertes, por lo que los gobernantes vivían en grave alarma, siendo muy grande el número de descontentos tanto dentro como fuera de la ciu­dad. Los descontentos de dentro tramaban, o se creían que tramaban, revoluciones todos los días; y los de fuera, sin mie­do alguno que los frenase, sembraban toda suerte de des­órdenes, ya en un sitio ya en otro, unas veces por medio de algún príncipe y otras por medio de ciertas repúblicas.

Dejar una respuesta