Los cuatro líderes que con sus caprichos están poniendo al mundo patas para arriba. Thomas L. Friedman. Octubre de 2023

WASHINGTON.- Desde que supe que en 1947 Walter Lippmann popularizó el término “Guerra Fría” para definir el conflicto emergente entre la Unión Soviética y Estados Unidos, pensé que sería genial poder nombrar una época histórica. Ahora que la posguerra fría ha expirado, la pos-posguerra fría en la que hemos entrado está pidiendo a gritos un nombre. Así que aquí va: es la era de “Eso no estaba en el plan”.

Lo sé, no suena muy elegante, y no espero que se impregne, pero es sorprendentemente preciso. Me topé con ello en un reciente viaje a Ucrania. Estaba hablando con una madre ucraniana que explicaba que desde que comenzó la guerra, su vida social se redujo a comidas ocasionales con amigos, fiestas de cumpleaños de niños “y funerales”. Después de escribir su cita en mi columna, agregué mi propio comentario: “Eso no estaba en el plan”. Antes del año pasado, los jóvenes ucranianos disfrutaban de un acceso más fácil a la Unión Europea (UE), emprendían startups tecnológicas, pensaban en dónde ir a la universidad y se preguntaban si debían vacacionar en Italia o España. Y luego, como un meteorito, llega esta invasión rusa que trastornó sus vidas de la noche a la mañana.

Ucrania no está sola. Los planes de muchas personas y de muchos países han quedado completamente trastornados últimamente. Hemos entrado en una era pos-posguerra fría que promete poco de la prosperidad, previsibilidad y nuevas posibilidades de la época de posguerra fría de los últimos 30 años desde la caída del Muro de Berlín.

Policías de Israel usan cañones de agua para dispersar a manifestantes que bloquean una autopista durante una protesta contra los planes del gobierno del primer ministro Benjamin Netanyahu de reformar el sistema judicial, el miércoles 5 de julio de 2023, en Tel Aviv. (AP Foto/Oded Balilty)
Policías de Israel usan cañones de agua para dispersar a manifestantes que bloquean una autopista durante una protesta contra los planes del gobierno del primer ministro Benjamin Netanyahu de reformar el sistema judicial, el miércoles 5 de julio de 2023, en Tel Aviv. (AP Foto/Oded Balilty)

Hay muchas razones para esto, pero ninguna es más importante que el trabajo de cuatro líderes clave que tienen una cosa en común: cada uno de ellos cree que su liderazgo es indispensable y está dispuesto a llegar a extremos para mantenerse en el poder todo el tiempo que pueda.

Estoy hablando de Vladimir Putin, Xi Jinping, Donald Trump y Benjamin Netanyahu. Los cuatro, cada uno a su manera, han creado enormes trastornos dentro y fuera de sus países basados en su propio interés personal, en lugar de en el interés de sus pueblos, y han hecho que sea mucho más difícil para sus naciones funcionar con normalidad en el presente y planificar sabiamente para el futuro.

Tomemos a Putin. Comenzó como algo así como un reformista que estabilizó la Rusia post-Yeltsin y supervisó un auge económico gracias al aumento de los precios del petróleo.

Pero luego los ingresos por petróleo comenzaron a caer, y como describe el experto en Rusia Leon Aron en su próximo libro, Riding the Tiger: Vladimir Putin’s Russia and the Uses of War, Putin dio un giro importante al comienzo de su tercer mandato en 2012, después de que estallaran las mayores protestas anti-Putin de su régimen en 100 ciudades rusas y su economía se estancara. La solución de Putin: “Cambiar la base de legitimidad de su régimen de progreso económico a patriotismo militarizado”, me dijo Aron, y culpar de todo lo malo a Occidente y la expansión de la OTAN.

Soldados ucranianos se preparan para disparar contra las posiciones rusas desde un obús M777 suministrado por Estados Unidos en la región de Kharkiv, Ucrania, el 14 de julio de 2022.
Soldados ucranianos se preparan para disparar contra las posiciones rusas desde un obús M777 suministrado por Estados Unidos en la región de Kharkiv, Ucrania, el 14 de julio de 2022. – Créditos: @Evgeniy Maloletka

En el proceso, Putin convirtió a Rusia en una fortaleza sitiada, que, en su mente y en la propaganda, solo Putin es capaz de defender, y por lo tanto requiere que él permanezca en el poder de por vida. Pasó de ser el distribuidor de ingresos de Rusia a ser el distribuidor de dignidad, ganada de todas las formas y lugares incorrectos. Su invasión de Ucrania para restaurar una Rusia mítica era inevitable.

Los eventos en China también se han desarrollado de manera bastante inesperada últimamente. Después de abrirse gradualmente y relajar los controles internos desde 1978, lo que la hizo más predecible, estable y próspera que en cualquier otro momento de su historia moderna, China experimentó un giro de casi 180 grados bajo el presidente Xi: él eliminó los límites de mandato, respetados por sus predecesores para evitar la aparición de otro Mao, y se convirtió en presidente indefinidamente. Xi aparentemente creía que el Partido Comunista Chino estaba perdiendo el control, lo que llevaba a la corrupción generalizada, por lo que reafirmó su poder en todos los niveles de la sociedad y los negocios, mientras eliminaba a cualquier rival.

No cabe duda de que observar los esfuerzos de Donald Trump por revertir nuestra elección de 2020 al inspirar a una turba a saquear el Capitolio el 6 de enero de 2021, y luego ver a este mismo hombre convertirse en el principal candidato republicano a la presidencia en 2024, hace que nuestra próxima elección sea una de las más importantes de nuestra historia, para que no sea la última. Eso no estaba en el plan.

Insurrectos leales al presidente Donald Trump asaltan el Capitolio, Washington, 6 de enero de 2021.
Insurrectos leales al presidente Donald Trump asaltan el Capitolio, Washington, 6 de enero de 2021. – Créditos: @John Minchillo

En la medida en que hay un denominador común que une a estos cuatro líderes, es que todos han violado las reglas de su juego en casa, y en el caso de Putin, han iniciado una guerra en el extranjero, por una razón demasiado familiar: mantenerse en el poder. Y sus sistemas locales: la élite rusa, el Partido Comunista Chino, el electorado israelí y el Partido Republicano, no han podido frenarlos de manera efectiva o completa.

Pero también hay diferencias importantes entre los cuatro. Netanyahu y Trump están enfrentando resistencia en sus democracias, donde los votantes pueden llegar a destituir o detener a ambos, y ninguno de ellos ha iniciado una guerra. Xi es un autócrata, pero tiene una agenda para mejorar la vida de su pueblo y un plan para dominar las principales industrias del siglo XXI, desde la biotecnología hasta la inteligencia artificial. Pero su gobierno cada vez más autoritario puede ser precisamente lo que impide que China llegue allí, principalmente porque está generando una fuga de cerebros.

Putin no es más que un jefe de la mafia disfrazado de presidente. Será recordado por transformar a Rusia de una potencia científica, que puso en órbita el primer satélite en 1957, en un país que no puede fabricar un automóvil, un reloj o una tostadora que alguien fuera de Rusia compraría. Putin tuvo que marcar el 1-800-CoreadelNorte para buscar ayuda para su ejército devastado en Ucrania.

El presidente ruso Vladimir Putin se reúne con el líder norcoreano Kim Jong-un en el Cosmódromo de Vostochny.
El presidente ruso Vladimir Putin se reúne con el líder norcoreano Kim Jong-un en el Cosmódromo de Vostochny. – Créditos: @-

Trump, en última instancia, es el más peligroso de los cuatro, por una simple razón: cuando el mundo se vuelve tan caótico y países clave se desvían del plan, el resto del mundo depende de Estados Unidos para liderar en la contención de los problemas y oponerse a los alborotadores.

Pero Trump prefiere ignorar los problemas y ha elogiado a los alborotadores, incluido Putin. Es lo que hace que la perspectiva de otra presidencia de Trump sea tan aterradora, tan temeraria y tan incomprensible.

Porque Estados Unidos sigue siendo el poste central que sostiene el mundo. No siempre lo hacemos con sabiduría, pero si dejáramos de hacerlo por completo, cuidado. Dado lo que ya está sucediendo en estos otros tres países importantes, si nos tambaleamos, dará lugar a un mundo en el que nadie podrá hacer ningún plan.

Hay un nombre fácil para eso: la Era del Desorden.

Prólogo a El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Irene Vallejo.

Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas. La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa: soldados, mercenarios y traficantes de esclavos. Arrugan la frente y gruñen hasta que los ven hundirse otra vez en el horizonte. No les gustan los forasteros armados.

Los jinetes cabalgan sin fijarse en los aldeanos. Durante meses han escalado montañas, han franqueado desfiladeros, han cruzado valles, han vadeado ríos, han navegado de isla en isla. Sus músculos y su resistencia se han endurecido desde que les encargaron esta extraña misión. Para cumplir su tarea deben aventurarse por los violentos territorios de un mundo en guerra casi constante. Son cazadores en busca de presas de un tipo muy especial. Presas silenciosas, astutas, que no dejan rastro ni huella.

Si estos inquietantes emisarios se sentasen en la taberna de algún puerto, a beber vino, comer pulpo asado, hablar y emborracharse con desconocidos (nunca lo hacen por prudencia), podrían contar grandes historias de viajes. Se han adentrado en tierras azotadas por la peste. Han atravesado comarcas asoladas por incendios, han contemplado la ceniza caliente de la destrucción y la brutalidad de rebeldes y mercenarios en pie de guerra. Como todavía no existen mapas de regiones extensas, se han perdido y han caminado sin rumbo durante días enteros bajo la furia del sol o las tormentas. Han tenido que beber aguas repugnantes que les han causado diarreas monstruosas.

Siempre que llueve, los carros y las mulas se atascan en los charcos; entre gritos y juramentos han tirado de ellos hasta caer de rodillas y besar el barro. Cuando la noche les sorprende lejos de cobijo alguno, solo su capa les protege de los escorpiones. Han conocido el tormento enloquecedor de los piojos y el miedo constante a los bandoleros que infestan los caminos. Muchas veces, cabalgando por inmensas soledades, se les hiela la sangre al imaginar un grupo de bandidos esperándolos, conteniendo el aliento, escondidos en algún recodo del camino para caer sobre ellos, asesinarlos a sangre fría, robarles la bolsa y abandonar sus cadáveres calientes entre los arbustos.

Es lógico que tengan miedo. El rey de Egipto les ha confiado grandes sumas de dinero antes de enviarlos a cumplir sus órdenes a la otra orilla del mar. En aquel tiempo, solo unas décadas después de la muerte de Alejandro, viajar llevando una gran fortuna era muy arriesgado, casi suicida. Y, aunque los puñales de los ladrones, las enfermedades contagiosas y los naufragios amenazan con hacer fracasar una misión tan cara, el faraón insiste en enviar a sus agentes desde el país del Nilo, cruzando fronteras y grandes distancias, en todas las direcciones.

Desea apasionadamente, con impaciencia y dolorosa sed de posesión, esas presas que sus cazadores secretos rastrean para él, haciendo frente a peligros ignotos.

Los campesinos que se sientan a fisgonear a la puerta de sus cabañas, los mercenarios y los bandidos habrían abierto los ojos con asombro y la boca con incredulidad si hubieran sabido qué perseguían los jinetes extranjeros.

Libros, buscaban libros.

Era el secreto mejor guardado de la corte egipcia. El Señor de las Dos Tierras, uno de los hombres más poderosos del momento, daría la vida (la de otros, claro; siempre es así con los reyes) por conseguir todos los libros del mundo para su Gran Biblioteca de Alejandría. Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta, la colección donde reuniría todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos.

Siempre me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro. Cuando he recorrido todas las bibliotecas, cuando los cuadernos revientan de notas enfebrecidas, cuando ya no se me ocurren pretextos razonables, ni siquiera insensatos, para seguir esperando, lo retraso aún varios días durante los cuales entiendo en qué consiste ser cobarde.

Sencillamente, no me siento capaz. Todo debería estar ahí —el tono, el sentido del humor, la poesía, el ritmo, las promesas—. Los capítulos todavía sin escribir deberían adivinarse ya, pugnando por nacer, en el semillero de las palabras elegidas para empezar.

Pero ¿cómo se hace eso? Mi bagaje ahora mismo son las dudas.

Con cada libro vuelvo al punto de partida y al corazón agitado de todas las primeras veces. Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies.

En el fondo, no es tan diferente de todas esas cosas que empezamos a hacer antes de saber hacerlas: hablar otro idioma, conducir, ser madre. Vivir.

Después de todas las agonías de la duda, después de agotar los aplazamientos y las coartadas, una tarde calurosa de julio me

enfrento a la soledad de la página en blanco. He decidido abrir mi texto con la imagen de unos enigmáticos cazadores al acecho de la presa. Me identifico con ellos, me gusta su paciencia, su estoicismo, sus tiempos perdidos, la lentitud y la adrenalina de la búsqueda.

Durante años he trabajado como investigadora, consultando fuentes, documentándome y tratando de conocer el material histórico. Pero, a la hora de la verdad, la historia real y documentada que voy descubriendo me parece tan asombrosa que invade mis sueños y cobra, sin yo quererlo, la forma de un relato.

Siento la tentación de entrar en la piel de los buscadores de libros en los caminos de una Europa antigua, violenta y convulsa. ¿Y si empiezo narrando su viaje?

Podría funcionar, pero ¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos bajo el músculo y la sangre de la imaginación?

Creo que el punto de partida es tan fantástico como el viaje en busca de las Minas del Rey Salomón o del Arca Perdida, pero los documentos atestiguan que existió de verdad en la mente megalómana de los reyes de Egipto. Tal vez allá, en el siglo III a. C., fue la única y última vez que se pudo hacer realidad el sueño de juntar todos los libros del mundo sin excepción en una biblioteca universal.

Hoy nos parece la trama de un fascinante cuento abstracto de Borges —o, quizá, su gran fantasía erótica—.

En la época del gran proyecto alejandrino, no existía nada parecido al comercio internacional de libros. Estos se podían comprar en ciudades con una larga vida cultural, pero no en la joven Alejandría.

Los textos cuentan que los reyes usaron las enormes ventajas del poder absoluto para enriquecer su colección. Lo que no podían comprar, lo confiscaban. Si era preciso rebanar cuellos o arrasar

cosechas para hacerse con un libro codiciado, darían la orden de hacerlo diciéndose que el esplendor de su país era más importante que los pequeños escrúpulos.

La estafa, por supuesto, formaba parte del repertorio de cosas que estaban dispuestos a hacer para conseguir sus objetivos. Ptolomeo III ansiaba las versiones oficiales de las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides conservadas en el archivo de Atenas desde su estreno en los festivales teatrales. Los embajadores del faraón pidieron prestados los valiosos rollos para encargar copias a sus minuciosos amanuenses. Las autoridades atenienses exigieron la exorbitante fianza de quince talentos de plata, que equivale a millones de dólares de hoy.

Los egipcios pagaron, dieron las gracias con pomposas reverencias, hicieron solemnes juramentos de devolver el préstamo antes de que transcurrieran — digamos— doce lunas, se amenazaron a sí mismos con truculentas maldiciones si los libros no volvían en perfecto estado y a continuación, por supuesto, se los apropiaron, renunciando al depósito. Los dirigentes de Atenas tuvieron que soportar el atropello.

La orgullosa capital de tiempos de Pericles se había convertido en una ciudad provinciana de un reino incapaz de rivalizar con el poderío de Egipto, que dominaba el comercio del cereal, el petróleo de la época.

Alejandría era el principal puerto del país y su nuevo centro vital.

Desde siempre, una potencia económica de esa magnitud puede extralimitarse alegremente. A todos los barcos de cualquier procedencia que hacían escala en la capital de la Biblioteca se les sometía a un registro inmediato. Los oficiales de aduanas requisaban cualquier escrito que encontraban a bordo, lo hacían copiar en papiros nuevos, devolvían las copias y retenían los originales. Estos libros tomados al abordaje iban a parar a las estanterías de la Biblioteca con una breve anotación aclarando su procedencia («fondo de las naves»).

Cuando estás en la cima del mundo, no hay favores excesivos. Se decía que Ptolomeo II envió mensajeros a los soberanos y gobernantes de cada país de la tierra. En una carta sellada les pedía que se tomasen la molestia de enviarle para su colección sencillamente todo: las obras de poetas y escritores en prosa de su reino, de oradores y filósofos, de médicos y adivinos, de historiadores y todos los demás.

Además —y esta ha sido mi puerta de entrada a esta historia—, los reyes enviaron por los peligrosos caminos y mares del mundo conocido a agentes con la bolsa llena y órdenes de comprar la máxima cantidad posible de libros y de encontrar, allí donde estuvieran, las copias más antiguas. Ese apetito de libros y los precios que se llegaban a pagar por ellos atrajeron a pícaros y falsificadores.

Ofrecían rollos de falsos textos valiosos, envejecían el papiro, fundían varias obras en una para aumentar su extensión e inventaban toda clase de hábiles manipulaciones. Algún sabio con sentido del humor se divirtió escribiendo obras bien amañadas, auténticos fraudes calculados para tentar la codicia de los Ptolomeos. Los títulos eran divertidos; podrían comercializarse hoy con facilidad, por ejemplo: «Lo que Tucídides no dijo». Sustituyamos a Tucídides por Kafka o Joyce, e imaginemos la expectación que provocaría el falsario al aparecer en la Biblioteca con las fingidas memorias y los secretos inconfesables del escritor bajo el brazo.

A pesar de las prudentes sospechas de fraude, los compradores de la Biblioteca temían dejar pasar un libro que pudiera ser valioso y

arriesgarse a enfurecer al faraón. Cada poco tiempo, el rey pasaba revista a los rollos de su colección con el mismo orgullo con el que pasaba revista a los desfiles militares. Preguntaba a Demetrio de Falero, el encargado del orden de la Biblioteca, cuántos libros tenían ya. Y Demetrio lo ponía al día sobre la cifra: «Ya hay más de veinte decenas de millares, oh Rey; y me afano para completar en breve lo que falta para los quinientos mil». El hambre de libros desatada en Alejandría empezaba a convertirse en un brote de locura apasionada.

He nacido en un país y una época en que los libros son objetos fáciles de conseguir. En mi casa, asoman por todas partes. En etapas de trabajo intenso, cuando pido docenas de ellos en préstamo a las distintas bibliotecas que soportan mis incursiones, suelo dejarlos apilados en torres sobre las sillas o incluso en el suelo. También abiertos boca abajo, como tejados a dos aguas en busca de una casa que cobijar.

Ahora, para evitar que mi hijo de dos años arrugue las hojas, formo pilas sobre el reposacabezas del sofá, y cuando me siento a descansar, noto el contacto de sus esquinas en la nuca. Al trasladar el precio de los libros al de los alquileres de la ciudad donde vivo, resulta que mis libros son unos inquilinos costosos. Pero yo pienso que todos, desde los grandes libros de fotografía hasta esos viejos ejemplares de bolsillo encolados que siempre intentan cerrarse como si fueran mejillones, hacen más acogedora la casa.

La historia de los esfuerzos, viajes y penalidades para llenar los estantes de la Biblioteca de Alejandría puede parecer atractiva por su exotismo. Son acontecimientos extraños, aventuras, como las fabulosas navegaciones a las Indias en busca de especias. Aquí y ahora, los libros son tan comunes, tan desprovistos del aura de novedad tecnológica, que abundan los profetas de su desaparición.

Cada cierto tiempo leo con desconsuelo artículos periodísticos que

vaticinan la extinción de los libros, sustituidos por dispositivos electrónicos y derrotados frente a las inmensas posibilidades de ocio. Los más agoreros pretenden que estamos al borde de un fin de época, de un verdadero apocalipsis de librerías echando el cierre y bibliotecas deshabitadas.

Parecen insinuar que muy pronto los libros se exhibirán en las vitrinas de los museos etnológicos, cerca de las puntas de lanza prehistóricas. Con esas imágenes grabadas en la imaginación, paseo la mirada por mis filas interminables de libros y las hileras de discos de vinilo, preguntándome si un viejo mundo entrañable está a punto de desaparecer.

¿Estamos seguros?

El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor.

Por supuesto, la tecnología es deslumbrante y tiene fuerza suficiente como para destronar a las antiguas monarquías. Sin embargo, todos añoramos cosas que hemos perdido —fotos, archivos, viejos trabajos, recuerdos— por la velocidad con la que envejecen y quedan obsoletos sus productos. Primero fueron las canciones de nuestras casetes, después las películas grabadas en VHS.

Dedicamos esfuerzos frustrantes a coleccionar lo que la tecnología se empeña en hacer que pase de moda. Cuando apareció el DVD, nos decían que por fin habíamos resuelto para siempre nuestros problemas de archivo, pero vuelven a la carga tentándonos con nuevos discos de formato más pequeño, que invariablemente requieren comprar nuevos aparatos.

Lo curioso es que aún podemos leer un manuscrito pacientemente copiado hace más de diez siglos, pero ya no podemos ver una cinta de vídeo o un disquete de hace apenas algunos años, a menos que conservemos todos nuestros sucesivos ordenadores y aparatos reproductores, como un museo de la caducidad, en los trasteros de nuestras casas.

No olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia.

Por eso decidí sumergirme en esta investigación. Al principio de todo, hubo preguntas, enjambres de preguntas: ¿cuándo aparecieron los libros? ¿Cuál es la historia secreta de los esfuerzos por multiplicarlos o aniquilarlos? ¿Qué se perdió por el camino, y qué se ha salvado? ¿Por qué algunos de ellos se han convertido en clásicos? ¿Cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las uñas del fuego, el veneno del agua? ¿Qué libros han sido quemados con ira, y qué libros se han copiado de forma más apasionada? ¿Los mismos?

Este relato es un intento de continuar la aventura de aquellos cazadores de libros. Quisiera ser, de alguna manera, su improbable compañera de viaje, al acecho de manuscritos perdidos, historias desconocidas y voces a punto de enmudecer. Quizá aquellos grupos de exploradores eran solo esbirros al servicio de unos reyes poseídos por una obsesión megalómana. Tal vez no entendían la trascendencia de su tarea, que les parecía absurda, y en las noches al raso, cuando se apagaban los rescoldos de la hoguera, mascullaban entre dientes que estaban hartos de arriesgar la vida por el sueño de un loco.

Seguramente hubieran preferido que los enviasen a una misión con más posibilidades de ascenso, como sofocar una revuelta en el desierto de Nubia o inspeccionar el cargamento de las barcazas del Nilo. Pero sospecho que, al buscar el rastro de todos los libros como si fueran piezas de un tesoro disperso, estaban poniendo, sin saberlo, los cimientos de nuestro mundo.

Prometeo encadenado. Esquilo

PERSONAJES:

FUERZA Y VIOLENCIA, criados de Zeus

HEFESTO, dios del fuego, hijo de Zeus

PROMETEO, hijo de la diosa Temis

OCÉANO, divinidad

ÍO, hija de Inaco

HERMES, mensajero de los dioses

CORO DE OCEÁNIDES.

La escena representa una región montañosa, en los confines del mundo, cerca del mar. Llegan FUERZA y VIOLENCIA, traen prisionero a PROMETEO. Les sigue HEFESTO con sus herramientas de herrero. Se disponen a clavar al titán en una escarpada roca.

FUERZA. Hemos alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes irrompibles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres.

Ha de pagar la pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.

HEFESTO. Fuerza y Violencia, para vosotros se ha cumplido ya el mandato de Zeus y nada os retiene ya. Pero yo no me atrevo a atar a un dios hermano en esta cima tormentosa. Sin embargo, es incontestablemente necesario tener coraje para ello: es cosa grave no cumplir las palabras de un padre.

(A Prometeo.) De Temis, la consejera, hijo de elevados pensamientos, contra tu voluntad y la mía voy a clavarte con indisolubles lazos de bronce a esta roca inhóspita, en donde no verás ni la voz ni la figura de un mortal, sino que quemado por la resplandeciente llama del sol, cambiarás la flor de tu piel; con alegría para ti, la noche con su manto estrellado ocultará la luz y el sol disipará de nuevo la escarcha del alba; pero siempre te abrumará la carga del mal presente, pues todavía no ha nacido tu libertador.

Esto has ganado con tus sentimientos humanitarios. Tú, un dios que no te acoquinas ante la cólera de los dioses, has otorgado, más allá de lo justo, unos honores a los mortales; por esto montarás en esta roca una guardia ingrata, de pie, sin dormir ni doblar la rodilla. Lanzarás muchos lamentos y gemidos inútiles, pues el corazón de Zeus es inflexible. Un nuevo señor siempre es duro.

FUERZA. Vamos, ¿por qué te demoras y te apiadas en vano? ¿Por qué no aborreces al dios más odioso de los dioses, que ha, entregado a los mortales tu privilegio?

HEFESTO. El parentesco es muy fuerte, y la amistad.

FUERZA. Lo concedo. Pero desobedecer las palabras de un padre ¿cómo es posible? ¿No temes esto más?

HEFESTO. Tú siempre eres cruel y lleno de audacia.

FUERZA. Ningún remedio proporcionará el llorar por ése; no te canses en un trabajo inútil.

HEFESTO. ¡Oh oficio muy odiado por mí!

FUERZA. ¿Por qué lo odias? De los males presentes, ciertamente no tiene culpa alguna tu oficio.

HEFESTO. Sin embargo, ojalá hubiera tocado a otro.

FUERZA. Todo es enojoso, salvo mandar sobre los dioses; porque nadie es libre excepto Zeus.

HEFESTO. Lo sé, y nada puedo responder a esto.

FUERZA. ¿No te apresuras, pues, en rodearle de cadenas, para que el padre no te vea remiso?

HEFESTO. Pueden verse ya en sus manos las manillas.

FUERZA. Cíñeselas a los brazos y con toda tu fuerza golpea con el martillo y clávalo en las rocas.

HEFESTO. El trabajo ya se termina y no en vano.

FUERZA. Golpea más, aprieta, nada dejes flojo; pues es capaz de encontrar alguna salida, incluso de lo impracticable.

HEFESTO. Este codo, al menos, está fijo y es difícil que le suelte.

FUERZA. Ahora clávale en medio del pecho, bien fuerte, la dura mandíbula de una cuña de acero.

HEFESTO. ¡Ay, ay, Prometeo, gimo por tus penas!

FUERZA. ¿Vacilas y lloras por los enemigos de Zeus? Vigila no sea que un día te compadezcas a ti mismo.

HEFESTO. Ves un espectáculo horrible de ver.

FUERZA. Veo que ése tiene lo que merece. Más échale a los costados las bridas.

HEFESTO. Es mi obligación hacerlo, no me lo mandes con tanta insistencia.

FUERZA. Pues te ordenaré y además te azuzaré. Baja y sujeta sólidamente con anillas sus piernas.

HEFESTO. El trabajo está hecho y sin gran esfuerzo.

FUERZA. Con vigor hunde estas trabas en la carne; pues es severo el que juzgará tu obra.

HEFESTO. Tu lenguaje responde a tu figura.

FUERZA. Ablándate; pero no me reproches mi obstinación y la aspereza de mi carácter.

HEFESTO. Vámonos; tiene una red en torno a sus miembros.

FUERZA. Ahora sé, allá, insolente y despojando a los dioses de sus privilegios, dáselos a los efímeros. ¿Qué alivio son capaces los mortales de llevar a tus penas? Con falso nombre los dioses te llaman Prometeo, pues tú mismo necesitas un previsor para saber de qué manera te librarás de tal artificio. (Hefesto con Fuerza y Violencia salen.)

PROMETEO. ¡Oh éter divino, y vientos de alas rápidas, y fuentes de los ríos, y sonrisa innumerable de las olas marinas, y Tierra madre universal, y círculo omnividente del Sol; yo os invoco: ved lo que, siendo dios, sufro de los dioses!

Mirad con qué ultrajes desgarrado he de padecer durante un tiempo infinito de años. Tal es la cadena infame que contra mí ha inventado el joven caudillo de los Felices. ¡Ay, ay! Por el sufrimiento, presente y futuro gimo, sin saber cuándo surgirá el fin de estos males.

Pero ¿qué digo? Todo lo que ha de acontecer lo sé bien de antemano y ninguna desgracia imprevista vendrá de nuevo sobre mí. Pero es preciso soportar lo más ligeramente posible la suerte decretada, sabiendo que no hay lucha contra la fuerza de la Necesidad.

Con todo, me es igual de imposible callar o no callar esta desgracia. Porque habiendo proporcionado una dádiva a los mortales estoy uncido al yugo de la necesidad, desdichado. En el tallo de una caña me llevé la caza, el manantial del fuego robado, que es para los mortales maestro de todas artes y gran recurso. De este pecado pago ahora la pena, clavado con cadenas bajo el éter.

¡Ah, ah! ¿Qué ruido, qué aroma invisible ha volado hasta mí?

¿Vienes de un dios, de un mortal o de un semidiós? ¿Ha llegado a este peñasco, en los límites del mundo para contemplar mis penas, o qué quiere? Mirad encadenado a este dios desgraciado Odiado de Zeus, me he enemistado con todos los dioses que frecuentan la corte de Zeus por mi gran amor hacía los hombres. ¡Ay, ay! ¿Qué movimiento de alas escucho cerca de aquí? El aire susurra con ese ligero batir de alas. Todo lo que se aproxima me produce pavor.

(Llega el coro de las Oceánides en un carro alado que se coloca sobre un roquero cercano al que está clavado Prometeo.)

CORO. Nada temas. Amiga es esta tropa que en rápida carrera de alas se ha acercado a este peñasco, consiguiendo persuadir a duras penas el corazón paterno. Veloces las brisas me trajeron. Pues el eco de los golpes de hierro penetró hasta el fondo de mis cavernas y arrojó de mí el tímido pudor; descalza me lancé en mi carro alado.

PROMETEO. ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! Prole de la fecunda Tetis, hijas del padre Océano, que con su curso insomne gira en torno a toda tierra, mirad, contemplad con qué cadenas clavado en la cima rocosa de este precipicio monto una guardia no envidiable.

CORO. Veo, Prometeo; y una tímida niebla llena de lágrimas a mis ojos, cuando contemplo sobre esa roca tu cuerpo que se consume en la ignominia de estos grilletes de acero. Porque nuevos pilotos gobiernan el Olimpo y Zeus, con nuevas leyes, reina arbitrariamente y aniquila ahora los colosos de antes.

PROMETEO. ¡Si al menos me hubiera precipitado bajo tierra, más allá del Hades hospitalario a los muertos, hasta el Tártaro infranqueable, echándome ferozmente en cadenas insolubles,

de suerte que ni un dios ni nadie se regocijará de ello! Pero ahora, juguete de los vientos, miserable, sufro para escarnio de mis enemigos.

CORO. ¿Cuál de los dioses tiene un corazón tan duro que haga burla de esto? ¿Quién no comparte tus pesares, excepto Zeus? Éste, siempre en su ira, de un alma inflexible, somete la raza celeste, y no cesará hasta que se haya saciado su corazón, o que alguien con alguna artimaña conquiste el mando tan difícil de conquistar.

PROMETEO. Ciertamente, aunque ultrajado en estos brutales grilletes de mis miembros, todavía tendrá necesidad de mí el príncipe de los Felices para enseñarle el nuevo designio que le despojará de su cetro y honores. Y no me ablandará con melifluos sortilegios de la persuasión, ni nunca yo, acoquinado con sus duras amenazas, revelaré este secreto, antes de que me libre de fieras cadenas y consienta en pagar la pena de este ultraje.

CORO. Tú eres osado y en vez de ceder por estos amargos sufrimientos, hablas con demasiada libertad. Un temor penetrante altera mi corazón y me estremezco por la suerte que te espera: dónde debes abordar para contemplar el fin de estos sufrimientos. Pues el hijo de Cronos tiene un carácter inaccesible y un corazón inflexible.

PROMETEO. Sé que es severo y que tiene en su poder la justicia; sin embargo, creo que un día será de blando corazón cuando sea sacudido de este modo. Entonces aplacando esta rígida cólera, vendrá presuroso a concertar conmigo alianza y amistad.

CORIFEO. Descríbelo todo y explícanos en qué culpa te ha sorprendido Zeus para ultrajarte de una manera tan infame y cruel. Infórmanos, si no te perjudica el relato.

PROMETEO. Me duele hablar de estas cosas, pero no decir nada es también un dolor; de todos modos, infortunios. Así que los dioses empezaron a enfadarse y se produjo entre ellos la discordia, unos queriendo arrojar a Cronos de su trono, para que Zeus desde entonces reinara; otros por el contrario, esforzándose para que Zeus no mandara nunca sobre los dioses; entonces yo, que quería persuadir con los mejores consejos a los titanes, hijos de la Tierra y del Cielo, no pude. Despreciando las arteras trazas creyeron, en su brutal presunción, que sin fatiga se harían los dueños por la violencia. Pero, no una sola vez, mi madre, Temis y Tierra, forma única bajo nombres diversos, me había profetizado cómo se cumpliría el futuro: que no por la fuerza ni por la violencia, sino con engaño deberían vencer a los poderosos. Mientras yo les iba explicando estas cosas con mis palabras, no se dignaron ni dirigirme la mirada. Lo mejor en aquellas circunstancias me pareció que era, haciendo caso de mi madre, ponerme al lado de Zeus que recibía de grado a un voluntario. Por mis consejos el antro negro y profundo del Tártaro oculta al antiguo Cronos y a sus aliados. Tales son los beneficios que ha recibido de mí el tirano de los dioses y que me ha pagado con esta cruel recompensa. Sin duda es un achaque inherente a la tiranía no confiar en los amigos.

Ahora, lo que me preguntáis, por qué causa me hiere, os lo aclararé. En cuanto se sentó en el trono paterno, en seguida distribuyó entre los dioses sus privilegios, a cada uno diferentes, y organizó su imperio; pero no se preocupó en absoluto de los míseros mortales, sino que, aniquilando toda la raza, deseaba crear otra nueva. A este proyecto nadie se opuso sólo yo. Yo me atreví; libré a los mortales de ir, destrozados, al Hades. Por eso ahora estoy sufriendo tales sufrimientos, dolorosos de sufrir, lamentables de ver. Por haber tenido ante todo piedad de los mortales, no fui juzgado digno de conseguirla, sino que implacablemente estoy así tratado, espectáculo infamante para Zeus.

CORIFEO. De corazón de hierro y tallado de una piedra, Prometeo, es el que no se indigna contigo por tus penas. Yo, por mi parte, habría deseado no verlas, y ahora que las veo siento un dolor en el corazón.

PROMETEO. Sí, sin duda, para los amigos soy doloroso de ver.

CORIFEO. ¿Fuiste, tal vez, más lejos que esto?

PROMETEO. Sí. Hice que los mortales dejaran de pensar en la muerte antes de tiempo.

CORIFEO. ¿Qué solución hallaste a este mal?

PROMETEO. Albergué en ellos esperanzas ciegas.

CORIFEO. Gran favor otorgaste a los mortales.

PROMETEO. Además de esto, yo les regalé el fuego.

CORIFEO. ¿Y ahora los efímeros tienen el fuego resplandeciente?

PROMETEO. Por él aprenderán muchas artes.

CORIFEO. Por tales culpas Zeus te…

PROMETEO. … me ultraja y no afloja para nada mis males.

CORIFEO. ¿No hay un término fijado a tu prueba?

PROMETEO. No, ninguno, salvo cuando le plazca a él.

CORIFEO. ¿Cuándo le placerá? ¿Hay alguna esperanza? ¿No ves que has delinquido? Pero decir que has delinquido, para mí no es ningún placer y para ti es dolor. Pero dejemos esto y busca algún medio de librarte de esta prueba.

PROMETEO. Es fácil al que tiene el pie fuera de las desgracias aconsejar y amonestar al infortunado. Pero todo esto yo lo sabía. De grado, de grado falté, no lo negaré; ayudando a los mortales yo mismo me he encontrado castigos. Con todo, no creía que con tales penas había de consumirme en unas rocas abruptas, encontrándome en una cima desierta y sin vecinos.

Pero ahora, sin lamentaros por estos sufrimientos, bajando a tierra firme, escuchad mi suerte futura, para que lo sepáis todo hasta el fin. Creedme, compadeced al que ahora sufre: la aflicción vuela sin cesar, y ora se posa en uno, ora en otro.

CORIFEO. Tú urges a una tropa dispuesta a obedecerte, Prometeo. Ahora, dejando con pie ligero este raudo asiento y el éter, ruta sagrada de las aves, me acercaré a este suelo escabroso; porque deseo escuchar hasta el final tus padecimientos.

(Mientras las Oceánides descienden al suelo, aparece Océano en un carro tirado por un caballo alado.)

OCÉANO. He llegado al final de un largo viaje en mi recorrido hacia ti, Prometeo, dirigiendo con mi mente, sin bridas, esta ave de alas veloces. De tus desgracias, sábelo, me compadezco. El parentesco, creo, me obliga, y, aparte la sangre, no hay a quien diera parte mayor que a ti. Conocerás que digo la verdad y que no se halla en mí adular en vano. Venga, pues, dime en qué he de ayudarte; porque nunca dirás que tienes un amigo más seguro que Océano.

PROMETEO. ¡Ea!, ¿qué es esto? ¿También tú vienes a ser testigo de mis males? ¿Cómo te atreviste, dejando la corriente que lleva tu nombre y las roqueras grutas naturales, llegar a la tierra madre del hierro? ¿O has venido para contemplar mi suerte e indignarte con mis males? Mira este espectáculo: yo, el amigo de Zeus, que le ayudé a establecer su tiranía, con qué sufrimientos soy abatido por él.

OCÉANO. Lo veo, Prometeo, y quiero aconsejarte lo mejor, aunque eres listo. Conócete a ti mismo y adopta nuevas actitudes, pues también hay un nuevo tirano entre los dioses. Pero si lanzas palabras tan duras y aceradas, quizá te oiga Zeus que está sentado mucho más alto que tú, y el enojo de estos males presentes te parezca un juego. Así, desgraciado, deja este afán y busca la liberación de estos males. Tal vez te parecerá que digo cosas viejas; sin embargo, tal es, Prometeo, el salario de una lengua demasiado altiva. Tú todavía no eres humilde ni cedes a los males, y a los presentes quieres añadir otros. Tómame, pues, por maestro y no estires tu pierna contra el aguijón, viendo que ahora reina un monarca duro y sin que tenga que rendir cuentas. Ahora me marcho e intentaré, si puedo, librarte de estas penas; tú tranquilízate y no hables con demasiado insolencia. ¿O no sabes siendo en rigor tan sabio, que se castiga a una lengua disparatada?

PROMETEO. Te envidio porque te encuentras fuera de culpa aunque participaste en todo y te asociaste a mi osadía. Ahora déjalo y no te preocupes. De todos modos no le convencerás; no es fácil de convencer. Y vigila que no te perjudiques en este camino.

OCÉANO. Eres mucho mejor para inspirar prudencia al prójimo que a ti mismo; juzga por hechos, no por palabras. Pero en mi afán, no me retengas. Porque me ufano, sí, me ufano de que Zeus me concederá la gracia de librarte de estos males.

PROMETEO. Te alabo por tu solicitud y no cesaré de hacerlo; en buena voluntad nada descuidas. Pero no te esfuerces: trabajarás en vano, sin provecho para mí, si es que quieres hacerlo.

Permanece tranquilo y mantente apartado. Porque yo, si soy desgraciado, no por esto quisiera que a los más alcanzaran las desgracias. No, en verdad, pues ya me consume la suerte de mi hermano, Atlas, que en las regiones de occidente, de pie, sostiene en sus espaldas la columna del cielo y de la tierra, peso no fácil para el brazo. También he compadecido, al verle, al hijo de la Tierra, habitante de las cuevas cilicias, gran gigante de cien cabezas, domado por la fuerza, el impetuoso Tifón. Se enfrentó a todos los dioses, silbando miedo de sus atroces fauces; de sus ojos brillaba horrible esplendor, como si fuera a aniquilar violentamente la tiranía de Zeus. Pero le alcanzó el dardo que no duerme de Zeus, cl rayo que desciende respirando fuego y le derrotó de sus altivas fanfarronadas. Pues herido en el mismo corazón, quedó reducido a cenizas y su fuerza disipada por el rayo. Y ahora, cuerpo inútil y arrinconado, yace cerca del estrecho marino, oprimido bajo las raíces del Etna, mientras Hefesto, instalado en las altas cimas, forja el hierro ardiente. De allí un día irrumpirán torrentes de fuego que con feroces fauces devorarán las vastas llanuras de la fecunda Sicilia. Tal ira exhalará Tifón con los ardientes dardos de una insaciable tormenta de fuego, aunque carbonizado por el rayo de Zeus. Pero tú no eres inexperto y no me necesitas como guía; sálvate, como sabes. Yo apuraré este mi destino hasta que Zeus aplaque su ira.

OCÉANO. ¿No sabes esto, Prometeo, que las palabras son médicos de la enfermedad de la cólera?

PROMETEO. Sí, si uno ablanda el corazón en el momento preciso, y no reduce por la fuerza una pasión virulenta.

OCÉANO. Pero, si uno muestra solícito esfuerzo y valor para la acción, ¿qué daño ves tú que haya en ello?

PROMETEO. Trabajo inútil y simplicidad irreflexiva.

OCÉANO. Déjame que sufra esta enfermedad; pues es provechoso parecer insensato cuando uno es cuerdo.

PROMETEO. Esta falta más bien parecerá la mía.

OCÉANO. Sin duda tus palabras me envían de nuevo a casa.

PROMETEO. Temo que tu lamento por mí te lance a una enemistad.

OCÉANO. ¿Con el que acaba de sentarse en un todopoderoso asiento?

PROMETEO. Vigila que no se altere tu corazón.

OCÉANO. Tu infortunio, Prometeo, es maestro.

PROMETEO. Vete, aléjate, salva tu actual buen sentido.

OCÉANO. Cuando ya me iba, me molestaban tus palabras. Pues mi cuadrúpeda ave acaricia ya con sus alas el dilatado camino del éter y gozoso doblará la rodilla en su establo. (Océano se marcha en su monstruo alado. Tras un silencio, las Oceánides aparecen sobre de una roca y cantan lo siguiente.)

CORO. Lloro por tu fatal destino, Prometeo; y vertiendo de mis delicados ojos una corriente de lágrimas mojo mi mejilla con húmedas fuentes. Hostilmente gobernando con leyes propias Zeus manifiesta a los dioses de antaño su lanza soberbia.

Ya todo este país ha lanzado un grito lastimero; sus pueblos lloran por la grandeza y el antiguo prestigio tuyo y de tus hermanos, y todos cuantos mortales habitan la tierra vecina de la sagrada Asia, ante el gran gemido de tus penas sufren contigo.

Y las vírgenes que habitan en la tierra cólquide, valientes luchadoras, y la turba de Escitia, que ocupa el lugar más remoto de la tierra alrededor del lago Meótico.

Y la flor guerrera de Arabia, los que viven una ciudadela escarpada cerca del Cáucaso, hostil ejército que brama en lanzas de acerada proa.

Sólo antes otro dios titán he visto sufrir, vencido en la ignominia de unos lazos de acero, Atlas, que llevando siempre en la espalda, fuerza inflexible, la tierra y la bóveda celeste, gime.

La ola marina cayendo ola sobre ola brama, llora el abismo, el tenebroso Hades en las profundidades de la tierra ruge, y las fuentes de los sagrados ríos exhalan su dolor quejumbroso.

PROMETEO. (Tras de un largo silencio.) No penséis que callo por arrogancia o altanería; pero un pensamiento me devora el corazón al verme así tan vilipendiado. En verdad, a estos dioses nuevos, ¿qué otro si no yo les repartió exactamente sus privilegios? Pero sobre esto callo; pues sabéis lo que podría deciros.

Escuchad, en cambio, los males de los hombres, cómo de niños que eran antes he hecho unos seres inteligentes, dotados de razón. Os lo diré, no para censurar a los hombres, sino para mostraros la buena voluntad de mis dones. Al principio, miraban sin ver y escuchaban sin oír, y semejantes a las formas de los sueños en su larga vida todo lo mezclaban al azar. No conocían las casas de ladrillos secados al sol, ni el trabajo de la madera; soterrados vivían como ágiles hormigas en el fondo de antros sin sol. No tenían signo alguno seguro ni del invierno, ni de la floreciente primavera ni del estío fructuoso, sino que todo lo hacían sin razón, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de los astros, difíciles de conocer.

Después descubrí también para ellos la ciencia del número, la más excelsa de todas, y las uniones de las letras, memoria de todo, laboriosa madre de las Musas. Y el primero até bajo el yugo a las bestias esclavizadas a las gamellas y a las albardas, a fin de que tomaran el lugar de los mortales en las fatigas mayores, y llevé bajo el carro a los caballos, dóciles a las riendas, orgullo del fasto opulento. Sólo yo inventé el vehículo de los marinos, que surca el mar con sus alas de lino. Y, mísero de mí, yo que he encontrado estos artificios para los mortales, no tengo artimaña que pueda librarme de la actual desgracia.

CORIFEO. Padeces un castigo indigno; privado de razón divagas, y como un mal médico que a su vez ha enfermado, te desanimas y no puedes encontrar para ti mismo los remedios curativos.

PROMETEO. Escucha el resto y te sorprenderás más: las artes y recursos que ideé. Lo más importante: si uno caía enfermo, no había ninguna defensa, ni alimento, ni unción, ni pócima, sino que faltos de medicinas morían, hasta que les enseñé las mezclas de remedios clementes con los que ahuyentan todas las enfermedades. Clasifiqué muchos procedimientos de adivinación y fui el primero en distinguir lo que de los sueños ha de suceder en la vigilia, y les di a conocer los sonidos de oscuro presagio y los encuentros del camino. Determiné exactamente el vuelo de las aves rapaces, los que son naturalmente favorables y los siniestros, los hábitos de cada especie, los odios y amores mutuos, sus compañías; la lisura de las entrañas y qué color necesitan para agradar a los dioses, y los matices favorables de la bilis y del lóbulo del hígado. Haciendo quemar los miembros cubiertos de grasa y el largo lomo, encaminé a los mortales a un arte difícil de entender y revelé los signos de la llama que antes eran oscuros. Tal es mi obra.

Y los recursos escondidos a los hombres debajo de la tierra, bronce, hierro, plata, oro, ¿quién podría preciarse de haberlos descubierto antes que yo? Nadie, lo sé bien, a menos que quiera hablar en vano. En una palabra, sabe todo a la vez: todas las artes para los mortales proceden de Prometeo.

CORIFEO. No ayudes a los mortales más allá de lo necesario y descuides tu propia desgracia. Yo tengo buena esperanza de que un día, liberado de estas cadenas, no tendrás un poder inferior a Zeus.

PROMETEO. No tiene decretado todavía que esto se cumpla, la Moira que todo lo lleva a término; cuando estaré encorvado por mil dolores y desgracias, entonces escaparé de estas cadenas. El arte es con mucho, más débil que la Necesidad.

CORIFEO. ¿Y quién es el timonero de la Necesidad?

PROMETEO. Las Moiras de tres formas y las memoriosas Erinis.

CORIFEO. ¿Zeus, pues, es más débil que ellas?

PROMETEO. No puede, por lo menos, escapar a su destino.

CORIFEO. ¿Y cuál es el destino de Zeus sino reinar por siempre?

PROMETEO. Sobre esto no preguntes más, no insistas.

CORIFEO. Es, sin duda, un augusto secreto lo que ocultas.

PROMETEO. Hablad de otra cosa; no es el momento de revelar este secreto, sino de esconderlo lo más posible; pues guardándolo oculto, escaparé de estas cadenas humillantes y de estos sufrimientos.

CORO. Que nunca el que todo lo gobierna, que nunca Zeus coloque enfrente de mi voluntad su fuerza, que jamás me tarde en acercarme a los dioses con sagrados festines de hecatombes junto al curso inagotable del Padre Océano, ni los ofenda con mis palabras. Antes permanezca firme en mí este propósito y no se borre jamás.

Es dulce pasar una larga vida en confiadas esperanzas alimentando el corazón de deleites radiosos. Pero me estremezco cuando te veo desgarrado por tantos sufrimientos. Pues sin temer a Zeus, por propio criterio honras en exceso a los mortales, Prometeo.

Vamos, amigo, dime, ¿qué favor te aporta tu favor? ¿Dónde está la defensa, la ayuda de los efímeros? ¿No has visto la impotencia reducida, igual al sueño, que encadena la ciega raza humana? Nunca la voluntad de los mortales conculcará el orden establecido por Zeus.

Esto he aprendido observando tu funesto destino, Prometeo. Y un canto bien diferente ha volado hacia mí, el canto de himeneo que un día en torno a tu baño y a tu lecho de bodas entoné, cuando, persuadida por tus presentes, llevaste a nuestra hermana Hesíone a compartir contigo el lecho como esposa. (Entra Ío teniendo en su frente dos cuernos de vaca. Tras sus primeras palabras se siente de nuevo sacudida por el aguijón del tábano.)

ÍO. ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué raza? ¿A quién diré que miro atormentada con pétrea brida? ¿Qué falta expiras tú en esta agonía? Dime a qué parte de la tierra he llegado, mísera, en mi extravío.

¡Ay, ay! ¡Ah, ah! Vuelve nuevamente a picarme, desgraciada, un tábano, fantasma de Argos, hijo de la Tierra. Apártalo, Tierra, porque tiemblo al ver al boyero de mil ojos. Camina con su pérfida mirada. Ni muerto la tierra lo oculta, sino que saliendo de las sombras a mí, infortunada, me da caza y me hace errar, afamada, por los arenales de la playa.

Detrás de mí, la sonora caña encerada deja oír la canción que duerme. ¡Ay, ay, dioses! ¿A qué lejanas tierras me llevan estas carreras errantes? ¿En qué falta, hijo de Cronos, en qué falta me has sorprendido para haberme uncido en estos tormentos, ¡ay, ay!, y extenuar así a una desgraciada alocada por el temor del tábano que la persigue? Abrásame en el fuego, escóndeme bajo tierra, dame por alimento a los monstruos marinos. No rechaces mis ruegos, Señor. Mis carreras infinitas me han sobradamente ejercitado, ni puedo saber cómo escapar a los padecimientos. ¿Oyes la voz de la cornígera doncella?

PROMETEO. ¿Cómo no oír a la muchacha hostigada por el tábano, a la hija de Inaco, que abrasa de amor el corazón de Zeus y ahora, odiada de Hera, se ejercita por fuerza en esas infinitas carreras?

ÍO. ¿De dónde viene que has pronunciado el nombre de mi padre? Responde a la infortunada: ¿quién eres tú, miserable, que a esta desgraciada saludas en términos tan verídicos y nombraste el mal de divina procedencia que me consume al morderme con aguijones vagabundos?

Empujada con violencia por el hambriento ultraje de mis saltos, he llegado víctima del airado designio de Hera. ¿Cuál de los desgraciados sufre, ¡ay, ay!, como yo? Pero dime con claridad lo que voy a padecer. ¿Qué expediente, qué remedio hay de mi mal? Enséñamelo, si lo sabes. Habla, da a conocer esto a la pobre virgen errante.

PROMETEO. Te diré claramente todo lo que quieras saber, no entretejiendo enigmas, sino en lenguaje simple, como es justo abrir la boca a amigos. Estás viendo al dador del fuego a los mortales. Prometeo.

ÍO. Oh tú que te mostraste tan beneficioso a la comunidad de los mortales, paciente Prometeo, ¿por qué razón sufres esto?

PROMETEO. Acabo justamente de quejarme por mis trabajos.

ÍO. Entonces, ¿no vas a otorgarme ese favor?

PROMETEO. Di qué pides: de mí puedes saberlo todo.

ÍO. Indica quién te ató en esa roca escarpada.

PROMETEO. La decisión de Zeus, pero la mano de Hefesto.

ÍO. ¿Y de qué faltas pagas tú la pena?

PROMETEO. Basta que te haya manifestado sólo esto.

ÍO. Muéstrame, además, el fin de mi viaje y cuál será este día para mí, la desdichada.

PROMETEO. No conocerlo es mejor para ti que conocerlo.

ÍO. No me escondas lo que he de padecer.

PROMETEO. No te rehúso ese favor.

ÍO. Entonces, ¿por qué tardas en proclamarlo todo?

PROMETEO. No hay malquerencia, pero dudo en turbar tu alma.

ÍO. No te preocupes más por mí, pues me es dulce.

PROMETEO. Ya que lo deseas, debo hablar; escucha, pues.

CORIFEO. No, todavía no; dame también a mí una parte de satisfacción. Sepamos primero la enfermedad de ésta, que nos diga ella misma sus funestos infortunios. De ti aprenda después los restantes trabajos.

PROMETEO. Trabajo tuyo es, lo, de complacerles con esta dádiva, máxime cuando son hermanas de tu padre; pues llorar y lamentar las desgracias cuando se ha de obtener una lágrima de los que escucha, merece el esfuerzo realizado.

ÍO. No sé cómo podría negarme a vosotras: en términos claros sabréis todo lo que pedís; sin embargo, me da vergüenza contaros cómo la tempestad suscitada por un dios y causa de mis metamorfosis se ha abatido sobre mí, mísera.

Sin cesar visiones nocturnas visitaban mi alcoba virginal y me exhortaban con dulces palabras: «Oh muy feliz muchacha, ¿por qué permanecer tan largo tiempo virgen, cuando puedes alcanzar la boda más excelsa? Porque Zeus está inflamado por ti con el dardo del deseo y anhela compartir contigo los placeres de Cipris. Tú, niña, no rechaces el lecho de Zeus; marcha hacia la pradera ubérrima de Lerna, a los rediles y boyeras de tu padre, para que el ojo de Zeus cese en su deseo.» Tales eran los sueños que todas las noches me sobresaltaban, mísera, hasta que osé revelar a mi padre los sueños nocturnos. Entonces a Pito y a Dodona despachó frecuentes mensajeros para saber qué debía emprender o decir que fuera agradable a los dioses. Pero ellos regresaban refiriendo unos oráculos equívocos, oscuros, difíciles de interpretar. Por último, una respuesta nítida llegó a Inaco, que claramente le recomendaba y anunciaba que me arrojara de la casa y de la patria, para errar en libertad hasta los últimos confines de la tierra, si no quería que viniera el rayo inflamado de Zeus que destruiría todo su linaje. Obediente a estos oráculos de Loxias, mi padre, me desterró y cerró su casa, a pesar suyo y mío: pero el freno de Zeus le obligaba a obrar así con violencia. Al punto mi forma y mi espíritu se alteraron y cornuda, como veis, y mordida por el tábano de acerado aguijón, me precipito, de un salto benéfico, hacia la corriente salutífera de Cernea y a la fuente de Lerna. Un boyero, hijo de la Tierra, de intemperados humos, me seguía con sus innumerables ojos fijos en mis pasos. Un destino imprevisto le privó de repente el vivir, y yo, desgarrada por el tábano, corro de país en país bajo el látigo divino. Ya sabes lo sucedido; y si puedes decirme qué penas me faltan, dímelo; no intentes, por compasión, tranquilizarme con relatos falsos; pues digo que no hay enfermedad más vergonzosa que las palabras compuestas.

CORO. Deja, deja, calla. ¡Ay! Nunca, nunca pensé que unas palabras tan extrañas llegaran a mis oídos, que unos sufrimientos, unas miserias, unos espantos, tan penosos de ver, tan penosos de sufrir, helaran mi alma con aguijón de doble filo. ¡Ay, destino, destino, me estremezco al contemplar la suerte de Ío!

PROMETEO. Demasiado pronto gimes y llena estás de temor; aguarda hasta que sepas el resto.

CORIFEO. Habla, explícate: es dulce a los enfermos conocer exactamente de antemano el dolor que les falta.

PROMETEO. La anterior petición la lograsteis fácilmente gracias a mí; deseabais primero saber por ella misma el relato de su desgracia; ahora oír lo que queda, qué sufrimientos ha de padecer esta joven por orden de Hera. Y tú, semilla de Inaco, guarda mis palabras en tu corazón, si quieres conocer el final de tu camino.

Primero, partiendo de aquí, vuélvete hacia el sol saliente y dirígete hacia los campos sin arar. Llegarás a los escitas nómadas que habitan chozas de mimbre trenzado sobre carros de hermosas ruedas y que llevan colgados arcos de largo alcance. No te aproximes a ellos, sino que, poniendo el pie en los acantilados en donde resuena el mar, atraviesa el país. A mano izquierda viven los que trabajan el hierro, los cálibes: guárdate de ellos, pues son feroces, inaccesibles a los extranjeros. Llegarás al río Hibristes, de nombre verídico; no lo atravieses, no es fácil de cruzar antes que alcances el mismo Cáucaso, el más alto de los montes, donde este río impetuoso brota de sus sienes. Debes pasar por encima de sus cumbres vecinas de los astros, para tomar el camino que lleva al mediodía, en donde hallarás a la hueste de las amazonas enemigas de los hombres, que un día fundarán Temiscira en torno al Termodonte, allí donde está Salmideso, mandíbula áspera del Ponto, huésped cruel a los marinos, madrastra de las naves; ellas te guiarán muy gustosamente. Entonces llegarás junto a las mismas puertas estrechas del lago, al istmo de Cimería, el cual con corazón intrépido debes dejarlo y atravesar el estrecho Meótico. Entre los mortales siempre vivirá el glorioso relato de tu paso y Bósforo recibirá de sobrenombre.

Dejando el suelo de Europa, llegarás al continente asiático. ¿No os parece que el tirano de los dioses es en todo igualmente violento? Deseando, dios como es, unirse a esta mortal lanzó contra ella este destino errante. ¡Amargo pretendiente de tu boda has encontrado, doncella! Pues el relato que acabas de oír, piensa que todavía no es ni siquiera el preludio.

ÍO. ¡Ay, ay de mí! ¡Ah, ah!

PROMETEO. De nuevo gritas y suspiras; ¿qué harás, pues, cuando sepas los sufrimientos que te restan?

CORIFEO. ¿Tienes todavía otros sufrimientos para decirle?

PROMETEO. Sí, un mar tempestuoso de fatal calamidad.

ÍO. ¿Qué gano, entonces, con vivir? ¿Por qué no al instante me arrojo de esta roca escarpada, para que, aplastándome en el suelo, me libere de todos estos males? Mejor es morir de una vez que sufrir miserablemente todos los días.

PROMETEO. Difícilmente, entonces, podrías soportar mis pruebas. Yo no tengo destinado morir, pues la muerte sería una liberación de mis dolores. Pero ahora no hay término fijado a mis trabajos, hasta que Zeus caiga de su trono.

ÍO. ¿Es posible que un día caiga Zeus de su poder?

PROMETEO. Tú te alegrarías, creo, de ver este suceso.

ÍO. ¿Y cómo no, si es por Zeus que sufro tan desgraciadamente?

PROMETEO. Que esto será así, puedes estar segura.

ÍO. ¿Quién lo despojará de su cetro tiránico?

PROMETEO. Él mismo y sus insensatos planes.

ÍO. ¿De qué manera? Dímelo, si no hay daño en ello.

PROMETEO. Contraerá una boda de la que un día se arrepentirá.

ÍO. ¿Con una diosa o con una mortal? Dímelo, si se puede.

PROMETEO. ¿Por qué con quién? No está permitido decirlo.

ÍO. ¿Acaso será derribado de su trono por su esposa?

PROMETEO. Ella tendrá un hijo más fuerte que su padre.

ÍO. ¿Y no tiene ningún medio de apartar este infortunio?

PROMETEO. No ciertamente, salvo yo desatado de estas cadenas.

ÍO. ¿Y quién te desatará sin el permiso de Zeus?

PROMETEO. Debe ser uno de tus descendientes.

ÍO. ¿Cómo dijiste? ¿Un hijo mío te librará de estos males?

PROMETEO. Sí, el tercer linaje después de diez generaciones más.

ÍO. No es fácil de comprender esta profecía.

PROMETEO. Tampoco busques conocer a fondo tus padecimientos.

ÍO. No me ofrezcas un bien para después quitármelo.

PROMETEO. De dos presentes, te concederé uno.

ÍO. ¿Cuáles? Muéstramelos y dame a elegir.

PROMETEO. Te lo concedo, elige: o te diré claramente tus males o el que me liberará.

CORIFEO. De estas dádivas concede una a ésta y otra a mí, y no desprecies mis palabras. A ella cuenta lo que le falta por correr y a mí tu libertador. Pues esto es lo que deseo.

PROMETEO. Puesto que éste es vuestro deseo, no me negaré a narrar todo cuanto deseáis. A ti, primero, lo, revelaré tu agitada carrera; grábala en las fieles tablillas de tu memoria.

Cuando hayas atravesado la corriente, frontera de los dos continentes, sigue adelante hacia los encendidos levantes pisados por el sol, cruzando el mugiente mar, hasta que alcances la llanura gorgónea de Cístenes, donde viven las Fórcides, tres viejas doncellas de figura de cisne, que tienen un ojo común, un solo diente, y a las que nunca mira el sol con sus rayos ni la nocturna luna. Cerca de ellas se hallan tres hermanas aladas con cabellera de serpientes, las Gorgonas, aborrecidas de los hombres, a las que ningún mortal puede ver sin expirar. Tal es la advertencia que te hago. Pero escucha otro peligroso espectáculo: guárdate de los perros mudos de Zeus, de dientes afilados, los grifos y del ejército Arimaspo, gente de un solo ojo, montada a caballo, que vive junto a las aguas del aurífero río Plutón: tú no te acerques a ellos.

Entonces llegarás a una tierra lejana, un pueblo de tez oscura, establecido junto a las fuentes del sol, donde está el río Etíope. Baja por las riberas de éste hasta que llegues a la catarata, en donde de los montes Biblinos Nilo vierte sus aguas augustas y saludables. Éste te conducirá hasta el país triangular nilótico, donde el destino os reserva, Ío, a ti y a tus hijos, fundar una gran colonia. Sí algo de esto es confuso y difícil de comprender, pregunta de nuevo y entérate con precisión. Dispongo de más tiempo del que quiero.

CORIFEO. Si tienes algo nuevo u olvidado que contar de su fatigosa carrera, dilo; pero si lo has dicho todo, concédenos ahora el favor que pedimos. Lo recuerdas, sin duda.

PROMETEO. Ésta ha oído enteramente el final de su viaje. Pero, porque sepa que no vanamente me escucha, le diré qué trabajos bajos ha sufrido antes de venir aquí, dándole con ello la prueba de mi relato. Con todo omitiré la mayor parte de las fatigas e iré al término mismo de tus viajes.

En cuanto llegaste a las llanuras de los morosos y al escarpado dorso de Dodona, donde está el profético asiento de Zeus Tesproto con el prodigio increíble de las encinas que hablan, las cuales te saludaron claramente y sin enigmas como la que había de ser la ilustre esposa de Zeus -¿te halaga algo de esto?-, te lanzaste, punzada por tábano, por el camino de la costa hasta el gran golfo de Real, de donde la tormenta vuelve a traer aquí tus cursos errantes. Pero con el tiempo este golfo marino, sábelo bien, será llamado Jonio, recuerdo para todos los mortales de tu paso. Ésta es la prueba de que mi mente ve más de lo que es manifiesto.

Lo demás os lo relataré a la vez a vosotras y a ésta, volviendo sobre la huella de mi anterior relato. Hay una ciudad, Cánobo, en el extremo del país, junto a la misma boca y alfaque del Nilo; allí Zeus, imponiéndote su mano serena, al simple contacto, te vuelve el juicio; y darás a luz un hijo, cuyo nombre recordará que hizo nacer Zeus, el negro Épafo, que recogerá el fruto de todo el país que riega el Nilo de ancha corriente. La quinta generación después de él, formada por cincuenta doncellas, volverá de nuevo a Argos no de buen grado, huyendo de unas bodas consanguíneas con sus primos; éstos, en el frenesí de su deseo, halcones que van a la caza de palomas, vendrán también dando caza a unas bodas prohibidas. Mas un dios les negará lo que desean, y el país pelasgo los recibirá, vencidos por los golpes de un Ares femenino con una audacia que vela en la noche; pues cada esposa quitará la vida a su esposo tiñendo en el degüello una espada de doble filo. ¡Tal venga Cipris a mis enemigos! A una sola de las muchachas el encanto del amor no le deja dar muerte al compañero de lecho, sino que será ablandada en su resolución; de dos cosas preferirá una, ser llamada cobarde antes que asesina. Y ésta, en Argos; dará a luz a un real linaje. Sería necesario un largo discurso para exponerlo claramente; sabed, al menos, que de esta siembra nacerá el hombre valiente, famoso por su arco, que me librará de estos tormentos. Tal es el oráculo que me contó mi madre, la titánide Temis, de antiguo nacida. Mas, cómo y de qué manera, se necesita mucho tiempo para decirlo, y tú no ganarías nada con saberlo.

ÍO. ¡Ah, ah! Una convulsión, un delirio que turba mi mente, vuelven a abrasarme; el dardo sin forjar del tábano me hiere; mi corazón horrorizado palpita en mi pecho; mis ojos giran en sus órbitas. Arrastrada fuera del camino por un viento furioso de locura no gobierno mi lengua, y confusos pensamientos chocan al azar contra las olas de odiosa Ate. (Ío sale apresuradamente.)

CORO. Sabio, sí, sabio era el primero que concibió en su espíritu y formuló con la lengua que casarse según su rango es con mucho lo mejor, y cuando se es artesano no ambicionar unas bodas con gente enervada por las riquezas o envanecida por el linaje.

¡Ojalá que nunca, nunca, oh Moiras inmortales, me veáis aproximarme como esposa al lecho de Zeus, ni conseguir por marido a alguien de los dioses! Pues me estremezco al ver la doncella Ío, hostil al varón, consumirse, gracias a Hera, en la fatigosa carrera de sufrimientos.

A mí, una boda con un igual, no me asusta. Lo que temo es que el amor de dioses poderosos me mire con su ojo inevitable.

Pues es una guerra contra la cual no es posible la guerra, sin más esperanza que la desesperanza, y no sé qué sería de mí. Porque no veo cómo podría escapar a la voluntad de Zeus.

PROMETEO. En verdad, todavía Zeus, por altivo que sea de corazón, será humilde, según la boda que se dispone a contraer, que lo arrojará aniquilado de su tiranía y de su trono. Entonces se cumplirá del todo la maldición de su padre Cronos, que pronunció al caer de su antiguo trono. De estos trabajos, ningún dios, salvo yo, podría mostrarle claramente la solución. Yo lo sé y de qué forma. Después de esto, que esté sentado, animoso y confiado en los ruidos con que llena los aires, blandiendo en sus manos un dardo flamígero. Nada de esto le bastará para no caer ignominiosamente con una caída intolerable: tal es el adversario que se está preparando contra sí mismo, prodigio invencible, que encontrará una llama más poderosa que el rayo y un ruido más ensordecedor que el trueno; y dispersará el azote marino que sacude la tierra, el tridente, lanza de Poseidón. Cuando choque con este mal, aprenderá qué diferencia hay entre mandar y ser esclavo.

CORIFEO. Tú rechazas, según tus deseos, a Zeus.

PROMETEO. Digo lo que se cumplirá y además lo que deseo.

CORIFEO. ¿Hay que esperar a que alguien mande sobre Zeus?

PROMETEO. Y tendrá que soportar fatigas más pesadas que las mías.

CORIFEO. ¿Cómo no tienes miedo de lanzar palabras como éstas?

PROMETEO. ¿Y qué puede temer aquel que está decretado que no muera?

CORIFEO. Puede enviarte una prueba más dolorosa que ésta.

PROMETEO. Que lo haga: todo lo espero.

CORIFEO. Sabios son los que se inclinan ante Adrastea.

PROMETEO. Adora, implora, adula al poderoso del momento; a mí me importa Zeus menos que nada. Que haga, que mande como quiera durante este corto período; pues no reinará mucho tiempo sobre los dioses.

Pero veo a ese correo de Zeus, al servidor del nuevo tirano; seguramente viene a comunicar algo nuevo.

(Llega Hermes conducido por sus sandalias aladas.)

HERMES. A ti, el diestro, sumamente mordaz, que ofendiste a los dioses, pasando a los efímeros sus privilegios, ladrón del fuego, a ti te lo digo: el padre te manda decir qué bodas son ésas de que tanto alardeas por las cuales él caerá de su trono. Y esta vez explícate sin enigmas y cada cosa por separado. No me obligues, Prometeo, a un doble viaje, porque ya ves que Zeus no se ablanda con tus procedimientos.

PROMETEO. He aquí un discurso solemne y lleno de arrogancia, como de un criado de los dioses. Sois jóvenes y ejercéis un poder joven, y creéis que habitáis una fortaleza inaccesible a los dolores. Pero ¿no he visto ya a dos soberanos caídos de estas alturas? Y al tercero, al que ahora señorea, lo veré con más ignominia y rapidez. ¿Acaso te parezco tener miedo y agazaparme delante de los dioses jóvenes? Mucho, más bien todo, me falta para ello. Y tú regresa de nuevo por el camino que seguiste, pues no sabrás nada de lo que intentas averiguar de mí.

HERMES. Sin embargo, con estas arrogancias de antaño has venido a anclar en estos males.

PROMETEO. No cambiaría, sábelo bien, mi desgracia por tu servil condición. Es mejor, creo, estar esclavizado a esta roca que ser el fiel mensajero del padre Zeus. Es así que a los ultrajes hay que corresponder con ultrajes.

HERMES. Pareces envanecerse de tu actual situación.

PROMETEO. ¿Yo envanecerme? Así viera yo envanecidos a mis enemigos. Y a ti te cuento entre ellos.

HERMES. ¿También a mí me acusas, de tus desgracias?

PROMETEO. En una palabra, odio a todos los dioses que habiendo recibido beneficios de mí, me tratan inicuamente.

HERMES. Comprendo que deliras de una gran enfermedad maligna.

PROMETEO. Soy enfermizo si enfermedad es odiar a los enemigos.

HERMES. Serías insoportable si estuvieras bien.

PROMETEO. ¡Ay de mí!

HERMES. Zeus no conoce esta palabra.

PROMETEO. El tiempo, al envejecer, todo lo enseña.

HERMES. Tú, sin embargo, todavía no sabes ser sensato.

PROMETEO. Ciertamente, no habría hablado a un criado como tú.

HERMES. Parece que no quieres decir nada de lo que desea el padre.

PROMETEO. Estando en deuda con él, debería devolverle el favor.

HERMES. Te burlas de mí como si fuera un niño.

PROMETEO. ¿No eres un niño y algo más simple todavía, si esperas saber alguna noticia de mí? No hay ultraje ni artificio con cuales me impele Zeus a declarar esto antes de que desate estas cadenas infamantes. Según ello, que lance la llama devoradora, que con la nieve de blanca ala y con truenos subterráneos confunda y agite todo el universo; nada de ello me doblegará hasta revelarle por quién ha de caer de su tiranía.

HERMES. Mira si esta actitud te resulta útil.

PROMETEO. Hace tiempo que todo está visto y decidido.

HERMES. Decídete, insensato, decídete a razonar bien ante estos sufrimientos.

PROMETEO. En vano me importunas, como si exhortaras a una ola. No imagines que un día, asustado por el decreto de Zeus, llegue a ser de alma mujeril y suplique al gran odiado, levantando hacia él mis palmas a guisa de mujer, para que me libere de estas trabas.

HERMES. Me parece que, si hablo, voy a hablar mucho y en vano, pues en nada te conmueves ni ablandas con ruegos; sino que mordiendo el bocado como un potro recién domado, te rebelas y luchas contra las riendas. Sin embargo, tu violencia se funda en un débil razonamiento: pues la obstinación, para el que razona mal, nada puede por sí misma. Considera, si no te convencen mis palabras, qué tempestad, qué triple ola de desgracias te caerá inexorablemente encima. Primero, ese escarpado pico, con el trueno y la llama del relámpago, el padre lo hará pedazos y esconderá tu cuerpo que quedará aprisionado en los brazos encorvados de la piedra. Cuando haya transcurrido una larga duración de tiempo, regresará nuevamente a la luz; pero entonces el perro alado de Zeus, el águila sangrienta, desgarrará vorazmente un gran jirón de tu cuerpo, un comensal que, sin ser invitado, vendrá todos los días a regalarse con el negro manjar de tu hígado. No esperes un término de este suplicio hasta que aparezca un dios dispuesto a sucederte en los trabajos y se ofrezca a descender al tenebroso Hades y a las oscuras profundidades del Tártaro. Ante esto, reflexiona; pues no se trata de una jactancia fingida, sino de una

palabra muy bien pronunciada. Porque la boca de Zeus no sabe mentir, sino que cumple todo lo que dice. Tú mira bien y medita y no creas jamás que la insolencia sea mejor que el prudente consejo.

CORIFEO. Para nosotras, Hermes no parece hablar desatinadamente: porque te invita a dejar la arrogancia y a buscar la sabia discreción. Escucha: para un sabio es vergonzoso persistir en el error.

PROMETEO. Conocía yo el mensaje que ha vociferado; pero que un enemigo sea maltratado por enemigos, no es deshonroso. Así pues, que lance contra mí el rizo de fuego de doble filo, que el éter sea agitado por el trueno y la furia de vientos salvajes; que su soplo sacuda la tierra y la arranque de sus fundamentos con sus raíces; que la ola del mar con áspero bramido confunda las rutas de los astros celestes; que precipite mi cuerpo al negro Tártaro en los implacables torbellinos de la Necesidad. Sin embargo, él nunca me hará morir.

HERMES. Tales son los pensamientos y las palabras posibles de oír de seres sin juicio. ¿Qué falta a su suplicio para ser un delirio? ¿Se relaja en sus furores? Pero en todo caso, vosotras que compartís sus sufrimientos, retiraos aceleradamente de estos lugares, no sea que el mugido implacable del trueno aturda vuestros sentidos.

CORIFEO. Háblame de otras maneras y exhórtame en términos que me convenzan, pues de ninguna manera se puede tolerar la palabra que acabas de soltar. ¿Cómo puedes obligarme a practicar villanías? Con Prometeo quiero sufrir lo que sea preciso, pues he aprendido a odiar a los traidores, y no hay peste que aborrezca más que ésta.

HERMES. Bien, pues, no olvidéis lo que ahora os prevengo, y cuando seáis botín de la calamidad no reprochéis a la fortuna y nunca digáis que Zeus os lanzó a un padecimiento imprevisible, sino, en verdad, vosotras a vosotras mismas. Porque sabiéndolo y sin sorpresas ni engaño os encontraréis por vuestra locura prendidas en la red inextricable de Ate. (Hermes se retira. El huracán empieza a desencadenarse y la tierra a temblar.)

PROMETEO. Ahora no se trata ya de palabras sino de hechos: la tierra tiembla, al tiempo que en sus zigzagueantes profundidades muge el eco del trueno; relámpagos fulguran encendidos; torbellinos agitan tolvaneras; soplos de todos los vientos saltan unos contra otros, anunciando una lucha de hostil aliento; se mezclan confundidos el cielo con el mar. Tal es el ímpetu de Zeus que, intentando asustarme, avanza claramente contra mí.

¡Oh majestad de mi madre, oh Éter que haces girar la luz común a todos! ¡Ya veis de qué manera tan injusta! (Las rocas, con Prometeo y las Océanides, se sumergen estrepitosamente entre rayos y truenos.)

FIN

La primera etapa del partido comunista hondureño (1927-35) Josué Sevilla

Introducción: Este trabajo tiene como tentativa analizar la formación de la primera etapa del partido comunista de Honduras entre 1927-35. Algunas de las problemáticas a debatir en este ensayo tienen como proposición: 1. analizar la literatura nacional donde está implícita las actividades comunistas, 2. Examinar la dinámica del conflicto entre actores políticos y movimientos sociales. 3. Debatir sobre la fundación del primer partido comunista 4. Observar el desarrollo  de la decadencia a la que fueron mermados producto de la represión política en los inicios del Cariato.

¿Qué trabajos desde las ciencias sociales han abordado la historia del partido comunista de Honduras en su etapa fundacional? ¿Cómo llegan las ideas marxistas a nuestro país? ¿Qué tipos de actores sociales se anudan a sus actividades políticas en Honduras? ¿Qué coyuntura histórica predomino en Centroamérica a principios del siglo XX?

El cambio operado por las reformas liberales a partir de 1870 en Centroamérica, dio vida a una dinámica capitalista de despegue en la región y por ende, a nuevos sectores urbanos (subalternos). Al respecto nos dice un autor “Así, entre 1870 y 1930 Centroamérica fue testigo de la formación y transformación de las clases subalternas como entidades sociales subordinadas, ciertamente, pero activas de muy diversas maneras en el devenir del proyecto de los liberales (Acuña, 1994, pág. 255).

Es una etapa ascenso de la industria capitalista agroexportadora, de construcción de ferrocarriles, de migraciones internas, de cambios en la estructura social de las repúblicas Centroamérica. Sin embargo, el auge capitalista trajo simétricamente ideas opuestas a su ideario y construcción social. Dichas ideas recibieron el empuje mediático del triunfo de la revolución rusa en 1917.  

Durante el siglo XIX las ideas liberales determinaron las formas de pensar la sociedad como nos dice Graciela García refiriéndose a un antepasado suyo quien estuvo comprometido toda su vida con este imaginario social (Garcia, 1981). Empero, a principios del siglo XX, dicho predominio tendrá pequeños círculos competidores. Agitadores sociales, literatura, intelectuales, modernización capitalista, fueron algunos de los vehículos de las ideas marxistas en América Latina, Centroamérica y Honduras.  

Los trabajos de las ciencias sociales en Honduras y su relación con la historia del primer partido comunista (1927-35)

El trabajo biográfico de Rina Villars sobre la vida de Juan Pablo Wainwright es en la actualidad, una obra que nos presenta una lectura muy amena de este carismático personaje comunista, pero también del partido comunista de Honduras. Dicho personaje alimento (en forma de mito adulterado) a diversas generaciones de la izquierda decimonónica de nuestro país el siglo pasado.

Un mito que quedó plasmado en los escritos que nos legaron exquisitos intelectuales como Rafael Heliodoro Valle[1], Medardo Mejía, Ramón Oqueli[2], etc. Sin embargo, los oblicuos chispazos narrativos de dichos intelectuales se encargaron solo de alimentar una tradición de izquierdas sobre el actuar de ciertos personajes: Manuel Calix Herrera o Juan Pablo Wainwright a modo de ejemplo.  

Desde mi perspectiva, son los trabajos  realizados desde las ciencias sociales los que han trazado los fragmentos de la historia del partido comunista. Invito al lector a echar un vistazo. Graciela García –quien aparte de ser una agitadora social mantuvo una actividad intelectual continua– publico en el año de 1971 un trabajo muy importante para la historiografía hondureña y centroamericana conocido comoPáginas de lucha revolucionaria en Centroamérica.

Las razones que levantaron la animosidad de Graciela García fueron el desconocimiento que tenían sus camaradas mexicanos quienes “ignoran las heroicas luchas sostenidas por los trabajadores” de su patria Centroamérica (García, 1981). El destacado sociólogo Mario Posas por ejemplo (Posas, 1978) establece una línea investigativa sobre el origen de las sociedades artesanales y el movimiento obrero.

El lector que revise este trabajo de Posas sabrá que busca “corregir las imprecisiones” que detectó leyendo a Graciela García refiriéndose a las sociedades artesanales en Honduras. Mario Posas al explanarse en el análisis sobre la federación obrera hondureña (FOH) o la federación sindical hondureña (FSH) término demarcando líneas sobre la actividad de los comunistas hondureños.

Al respecto dicho autor nos dice “hacia finales de la década del 20 se produce una intensa actividad de los comunistas hondureños: publicando hojas mimeografiadas, distribuyéndolas, intentando organizar a los obreros de las instalaciones de las compañías bananeras. Además el profesor Posas nos comentara sobre la persecución a las que fueron sometidas los movimientos sociales urbanos, entre estos las minúsculas células de grupos marxistas en el año de 1930, posterior con el ascenso del Cariato (1933-49).

Las personas que han atendido el estudio de la izquierda como tal han formulado preguntas ¿Cómo llegaron las ideas marxistas a Honduras? El cientista social Víctor Meza nos ofrece en su trabajo Historia del movimiento obrero hondureñoun primer panorama posible al desarrollo de las ideologías exóticas venidas desde Europa.

Meza, rescata el ambiente ideológico que sostuvieron algunos intelectuales en la década del diez en Honduras discutiendo sobre al comunismo, al socialismo científico, y el anarquismo: Julián López Pineda, Salatiel Rosales, Enrique Nuila y el destacado periodista empírico Paulino Valladares (Meza, 1980, págs. 11-14).

A propósito nos dice este estudio “en una interesante polémica con el rector del seminario religioso de Tegucigalpa, José Nieborowsky, el maestro de Olanchito, Enrique Nuila, desarrollo ampliamente sus ideas en torno al anarquismo y llego a confesar haber escrito un pequeño libro (inédito) sobre el tema, bajo el titulo el cristianismo y anarquismo.”

En varias secciones del libro Meza –quien en realidad fijo sus intereses en la historia del movimiento obrero– podemos encontrar referencias sobre las labores que hizo el primer partido comunista, evidentemente hasta donde se extiende la temporalidad de esta narrativa.

Concerniente al primer partido comunista nos dice “las publicaciones de la época muestran evidencias claras que los militantes del recién fundado partido comunista (1927-28) desplegaban intensa actividad en la costa norte.”

Dos cosas antes de abandonar mi argumentación. Tanto Meza, como Mario Posas, tuvieron que incluir en sus estudios efímeros análisis sobre las actividades del primer partido comunista hondureño aunque ellos apuntaban en otras direcciones.

Segundo, sobre el desarrollo de las ideas marxistas en Honduras un destacado historiador[3] aconsejaba, partir de 1910 en adelante siendo el inicio de las discusiones sobre las ideas marxistas en Honduras. Desde mi perspectiva, redes intelectuales anti imperialistas, noticias internacionales de la época, redes comunistas como el Buro del Caribe con residencia en New York, circulación de literatura en librerías, agitadores sociales fueron los vehículos de ideas en Latinoamérica, Centroamérica y Honduras.

El segundo partido comunista de Honduras (1954-91) fue realmente incompetente para generarse una historia no solo sobre si mismos sino del primer partido comunista. Ramón Amaya Amador en suDestacamento rojo fue uno de los pocos interesados en escribir una historia del partido aun cuando esta fuera en forma novelada y particularmente del segundo Partido comunista hondureño.

Si seguimos los años de las publicaciones de los estudios antes citados tenemos lo siguiente: Graciela García (1971), Mario Posas (1978) y Víctor Meza (1980). Sin embargo, en agosto de 1991 Rina Villars pública Porque quiero seguir viviendo. Aquí la autora logra construir una interesantísima historia oral sobre las  experiencias de María Graciela Amaya Barrientos fundadora del primer partido comunista.

En sus relatos Graciela García no solo narra su historia personal, sino que rescata personajes icónicos del PCH, como su hermano Felipe Armando Amaya, María Luisa Medina, Maximiliano B. Ucles, Hermenegildo Briceño, con quienes mantuvo una relación política y de propaganda en el partido comunista hondureño.

La obra de Rina Villars es sumamente cautivadora puesto que al leer los episodios narrados por Graciela García te hace pensar en otra forma de ver la historia política hondureña. Graciela García mantuvo una relación con varios personajes de la historia política hondureña como Francisco Bertrand, Miguel Paz Barahona, Vicente Mejía Colindres, y Tiburcio Carias Andino quien la amenazo de acabar con las actividades políticas que ella representaba de llegar al poder.

Otro trabajo que también contribuyo a matizar en breves retazos la historia del primer PCH es el de Mario Argueta en su Historia de los sin historias publicado en Marzo de 1992. Argueta le interesa el sector laboral y las implicaciones que produjo el desarrollo de la industria capitalista de la primera mitad del siglo XX. No obstante, cuando Argueta centra la atención en los aspectos ideológicos y organizativos de las clases trabajadoras hondureñas tuvo que examinar la influencia de las ideas comunistas en Honduras.

A propósito nos dice “investigadores de la historia laboral han identificado dos tendencias ideológicas al interior de las organizaciones obreras hondureñas del periodo: aquella reflejada en las mutualistas y, por otra parte, las de un contenido clasista más marcado, que activan para la organización del obrerismo en sindicatos y, eventualmente, bajo la inspiración de la revolución rusa de 1917, la toma del poder por la clase obrera, conducida por el partido comunista.” En el trabajo de Mario Argueta se abordan las preocupaciones de la embajada de EUA sobre las actividades comunistas los cuales el interesado puede darse cuenta leyendo este pequeño pero excelentísimo trabajo.

Uno de los estudios desde las ciencias sociales en Honduras que más ha contribuido a tener un panorama más integral y más definido sobre la historia del primer partido comunista es el de Rina Villars. Es decir, la biografía de Juan Pablo Wainwright mencionado al comienzo de este apartado (que a mi juicio hubiera compartido el titulo con Manuel Calix Herrera pues la autora dedica todo un capitulo a este líder comunista).

Lealtad y Rebeldía publicado en 2010 tiene un contenido enriquecedor por el peso  de las metodologías empleadas y las fuentes a las que la autora tuvo acceso como ser: entrevistas a familiares directos de Juan Pablo Wainwright, documentos desclasificados de EUA de la década del veinte y treinta en Honduras, y la documentación compartida sobre los archivos rusos relacionados con la Comintern, los partidos comunistas de Centroamérica y por ende, informes sobre el PCH.  

Por ultimo me gustaría agregar en este análisis el trabajo de la historiadora Yesenia Martínez (Martinez, 2015) quien evaluando la evolución del sistema de seguridad social hondureño nos ofrece la incidencia que tuvieron los actores sociales en la configuración de las políticas públicas de seguridad social en Centroamérica con sus agendas sociales.

En su trabajo  La seguridad en Honduras publicado en 2015  nos brinda una lectura de contexto muy enriquecedora al incluir en su interpretación actores sociales, redes intelectuales, sectores obreros, protestas sociales y desde luego las organizaciones políticas comunistas en Centroamérica.

En el caso de Honduras nos dice “a finales de la década de 1920, varias demandas de los obreros hondureños estaban vinculadas a la agenda del partido comunista hondureño. Este vínculo se hizo sentir en la región” (Martínez, 2015,  71).”Algo que me resulta interesante de este trabajo es que, al evaluar el accionar y los vínculos existente entre los movimientos obreros y los partidos comunistas en Centroamérica, afirma que fue partido comunista de Costa Rica, el que más pujanza tuvo al hacer efectivas sus demandas sociales. En Honduras las consecuencias para esta efímera y débil organización comunista fueron perturbadoras.

La fundación del primer partido comunista: polémica o caso resuelto.

De lo que sigue aquí adelante es extraído del libro Lealtad y rebeldía de Rina Villars particularmente del capítulo II (Villars, 2010).

Todos los autores citados anteriormente se enfrascaron en la polémica ¿Cuando se fundó el primer partido comunista de Honduras? Graciela García afirmo en su momento que había sido en 1922. Longino Becerra en un artículo del periódico Patria (órgano de divulgación del segundo PCH) manifestó que fue 1924. Mario Posas nos dice que fue 1927 siguiendo un estudio de su época.

Un trabajo reciente del historiador José Manuel Cardona (Amaya, 2017) nos da como referencia el mismo año 1927. Víctor Meza con más sospecha y basado en una entrevista reproducida a un obrero de la época pone como punto de partida el año de 1928 (argumento también reproducido por Mario Argueta en su historia de los sin historia). El dilema no es nada fácil cuando la narrativa de algunos intelectuales nos legaron el mito revolucionario del gran dúo inseparable: Manuel Calix Herrera y Juan Pablo Wainwright[4].  

A partir del análisis de fuentes de primera mano, la lingüista Rina Villars (y por qué no historiadora) parece solucionar la polémica sobre la fundación del primer PCH. Para empezar el año de 1927 es desestimado por esta autora al evaluar las conexiones que hicieron los militantes comunistas hondureños con el pujante movimiento internacional comunista entre 1927-30.

La autora arguye que el año de 1927 fue más bien un proceso pre formativo que tuvo dos momentos cruciales. Primero,  es en 1927 que Manuel Calix Herrera fundo con otros colaboradores el partido socialista hondureño. Segundo, el 1 de Mayo de 1928, cuando sale a la luz una hoja con marcados tintes comunistas, que causo gran revuelo a los líderes de la federación obrera hondureña adjudicada a Manuel Calix Herrera.

El  grupo de izquierda proletaria comandada por el cacique de los bolcheviques fueron los artífices del manifiesto. Haciendo una lectura del manifiesto que hicieron el 24 de Octubre de 1927 del recién fundado partido socialista hondureño la autora nos dice lo siguiente “una lectura cuidadosa del manifiesto firmado por Cálix Herrera  y Montes de Oca, así como el seguimiento de la trayectoria de Cálix Herrera en efecto sugieren que la vida del partido socialista  no se extendió más allá de su manifiesto de fundación. En tal sentido, no podría afirmarse, como lo hacen algunos historiadores, que el partido comunista de Honduras fue fundado en 1927 con el nombre de partido socialista. Resulta más apropiado decir que el partido socialista Hondureño es un antecedente del partido comunista fundado posteriormente del cual Calix Herrera y Zoroastro Montes de Oca son figuras sobresalientes.”

De hecho, la visita de un representante de la III internacional, que visito Honduras en Mayo de 1930, después de evaluar el movimiento comunista hondureño rechazo la idea de que existiera un partido como tal en Honduras.

¿Cuándo fue fundado el partido comunista fidedignamente? Dejemos que uno de los informes cotejados por Rina Villar enviado a la Comintern por Ruiz Valdez (seudónimo Felipe Armando Amaya) en el año de 1930 nos devele el gran misterio: “el partido se fundó en el año de 1928 (Villars, 2010, págs. 123). Cuenta en la actualidad con 100 miembros. Tiene seis locales [seis locales] en: Tegucigalpa, San Pedro Sula, Progreso, Tela, La ceiba, Puerto Castilla.”

Lo cierto es que el libro de Rina Villars demuestra que el año de 1930 fue crucial para el partido comunista hondureño puesto que las relaciones  con las diferentes redes internacionales comunistas mantuvieron una dinámica de continuidad hasta la extinción del mismo en el año de 1935.

Dar consideraciones evaluando trabajos elaborados por años resulta sumamente injusto. Sin embargo, me gustaría dar mi opinión. El segundo partido comunista hondureño fue refundado el 10 de abril de 1954. Pero el mismo pasó por una etapa previa de configuración aglutinados en el partido democrático revolucionario hondureño (PDRH) hasta separarse de este en dicho año. El mismo estableció relaciones oficiales con la URSS hasta en 1957 (Cóello., 2005, pág. 33).

Consideraría injusto que las validaciones de fundación o refundación de los partidos comunistas hondureños estuvieran supeditados a la concreción de relaciones oficiales con la extinta URSS, o en su defecto, con las organizaciones subalternas del comunismo internacional como ser el buro del caribe, socorro rojo internacional (ISR), etc.

En conclusión, 1928 es el año de fundación local del primer partido comunista, y 1954 del segundo partido comunista de Honduras. No obstante, quienes aborden a posteriori estudios sobre estas organizaciones políticas debe de considerar que ambos transitaron por etapas formativas, lo cual es válido.

Actores políticos, movimientos sociales, y el partido comunista de Honduras (1927-35)

Hemos discutido como las ciencias sociales han contribuido a matizar la historia del primer PCH estudiando diferentes problemáticas sociales. Los trabajos más importantes son los de Rina Villars quien dedico especial atención a líderes comunistas como ser; Graciela García, Juan Pablo Wainwright y Manuel Cálix Herrera.

Igualmente hemos discutido sobre la fundación del primer partido comunista de Honduras. Quisiera hacer una breve lectura de las tensiones políticas en la que se verán involucrados actores políticos, movimientos sociales y el partido comunista en su afán de promover la lucha de clases en Honduras.

Analizar la dinámica de una perspectiva del conflicto, resulta enriquecedor pues se develan las formas empleados por los actores involucrados. Por un lado, unos en su afán de mantener las relaciones de poder, y los otros, por sostener una política de beligerancia. Aunque en la actualidad la sociología histórica (perspectivas como la elección racional, movilización de recursos) mantiene una reputación, su servidor mantiene una posición crítica.

Las ideas comunistas en nuestro país no fueron concebidas en las cátedras universitarias, ni por intelectuales destacados como José Ingenieros en Argentina o Mariátegui en Perú. Llegaron ligadas a la circulación de propaganda, libros, redes comunistas, y la pujanza de la primera ola revolucionaria entre 1917-19. Felipe Armando Amaya llega a Tegucigalpa a principios del veinte captado por la ideología marxista en su estadía en EUA (Villars, 1991, págs. 29-30).

Desde que los comunistas hondureños asumieron una posición organizativa y política comenzaron –como dicen los sociólogos racionalistas estadounidenses– a emplear una movilización de recursos para la contienda política se esforzaron por constituir algunas líneas de acción: prensa revolucionaria, introducción de organizativa clasista en el movimiento obrero, captación del movimiento obrero, agendas sociales, asistencia cultural, participación política orgánica, fundación del partido comunista hondureña.

La forma de llevar a cabo estos movimientos no se dieron de manera ordenada. Los comunistas antes de organizar su partido empezaron por mantener un grado de influencia en la primera forma organizativa obrera de nuestro país, es decir, la federación obrera hondureña (FOH).

Por ejemplo, cuando la COCA busco organizar un congreso constitutivo con miras a redactar la constitución obrera de la FOH en el año de 1926, dentro de los redactores encontramos a Montes de Oca fundador del partido socialista hondureño junto con Calix Herrera. La fundación del partido socialista estuvo acompañado de un órgano de difusión: El forjador.

Desde que los líderes comunistas manifestaron un plan acción contrario a la jerga tradicional liberal de la época, algunos actores iniciaron una campaña de hostigamiento. Entre estos tenemos: el estado, la iglesia, los representantes consulares de EUA,  las compañías bananeras, una parte del sector obrero organizado aglutinado en la federación obrera hondureña (FOH). 

El cuestionamiento de estos sectores –unos en pleno desarrollo de relaciones de hegemonía (influencia de EUA y sus compañías bananeras, elites políticas), otros de dependencia (subalternos) – hacia las ideas comunistas va generar uno de los fenómenos particulares de la sociedad hondureña en forma de antecedentes: la cultura política  anticomunista.

Las ideas liberales contribuyeron a la formación de al mito de la sociedad imaginada durante todo un siglo: el XIX. La elite política local, la iglesia vieron como un peligro el desarrollo de estas ideas en las clases subalternas. ¿Qué acciones llevaron los actores sociales contra los comunistas hondureños? La movilización de recursos del lado del poder consistió en: espionaje (tanto del estado, compañías bananeras, y la embajada de EUA), represión, seguimientos, estigmatización, sabotaje, etc.

Pasare a describir algunos ejemplos que me ayuden asentar lo dicho en líneas anteriores. El 1 de Mayo de 1928 Manuel Calix junto con otros comparsas lanzaron un manifiesto que resulto escandaloso para los directivos de la FOH. El mismo se adjudicó a un tal grupo denominado izquierda revolucionaria. Los directivos de la FOH, hicieron las correspondientes averiguaciones en el cual, Manuel Cálix Herrera aparece como el autor de dicho manifiesto.

En una memoria publicada por la FOH nos dice “el consejo no podía permanecer indiferente, pues era el primer brote comunista que se presentaba para la desorganización del obrerismo hondureño.” La FOH hizo mella de sus influencias y termino expulsando a Manuel Cálix Herrera. Considero que el trabajo de Mario Posas es el que mejor evaluó los altercados entre la FOH y los comunistas quienes en 1929 logran establecer la segunda organización obrera del país: federación sindical hondureña (FSH).

La iglesia también hizo su parte. En el año 1931, el controvertido  arzobispo Agustín Hombach lanzo acusaciones (Villars, 1991, págs. 62-64) contra la escuela nocturna “María Guadalupe Reyes de Carias” dirigida por la sociedad cultura femenina aludiendo que esta escuela era un “centro de propaganda comunista y antro de las ideas bolcheviques.” Graciela García también fue objeto de ataques a quien el arzobispo llamo “agente del soviet” y “comunista hasta la medula.” Estos acontecimientos surgieron en plena semana santa del año de 1931.

La prensa hondureña también contribuyo a estigmatizar a los comunistas. El diario sol –dirigido por Julián López Pineda– mantuvo en sus editoriales una línea dura contra los comunistas. No me es posible ilustrar en este ensayo. Sin embargo, me gustaría presentar en un cuadro los diarios que circulaban en la época, junto con los de los comunistas.

Diarios nacionales (1927-35)Diarios de los comunistas
Diario el Sol El cronista Orientación obrera El cuarto poder de SPS El constitucional El nacional de SPS La época Orientación obrera (órgano oficial de la FOH)El martillo 1929El trabajador hondureño 1929-30El forjador 1927Justicia 1932 Actividades de propaganda: Tela, Ceiba, SPS, Puerto Cortes, Tegucigalpa

Cuadro 1.1

La desventaja mediática es obvia, puesto que mientras la prensa nacional es legal y de compadrazgo con los gobiernos de turno, en algunos momentos la prensa comunistas fue clausurada, sus imprentas confiscadas, etc. Por ejemplo, cuando Manuel Cálix Herrera fundo el partido socialista hondureño en 1927 trabajo por comprar una imprenta y publicar el diario El Forjador.

Años más tarde el autor denunciara en El martillo que dicho semanario fue “matado de orden del presidente Barahona (Villars, 2010, págs. 64-66). En un informe enviado por Wainwright al buro del caribe (Villars, 2010, págs. 92) narra las dificultades que tuvieron para publicar El trabajador hondureño en 1930.

“De las siete (imprentas) que habían en SPS solamente una, que era propiedad del cónsul del Salvador que quiso imprimirlo. Se llevó el material de la imprenta para que se sacara mil copias del periódico, pero cuando las primeras páginas se habían impreso y las otras dos estaban a punto de imprimirse, la policía por órdenes del gobernador del departamento [Cortes] entro a la imprenta y se llevó el material que no había sido editado.”

Le he dado importancia a las actividades de propaganda mediática de la izquierda, no porque fue determinante en el adiestramiento de las masas sino por la persecución y el miedo imaginado que despertó a las autoridades consulares de EUA, las bananeras, y la prensa local que los veía con desdén al mantener un discurso diferencial al de ellos.

Sobre la movilización de recursos del estado, la embajada de EUA, y las bananeras, podría decir que trabajaron en conjunto en desmantelar el fantasma del comunismo en Honduras. Los presidentes que lidiaron con los comunistas fueron Miguel Paz Barahona (1925-29), Vicente Mejía Colindres (1929-32) y Tiburcio Carias Andino (1933-49).

Vicente Mejía tuvo dos episodios amargos para los comunistas pues entre Junio y Julio de 1930 desato lo que Wainwright denomino la cacería roja y su reacción frente a la huelga de 1932  donde radicalizo las medidas contra los comunistas, apresándolos, expulsando a los extranjeros, y esparciendo a los locales a diferentes partes del país. Invito al lector a observar en el siguiente en el cuadro 1.2 las veces en que estuvo preso Manuel Cálix Herrera siendo una de las caras más visibles.

Arrestos a Manuel Cálix Herrera entre 1927-32Sobrenombres o Alias
En 1927 en noviembre castigo ingresar como soldadoArrestado en puerto Cortes Agosto de 1928En 1929 Junio y Julio expulsado  de Tela y llevado a pie a Tegucigalpa 1930 llevado a Tegucigalpa de sps cacería roja1932 enviado a Roatán debido a la huelga de 1932.El muy bien conocido comunista  Cacique de los bolcheviques hondureños Fanático comunista

Cuadro 1.2

Las arbitrariedades a las que fueron sometidos los comunistas hondureños fue por predicar una ideología comunista (extraña y peligrosa para la decimonónica y liberal clase política hondureña), el miedo infundado que le causo el triunfo de la revolución de Octubre al mundo occidental y por mantener una agenda social que podríamos resumir en la propuesta de ley del trabajo presentada en 1930 a través de la federación sindical hondureña la cual nunca tuvo eco en el congreso nacional para ser discutida.

                         El ocaso de una generación (1932-35)        

Entre 1928-1935, el partido comunista causo tanto revuelo en nuestro país, cuando fríamente no represento nunca una amenaza para las los grupos de poder. Conto apenas con 100 miembros oficiales del partido, controlaba apenas 1000 personas de los obreros pertenecientes a FSH, y en las elecciones de 1932 no superó los 700 votos según el informe más pesimista y 1000 en el informe más positivo.

La guerra civil de 1932 y las consecuencias subsiguientes llevaron al poder a Tiburcio Carias Andino quien sometió a una represión a todo aquello que tuviera la etiqueta de organización. Al empezar el estudio de esta temática (el comunismo en Honduras) me impresiono como queda en la memoria de Graciela una amenaza que Carias Andino le hizo diciéndole lo siguiente “Yo no permitiré que en el país se propaguen ideas traídas de otros países, por ociosos castigare a los agitadores o los enviare a la cárcel o fuera de Honduras como me lo dijo en Zambrano.”

Carias Andino cumplió la amenaza hecha a Graciela García a quien hostigo junto con su esposo José García Lardizábal hasta su expulsión en 1944. La misma suerte corrieron otros comunistas. Felipe Fernando Amaya murió enfermo después de haber estado preso en la costa norte en el año de 1935. Manuel Calix reportaba al buro del Caribe en Febrero de 1934 lo siguiente:

“Yo compañeros, muy poco puedo hacer por mi enfermedad, y en estos días me iré a un lugar de clima frio, donde pueda vivir un poco. En Marzo del mismo año reportaba (Villars, 2010, págs. 158) que la enfermedad desarrollada era hepatización pulmonar, es decir tuberculosis y reportaba lo siguiente “quería decirles francamente, que aquí marchamos muy mal por falta de un dirigente. Yo lo único que hago es enviar alguna correspondencia a los núcleos en nombre del CC. Este CC no existe más que nominalmente; sino viene un compañero dirigente tendremos que estar algún tiempo en este estado de paralización. Si esto no cambia es seguro que lo único que puedo hacer es regar la literatura que el buró nos proporciona.”

Manuel Calix muere en Juticalpa a las siete de la mañana en una rancha regalada por su primo Felipe Cálix Turcios a quien Rina Villars entrevisto oportunamente. Al morir Felipe Amaya, Manuel Cálix la beligerancia del partido decayó totalmente. El ascenso que tuvo la izquierda entre 1928-32 en materia de organización a los obreros del enclave, de crecimiento numérico, de agitación social fue fundamental. Antropológicamente hablando los buenos agitadores sociales se caracterizan por mantener sus ideales abnegadamente.

En conclusión, he querido demostrar como los estudios desde las ciencias sociales en un primer momento (entre 1971-91) en Honduras trazaron algunos fragmentos de la historia del primer partido comunista de Honduras, estudiando ciertas problemáticas sociales como ser: sociedades artesanales, movimiento obrero, biografías, autografías, seguridad social, entre otros.

También he querido resaltar a Graciela García por introducir problemáticas en sus últimos años a la historiografía del istmo y de nuestro país. Su publicación de 1971 Páginas de lucha revolucionaria en Centroamérica (y otras) generaron un debate.

He querido destacar el valor metodológico y de fuentes que ha trabajado por años por Rina Villars: porque quiero seguir viviendo y lealtad y rebeldía. A pesar de ser ella una lingüista, sus trabajos no tienen nada que envidiarle a los de nuestros historiadores profesionales nacionales. Sin duda, algo en que debemos meditar las nuevas generaciones de historiadores.

También he tratado de hacer una lectura sobre los actores sociales que mantuvieron una posición crítica de los comunistas, utilizando el término de movilización de recursos con cierto sentido de sospecha. ¿En qué sentido? Porque, no comparto parte del anglo centrismo racionalista de esta perspectiva sociológica, muy en boga en los círculos académicos, que en muchas ocasiones parecen estar más preocupados por evidenciar el modus operandi de los movimientos sociales relativizando el otro lado del conflicto: el del poder. Espero mejorar este ensayo, pues mi novatez será notoria a los profesionales que lo lean. No obstante, como muchos espero estar atento de las críticas para poder superarme a mí mismo.

Referencias

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Cóello., E. A. (2005). La izquierda hondureña en la década de los ochenta. Tegucigalpa, Honduras: Guardabarranco.

Garcia, G. (1981). En las trincheras por las luchas del socialismo. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

García, G. (1981). Páginas de lucha revolucionaria en Centroamerica . Honduras: Guaymuras.

Martinez, Y. (2015). La seguridad social en Honduras: actores sociopolíticos, institucionalidad y raíces historicas de su crisi. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

Meza, V. (1980). Historia del movimiento obrero hondureño. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

Posas, M. (1978). Las sociedades artesanales y los origenes del movimiento obrero. Tegucigalpa: ESP Honduras.

Posas, M. (1994). Historia general de Centroamerica: las republicas exportadoras. San Jose: Flacso.

Villars, R. (1991). Porque quiero seguir viviendo: habla Graciela García. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.

Villars, R. (2010). Lealtad y rebeldía: la vida de Juan Pablo Wainwright. Tegucigalpa, Honduras: Guaymuras.


[1] Valle, Rafael Heliodoro, Heliodoro traza la silueta del líder comunista de Juan Pablo Wainwright. Revista Tegucigalpa. N. 300, serie 75, 9 de Octubre de 1932, p. 8.

[2] Oquelí, Ramón. Un señor Juan Pablo Wainwright. Revista Ariel, Tegucigalpa. Mayo- Junio 1974.

[3]  El Dr. Marvin Barahona quien ha escrito problemáticas relacionados con el partido comunista como ser: Memorias de un comunista, y El silencio quedo atrás para citar algunos trabajos.

[4]  Mejía, Medardo, Poema publicado en revista Ariel, Tegucigalpa, n° 255, Abril 1973, pp. 23-25.

El laberinto de la soledad. II. Mascaras mexicanas. Octavio Paz. 1950

Corazón apasionado/disimula tu tristeza. Canción popular

VIEJO O ADOLESCENTE , criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación.

Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras.

Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: “al buen entendedor pocas palabras”.

En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo.

El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la “hombría” consiste en no “rajarse” nunca. Los que se “abren” son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición.

El mexicano puede doblarse, humillarse, “agacharse”, pero no “rajarse”, esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El “rajado” es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su “rajada”, herida que jamás cicatriza.

El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y hostilidad del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa.

Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda abertura de nuestro ser entraña una dimisión de nuestra hombría.

Nuestras relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada vez que el mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que se “abre”, abdica. Y teme que el desprecio del confidente siga a su entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el que la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos.

Nuestra cólera no se nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes —temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; “me he vendido con Fulano”, decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo merece.

Esto es, nos hemos “rajado”, alguien ha penetrado en el castillo fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y la mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del intruso, sino que hemos abdicado.

Todas estas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El ideal de hombría para otros pueblos consiste en una abierta y agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo, listos a repeler el ataque. El “macho” es un ser hermético, encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía.

La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos estoicos e impasibles —como Juárez yCuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad.

La preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como amor a la Forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad, impide sus excesos, reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección por la ceremonia, las fórmulas y el orden.

El mexicano, contra lo que supone una superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear un mundo ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de nuestras luchas políticas prueba hasta qué punto las nociones jurídicas juegan un papel importante en nuestra vida pública. Y en la de todos los días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser formal y que muy fácilmente se convierte en formulista.

Y es explicable. El orden —-jurídico, social, religioso o artístico— constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con ajustarse a los modelos y principios que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita recurrir a la continua invención que exige una sociedad libre. Quizá nuestro tradicionalismo —que es una de las constantes de nuestro ser y lo que da coherencia y antigüedad a nuestro pueblo— parte del amor que profesamos a la Forma.

Las complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia del humanismo clásico, el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto y la décima, por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de nuestro Romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la peligrosa inclinación que mostramos por las fórmulas —sociales, morales y burocráticas—, son otras tantas expresiones de esta tendencia de nuestro carácter. El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama.

A veces las formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los liberales vanamente intentaron someter la realidad del país a la camisa de fuerza de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la Dictadura de Porfirio Díaz y la Revolución de 1910. En cierto sentido la historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con que nuestra espontaneidad se venga.

Pocas veces la Forma ha sido una creación original, un equilibrio alcanzado no a expensas sino gracias a la expresión de nuestros instintos y quereres. Nuestras formas jurídicas y morales, por el contrario, mutilan con frecuencia a nuestro ser, nos impiden expresarnos y niegan satisfacción a nuestros apetitos vitales.

La preferencia por la Forma, inclusive vacía de contenido, se manifiesta a lo largo de la historia de nuestro arte, desde la época precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro Leal, en su excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la reserva frente al romanticismo —que es, por definición, expansivo y abierto— se expresa ya en el siglo XVII, esto es, antes de que siquiera tuviésemos conciencia de nacionalidad.

Tenían razón los contemporáneos de Juan Ruiz de Alarcón al acusarlo de entrometido, aunque más bien hablasen de la deformidad de su cuerpo que de la singularidad de su obra. En efecto, la porción más característica de su teatro niega al de sus contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que México ha opuesto siempre a España. El teatro de Alarcón es una respuesta a la vitalidad española, afirmativa y deslumbrante en esa época, y que se expresa a través de un gran Sí a la historia y a las pasiones.

Lope exalta el amor, lo heroico, lo sobrehumano, lo increíble; Alarcón opone a estas virtudes desmesuradas otras más sutiles y burguesas: la dignidad, la cortesía, un estoicismo melancólico, un pudor sonriente. Los problemas morales interesan poco a Lope, que ama la acción, como todos sus contemporáneos.

Más tarde Calderón mostrará el mismo desdén por la psicología; los conflictos morales y las oscilaciones, caídas y cambios del alma humana sólo son metáforas que transparentan un drama teológico cuyos dos personajes son el pecado original y la Gracia divina. En las comedias más representativas de Alarcón, en cambio, el cielo cuenta poco, tan poco como el viento pasional que arrebata a los personajes lopescos. El hombre, nos dice el mexicano, es un compuesto, y el mal y el bien se mezclan sutilmente en su alma. En lugar de proceder por síntesis, utiliza el análisis: el héroe se vuelve problema. En varias comedias se plantea la cuestión de la mentira: ¿hasta qué punto el mentiroso de veras miente, de veras se propone engañar?; ¿no es él la primera víctima de sus engaños y no es a sí mismo a quien engaña? El mentiroso se miente a sí mismo: tiene miedo de sí.

Al plantearse el problema de la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los temas constantes de reflexión del mexicano, que más tarde recogerá Rodolfo Usigli en el El gesticulador.

En el mundo de Alarcón no triunfan la pasión ni la Gracia; todo se subordina a lo razonable; sus arquetipos son los de la moral que sonríe y perdona. Al sustituir los valores vitales y románticos de Lope por los abstractos de una moral universal y razonable, ¿no se evade, no nos escamotea su propio ser? Su negación, como la de México, no afirma nuestra singularidad frente a la de los españoles. Los valores que postula Alarcón pertenecen a todos los hombres y son una herencia grecorromana tanto como una profecía de la moral que impondrá el mundo burgués.

No expresan nuestra espontaneidad, ni resuelven nuestros conflictos; son Formas que no hemos creado ni sufrido, máscaras. Sólo hasta nuestros días hemos sido capaces de enfrentar al Sí español un Sí mexicano y no una afirmación intelectual, vacía de nuestras particularidades. La Revolución mexicana, al descubrir las artes populares, dio origen a la pintura moderna; al descubrir el lenguaje de los mexicanos, creó la nueva poesía.

Si en la política y el arte el mexicano aspira a crear mundos cerrados, en la esfera de las relaciones cotidianas procura que imperen el pudor, el recato y la reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de la vergüenza ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre nosotros.

Nada más alejado de esta actitud que el miedo al cuerpo, característico de la vida norteamericana. No nos da miedo ni vergüenza nuestro cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo vivimos con cierta plenitud —a la inversa de lo que ocurre con los puritanos. Para nosotros el cuerpo existe; da gravedad y límites a nuestro ser.

Lo sufrimos y gozamos; no es un traje que estamos acostumbrados a habitar, ni algo ajeno a nosotros: somos nuestro cuerpo. Pero las miradas extrañas nos sobresaltan, porque el cuerpo no vela intimidad, sino la descubre. El pudor, así, tiene un carácter defensivo, como la muralla china de la cortesía o las cercas de órganos y cactos que separan en el campo a los jacales de los campesinos. Y por eso la virtud que más estimamos en las mujeres es el recato, como en los hombres la reserva. Ellas también deben defender su intimidad.

Sin duda en nuestra concepción del recato femenino interviene la vanidad masculina del señor — que hemos heredado de indios y españoles. Como casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asignan la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que nunca se le ha pedido su consentimiento y en cuya realización participa sólo pasivamente, en tanto que “depositaria” de ciertos valores.

Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva, se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre función, medio, canal. La feminidad nunca es un fin en sí mismo, como lo es la hombría.

En otros países estas funciones se realizan a la luz pública y con brillo. En algunos se reverencia a las prostitutas o a las vírgenes; en otros, se premia a las madres; en casi todos, se adula y respeta a la gran señora. Nosotros preferimos ocultar esas gracias y virtudes. El secreto debe acompañar a la mujer. Pero la mujer no sólo debe ocultarse sino que, además, debe ofrecer cierta impasibilidad sonriente al mundo exterior.

Ante el escarceo erótico, debe ser “decente”; ante la adversidad, “sufrida”. En ambos casos su respuesta no es instintiva ni personal, sino conforme a un modelo genérico. Y ese modelo, como en el caso del “macho”, tiende a subrayar los aspectos defensivos y pasivos, en una gama que va desde el pudor y la “decencia” hasta el estoicismo, la resignación y la impasibilidad.

La herencia hispanoárabe no explica completamente esta conducta. La actitud de los españoles frente a las mujeres es muy simple y se expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: “la mujer en casa y con la pata rota” y “entre santa y santo, pared de cal y canto”.

La mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y pecadora de nacimiento, a quien hay que someter con el palo y conducir con el “freno de la religión”. De ahí que muchos españoles consideren a las extranjeras —y especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión diversas a las suyas— como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser oscuro, secreto y pasivo.

No se le atribuyen malos instintos: se pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la especie; la mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal, y en este hecho radica su imposibilidad de tener una vida personal. Ser ella misma, dueña de su deseo, su pasión o su capricho, es ser infiel a sí misma. Bastante más libre y pagano que el español —como heredero de las grandes religiones naturalistas precolombinas— el mexicano no condena al mundo natural.

Tampoco el amor sexual está teñido de luto y horror, como en España. La peligrosidad no radica en el instinto sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella misma. Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En este sentido, no tiene deseos propios.

Las norteamericanas proclaman también la ausencia de instintos y deseos, pero la raíz de su pretensión es distinta y hasta contraria. La norteamericana oculta o niega ciertas partes de su cuerpo —y, con más frecuencia, de su psiquis: son inmorales y, por lo tanto, no existen. Al negarse, reprime su espontaneidad. La mexicana simplemente no tiene voluntad.

Su cuerpo duerme y sólo se enciende si alguien lo despierta. Nunca es pregunta, sino respuesta, materia fácil y vibrante que la imaginación y la sensualidad masculina esculpen. Frente a la actividad que despliegan las otras mujeres, que desean cautivar a los hombres a través de la agilidad de su espíritu o del movimiento de su cuerpo, la mexicana opone un cierto hieratismo, un reposo hecho al mismo tiempo de espera y desdén.

El hombre revolotea a su alrededor, la festeja, la canta, hace caracolear su caballo o su imaginación. Ella se vela en el recato y la inmovilidad. Es un ídolo. Como todos los ídolos, es dueña de fuerzas magnéticas, cuya eficacia y poder crecen a medida que el foco emisor es más pasivo y secreto. Analogía cósmica: la mujer no busca, atrae. Y el centro de su atracción es su sexo, oculto, pasivo. Inmóvil sol secreto.

Esta concepción —bastante falsa si se piensa que la mexicana es muy sensible e inquieta— no la convierte en mero objeto, en cosa. La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y continuidad de la raza. A su significación cósmica se alía la social: en la vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y el orden, la piedad y la dulzura.

Todos cuidamos que nadie “falte al respeto a las señoras”, noción universal, sin duda, pero que en México se lleva hasta sus últimas consecuencias. Gracias a ella se suavizan muchas de las asperezas de nuestras relaciones de “hombre a hombre”. Naturalmente habría que preguntar a las mexicanas su opinión; ese “respeto” es a veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen.

Quizá muchas preferirían ser tratadas con menos “respeto” (que, por lo demás, se les concede solamente en público) y con más libertad y autenticidad. Esto es, como seres humanos y no como símbolos o funciones. Pero, ¿cómo vamos a consentir que ellas se expresen, si toda nuestra vida tiende a paralizarse en una máscara que oculte nuestra intimidad?

Ni la modestia propia, ni la vigilancia social, hacen invulnerable a la mujer. Tanto por la fatalidad de su anatomía “abierta” como por su situación social —depositaria de la honra, a la española— está expuesta a toda clase de peligros, contra los que nada pueden la moral personal ni la protección masculina. El mal radica en ella misma; por naturaleza es un ser “rajado”, abierto.

Mas, en virtud de un mecanismo de compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza original y se crea el mito de la “sufrida mujer mexicana”. El ídolo —siempre vulnerable, siempre en trance de convertirse en ser humano— se transforma en víctima, pero en víctima endurecida e insensible al sufrimiento, encallecida a fuerza de sufrir. (Una persona “sufrida” es menos sensible al dolor que las que apenas si han sido tocadas por la adversidad.) Por obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los hombres: invulnerables, impasibles y estoicas.

Se dirá que al transformar en virtud algo que debería ser motivo de vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra conciencia y encubrir con una imagen una realidad atroz. Es cierto, pero también lo es que al atribuir a la mujer la misma invulnerabilidad a que aspiramos, recubrimos con una inmunidad moral su fatalidad anatómica, abierta al exterior. Gracias al sufrimiento, y a su capacidad para resistirlo sin protesta, la mujer trasciende su condición y adquiere los mismos atributos del hombre.

Es curioso advertir que la imagen de la “mala mujer” casi siempre se presenta acompañada de la idea de actividad. A la inversa de la “abnegada madre”, de la “novia que espera” y del ídolo hermético, seres estáticos, la “mala” va y viene, busca a los hombres, los abandona. Por un mecanismo análogo al descrito más arriba, su extrema movilidad la vuelve invulnerable. Actividad e impudicia se alían en ella y acaban por petrificar su alma. La “mala” es dura, impía, independiente, como el “macho”. Por caminos distintos, ella también trasciende su fisiología y se cierra al mundo.

Es significativo, por otra parte, que el homosexualismo masculino sea considerado con cierta indulgencia, por lo que toca al agente activo. El pasivo, al contrario, es un ser degradado y abyecto.

El juego de los “albures” —esto es, el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México— transparenta esta ambigua concepción. Cada uno de los interlocutores, a través de trampas verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas, procura anonadar a su adversario; el vencido es el que no puede contestar, el que se traga las palabras de su enemigo.

Y esas palabras están teñidas de alusiones sexualmente agresivas; el perdidoso es poseído, violado, por el otro. Sobre él caen las burlas y escarnios de los espectadores.

Así pues, el homosexualismo masculino es tolerado, a condición de que se trate de una violación del agente pasivo. Como en el caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es “no abrirse” y, simultáneamente, rajar, herir al contrario.

M E PARECE que todas estas actitudes, por diversas que sean sus raíces, confirman el carácter “cerrado” de nuestras reacciones frente al mundo o frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan los mecanismos de preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra pasividad, sino que exige una invención activa y que se recrea a sí misma a cada instante, es una de nuestras formas de conducta habituales.

Mentimos por placer y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos, pero también para ocultamos y ponernos al abrigo de intrusos. La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las groseras invenciones de otros pueblos. La mentira es un juego trágico, en el que arriesgamos parte de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.

El simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que fingimos, hasta que llega un momento en que realidad y apariencia, mentira y verdad, se confunden. De tejido de invenciones para deslumbrar al prójimo, la simulación se trueca en una forma superior, por artística, de la realidad.  Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente, nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y lo que deseamos ser.

Simulando, nos acercamos a nuestro modelo y a veces el gesticulador, como ha visto con hondura Usigli, se funde con sus gestos, los hace auténticos. La muerte del profesor Rubio lo convierte en lo que deseaba ser: el general Rubio, un revolucionario sincero y un hombre capaz de impulsar y purificar a la Revolución estancada. En la obra de Usigli el profesor Rubio se inventa a sí mismo y se transforma en general; su mentira es tan verdadera que Navarro, el corrompido, no tiene más remedio que volver a matar en él a su antiguo jefe, el general Rubio. Mata en él la verdad de la Revolución.

Si por el camino de la mentira podemos llegar a la autenticidad, un exceso de sinceridad puede conducirnos a formas refinadas de la mentira. Cuando nos enamoramos nos “abrimos”, mostramos nuestra intimidad, ya que una vieja tradición quiere que el que sufre de amor exhiba sus heridas ante la que ama. Pero al descubrir sus llagas de amor, el enamorado transforma su ser en una imagen, en un objeto que entrega a la contemplación de la mujer —y de sí mismo—. Al mostrarse, invita a que lo contemplen con los mismos ojos piadosos con que él se contempla. La mirada ajena ya no lo desnuda; lo recubre de piedad. Y al presentarse como espectáculo y pretender que se le mire con los mismos ojos con que él se ve, se evade del juego erótico, pone a salvo su verdadero ser, lo sustituye por una imagen. Substrae su intimidad, que se refugia en sus ojos, esos ojos que son nada más contemplación y piedad de sí mismo. Se vuelve su imagen y la mirada que la contempla.

En todos los tiempos y en todos los climas las relaciones humanas —y especialmente las amorosas— corren el riesgo de volverse equívocas. Narcisismo y masoquismo no son tendencias exclusivas del mexicano. Pero es notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y conductas cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi siempre eludimos los riesgos de una relación desnuda a través de una exageración, en su origen sincera, de nuestros sentimientos.

Asimismo, es revelador cómo el carácter combativo del erotismo se acentúa entre nosotros y se encona. El amor es una tentativa de penetrar en otro ser, pero sólo puede realizarse a condición de que la entrega sea mutua. En todas partes es difícil este abandono de sí mismo; pocos coinciden en la entrega y más pocos aún logran trascender esa etapa posesiva y gozar del amor como lo que realmente es: un perpetuo descubrimiento, una inmersión en las aguas de la realidad y una recreación constante.

Nosotros concebimos el amor como conquista y como lucha. No se trata tanto de penetrar la realidad, a través de un cuerpo, como de violarla. De ahí que la imagen del amante afortunado —herencia, acaso, del Don Juan español— se confunda con la del hombre que se vale de sus sentimientos —reales o inventados— para obtener a la mujer.

La simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede expresarse en tantas formas como personajes fingimos. Pero el actor, si lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente, aunque después, terminada la representación, lo abandone como su piel la serpiente. El simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues dejaría de simular si se fundiera con su imagen.

Al mismo tiempo, esa ficción se convierte en una parte inseparable —y espuria— de su ser: está condenado a representar toda su vida, porque entre su personaje y él se ha establecido una complicidad que nada puede romper, excepto la muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su ser y se convierte en el fondo último de su personalidad.

SIMULAR ES inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra condición. La disimulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa, sino que quiere hacer invisible, pasar desapercibido —sin renunciar a su ser—. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo.

Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica, rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta —si no estalla y se abre el pecho— lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su cantar:

Y es tanta la tiranía

de esta disimulación

que aunque de raros anhelos

se me hincha el corazón,

tengo miradas de reto

y voz de resignación.

Quizá el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían, como en el poema de Reyes, que cantar quedo, pues “entre dientes mal se oyen palabras de rebelión”. El mundo colonial ha desaparecido, pero no el temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos nuestra cólera sino nuestra ternura. Cuando pide disculpas, la gente del campo suele decir “Disimule usted, señor”. Y disimulamos. Nos disimulamos con tal ahínco que casi no existimos.

En sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El indio se funde con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la tarde, con la tierra oscura en que se tiende a mediodía, con el silencio que lo rodea. Se disimula tanto su humana singularidad que acaba por aboliría; y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio. No quiero decir que comulgue con el todo, a la manera panteísta, ni que un árbol aprehenda todos los árboles, sino que efectivamente, esto es, de una manera concreta y particular, se confunde con un objeto determinado.

Roger Caillois observa que el mimetismo no implica siempre una tentativa de protección contra las amenazas virtuales que pululan en el mundo externo. A veces los insectos se “hacen los muertos” o imitan las formas de la materia en descomposición, fascinados por la muerte, por la inercia del espacio. Esta fascinación —fuerza de gravedad, diría yo, de la vida— es común a todos los seres y el hecho de que se exprese como mimetismo confirma que no debemos considerar a éste exclusivamente como un recurso del instinto vital para escapar del peligro y la muerte.

Defensa frente al exterior o fascinación ante la muerte, el mimetismo no consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. Es revelador que la apariencia escogida sea la de la muerte o la del espacio inerte, en reposo. Extenderse, confundirse con el espacio, ser espacio, es una manera de rehusarse a las apariencias, pero también es una manera de ser sólo Apariencia. El mexicano tiene tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus demagogos y dirigentes. Por eso se disimula su propio existir hasta confundirse con los objetos que lo rodean. Y así, por miedo a las apariencias, se vuelve sólo Apariencia. Aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar. La disimulación mimética, en fin, es una de tantas manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al disfraz, los demás queremos pasar desapercibidos. En ambos casos ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos.

Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta: “¿Quién anda por ahí?” Y la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: “No es nadie, señor, soy yo”.

No sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros semejantes. No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical: los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de Alguien, Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se hace cuerpo y ojos, se hace Ninguno.

Don Nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con su vacía y vocinglera presencia. Está en todas partes y en todos los sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se pasea por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y en Londres. Don Nadie es funcionario o influyente y tiene una agresiva y engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado. Es sensible e inteligente. Sonríe siempre. Espera siempre. Y cada vez que quiere hablar, tropieza con un muro de silencio; si saluda encuentra una espalda glacial; si suplica, llora o grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío que don Nadie crea con su vozarrón. Ninguno no se atreve a no ser: oscila, intenta una vez y otra vez ser Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.

Sería un error pensar que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros, se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad, el eterno ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento.

Por eso el Ninguneador también se ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador, y lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias, los motines y los cantos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la Historia.

José Luis González

(Santo Domingo, 1926 – México, 1997) Escritor puertorriqueño. Marxista militante y partidario activo de la independencia de Puerto Rico, su producción narrativa refleja los problemas de las clases menos favorecidas de su país.

La primera infancia de José Luis González transcurrió en la República Dominicana, hasta que la llegada al poder del dictador Rafael Leónidas Trujillo (1930) obligó a toda la familia a trasladarse a Puerto Rico, donde recibió su formación primaria y secundaria y se licenció por la Universidad de Puerto Rico (más tarde obtendría en México el doctorado en Filosofía y Letras).

Al tiempo que realizaba sus estudios, se inició en la literatura con el volumen de narraciones breves En la sombra (1943), obra a la que pronto se sumaron otras dos recopilaciones de relatos: Cinco cuentos de sangre (1945), libro premiado por el Instituto de Literatura Puertorriqueña, y El hombre de la calle (1948). A finales de los cuarenta se trasladó a los Estados Unidos; fijó su residencia en Nueva York y amplió sus estudios. Por esa época recibió el influjo de narradores norteamericanos y europeos (Ernest Hemingway, William Faulkner, John Steinbeck, Franz Kafka o Jean Paul Sartre), que marcaron su producción.

El precoz reconocimiento que recayó sobre la figura de José Luis González pronto se vio perjudicado por su postura política. Desde 1943 se había convertido en uno de los primeros intelectuales puertorriqueños que hacía profesión pública de su adhesión al marxismo. Ello le condujo a un período de exilio en el que se acentuó su obsesión por los espacios y tiempos fragmentarios, rotos por continuos desplazamientos. La experiencia de la salida forzosa de la isla se convirtió también en su obra en una constante preocupación temática.

El exilio se inició en 1950, cuando José Luis González, entonces militante del Partido Comunista, se desplazó hasta Checoslovaquia para participar en un congreso marxista como delegado estudiantil. Durante su ausencia se desató una ola de represión política que obligó a González a permanecer durante tres años en Europa. Su situación política empeoró a partir 1953: con la creación del Estado Libre Asociado, la «caza de brujas» impulsada por el senador McCarthy emprendió en el país sus persecuciones anticomunistas.

José Luis González hubo de marchar a México, donde compondría y publicaría la mayor parte de su obra. Las autoridades de Inmigración, dependientes de la administración estadounidense, le negaron el regreso durante más de veinte años. Obtuvo la nacionalidad mexicana en 1955, y se ganó la vida como editor y traductor de obras relacionadas con la política (como las biografías de Stalin y Trotski), la historia de la filosofía y la crítica literaria. Posteriormente se doctoró con una tesis titulada Literatura y sociedad en Puerto Rico. De los cronistas de Indias a la generación del 98 en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en la que fue catedrático.

En la década de los años setenta José Luis González pudo, finalmente, regresar a Puerto Rico, donde se le reconoció como destacado creador en narrativa breve, sobre todo gracias a sus obras El hombre de la calle (1948) y En este lado (1954), en las que era bien patente el modelo de prosa que había desarrollado José Luis González: historias sucintas, con atención primordial a los núcleos básicos de la narración y escasos alardes descriptivos.

El desamparo de las clases humildes y el desarraigo de los emigrantes antillanos sobresalen entre sus constantes temáticas. En 1950 publicó una de sus novelas cortas más destacadas, Paisa, una narración realista de fondo socio-político. Su prestigio le valió ser incluido por René Marqués en su muestra antológica titulada Cuentos puertorriqueños de hoy (1959).

Mambrú se fue a la guerra (1972) es una recopilación de novelas cortas que supuso su regreso a la ficción novelesca después de un largo silencio. Un año después, José Luis González publicó dos antologías de sus relatos, tituladas En Nueva York y otras desgracias (1973) y Cuento de cuentos y once más (1973). En 1978 publicó la novela Balada de otro tiempo (1978), una obra ambiciosa que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia.

Le siguieron la obra favorita del autor, La llegada (1980), una “crónica con ficción” (según reza su subtítulo), y un nuevo volumen de cuentos, Las caricias del tigre (1984). Con posterioridad publicó el ensayo Nueva visita al cuarto piso (1986), la biografía La luna no era de queso: memorias de infancia (1988), una Antología personal (1990) y la recopilación definitiva de todas sus narraciones breves en Todos los cuentos (1992).

César Andreu Iglesias: la esperanza en la derrota

Los derrotados, de César Andreu Iglesias (1915-1976), se publicó por primera vez en 1956. Es una novela sobre la esperanza en medio de la derrota política. Fue escrita por un intelectual comunista puertorriqueño en los años en que estaba siendo procesado por las represivas leyes del macartismo. Junto a su familia, Andreu se había refugiado en Las Indieras de Maricao, en una especie de exilio interno. Tenía razón de sobra para buscar refugio, tanto por la persecución política que imperaba en la isla como por su propia relación conflictiva al interior del Partido Comunista[1].

Andreu se sabía vigilado por la policía puertorriqueña y por las agencias de espionaje del gobierno federal de los Estados Unidos. No es difícil percibir resonancias personales en el título de la novela. En las montañas remotas de la vieja región cafetalera, el escritor marxista parecía haber logrado el sosiego necesario para la reflexión y la escritura.

Andreu encontró en aquel refugio la distancia crítica que puede ofrecernos la literatura, y completó su primera novela, Los derrotados. Había descubierto dentro de sí la fuerza que le impelía hacia adelante. La voluntad permanente de recomenzar la lucha nos recuerda la imagen de Sísifo en la que insistió Albert Camus. En ese sentido, pienso que es necesario detenerse en las estrofas que Andreu escogió como epígrafe para Los derrotados.

Son versos de Arthur Hugh Clough –poeta de la Inglaterra victoriana (1819-1861)– que se centran en la renovación y en la esperanza. A título de epígrafe, aquellos versos anticipaban la tesis propuesta por Andreu: “No digáis que la lucha no adelanta, / que el afán y los golpes son en vano, / que el enemigo no cede ni se rinde, / que nada cambia, que todo permanece” (Say not the struggle naught availeth, / The labor and the wounds are vain, / The enemy faints not, nor faileth, / And as things have been, they remain)[2]].

Los derrotados fue un intento de mostrar, a través de la ficción, los fundamentos culturales y los dilemas éticos de la vida política. Fue también un esfuerzo por encontrar la clave para descifrar el enigma de una relación colonial particularmente compleja, así como las tensiones y las discrepancias entre nacionalistas y comunistas puertorriqueños.

En la novela Andreu no ofrece una crítica directa del Partido Comunista, del que había sido presidente. Lo que emerge con fuerza es la sensación de fracaso que pesaba sobre los opositores radicales de la colonia, a la vez que la terca fe de Andreu en la posibilidad de nuevos comienzos. Prácticamente todos los personajes, tanto mujeres como hombres, parecen prisioneros de códigos y valores rígidamente definidos.

La prisión que aparece al final no es la única imagen carcelaria de la novela. Sin embargo, a medida que los protagonistas se enfrentan a nuevos desafíos, el autor parece decir que las experiencias vividas les permiten cobrar conciencia y resistir a la condición colonial. Esos saberes pueden ayudar en las luchas anticoloniales futuras. Entender esas luchas conlleva, no obstante, la necesidad de reconocer su potencial destructivo. Un sentido de derrota, sí, pero también es, tomando prestada la bellísima frase de Albert O. Hirschman, a bias for hope, un “prejuicio a favor de la esperanza”.

Esas palabras resumen la relación dialéctica que le imprime una cierta ambigüedad a Los derrotados.

Andreu no quería borrar las líneas entre ficción y crónica histórica. Sin embargo, sí siguió algunas convenciones de lo que solemos llamar realismo. Los personajes se mueven en un espacio y un tiempo específicos[[3]].

Los personajes históricos casi nunca aparecen con nombre y apellido. Pero hay algunas excepciones: el líder radical nacionalista Pedro Albizu Campos (1891-1965), cuyos discursos y oratoria sumamente impactantes son recordados por los protagonistas; Luis Muñoz Marín (1898-1980), líder carismático que en los tiempos evocados por la trama de la novela ya era gobernador del Estado Libre Asociado; y algunas figuras históricas como Ramón Emeterio Betances, José de Diego y Luis Llorens Torres.

Por contraste, abundan las referencias a lugares concretos con nombre propio, situados en geografías reconocibles, desde las calles del viejo San Juan hasta las urbanizaciones modernas, el barrio obrero de Villa Palmeras, la carretera de Caguas, Maricao, o incluso la ciudad de Nueva York. También abundan las alusiones a los anuncios comerciales de la radio local, a la comida, a la cultura del litoral, a marinos estadounidenses que poblaban los bares y prostíbulos, o a la desolada realidad de la cárcel La Princesa en San Juan.

Marcos Vega, el protagonista, era un viajante de profesión que recorre la isla hasta llegar a la hacienda cafetalera de Maricao. Los personajes quedan enmarcados en su ambiente, en el terreno público y en el privado.

Andreu va construyendo de forma gradual un retrato de Puerto Rico en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el país de los triunfos políticos consecutivos de Muñoz Marín y del establecimiento del Estado Libre Asociado (1952). Un Puerto Rico que sufría la represión que siguió a la insurrección de 1950 y al atentado de 1954 en contra del Congreso de los Estados Unidos, ambos llevados a cabo por militantes del Partido Nacionalista de Albizu Campos. Uno de los aspectos de la novela que merece nuestra atención es la insistencia de Andreu en la necesidad del debate, su esfuerzo por abrir la posibilidad de una reflexión crítica, no solo en torno al carácter específico del imperialismo estadounidense, sino también sobre las debilidades y los fracasos de las izquierdas puertorriqueñas.

Releyendo Los derrotados en la excelente traducción al inglés de Sidney W. Mintz, queda claro una vez más que no es posible narrar la historia de Puerto Rico en el siglo XX –ni de su política y su cultura– sin incluir a nacionalistas, independentistas y comunistas. Contar esa historia requiere repensar el significado que dichas palabras e identidades tenían para los puertorriqueños y las puertorriqueñas que se involucraron en la lucha, incluidas sus contradicciones.

La década de 1950, cuando se publicó originalmente la novela, fue un tiempo de conversiones, complicidades y maquinaciones políticas que hicieron posible nuevas alianzas pero también ponían a prueba las lealtades.

Fue un tiempo en el que los disidentes fueron criminalizados, cooptados, y, con frecuencia, silenciados. Pero también fue un período en que el Partido Independentista Puertorriqueño, bajo el liderazgo de Gilberto Concepción de Gracia (1909-1968), se convirtió en una vibrante fuerza política que participó en el sistema electoral y en la legislatura.

Por otro lado, y durante esos mismos años de la Guerra Fría, oleadas de migrantes puertorriqueños estaban creando para sí mismos nuevas identidades culturales, sociales y políticas, tanto en Nueva York como a lo largo de la Costa Este de los Estados Unidos.

Lo que demuestra la novela convincentemente es que el clima político –tanto en las ciudades como en las zonas rurales de la isla– había cambiado, y que se necesitaban nuevas alianzas y nuevas formas de pensar el presente. Para Andreu, la idea de liberación implicaba necesariamente ir más allá del imaginario tradicional del Estado-nación. No obstante, el novelista estaba en contra de la idea, sostenida por Muñoz Marín y sus seguidores, de que el Estado-nación era un “anacronismo” que debería ser superado en nombre del progreso.

Andreu nunca abandonó su creencia en el socialismo y en la independencia, a pesar de los riesgos que corría. Al mismo tiempo, tuvo la valentía de seguir provocando debates internos con otros independentistas. Al igual que ellos, él, como intelectual de izquierda, se identificaba con una tradición revolucionaria que tenía su origen el siglo XIX, y en la figura de Ramón Emeterio Betances. Paralelamente, se inscribía en una tradición literaria que había ido adquiriendo forma a lo largo del siglo XX.

Andreu había pasado la mayor parte de su vida en Puerto Rico. Vivió una serie de transformaciones políticas que habían representado puntos de inflexión en la larga historia de la isla, y con los que se seguiría identificando durante el resto de su vida. De ello solo puedo dar aquí una visión muy esquemática. Tenía apenas dos años cuando, en 1917, el Congreso de los Estados Unidos impuso la ciudadanía a los puertorriqueños; una ciudadanía que ha sido continuamente disputada, a pesar de seguir siendo para muchos un símbolo de unidad[[4]].

De joven, Andreu fue testigo del empobrecimiento de Puerto Rico como colonia azucarera dominada por los Estados Unidos, así como de la proliferación del descontento social. En los años 30, se materializaron importantes momentos y movimientos de oposición, en los cuales se destacaron los militantes nacionalistas y socialistas como fuerzas políticas plenamente organizadas. Tres acontecimientos que parecían poner en jaque al poder imperial fueron centrales en el aprendizaje intelectual y político de Andreu.

El primero corresponde al surgimiento de Pedro Albizu Campos como dirigente del partido Nacionalista. El segundo fue la fundación del Partido Comunista de Puerto Rico en 1934. El tercero fue la Masacre de Ponce en 1937.

En el transcurso de la década que se inicia en 1930, el Imperio estadounidense marcó de forma indeleble a la cultura y la sociedad puertorriqueñas, dividiendo a sus ciudadanos.

Simultáneamente, se fue creando un contexto en el cual el surgimiento de un movimiento de autodeterminación nacional parecía posible. Había indicios de que se abrían grietas en el poder político y militar que había dominado desde 1898. Lo más notable era la manera en la que los nuevos movimientos nacionalistas y socialistas colaboraban entre sí, marcando el imaginario político de la juventud. Como miembro de esa nueva generación, el joven Andreu se sintió atraído por las luchas obreras y los movimientos sindicalistas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, formó parte del ejército de los Estados Unidos.

Durante esos años vio el ascenso de Muñoz Marín y la estabilización del Partido Popular Democrático, el cual se mantuvo en el poder hasta 1968. Finalmente, experimentó de primera mano la represión ejercida contra nacionalistas, independentistas y comunistas en

los años del macartismo, y en particular, después de la insurrección de 1950 y el ataque al Congreso en el año 54. Todo ese entramado jugó un papel importantísimo en su formación y en su sensibilidad intelectual, tal como demuestra su obra ensayística y periodística.

La década de los 50 no fue la edad de la inocencia. Andreu estaba más que consciente de la vulnerabilidad de sus correligionarios anticolonialistas. El aparato de vigilancia del Imperio estadounidense los tenía a todos en la mira. Por otra parte, la retórica pro-yanqui era ensordecedora. Los derrotados nos obliga a imaginar la singularidad de aquel momento.

El paisaje que dibuja es como un retrato colectivo de un sector de la sociedad puertorriqueña. El retrato va surgiendo de la trama, de sus personajes, y de múltiples momentos de silencio y de espera. La novela nos dice mucho sobre lo que aconteció a vencedores y vencidos en la batalla por el futuro de la nación que se desató a finales de los años 40 y a principios de los 50.

También se ponen en primer plano las dudas de Andreu sobre el uso y la legitimación de la violencia para conseguir los objetivos políticos. Es un gran logro haber producido una ficción que plantea más interrogantes que respuestas. Las preguntas que se quedan sin responder aparecen sobre todo en los sueños o en las historias de personajes profundamente solitarios que nos revelan un territorio de sombras y conflictos con los que no podían bregar.

En ese sentido, es particularmente significativo cómo la trama mezcla preocupaciones íntimas y domésticas con cuestiones públicas. Se tematizan así tanto la ruptura entre lo público y lo privado como la necesidad de vincular el mundo de los afectos con el mundo de la política. La estructura de los capítulos parece seguir un esquema de enfrentamiento y colisión, tanto político como emocional, que sirve para centrar la mirada del lector.

Andreu utiliza las problemáticas sociales implícitas en el melodrama. Era un gesto innovador que iba en contra de quienes solo ven escapismos y vaguedades anti-históricas en dicho género.

La novela también cuenta una historia con sabor existencialista, acaso producto de la influencia de Jean-Paul Sartre. Todos los personajes se encuentran confinados por su condición social, su educación, o su género: todas y todos dejan ver su vulnerabilidad, su malestar y su frustración. El amor es casi imposible. Por todas partes reina el descontento y el resentimiento. El matrimonio de Marcos es visto como una forma de encarcelamiento que apunta a fracasos de otro tipo.

Los derrotados, como la filosofía de Richard Rorty, es un “espejo de la naturaleza”, es decir, de la naturaleza humana: espejo de las aspiraciones e ilusiones humanas, así como de sus tensiones y fracasos. Por otro lado, uno siente que Andreu está siempre presente en su escritura. La novela no es abiertamente autobiográfica, pero en sus retratos de la vida cotidiana sentimos constantemente la presencia del autor.

Los derrotados fue concebida como una ficción política que le permitía al autor posicionarse en el presente y fomentar el debate. Hoy, casi setenta años después, no puede leerse como una novela “histórica”. Sigue siendo importante por su propio valor y por las preguntas que hoy le formulemos, incluso sacándola fuera de contexto.

Hoy contamos, es cierto, con buena cantidad de archivos, relatos y estudios que pueden ayudar a entender mejor dicho período. Pero a pesar de la acumulación de conocimientos y de la riqueza de las reflexiones teóricas que se han elaborado, Los derrotados sigue siendo una fuente

5/9 valiosísima para acercarse a verdades que no podían ser dichas o que permanecían ocultas.

Andreu logró mantenerse, a la vez, dentro y fuera de su relato, una postura compleja que le permitió contemplarlo como novelista, con distancia crítica. En las descripciones minuciosas los personajes se encuentran en un paisaje urbano en intenso proceso de transformación, y en condiciones sociales creadas por cambios acelerados en el sistema de transporte y en los medios de comunicación.

Sobre todo, se encuentran cara a cara con cuestiones cruciales: el precio de la modernización, el significado de la libertad y de la muerte, la subordinación de la mujer ante el hombre, la represión sexual, y el culto a los héroes.

Los derrotados presenta también un contrapunto interesante a discusiones de aquellos años sobre la masculinidad y sobre la ansiedad en cuestiones de género y roles sociales.

Son cuestiones recurrentes en obras profundamente melancólicas de escritores como René Marqués (1919-1979), quien exploró el nacionalismo puertorriqueño, por ejemplo, en los relatos de Otro día nuestro (1955). Uno de los aspectos más interesantes de la obra de Andreu es cómo logra cruzar la frontera entre géneros narrativos típicamente considerados “femeninos” –el melodrama o la novela rosa– y géneros estereotípicamente “masculinos”, como la novela y la película de acción.

Aunque la novela trata principalmente de los dilemas de Marcos, algunas de las escenas más impactantes son las que tienen lugar entre él y otros personajes masculinos y femeninos en el interior cerrado de una habitación. Hay una conexión directa entre género y lugar, como demuestran los desplazamientos de Delia.

La política se presenta como un mundo dominado por los hombres, con reconocimiento en el espacio público. Pero todas y cada una de las voces femeninas tienen una relevancia central: Sandra, la mujer de Marcos, Delia, su amante, Antonia, prostituta, María Encarnación, nacionalista resignada que idolatra al hombre que la rechaza, y Monse, nacionalista a quien se le prohíbe participar en el atentado por el hecho de ser mujer. Por otra parte, en Los derrotados se cuestiona continuamente si la pasión erótica personal puede o debe tener lugar en una vida marcada y regida por ilusiones heroicas.

Por otra parte, la novela narra cómo los hombres negocian entre sí sus ambiciones y preocupaciones políticas. Pero entre ellos hay muy poco espacio para el afecto, la intimidad, o incluso la confianza. En los personajes coexiste la necesidad de actuar con el deseo de escuchar sus propias voces, que incluyen recuerdos del proceso revolucionario, pero también sus pasiones, desvaríos y fantasmas. Queda así al descubierto una red de contradicciones que genera una cierta confusión.

La última parte de la novela, centrada en el fracaso de la conspiración nacionalista, está dominada cada vez más por la incertidumbre y la desconfianza que desde el comienzo amenaza la operación, algo que la sacralización patriótica no puede ocultar. Todo ello le añade complejidad a lo narrado.

Al fin y al cabo, los nacionalistas fueron derrotados. El reconocimiento de la derrota constituye el centro de esta conmovedora novela. No obstante, Andreu nos recuerda que sería una grave simplificación tachar de “patológicos” o “aberrantes” a los nacionalistas.

Desde su perspectiva, es central la noción de que la lucha no se agota con el colapso del Partido Nacionalista. En la novela, la creencia de los nacionalistas en la lucha heroica y en el sacrificio es, a la vez, verdadera y problemática. El relato concluye con un paralelismo.

Un joven nacionalista, Camuñas, muere en el atentado. Marcos sobrevive, pero en la cárcel es socialmente marginado. El viejo Bienvenido pierde todo sentido de lugar y de tiempo. A Andreu le preocupaban ante todo la ambivalencia y la fragilidad humanas frente a la lucha armada. Sin embargo, en el capítulo 20 –particularmente importante– encontramos una de las claves de su pensamiento. Se trata de la conocida parábola del sembrador: “La labor de sembrar no es menos labor por el hecho de que la semilla no germine”.

Contrario a muchas personas que leyeron Los derrotados como un ataque contra los nacionalistas, pienso que hoy podría leerse como una novela que intentaba reconciliar la conciencia escindida de los puertorriqueños. Era un acto de fe que suponía también un compromiso muy complejo: abandonar la visión redentorista del sacrificio para reemplazarla por una comprensión secular de lo político y por la creencia en que la justicia puede, en efecto, ser alcanzada.

Andreu entendía bien la amargura de la derrota. Pero queda claro lo que rechazaba, que en la novela se manifiesta a través de las metáforas de muerte-en-vida. El narrador lo enuncia con claridad: “A veces el vivir requiere más valor que el morir”. En las últimas escenas en la prisión, la visión de Marcos llega a ser más amplia, liberándolo de su anterior encierro en la intransigencia política.

Apoyado en un marxismo crítico, Andreu rechaza por ingenua toda fe en la mitología del progreso concebido como proceso lineal. Entendía, además, que la política no debe sustituir a la religión. Al mismo tiempo, juzgaba necesario reconocer que las experiencias cotidianas de los puertorriqueños en la posguerra exigían nuevas formas de concebir el presente. La novela cierra con una imagen esperanzadora: “[Marcos] levantó la vista al cielo. Estaba lleno de estrellas”.

Quizás aún no sepamos lo suficiente sobre la génesis de Los derrotados o sobre cómo el proceso mismo de narrar la historia haya transformado la mirada de su autor. Sí podemos especular que el trabajo de escritura de la novela tuvo que haber sido una experiencia liberadora para Andreu. Algo parecido ocurrió veinte años después con su edición de los manuscritos del tabaquero Bernardo Vega (1885-1965), que ahora forma parte de su obra y de su rico legado. Como su admirado Vega, cuyas Memorias logró editar poco antes de morir, Andreu estaba a la vanguardia de los movimientos socialistas e independentistas[[5]].

Al igual que Vega, era un militante infatigable, un editor original y un historiador del movimiento obrero puertorriqueño. Su meta siempre fue alentar a quienes dudaban de la importancia de su propia historia. Desde muy temprano Andreu se había volcado apasionadamente a luchas sociales que a su vez marcaron su pensamiento y sus escritos.

La política es algo omnipresente en su obra. La intensidad con que narra los debates entre nacionalistas y socialistas en Los derrotados es central en sus artículos periodísticos y en sus ensayos. Andreu era, simultáneamente, un creyente y un escéptico, un intelectual rebelde y desafiante, capaz de criticar –desde dentro– la cultura y las prácticas de las izquierdas.

Andreu valoraba enormemente la “misión” de la literatura, convicción compartida por otros escritores y artistas puertorriqueños contemporáneos –como Nilita Vientós Gastón, René Marqués, Margot Arce de Vázquez, Tomás Blanco, Luis Palés Matos, José Luis González, Pedro Juan Soto, Lorenzo Homar, y Rafael Tufiño. Durante aquella época emergían nuevas formas culturales en la colonia modernizada. Desde la literatura y el arte se estaba construyendo un innovador archivo de memorias que habían sido silenciadas. De hecho, Los derrotados fue publicada en México por primera vez en Los Presentes (1956), una pequeña editorial de izquierdas. El escritor José Luis González (1926-1996), amigo y camarada más joven, entonces exiliado en la capital mexicana, cumplió un rol decisivo en que se lograra esa publicación. Andreu y González tenían mucho en común.

González siempre se sintió endeudado intelectualmente con respecto a su amigo, y construyó buena parte de su propia obra sobre los fundamentos que de él había heredado. Ambos fueron críticos del uso indiscriminado de la violencia, y cuestionaron el culto a la muerte en las luchas políticas. Por otra parte, Andreu y González sufrieron las consecuencias de la vigilancia y la represión macartistas, pero a pesar de ello siempre manifestaron su apoyo incondicional a la independencia de Puerto Rico. Lucharon también por liberarse de la terrible herencia del racismo.

González sin duda tuvo muchos deseos de ver publicada la primera novela de su camarada. Andreu, a su vez, encontró en la ficción un modo de volver a empezar. Los derrotados tuvo una acogida crítica muy favorable por parte de la distinguidísima intelectual Nilita Vientós Gastón, y fue comentada por el propio González.

En 1957, la novela recibió el premio del Instituto de Literatura Puertorriqueña. En 1958 se publicó en serie en el periódico El Imparcial. Al menos dos ediciones más salieron a la luz (en 1964 y 1973). Pero desde entonces –con muy pocas excepciones– ha sido en buena medida ignorada.

Queda aún mucho por decir sobre Andreu, sobre su novela y sobre el período en que se escribió. Gracias a la fiel y bella traducción de Sidney W. Mintz al inglés, y a sus agudos comentarios, Andreu ha encontrado, en efecto, otros nuevos comienzos. La traducción de Mintz surge de décadas de inmersión en la vida puertorriqueña y caribeña, y de largas investigaciones como, por ejemplo, su clásico libro Worker in the Cane (1960). Mintz conocía íntimamente no solo a Puerto Rico y su lenguaje. Sabía también, como sugirió el crítico literario Mijail Bajtín, que las palabras en sí mismas “recuerdan” mundos anteriores y conservan modos de hablar.

No podría pensar en mejor traductor. Con su generosidad característica, Mintz escribió en su nota introductoria: “Los derrotados de esta novela están dominados por un deseo que no logran alcanzar. Pero creo que lo que los mueve a actuar es algo que todos debemos sopesar con genuina humildad”. Estamos en deuda con Mintz por estos nuevos comienzos.

Este volumen es un gran motivo para celebrar.

___________

NOTAS:

* Este ensayo se publicó por primera vez en inglés en el 2002 como “afterword” a la traducción de Sidney W. Mintz de Los derrotados (The Vanquished, The University of North Carolina Press, pp. 205-214). El ensayo ha sido traducido ahora por Diego Baena, en colaboración con Arcadio Díaz-Quiñones.

 

 

 

 

 


[1] Me ha sido indispensable la excelente y documentadísima biografía de Andreu escrita por Georg H. Fromm, César Andreu Iglesias: aproximación a su vida y obra (Rio Piedras: Ediciones Huracán, 1977).

[2] Andreu Iglesias tradujo estos versos para la segunda edición de la novela, en 1964. En la primera edición de 1956, el epígrafe aparecía solo en el original inglés.

[3] En la nota a la segunda edición, de 1964, Andreu escribe: “la trama de esta obra se desarrolla en Puerto Rico, en la época actual, con un trasfondo de acontecimientos históricos. Sin embargo, el argumento es puramente novelesco y sus personajes son hijos de la imaginación del autor. Cualquier semejanza con personas vivas o muertas es mera coincidencia”.

[4] Dos publicaciones recientes son imprescindibles: Efrén Rivera Ramos, The Legal Construction of Identity: The Juridical and Social Legacy of American Colonialism in Puerto Rico (Washington D.C.: American Psychological Association, 2000), y Christina Duffy Burnett y Burke Marshall, eds., Foreign in a Domestic Sense (Durham, N.C., Duke University Press, 2001).

[5] Véase la bellísima traducción al inglés de Juan Flores, Memoirs of Bernardo Vega (New York: Monthly Review Press, 1984). El prefacio de Flores a esa edición es particularmente iluminador.

Fragmentos globales: latinoamericanismo de segundo orden. Alberto Moreiras

1. El imaginario inmigrante

El ataque lanzado por James Petras y Morris Morley en 1990 contra los intelectuales institucionales latinoamericanos resulta injusto sólo en la medida en que se limita a los intelectuales institucionales latinoamericanos.

Al definirlos como aquellos que “trabajan y escriben dentro de los confines dados por otros intelectuales institucionales, sus patrones en el exterior, y sus conferencias internacionales, en cuanto ideólogos encargados de establecer las fronteras de la clase política liberal” (Petras/Morley 1990:152), Petras y Morley mientan en realidad las condiciones generales del pensamiento académico global en el mundo contemporáneo, con respecto a las cuales toda práctica ajena es práctica de negación y resistencia y por lo tanto todavía resulta marcada por ellas.

Las fronteras del neoliberalismo, como versión política del capitalismo global, son por otra parte difíciles de trazar, y decir que uno quiere salirse de ellas no equivale a hacerlo. Existe la necesidad de desarrollar un marco teórico coherente desde el cual la reflexión sobre constreñimientos pueda dar lugar a la reflexión sobre posibilidades.

En mi opinión, algunas de esas posibilidades pueden encontrarse en el espacio abierto por la aparente contradicción entre globalización tendencial y teorías regionales.

Dentro de los Estados Unidos el escenario institucional más obvio para ese conflicto es el aparato académico de los llamados “estudios de área”.

Los estudios de área nunca fueron concebidos como teoría antiglobal. Por el contrario, en palabras de Vicente Rafael, “desde el fin de la segunda guerra mundial, los estudios de área han estado integrados en marcos institucionales más amplios, que van desde las universidades a las fundaciones, y que han hecho posible la reproducción de un estilo de conocimiento norteamericano orientado simultáneamente hacia la proliferación y el control de orientalismos y críticas a orientalismos” (Rafael 1994: 91).

Tal proyecto siguió una lógica integracionista en la que la “función conservadora” de los estudios de área, esto es, segregar diferencias, se hizo coincidir con su”función progresista”, esto es, sistematizar la relación entre diferencias dentro de un conjunto flexible de prácticas disciplinarias bajo la supervisión de expertos vinculados entre sí por su búsqueda común de conocimiento total” (Ibid., 96).

De esa forma un proyecto secretamente imperial vino a unirse al proyecto epistémico de superficie: “el estudio disciplinado de los otros funciona en última instancia para mantener un orden nacional pensado como correlato del orden global” (Ibid., 97).

Para Rafael, sin embargo, la práctica tradicional de estudios de área está hoy amenazada por la entrada en escena de lo que llama el “imaginario inmigrante,” una de cuyas consecuencias es problematizar las relaciones espaciales entre centro y periferia, entre dentro y fuera, entre la localidad de producción de conocimiento y su lugar de intervención:

“Desde la descolonización, y frente al capitalismo global, las migraciones de masas, los regímenes laborales flexibles, y las invasoras tecnologías de telecomunicación, ha dejado de ser posible que los estudios de área sean meramente una empresa colonial que presume el control metropolitano sobre sus entidades administrativas discretas” (Ibid., 98, 103).

Aunque quizás todavía no en grado suficiente, el Latinoamericanismo norteamericano está ciertamente condicionado por los drásticos cambios demográficos y la inmigración latinoamericana masiva a Estados Unidos en décadas recientes, y no puede ya pretender ser una ocupación meramente epistémica con los “otros” situados más allá de las fronteras geográficas. Las fronteras se han desplazado hacia el norte y hacia adentro.

El imaginario inmigrante debe por lo tanto afectar y modificar las prácticas de conocimiento antes basadas en la necesidad nacional-imperial de conocer al otro, dado que tal otro es ahora en buena medida nosotros mismos o una parte considerable de nosotros mismos.

En palabras de Rafael, “la categoría del inmigrante  —en tránsito, atrapado entre estados-nación, desarraigado y potencialmente desarraigante— le da pausa al pensamiento, forzándonos a considerar la posibilidad de una erudición ni colonial ni liberal ni indígena, pero al mismo tiempo constantemente implicada en todos esos estados de ser” (Ibid., 107).

Tal erudición híbrida está siendo hoy en parte teorizada bajo el nombre de estudios poscoloniales siguiendo una nomenclatura derivada de una historia que sólo hasta cierto punto coincide con la historia de América Latina. El término ha dado lugar a cierta confusión. Hablar de Latinoamericanismo poscolonial no implica ni vindicar una igualdad de historias entre diversas partes del mundo, ni tampoco limitarse al siglo diecinueve, que sería la época “propiamente” poscolonial para la mayor parte de la región.

“Poscolonial” en cuanto adjetivo califica a la práctica de estudio más que a su objeto. “Latinoamericanismo poscolonial” es por lo tanto un término comparativamente útil, si no literalmente exacto, que refiere a un latinoamericanismo informado por la situación global, por el imaginario inmigrante, y por lo latinoamericano al interior de la máquina académica metropolitana. No reivindica que la historia de Latinoamérica en el siglo presente sea homologable a la historia de Africa, por ejemplo, sino que las condiciones de pensamiento en el presente son tales que una práctica académica responsable debe buscar la necesaria articulación entre región de estudio y región de enunciación en el contexto marcado por condiciones globales.

Tal práctica académica procede de una contrapolítica de posición, puesto que la posición estuvo siempre plenamente inscrita en prácticas anteriores, y se centra en localidades diferenciales de enunciación en su diferencia con respecto del espacio liso de la enunciación hegemónica metropolitana.

En esa medida, el Latinoamericanismo poscolonial se autoconcibe como práctica epistémica antiglobal orientada hacia la articulación y/o produposibilidad de contraimágenes latinoamericanistas respecto del Latinoamericanismo históricamente constituido. En ellas el Latinoamericanismo intenta constituirse como instancia teórica antiglobal, en oposición a las formaciones imperiales de conocimiento que han acompañado el movimiento del capital hacia la saturación universal en la globalización.

Dentro de ello, lo que debe decidirse es si es posible para el movimiento antiglobal ser lo suficientemente fuerte como para contrariar con eficacia la fuerza de control del latinoamericanismo históricamente constituido. Es claro que este último no va a limitarse a quedar relegado a la ruina de su historicidad, puesto que en cierto sentido su historicidad es hoy más fuerte que nunca. Tratará de reconstituirse a través del inmigrante imaginario mismo, domándolo y reduciéndolo a una posición contingente entre otras, o a un conjunto de posiciones móviles dentro de los nuevos paradigmas sociales.

En otras palabras, no hay garantías de que la diferencia simbolizada en el imaginario inmigrante no vaya a ser asimilada en última o en primera instancia, o de que no haya sido ya de hecho asimilada al aparato global y a su constante recurso a la homogeneización de la diferencia. Se abre en consecuencia una pregunta: quizás los desarrollos disciplinarios recientes y el nuevo papel de la universidad global en la reproducción y el mantenimiento del sistema global no se den realmente en oposición a la teorización académica de movimientos e impulsos singularizantes o heterogeneizantes.

Quizás los últimos sean sólo el lado presentable de los primeros, o en cierto sentido una necesidad de los primeros, forzada por la expansión continuada de la homogeneización global, y así un tipo de alimento autogenerado. De todos modos, incluso si la homogeneización y la heterogeneización no son realmente antinómicas sino que permanecen envueltas en alguna forma de relación dialéctica, la relación entre ellas, tal como se da, constituye una región esencial para la práctica política. Es quizás la región más propia para la reflexión sobre nuevos tipos de trabajo en estudios de área. Aunque las siguientes observaciones se refieren a los estudios de área en general,  me permito presentarlas como pertinentes a la posibilidad de un Latinoamericanismo otro, o Latinoamericanismo segundo.

2. Dos clases de Latinoamericanismo

Durante el debate de 1995 en los medios norteamericanos a propósito de la implicación de la CIA en el aparato centroamericano de contrainsurgencia, el New York Times publicó un artículo, firmado por Catherine S. Manegold, que podría tomarse como ejemplo arquetípico de la forma en la que el imaginario occidental regula y controla su relación con la alteridad en tiempos de posguerra fría.

El artículo entrega una narrativa poderosa pero fundamentalmente reactiva, cuyo subtexto coloca al trabajo latinoamericanista de solidaridad contra el telón de fondo del oscuro deseo de jungla o fascinación de corazón de tinieblas: Jennifer Harbury tenía treinta y nueve años cuando vio por primera vez a Efraín Bamaca Velázquez. Era una abogada que trabajaba en un libro sobre las mujeres en el ejército rebelde guatemalteco, siguiendo un camino idiosincrásico hacia el cada vez más profundo interior de una bien escondida sociedad de guerrilleros endurecida por la guerra.

Su investigación la había llevado desde Texas, pasando por Ciudad de México, hasta las selvas occidentales de Guatemala. Estaba allí para contar la historia que le interesaba. No pretendía objetividad. No veía lo gris y no quería verlo. (Manegold 1995:A1)  Así el romance de guerrilla entre Harbury y el más joven y hermoso comandante maya, descrito como “un cervatillo” (“a fawn”) en probable alusión subliminar al Bamby de Walt Disney, se convierte en el artículo de Manegold en explicación plausible y tendencialmente exhaustiva para un compromiso con luchas sociales y políticas que, de otra manera, parecerían fuera de tono para la graduada de la Harvard Law School: “La perspectiva de la muerte ordenaba los días del comandante. El temor de la banalidad los de ella” (Ibid., A1).

La muerte aparece como figura o cifra de exótica autenticidad, y así también como fuente o destino de un perverso anhelo —el de una negación camuflada como afirmación. En el artículo de Manegold, a través de la historia paradigmática de Harbury, la relación de una ciudadana norteamericana con los movimientos revolucionarios centroamericanos viene a ser interpretada como engañado orientalismo del corazón: “Harbury lo cuenta todo como una historia de amor, la primera para ella, aunque había estado antes casada con un abogado texano con quien vivió por corto tiempo” (Ibid., A5).

Orientalismo del corazón es sin duda la contrapartida semi-mítica del tipo de política global que la CIA, junto con el FBI, la DEA y otras agencias policiales norteamericanas se inclinan a promover por altas razones de seguridad planetaria y terrorismo transnacional.

Dentro de tal discurso, el orientalismo del corazón se torna quizás la única explicación posible para la energía anímica que puede llevar a alguien a abrirse a la alteridad en tiempos globales. A través de Harbury, toda la colectividad de trabajadores en movimientos de solidaridad con Centro América y de intelectuales progresistas, así como todos los ciudadanos demasiado asiduos a ciertas formas de melodrama, vienen a ser condenados al nivel de su estructura afectiva: su deseo, podrá siempre decirse, es sólo oscuro amor, y por lo tanto no viable ni política ni epistemológicamente: “No tenía pretensión de objetividad. No veía lo gris y no quería verlo.”

La globalización está esencialmente relacionada con el impulso soberano del capital y con la soberanía no sólo como fundación sino como apoteosis del imperio. Lo que Kenneth Frampton ha llamado “el empuje optimista hacia la civilización universal” ya no es quizá dependiente en nuestros tiempos de las proyecciones imperiales de esta o aquella formación nacional, o de un conjunto dado de formaciones imperiales. Tal dependencia ha dejado de ser necesaria.

En su lugar, las teorías sobre la posmodernidad nos dicen que sigue el flujo del capital hacia una saturación tendencial del campo planetario. La totalización globalista afecta el autoentendimiento metropolitano, igual que afecta las localidades intermedias o periféricas, al reducir constantemente sus reivindicaciones de posicionalidad diferencial en relación con la estandarización. La diferencia global puede así estar en un proceso acelerado de conversión en identidad global, a ser conseguido mediante alguna monstruosa síntesis final tras la cual no habrá ya posibilidad alguna de negación.

Y sin embargo la negación ocurre, aunque sea sólo como instancia residual condenada a autoentenderse a través de la confrontación con la muerte: “La perspectiva de la muerte ordenaba sus días”, dice Manegold del comandante maya, como si sólo la muerte pudiera dar compensación, o al menos presentarle un límite, a la banalidad desesperada del standard global.

El Latinoamericanismo es el conjunto o suma total de las “representaciones comprometidas” que proporcionan un conocimiento viable del objeto de enunciación latinoamericano (Greenblatt 1991: 12-13). El deseo latinoamericanista puede pretender tener una fuerte asociación con la muerte por lo menos de dos maneras: por un lado, el Latinoamericanismo, como aparato epistémico a cargo de representar la diferencia latinoamericana, busca su propia muerte mediante la integración de su conocimiento particular en lo que Robert B. Hall, en uno de los documentos fundadores de estudios de área tal como los conocemos, llamó “la totalidad fundamental” y la “unidad esencial” de todo conocimiento (Hall 1947:2, 4).

En este primer sentido, el conocimiento latinoamericanista aspira a una forma particular de poder disciplinario que hereda del aparato de estado imperial. Funciona como instanciación de la agencia global, en la medida en que busca entregar sus hallazgos al tesoro universal de conocimiento del mundo en sus diferencias e identidades. Nacido de una ideología de diferencialismo cultural, su orientación básica persigue la captura de la diferencia latinoamericana para liberarla en el corral epistémico global.

Funciona pues como máquina de homogeneización, incluso cuando se autoentiende en términos de preservar y promover diferencias. A través de la representación latinoamericanista, las diferencias latinoamericanas quedan controladas, catalogadas y puestas al servicio de la representación global.

Así es como el conocimiento latinoamericanista, entendido en este primer sentido, quiere su propia muerte, al trabajar para transfigurarse en su propia negación, o para disolverse en el panóptico. Por otro lado, el Latinoamericanismo puede concebiblemente producirse como aparato antirrepresentacional, anticonceptual, cuya principal función sería la de entorpecer el progreso tendencial de la representación epistémica hacia su total clausura.

En tal sentido, el Latinoamericanismo no sería primariamente una máquina de homogeneización epistémica sino lo contrario: una fuerza de disrupción en el aparato, una instancia antidisciplinaria o “bestia salvaje” hegeliana cuyo deseo no pasa por la articulación identitario-diferencial, sino más bien por su constante desarticulación, mediante la apelación radical a un afuera residual, a una exterioridad que todavía rehuse dejarse doblar hacia el interior imperial.

En tal sentido, el Latinoamericanismo busca la complicidad con localidades alternativas de enunciación o producción de conocimiento para formar una alianza contra la representación latinoamericanista históricamente constituida y contra sus efectos sociopolíticos. En el primer sentido, el Latinoamericanismo apunta hacia su paradójica disolución en el momento de su consumación apoteósica, que será el día en que la representación latinoamericanista pueda por fin autoentregarse a la integración apocalíptica del conocimiento universal.

En el segundo caso, el Latinoamericanismo lidia con la muerte al operar una crítica total de sus propias estrategias representacionales en relación con su objeto epistémico. Pero esta práctica crítica antirrepresentacional depende de la formación previa, y así debe tomarse como su negación. Sólo adquiere posibilidad en el momento en que el primer Latinoamericanismo empieza a ofrecer signos de su éxito final, que son también los signos de su disolución como tal.

Sin embargo, tal éxito puede no ser enteramente mérito exclusivo del primer Latinoamericanismo: algo más ha sucedido, un cambio social que ha alterado profundamente el juego de la producción de conocimiento. En comentario a la idea de Gilles Deleuze de que “hemos experimentado recientemente un pasaje desde la sociedad disciplinaria a la sociedad de control,” Michael Hardt hace la siguiente observación: El panóptico, y la diagramática disciplinaria en general, funcionaba primariamente en términos de posiciones, puntos fijos e identidades. Foucault vio la producción de identidades (incluso identidades “desviadas” u “oposicionales,” como las del obrero o el homosexual) como fundamental para la función de la regla en sociedades disciplinarias. El diagrama de control, sin embargo, no está orientado hacia posición e identidad, sino más bien hacia movilidad y anonimidad. Funciona sobre la base del “lo cualquiera,” la performance flexible y móvil de identidades contingentes, y por lo tanto sus construcciones e instituciones son elaborados primariamente mediante la repetición y la producción de simulacros. (Hardt 1995:34, 36).

Si el primer Latinoamericanismo era uno de los avatares institucionales de la manera en que la sociedad disciplinaria entendía su relación con la alteridad, algo así como una ventana en el panóptico, podría concebirse el segundo Latinoamericanismo como la forma de producción de contingencias epistémicas que aparecen como consecuencia del cambio hacia una sociedad de control. Ya no atrapado en la busca y captura de “posiciones, puntos fijos, identidades,” el segundo Latinoamericanismo encuentra en esta inesperada liberación la posibilidad de una nueva fuerza crítica.

Tal fuerza depende, entre otras cosas, de la medida en que el segundo Latinoamericanismo pueda constituirse como tal en la fisura de la disyunción histórica que media el cambio de disciplina a control. Si las sociedades de control presumen el colapso final de la sociedad civil en sociedad política, y así la entrada en existencia del Estado global de la sumisión real del trabajo al capital, ¿cuál es entonces el modo de existencia de las sociedades no-metropolitanas en tiempos globales?

Tendrían que caracterizarse por una presencia cuantitativamente más amplia en su medio de elementos de configuraciones sociales previas, a su vez en procesos de desaparición, pero a un paso comparativamente más lento. En otras palabras, “lo cualquiera” está activo en sociedades periféricas todavía sólo como horizonte dominante, no como factum social. En las sociedades metropolitanas, en palabras de Hardt, en lugar del disciplinamiento del ciudadano como identidad social fija, el nuevo régimen social busca controlar al ciudadano como identidad “cualquiera,” o como un molde para identidades infinitamente flexible.

Tiende a establecer un plano autónomo de regla, un simulacro de lo social separado del terreno de las fuerzas sociales conflictivas. Movilidad, velocidad y flexibilidad son las cualidades que caracterizan a este plano de regla separado. La máquina infinitamente programable, el ideal de la cibernética, nos da al menos una aproximación al diagrama del nuevo paradigma de regla. (Ibid., 40-41).

Pero tal paradigma no está todavía lo suficientemente naturalizado en sociedades periféricas. Mientras tanto, en la brecha temporal que separa disciplina periférica y control metropolitano, el segundo Latinoamericanismo se anuncia como máquina crítica cuya función para el presente es doble: por un lado, desde su posición disjunta y cambiante desde el diagrama de disciplina al diagrama de control, disolver la representación latinoamericanista en tanto que respondiente a epistemologías disciplinarias obsoletas; por otro lado, desde su conexión disjunta y residual con las formaciones sociales disciplinarias latinoamericanas, criticar la representación latinoamericanista en su evolución hacia el nuevo paradigma de regla epistémica.

La segunda forma de Latinoamericanismo, que surge de disyunciones epistémicas, puede entonces usar su problemático estatuto alternativa o simultáneamente contra paradigmas disciplinarios y paradigmas de control. Así anunciada, permanece sólo como posibilidad lógica y política cuyas condiciones y determinaciones necesitan ser sistemáticamente examinadas y en todo caso ganadas en cada momento de análisis, puesto que la complacencia crítica es la forma más obvia de perderlas.

El primer Latinoamericanismo opera bajo la presunción de que lo alternativo, o lo “otro”, puede siempre y de hecho siempre debe ser reducido teóricamente; pero el segundo Latinoamericanismo se entiende en solidaridad epistémica con las voces o los silencios residuales de la otredad latinoamericana. Afirmar tal otredad no se hace sin riesgo.

En la medida en que deba conservarse algún tipo de vinculación entre prácticas de solidaridad, epistémicas o no, y localidades de enunciación tercermundistas o coloniales, la globalización amenaza con volver tales prácticas aspectos de una poética orientalista de lo singular residual, de lo que se desvanece, de lo bellamente arcaico: aquello representado en la frase de Mangold “parecía un cervatillo”. La globalización, una vez lograda, olvida localidades de enunciación alternativas y reduce lo político a la administración de lo mismo.

Dentro de la globalización cumplida sólo hay lugar para la repetición y la producción de simulacros: hasta la llamada diferencia sería no más que la diferencia homogeneizada, una diferencia bajo control siempre de antemano predefinida y planeada en “léxicos y representaciones,[en] sistemas de conflictos y respuestas”.

Sin embargo, en la medida en que la globalización no está todavía consumada, en la medida en que la brecha de temporalidad, o la diferencia entre sociedades de disciplina y sociedades de control, no se ha cerrado sobre sí misma, la posibilidad de fuentes alternativas de enunciación permanecerá dependiente de una articulación con lo singular, con lo necesariamente tenue o desvaneciente, con lo arcaico.

Lo que quiera que es susceptible de hablar en lenguas singularmente arcaicas sólo puede ser una voz mesiánica. Es una voz singularmente formal, puesto que dice única e incesantemente “escúchame.” Es una voz en prosopopeya, en el sentido de que es una voz de lo muerto o de lo muriente; una voz en duelo, como toda voz mesiánica.

El Latinoamericanismo puede abrirse a las intimaciones mesiánicas de su objeto mediante una afirmación activa de solidaridad. La solidaridad tiene fuerza epistémica en la medida en que se entienda a sí misma en resistencia crítica a paradigmas nuevos y viejos de regla social. Una política del conocimiento latinoamericanista en solidaridad es por lo tanto una extensión a la práctica académica metropolitana de prácticas de contracontrol y contradisciplina surgientes en principio del campo social latinoamericano.

La política de solidaridad, así entendida, debe concebirse como una respuesta contrahegemónica a la globalización y como una apertura a la traza de lo mesiánico en el mundo global. La política de solidaridad localizada en lo metropolitano, en la medida en que representa una articulación específica de la acción política con reivindicaciones redentoristas originadas en un otro subalterno, no es la negación de la globalización: es más bien el reconocimiento, dentro de la globalización, dentro del marco de la globalización o de la globalización como marco, de una memoria siempre desvaneciente y sin embargo persistente, una inmemorialidad preservadora del afecto singular, incluso si tal singularidad debe entenderse en referencia a una comunidad dada o a una posibilidad dada de afiliación comunitaria.

Hay por lo tanto otra lectura para la historia que cuenta Manegold. Harbury no encuentra su goce en el orientalismo, sino que, a través de su solidaridad con lo muerto y lo muriente, se abre a la posibilidad de preservación de lo que es inmemorial, y por lo tanto a un nuevo pensamiento más allá de la memoria: un pensamiento post-memorial, aglobal, que viene de la singularidad que resta. Si el pensamiento es siempre pensamiento de lo singular, del secreto singular, pensamiento pues de singularidades afectivas, no hay pensamiento globalizado; y sin embargo, la globalización revela lo que la revelación misma destruye, y al hacerlo lo entrega como asunto del pensamiento: pensamiento de la singularidad en duelo, y del duelo de la singularidad, de lo que se revela en la destrucción.

Tal pensamiento no está ni puede estar nunca dado. Como posibilidad, sin embargo, cifrada para mí en la posibilidad de un segundo Latinoamericanismo, prefigura una ruptura epistemológica, con todo tipo de implicaciones para una revisión de la política geocultural, incluyendo una revisión de los estudios de área y de su articulación con las políticas de identidad.

3. El sueño singular

La globalización en la esfera ideológico-cultural es consecuencia del sometimiento de los ciudadanos a impulsos de homogeneización promovidos por lo que Leslie Sklair llamase “la cultura-ideología del consumismo” (Sklair 1991:41). La apropiación del producto de consumo es siempre en última instancia individual, local y localizada. Como dice George Yúdice, si la ciudadanía debe definirse fundamentalmente en términos de participación, pero si la participación no puede hoy definirse fuera del marco de la ideología consumista, entonces ciudadanía y consumo de bienes, ya materiales o fantasmáticos, están vinculadas.

Esos parámetros presuponen que la sociedad civil no puede entenderse hoy fuera de las condiciones globales, económicas y tecnológicas, que contribuyen a la producción de nuestra experiencia o que la coproducen. Para Yúdice, esas condiciones globales serían de hecho productoras fundamentales de experiencia.

En sus palabras, las teorías acerca de la sociedad civil basadas en experiencias de lucha de movimientos sociales contra el estado o a pesar del estado, que capturaron la imaginación de los teóricos político-sociales en los años ochenta, han tenido que repensar el concepto de sociedad civil como espacio aparte. Cada vez más hay hoy una orientación hacia el entendimiento de las luchas políticas y culturales como procesos que tienen lugar en los canales abiertos por el estado y el capital. (Yúdice: 8) 

Arjun Appadurai establece una argumentación similar respecto a la sociedad civil al describir las condiciones bajo las que ocurren los flujos globales en el presente como producidas por “ciertas disyunciones fundamentales entre la economía, la cultura y la política” Para Appadurai, “[los procesos] culturales globales de hoy son productos del conflicto mutuo e infinitamente variado entre la mismidad [homogeneización] y la diferencia [heterogeneización] en un escenario caracterizado por disyunciones radicales entre diferentes tipos de flujos globales y los paisajes inciertos creados en y por tales disyunciones” (Appadurai 1993: 287).

Las “disyunciones radicales” de  Appadurai desarticulan y rearticulan actores sociales en maneras impredecibles y por lo tanto incontrolables (de formas “radicalmente dependientes del contexto,” como añade Appadurai con cierto eufemismo [292]). Así son, hoy, proveedores de experiencia y no sus objetos. Si, como dice Yúdice, la cultura-ideología del consumismo es responsable en última instancia, en el sistema global, por la forma de articulación misma de reivindicaciones sociales y políticas de oposición, en otras palabras, si la globalidad consumista no sólo circunscribe absolutamente, sino que hasta produce la resistencia a sí misma como una posibilidad más de consumo, o si “las disyunciones fundamentales entre economía, cultura y política” son responsables por una administración global de la experiencia que ninguna agencia social puede controlar y ninguna esfera pública contener, entonces parecería que los intelectuales, junto con los demás trabajadores en la esfera ideológico-cultural, están forzados a ser poco más que los facilitadores de una integración más o menos suave del sistema global a sus propias condiciones de aparición.

No hay praxis ideológico-cultural que no esté siempre de antemano determinada por los movimientos del capital transnacional, es decir, todos somos factores del sistema global, incluso si y cuando nuestras acciones se autoentienden como acciones desistematizadoras.

La ideología, por lo tanto, en cierto sentido fuerte, siguiendo el movimiento del capital, ya no está producida por una clase social dada como forma de establecer su hegemonía; ni siquiera debe ser entendida como el instrumento de formaciones hegemónicas transclasistas, sino que ha venido a funcionar, inesperadamente, a través de las brechas, fisuras y disyunciones del sistema global, como el suelo sobre el cual la reproducción social distribuye y redistribuye una miríada de posiciones de sujeto constantemente sobredeterminadas y constantemente cambiantes.

Bajo esas condiciones, hasta la noción gramsciana del intelectual orgánico progresista como alguien con “un vínculo directo con luchas anti-imperialistas y anticapitalistas” parecería ser un producto ideológicamente envasado para el consumo subalterno. La “nueva generación” de potenciales intelectuales orgánicos a la que se refieren Petras y Morley tendrá un duro trabajo por delante (Petras/Morley 1990:156). Si no hay tendencialmente exterior alguno concebible o afuera del sistema global, entonces todas nuestras acciones parecerían condenadas a hacerlo más fuerte. El discurso llamado de oposición corre el riesgo más desafortunado de todos: el de permanecer ciego a sus propias condiciones de producción como una clase más de discurso sistémico o intrasistémico.

Por otro lado, ¿qué conseguiría la visión lúcida? En otras palabras, ¿de qué sirve la metacrítica de la actividad intelectual si esa misma metacrítica está destinada a ser absorbida por el aparato cuyo funcionamiento debería entorpecer?; ¿si incluso la buscada singularidad metacrítica de nuestros discursos, ya sea pensada en términos conceptuales o en términos de estilo, de voz o de afecto, va a ser incesantemente reabsorbida por el marco que le da lugar, produciendo el lugar de su expresión?

Tal sospecha puede sólo ser nueva en términos de su articulación concreta. Muchos teóricos contemporáneos han hecho observaciones similares, todos ellos desde una genealogía hegeliana: Louis Althusser al hablar del aparato ideológico del estado, y Fredric Jameson al hacerlo del capital en su tercer estadio, y su discurso no es tan drásticamente diferente en este aspecto de los parámetros cuasitotalizantes de Jacques Lacan en referencia al inconsciente, de Martin Heidegger y Jacques Derrida sobre la ontoteología occidental o la era de la tecnología planetaria, o de Michel Foucault a propósito de la fuerza radicalmente constituyente de los entramados de poder/conocimiento.

Todos estos pensadores llegan al lado lejano de su pensamiento abriendo en él, por lo general de forma bien ambigua, la posibilidad de un pensamiento del afuera que, en cuanto tal, se convierte en región redentora o salvífica. Tal posibilidad parece ser de hecho un imperativo del pensamiento occidental, o incluso el sitio esencial de su constitución: una disyunción inefable en su origen, o la traza de lo mesiánico en él, que Derrida pensó recientemente en su libro sobre Marx, como un nombre otro de la deconstrucción (Derrida 1994: 28).

Tal traza mesiánica, que aparece en el pensamiento contemporáneo como necesidad compulsiva de encontrar la posibilidad de un afuera del sistema global, un punto de articulación que permita el sueño de un discurso extrasistémico, ha venido expresándose, desde la dialéctica hegeliana, como el poder mismo de la instancia metacrítica o autorreflexiva del aparato de pensamiento.

Si es verdad, por un lado, que la metacrítica siempre será reabsorbida por el sistema que la genera o que abre su posibilidad, parecería ser también verdad entonces que, en algún lugar, en alguna región de inefabilidad o ambigüedad máxima, la metacrítica pudiera estropear la máquina de reabsorción, inutilizándola o paralizándola por más que temporalmente. Tal es, quizás, el sueño utópico del pensamiento occidental en la era de la reproducción mecánica.

Pero la era de la reproducción mecánica, la era del sistema global y de la tecnologización planetaria de la experiencia, es también la era en la que la pregunta sobre si hay o no algo otro que un pensamiento que debe ser llamado “occidental” encuentra nueva legitimidad. La pregunta en sí viene del pensamiento occidental mismo, pues sólo él está suficientemente naturalizado en el sistema global como para poder soñar legítimamente, por así decirlo, con una singularización alternativa del pensar.

Pero es una pregunta especial, puesto que en ella el pensamiento occidental quiere encontrar el fin de sí mismo como forma de respuesta a sí mismo. Tal fin no tendría necesariamente que hallarse en espacios geopolíticos no-occidentales. Bastaría de hecho encontrarlo internamente, tal vez como un pliegue en la pregunta misma por el fin.

El “fin del pensamiento” fue anunciado paradójicamente por Theodor Adorno como consecuencia de la victoria históricamente irreprimible de la razón instrumental. La negación radical de la negatividad misma, entendiéndose la última como fuerza de alienación, era para Adorno el motor de un pensamiento que, una vez puesto en marcha, no podría pararse antes de llegar a negar la posibilidad misma del pensamiento crítico como negación de negatividad siempre insuficiente, siempre bajo el riesgo de una reificación positiva de su impulso de negación.

Pero el melancólico abandono de la esperanza en Adorno ante lo que entendía como el error fundamental pero también fundamentalmente inevitable de la totalidad, que es también la total alienación, podría todavía encontrar redención en un contramovimiento utópico siempre recesivo con respecto del error de totalidad en la medida en que tal contramovimiento pueda ser imaginado, aunque quizás nunca articulado.

Martín Hopenhayn ha mostrado hasta qué punto el pesimismo adorniano estaba determinado por su localización metropolitana, y por su internalización más o menos inconsciente de una perspectiva histórica naturalizada como universal.

Hopenhayn sostiene que es perfectamente posible hoy, y hasta necesario, desde la perspectiva de los nuevos movimientos sociales latinoamericanos y de otras prácticas de oposición emergentes, entender y usar la fuerza plena de un pensamiento de la negatividad inspirado en la teoría crítica y orientado contra el sistema global como totalidad errada; y al mismo tiempo usar tal conocimiento adquirido a favor de la afirmación concreta “de aquello que niega el todo (intersticial, periférico)” (Hopenhayn 1994: 155).

Este sería un pensamiento de la disyunción histórica, para la que concebir una relación estrictamente dialéctica entre la negación y la afirmación puede no ser apropiado. Supuesto que los “chispazos de intersticios” (Ibid., 155) no venzan o incendien la globalidad, pueden todavía pensarse espacios de coexistencia, pliegues en el sistema global en los que una cierta no-interioridad con respecto de lo total emerja como región de una libertad concreta y posible, aunque sometida a restricciones: la negación no libera de lo negado —el orden general—, sino que sólo reconoce espacios en que ese orden es resistido.

No hay, desde esta perspectiva, cooptación absoluta por parte de la razón dominante, pero tampoco hay un proceso de rebasamiento de dicha razón por parte de las lógicas contra-hegemónicas, siempre confinadas a micro-espacios. De manera que esta función crítica del saber social se sitúa a mitad de camino. […] ni expansión de lo contra-hegemónico […] ni clausura total del mundo por el orden dominante (Ibid., 155)

Los espacios intersticiales o periféricos de Hopenhayn son espacios disyuntivos, de los cuales se afirma que guardan la posibilidad de una singularización del pensar más allá de la negatividad.

Comparten con el pensamiento negativo la noción de que no hay clausura histórica en la medida en que la historicidad de cualquier sistema pueda todavía ser entendida como historicidad, esto es, en la medida en que pueda imaginarse una historicidad diferente.

Pero estos espacios intersticiales no quedan diferidos, como lo habrían sido para Adorno, al improbable y siempre más tenuemente percibible futuro de la redención utópica, sino que han de encontrarse en presentes alternativos, en la temporalidad diferencial de otras localizaciones espacio-culturales. Hopenhayn cita una frase de Adorno que podría definir el aspecto de negatividad del nuevo pensar de lo singular: “sólo es capaz de seguir el automovimiento del objeto aquel que no está totalmente arrastrado por ese movimiento” (Ibid., 133).

Beatriz Sarlo abre sus Escenas de la vida posmoderna con una frase similar: “lo dado es la condición de una acción futura, no su límite” (Sarlo 1994:10). Pero la negatividad del pensar de lo singular, en la medida en que remite formalmente a lo singular como límite condicionante de una práctica crítica, no precisa avanzar en cuanto tal hacia sustancializaciones positivas o reificables.

La negación no libera de lo negado —el orden general—, sino que sólo reconoce espacios donde ese orden es resistido. Si el Latinoamericanismo pudiera encontrar en la negatividad una posibilidad de constatación de conocimientos o enunciaciones alternativas, no sería todavía un pensamiento de lo singular, pero se habría abierto al acontecimiento que lo anuncia y, de este modo, a la posibilidad de una no-interioridad respecto de lo global.

En el Latinoamericanismo, por lo tanto, entraría en operación un fin del pensamiento que es también su meta postulada: la preservación y efectuamiento de una singularidad latinoamericana capaz de entorpecer la clausura total del mundo por el orden dominante.

4. El Neo-Latinoamericanismo y su otro

No estamos todavía fuera de la región definida por lo que Jameson llamara la “paradoja temporal” de la posmodernidad, que, al pensarse a escala global, adopta también carácter espacial. En su primera formulación, la paradoja es “la equivalencia entre un ritmo de cambio sin paralelo a todos los niveles de la vida social y una estandarización sin paralelo de todo —de los sentimientos junto con los bienes de consumo, del lenguaje además del espacio construido— que parecería incompatible con tal mutabilidad”. (Jameson 1994:15).

Si el Latinoamericanismo pudo en algún momento pensarse a sí mismo como la serie o suma total de representaciones comprometidas preservadoras, aunque de manera tensa o contradictoria, de una idea de Latinoamérica como repositorio de una diferencia cultural sustancial y susceptible de resistir la asimilación por la modernidad eurocéntrica, para Jameson tal empresa estaría hoy privada o vacía de verdad social.

El avance del capitalismo global y del modo de producción contemporáneo ha reducido de forma drástica la presencia en Latinoamérica de una contramodernidad que se habría, al menos tendencialmente, “desvanecido de la realidad del previo Tercer mundo o de las sociedades colonizadas” (Ibid., 20).

El énfasis latinoamericanista en diferencia cultural debería hoy entenderse de otra forma: ya no como preservativo, sino como identificatorio. En esa medida constituiría una práctica neotradicional, asociada a las políticas de identidad, y se presentaría, también en palabras de Jameson, como “una opción política colectiva y deliberada, en una situación en la que poco permanece de un pasado que debe ser completamente reinventado” (Ibid.).

Esta variante particular del constructivismo epistémico moderno, que desde luego provee a los estudios de área históricamente constituidos de una posibilidad poderosa de resistencia o revivificación, se da en relación paradójica con la función que la modernidad entiende como propia del intelectual, que es crítica y desmitificatoria.

En opinión de Jameson, el intelectual moderno “es una figura que ha parecido presuponer la omnipresencia del Error, definido en varias maneras como superstición, mistificación, ignorancia, ideología de clase, e idealismo filosófico (o metafísica), de tal manera que remover tal error mediante operaciones de desmitificación deja un espacio en el que la ansiedad terapéutica va mano a mano con una autoconciencia y reflexividad intensificadas, si no de hecho con la Verdad misma” (Ibid., 12-13).

El latinoamericanista tradicional, a través de su apelación constitutiva a la función integrativa de su conocimiento particular en el conocimiento universalista y emancipatorio, preservaba la diferencia como diferencia histórica y tomaba al mismo tiempo distancia con respecto de tal diferencia en la función crítica de la razón.

El riesgo del neolatinoamericanista es invertirse meramente en una producción neotradicional de diferencia que ya no podrá ser interpretada como poseedora de carácter desmitificatorio. Lo contramoderno residual latinoamericano, en la medida en que todavía existe y es invocado como existente en la producción simbólica del periodismo, el cine, o el discurso académico, por ejemplo, es hoy frecuentemente no más que un pretexto voluntaria y voluntariosamente construido mediante el cual la postmodernidad global se narra a sí misma mediante el desvío de una supuesta heterogeneidad regional, que no es sino la contrapartida dialéctica de la estandarización universal, la instancia necesaria para que lo último pueda constituirse en toda su radicalidad.

Si el recuento por Catherine Manegold de la historia de Jennifer Harbury tiene poder revelatorio, es porque muestra la estructura profunda de tal construccionismo epistémico. Si tal poder es fundamentalmente reactivo, es porque refuerza el construccionismo más de lo que intenta modificarlo o contrariarlo.

El segundo Latinoamericanismo debe pues ser cuidadosamente distinguido de tal neoconstruccionismo positivista. La principal función de un Latinoamericanismo segundo, negativo, antirrepresentacional y crítico, es entorpecer el progreso tendencial de la representación epistémica hacia la articulación total.

El segundo Latinoamericanismo debe concebirse como performatividad epistémica contingente, surgida de la brecha temporal entre sociedad disciplinaria y sociedad de control. El segundo latinoamericanismo se entiende a sí mismo como práctica epistémica en solidaridad crítica con lo que quiera que en las sociedades latinoamericanas pueda aún permanecer en una posición de exterioridad vestigial o residual, es decir, con lo que quiera que rehusa activamente interiorizar su subalternización respecto del sistema global.

De hecho, este segundo Latinoamericanismo emerge como oportunidad a través de la toma metacrítica de conciencia de que el Latinoamericanismo histórico ha llegado a su productividad final con el fin del paradigma de regla disciplinaria que entendía el progreso del conocimiento como búsqueda panóptica y captura de “posiciones, puntos fijos, identidades.”

Pero no podría mantenerse en su fuerza crítica si acepta como su nueva misión histórica ocuparse en la sustitución de la vieja diferencia histórico-identitaria por una diferencia basada en el simulacro o repetición de la anterior. La solidaridad con lo singular pide, no su reconstrucción en diferencia positiva, sino cabalmente una apertura sin cierre a procesos de negación epistémica respecto de los saberes identitarios que son productos de la configuración disciplinaria o de su reconstitución como control.

El Latinoamericanismo históricamente constituido busca su reformulación al servicio del nuevo paradigma de dominación, la acumulación flexible, el capitalismo global, a través de un constructivismo (“no hay identidades, sólo identificaciones”) que homogeneiza la diferencia en el mismo proceso de interpelarla como tal. Esta construcción de neo-diferencia es nada más que un rodeo pos-sociedad civil hacia la meta de subsunción universal de las prácticas de vida en el estándar global.

Tal nuevo avatar del Latinoamericanismo, el Neolatinoamericanismo, cuya genealogía directa es el Latinoamericanismo histórico, aparece hoy como el verdadero enemigo del pensamiento crítico y de cualquier posibilidad de acción contrahegemónica desde la institución académica.

Contra el Neolatinoamericanismo, entonces, como su negación y su posibilidad secreta, otro Latinoamericanismo, cuya posibilidad mora en la brecha abierta entre la ruptura de la epistémica disciplinaria (y su constante recurso a “posiciones, puntos fijos, identidades”) y su reformulación como epistémica de control (y su recurso a “lo cualquiera” como el molde infinitamente contingente para una identidad que no puede ir nunca más allá de tal molde, y debe por lo tanto producirse continuamente como simulacro y repetición).

Entre disciplina y control, pues, la performatividad siempre contingente de un pensar negativo de lo singular latinoamericano, contra cualquier tipo de disciplina y control. Tal Latinoamericanismo sólo puede anunciarse ahora, en vista del carácter programático de este ensayo.

Su límite, que es también por lo tanto la condición de su acción futura, en la frase de Sarlo, puede estar dado en la noción de entorpecimiento de la clausura total del mundo por el orden dominante. Pero su peligro es el neoconstructivismo epistémico localizado en la noción de producción neolatinoamericanista de diferencias identificatorias, que responden al nuevo régimen de control.

No parece posible encontrar la manera en que el Latinoamericanismo pueda ofrecer nada sino una heterogeneidad construida al intentar formular lo singular latinoamericano: en otras palabras, lo singular latinoamericano, al ser sometido a interpelación latinoamericanista, no puede sino convertirse en singular latinoamericanista.

Por esa misma razón, sin embargo, la apertura radical a la heterogeneidad extradisciplinaria a través del trabajo o del destrabajo de la negación se ofrece como la marca de este Latinoamericanismo crítico y antirrepresentacional, que la autorreflexividad sólo prepara.

5. Coda

El relato de Catherine Manegold tiene un subtexto neorracista. La precisa definición del neorracismo que da Etienne Balibar permite entenderlo como la contrapartida reactiva al imaginario inmigrante de Vicente Rafael. Balibar menciona explícitamente la inmigración, “como sustituto de la noción de raza y disolvente de la ‘conciencia de clase,’ como la primera pista para el entendimiento del neorracismo transnacional contemporáneo” (Balibar 1991:20).

El neorracismo es la contrapartida siniestra de la política cultural de la diferencia que los grupos subalternos generalmente utilizan hoy como bandera emancipatoria. El neorracismo es así, de hecho, la imagen especular de la política de la identidad, una especie de política de identidad de lo dominante, cuyo resultado específico es un racismo diferencialista, en la medida en que pide simplemente preservar su propia diferencia con respecto de la de los grupos subalternos.

Según Balibar el racismo diferencialista “es un racismo cuyo tema dominante no es la herencia biológica sino la irreducibilidad de las diferencias culturales, un racismo que, a primera vista, no postula la superioridad de ciertos grupos en relación a otros, sino ‘sólo’ lo dañino de abolir fronteras, la incompatibilidad de estilos de vida y tradiciones” (Ibid., 21).

La ridiculización a la que Manegold somete la historia de Harbury al colocarla bajo el signo del orientalismo del corazón o del tercermundismo romántico promueve la necesidad de separación cultural basada en diferencias. El segundo Latinoamericanismo se orienta contra el fundamento culturalista del neorracismo. Si, como dice Balibar, “el racismo diferencialista es un metarracismo, o un racismo de segunda posición,” entonces el segundo Latinoamericanismo es también un Metalatinoamericanismo que ha entendido los peligros culturalistas del Neolatinoamericanismo y su cooptación de la diferencia.

No es, por lo tanto, la imagen especular del neorracismo, sino que rehusa enfrentarse políticamente a él como su mera negación en contrapartida dialógica o agonística. Su relación es de antagonismo: contra el suelo culturalista del neorracismo y contra su agónica derivación bienpensante en el Neolatinoamericanismo, puede entenderse dentro de la mirada de una comunidad global alternativa.

BIBLIOGRAFÍA

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La potencialidad de los límites: la crisis del marxismo y sus derivas contemporáneas

Nombre del Profesor: Dr. Martín Cortés / Dra. Mariana de Gainza

Área temática sugerida: Teoría política / teoría social

1. Fundamentación (específica de la propuesta y relevancia en relación con el programa de doctorado)

El fracaso de una dialéctica de la historia que afirmaba, en sus versiones más programáticas, la necesidad ineluctable del movimiento de emancipación de la humanidad, se asoció con las derrotas de los movimientos revolucionarios del siglo de XX y, más específicamente, con la frustración de las esperanzas depositadas en los llamados a “socialismos reales”.

Desde aquella especie de “refutación fáctica” de los postulados que suponían la inevitabilidad del fin de la injusticia y de la desigualdad, los esfuerzos de una parte considerable de la filosofía política contemporánea (identificada con las aspiraciones de emancipación social y política que el marxismo supo expresar), se esforzaron en la renovación del pensamiento político desde un repertorio ampliado de referencias teóricas.

En ese sentido, la llamada “crisis del marxismo” supuso, en los años setenta, una potente revisión de numerosos tópicos de la tradición socialista, al menos en cuatro sentidos.

En primer lugar, de cara a un capitalismo que giraba hacia su forma neoliberal y un “socialismo” cada vez más cuestionado, se producía el quebranto de la confianza histórica en la realización del socialismo: la crítica benjaminiana a la certeza de los socialistas de “nadar a favor de la corriente” tomaba una consistencia inapelable.

En segundo lugar, las décadas de Estado de Bienestar y la evidente omnipresencia del Estado en la Unión Soviética interrogaban directamente a la teoría política: ¿podía seguir planteándose la idea de la “desaparición del Estado y de lapolítica” en la sociedad comunista? ¿Podía una teoría de la transición al socialismoseguir basándose en los escritos de Marx acerca del episodio de la Comuna de París?¿Qué consideración acerca de la democracia –aún en su faceta más formal- debíaincorporar la construcción de la sociedad comunista?

En tercer lugar, surgía unapregunta por el sujeto de la transformación social a partir del descentramiento de los Partidos Comunistas como ejes de articulación de la política de los sectores subalternos.Éste se explicaba en parte por el surgimiento de múltiples expresiones de protesta y organización irreductibles a los conflictos de clase: movimientos ecologistas, feministas, étnicos, etc.

Finalmente, las derivas trágicas de la experiencia soviética recolocaban en el centro de la escena las preguntas éticas sobre la violencia política y las libertades en contextos de transformación social, no sólo procurando comprender elproceso histórico efectivamente acaecido, sino también interrogando la validez mismade la idea de revolución.

Esta serie de problemas empujaron a una renovación del pensamiento político, histórico y filosófico, que suscitó creativas revisiones de la obra de Marx y del conjunto de la tradición marxista. Vista desde el presente, la “crisis del marxismo” se revela como ocasión de una intensa revitalización de la crítica, que nos permite entonces reconocer que cuando la teoría y la práctica se muestran capaces de enfrentar sus límites, se abren necesariamente nuevas posibilidades de experimentación.

Posibilidades que aún permanecen vigentes, y que encuentran un contexto particularmente favorable para su exploración en la América Latina de hoy, donde sujetos sociales complejos y novedosos encabezan procesos políticos y cambios institucionales que reinstalan los dilemas de la transformación social.

2. Objetivos

1. Realizar una lectura en profundidad de los textos que protagonizaron la denominada “crisis del marxismo” de los años 70, interpretándolos como un material imprescindible para abordar los desafíos contemporáneos del pensamiento social y político.

2. Contextualizar históricamente y analizar las reflexiones contenidas en una serie precisa de discusiones filosófico-políticas que giraron en torno a la potencialidad crítica del pensamiento de Marx. Las reflexiones en las que enfocaremos el seminario incluyen el trabajo de autores muy diversos, pero que consideramos también como decisivos para las derivas del pensamiento contemporáneo: L. Althusser, P. Macherey, E. Balibar, G. Deleuze, A. Negri, J. Aricó, O. del Barco, Alvaro García Linera y E. Laclau.

3. Trabajar el sentido específico de la investigación teórica, pensado según una relación reflexiva y creativa con la historia a partir de los problemas del mundo contemporáneo que este curso indagará: la historicidad de lo social, la instancia del sujeto, la relación entre Estado y política y, finalmente, los dilemas éticos que implica la idea de revolución.

4. Estimular la articulación de problemas de las áreas de filosofía, epistemología, teoría social y teoría política que trabajan en el campo de las ciencias sociales.

3. Contenidos (divididos en unidades temáticas)

Unidad 1. Adorno y Althusser. Lecturas de Marx frente a la crisis

Tensiones del marxismo en los sesenta y setenta. ¿Qué dialéctica para la crisis de la modernidad? Coyuntura, sobredeterminación y materialismo: leer a Marx más allá de la filosofía de la historia.

Unidad 2 Debates del marxismo italiano

Bobbio y la teoría política del socialismo. La Scuola di Bari, el retorno a Gramsci y el debate sobre la relación entre socialismo y democracia. La autonomía de lo político en el marxismo. Toni Negri y la autonomía obrera.

Unidad 3 El debate latinoamericano

El exilio en México y los debates sobre estrategia y teoría política del marxismo. Crítica de la filosofía de la historia y problema nacional. Razón, Estado, democracia, socialismo. Marx, Gramsci y Althusser leídos desde la derrota.

Unidad 4 Derivas contemporáneas

Materialismo, contingencia, temporalidades múltiples: la reconsideración del proceso histórico, entre la dialéctica y la inmanencia. Encuentros y desencuentros: crítica del eurocentrismo y perspectiva latinoamericana. Tensiones creativas. Discurso, política e ideología. Populismo, agonismo, y redefiniciones de la idea de democracia, entre Laclau, Balibar y García Linera.

4. Metodología de trabajo

Las exposiciones introductorias estarán a cargo de los titulares del seminario, que permitirán, en la segunda parte de cada encuentro, desarrollar una discusión entre los asistentes. El cronograma de los textos y los ejes de discusión de cada clase serán ofrecidos al comienzo del curso.

5. Evaluación

Para la aprobación del seminario se solicitará la redacción de un ensayo monográfico final, que podrá consistir tanto en el desarrollo de algún núcleo problemático específico o en la interpretación y el análisis de alguno/s de los autor/es trabajado/s en el curso. La idea general de estos trabajos es que puedan servir para el desarrollo de los temas de tesis de los proyectos de doctorado de cada uno de los participantes.

6. Bibliografía (obligatoria para los estudiantes y de referencia)

Bibliografía del seminario

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Althusser, Louis [1963-1978] (2008) La soledad de Maquiavelo. Madrid, Akal.

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García Linera, Álvaro (2013) Democracia, Estado, Nación. La Paz, Vicepresidencia del Estado Plurinacional

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I Sujetos de Sexo, Género, Deseo. El género en disputa de Judith Butler

No se nace mujer: llega una a serlo. SIMONE DE Bouvoir

Estrictamente hablando, no puede decirse que existan las «mujeres». JULIA KRISTEVA

La mujer no tiene un sexo. LUCE IRlGARAY

El despliegue de la sexualidad (…)  estableció esta noción de sexo. MICHEL FOUCAULT

La categoría del sexo es la categoría política que crea a la sociedad como heterosexual. MONIQUE WITTIG

LAS «MUJERES» COMO SUJETO DEL FEMINISMO

En su mayoría, la teoría feminista ha asumido que existe cierta identidad, entendida mediante la categoría de las mujeres, que no sólo introduce los intereses y los objetivos feministas dentro del discurso, sino que se convierte en el sujeto para el cual se procura la representación política. Pero política y representación son términos que suscitan opiniones contrapuestas. Por un lado, representación funciona como término operativo dentro de un procedimiento político que pretende ampliar la visibilidad y la legitimidad hacia las mujeres como sujetos políticos; por otro, la representación es la función normativa de un lenguaje que, al parecer, muestra o distorsiona lo que se considera verdadero acerca de la categoría de las mujeres.

Para la teoría feminista, el desarrollo de un lenguaje que represente de manera adecuada y completa a las mujeres ha sido necesario para promover su visibilidad política. Evidentemente, esto ha sido de gran importancia, teniendo en cuenta la situación cultural subsistente, en la que la vida de las mujeres se representaba inadecuadamente o no se representaba en absoluto.

Recientemente, esta concepción dominante sobre la relación entre teoría feminista y política se ha puesto en tela de juicio desde dentro del discurso feminista. El tema de las mujeres ya no se ve en términos estables o constantes.

Hay numerosas obras que cuestionan la viabilidad del «sujeto» como el candidato principal de la representación o, incluso, de la liberación, pero además hay muy poco acuerdo acerca de qué es, o debería ser, la categoría de las mujeres. Los campos de «representación» lingüística y política definieron con anterioridad el criterio mediante el cual se originan los sujetos mismos, y la consecuencia es que la representación se extiende únicamente a lo que puede reconocerse como un sujeto. Dicho de otra forma, deben cumplirse los requisitos para ser un sujeto antes de que pueda extenderse la representación.

Foucault afirma que los sistemas jurídicos de poder producen a los sujetos a los que más tarde representan. Las nociones jurídicas de poder parecen regular la esfera política únicamente en términos negativos, es decir, mediante la limitación, la prohibición, la reglamentación, el control y hasta la «protección» de las personas vinculadas a esa estructura política a través de la operación contingente y retractable de la elección.

No obstante, los sujetos regulados por esas estructuras, en virtud de que están sujetos a ellas, se constituyen, se definen y se reproducen de acuerdo con las imposiciones de dichas estructuras. Si este análisis es correcto, entonces la formación jurídica del lenguaje y de la política que presenta a las mujeres como «el sujeto» del feminismo es, de por sí, una formación discursiva y el resultado de una versión especifica de la política de representación.

Así, el sujeto feminista está discursivamente formado por la misma estructura política que, supuestamente, permitirá su emancipación. Esto se convierte en una cuestión políticamente problemática si se puede demostrar que ese sistema crea sujetos con género que se sitúan sobre un eje diferencial de dominación o sujetos que, supuestamente, son masculinos. En tales casos, recurrir sin ambages a ese sistema para la emancipación de las «mujeres» será abiertamente contraproducente.

El problema del «sujeto» es fundamental para la política, y concretamente para la política feminista, porque los sujetos jurídicos siempre se construyen mediante ciertas prácticas excluyentes que, una vez determinada la estructura jurídica de la política, no «se perciben». En definitiva, la construcción política del sujeto se realiza con algunos objetivos legitimadores y excluyentes, y estas operaciones políticas se esconden y naturalizan mediante un análisis político en el que se basan las estructuras jurídicas.

El poder jurídico «produce» irremediablemente lo que afirma sólo representar; así, la política debe preocuparse por esta doble función del poder: la jurídica y la productiva. De hecho, la ley produce y posteriormente esconde la noción de «un sujeto anterior a la ley»” para apelar a esa formación discursiva como una premisa fundacional naturalizada que posteriormente legitima la hegemonía reguladora de esa misma ley.

No basta con investigar de qué forme las mujeres pueden estar representadas de manera más precisa en el lenguaje y la política. La crítica feminista también debería comprender que las mismas estructuras de poder mediante las cuales se pretende la emancipación crean y limitan la categoría de «las mujeres», sujeto del feminismo.

En efecto, la cuestión de las mujeres como sujeto del feminismo plantea la posibilidad de que no haya un sujeto que exista «antes» de la ley, esperando la representación en y por esta ley. Quizás el sujeto y la invocación de un «antes» temporal sean creados por la ley como un fundamento ficticio de su propia afirmación de legitimidad.

La hipótesis prevaleciente de la integridad ontológica del sujeto antes de la ley debe ser entendida como el vestigio contemporáneo de la hipótesis del estado de naturaleza, esa fábula fundacionista que sienta las bases de las estructuras jurídicas del liberalismo clásico.

La invocación performativa de un «antes» no histórico se convierte en la premisa fundacional que asegura una ontología presocial de individuos que aceptan libremente ser gobernados y, con ello, forman la legitimidad del contrato social.

Sin embargo, aparte de las ficciones fundacionistas que respaldan la noción del sujeto, está el problema político con el que se enfrenta el feminismo en la presunción de que el término “mujeres” indica una identidad común. En lugar de un significante estable que reclama la aprobación de aquellas a quienes pretende describir y representar, mujeres (incluso en plural) se ha convertido en un término problemático, un lugar de refutación, un motivo de angustia.

Como sugiere el título de Denise Riley, Am I that Name? [¿Soy yo ese nombre], es una pregunta motivada por los posibles significados múltiples del nombre.[1] Si una «es» una mujer, es evidente que eso no es todo lo que una es; el concepto no es exhaustivo, no porque una «persona» con un género predeterminado sobrepase los atributos específicos de su género, sino porque el género no siempre se constituye de forma coherente o consistente en contextos históricos distintos, y porque se entrecruza con modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales y regionales de identidades discursivamente constituidas. Así, es imposible separar el «género» de las intersecciones políticas y culturales en las que constantemente se produce y se mantiene.

La creencia política de que debe haber una base universal para el feminismo, y de que puede fundarse en una identidad que aparentemente existe en todas las culturas, a menudo va unida a la idea de que la opresión de las mujeres posee alguna forma específica reconocible dentro de la estructura universal o hegemónica del patriarcado o de la dominación masculina.

La idea de un patriarcado universal ha recibido numerosas críticas en años recientes porque no tiene en cuenta el funcionamiento de la opresión de género en los contextos culturales concretos en los que se produce.

Una vez examinados esos contextos diversos en el marco de dichas teorías, se han encontrado «ejemplos» o «ilustraciones» de un principio universal que se asume desde el principio. Esa manera de hacer teoría feminista ha sido cuestionada porque intenta colonizar y apropiarse de las culturas no occidentales para respaldar ideas de dominación muy occidentales, y también porque tiene tendencia a construir un «Tercer Mundo» o incluso un «Oriente», donde la opresión de género es sutilmente considerada como sintomática de una barbarie esencial, no occidental.

La urgencia del feminismo por determinar el carácter universal del patriarcado -con el objetivo de reforzar la idea de que las propias reivindicaciones del feminismo son representativas- ha provocado, en algunas ocasiones, que se busque un atajo hacia

una universalidad categórica o ficticia de la estructura de dominación, que por lo visto origina la experiencia de subyugación habitual de las mujeres.

Si bien la afirmación de un patriarcado universal ha perdido credibilidad, la noción de un concepto generalmente compartido de las «mujeres», la conclusión de aquel marco, ha sido mucho más difícil de derribar. Desde luego, ha habido numerosos debates al respecto.

¿Comparten las «mujeres» algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las «mujeres» comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Existe una especificidad en las culturas de las mujeres que no dependa de su subordinación por parte de las culturas masculinistas hegemónicas? ¿Están siempre contraindicadas la especificidad y la integridad de las prácticas culturales o lingüísticas de las mujeres y, por tanto, dentro de los límites de alguna formación cultural más dominante? ¿Hay una región de lo «específicamente femenino», que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las «mujeres» no marcada y, por consiguiente, supuesta?

La oposición binaria masculino/femenino no sólo es el marco exclusivo en el que puede aceptarse esa especificidad, sino que de cualquier otra forma la «especificidad» de lo femenino, una vez más, se descontextualiza completamente y se aleja analítica y políticamente de la constitución de clase, raza, etnia y otros ejes de relaciones de poder que conforman la “identidad” y hacen que la noción concreta de identidad sea errónea.”[2]

Mi intención aquí es argüir que las limitaciones del discurso de representación en el que participa el sujeto del feminismo socavan sus supuestas universalidad y unidad.  De hecho, la reiteración prematura en un sujeto estable del feminismo -entendido como una categoría inconsútil de mujeres- provoca inevitablemente un gran rechazo para admitir la categoría. Estos campos de exclusión ponen de manifiesto las consecuencias coercitivas y reguladoras de esa construcción, aunque ésta se haya llevado a cabo con objetivos de emancipación.

En realidad, la división en el seno del feminismo y la oposición paradójica a él por parte de las «mujeres» a quienes dice representar muestran los límites necesarios de las políticas de identidad. La noción de que el feminismo puede encontrar una representación más extensa de un sujeto que el mismo feminismo construye tiene como consecuencia irónica que los objetivos feministas podrían frustrarse si no tienen en cuenta los poderes constitutivos de lo que afirman representar.

Este problema se agrava si se recurre a la categoría de la mujer sólo con finalidad «estratégica», porque las estrategias siempre tienen significados que sobrepasan los objetivos para los que fueron creadas.

En este caso, la exclusión en sí puede definirse como un significado no intencional pero con consecuencias, pues cuando se amolda a la exigencia de la política de representación de que el feminismo plantee un sujeto estable, ese feminismo se arriesga a que se lo acuse de tergiversaciones inexcusables.

Por lo tanto, es obvio que la labor política no es rechazar la política de representación, lo cual tampoco sería posible.

Las estructuras jurídicas del lenguaje y de la política crean el campo actual de poder; no hay ninguna posición fuera de este campo, sino sólo una genealogía crítica de sus propias acciones legitimadoras. Como tal, el punto de partida crítico es el presente histórico, como afirmó Marx. Y la tarea consiste en elaborar, dentro de este marco constituido, una crítica de las categorías de identidad que generan, naturalizan e inmovilizan las estructuras jurídicas actuales.

Quizás haya una oportunidad en esta coyuntura de la política cultural (época que algunos denominarían posfeminista) para pensar, desde una perspectiva feminista, sobre la necesidad de construir un sujeto del feminismo.

Dentro de la práctica política feminista, parece necesario replantearse de manera radical las construcciones ontológicas de la identidad para plantear una política representativa que pueda renovar el feminismo sobre otras bases. Por otra parte, tal vez sea el momento de formular una crítica radical que libere a la teoría feminista de la obligación de construir una base única o constante, permanentemente refutada por las posturas de identidad o de antiidentidad a las que invariablemente niega. ¿Acaso las prácticas excluyentes, que fundan la teoría feminista en una noción de «mujeres» como sujeto, debilitan paradójicamente los objetivos feministas de ampliar sus exigencias de «representación»?[3]

Quizás el problema sea todavía más grave. La construcción de la categoría de las mujeres como sujeto coherente y estable, ¿es una reglamentación y reificación involuntaria de las relaciones entre los géneros? ¿Y no contradice tal reificación los objetivos feministas? ¿En qué medida consigue la categoría de las mujeres estabilidad y coherencia  únicamente en el contexto de la matriz heterosexual?[4]

Sí una noción estable de género ya no es la premisa principal de la política feminista, quizás ahora necesitemos una nueva política feminista para combatir las reificaciones mismas de género e identidad, que sostenga que la construcción variable de la identidad es un requisito metodológico y normativo, además de una meta política.

Examinar los procedimientos políticos que originan y esconden lo que conforma las condiciones al sujeto jurídico del feminismo es exactamente la labor de una genealogía feminista de la categoría de las mujeres. A lo largo de este intento de poner en duda a las «mujeres» como el sujeto del feminismo, la aplicación no problemática de esa categoría puede tener como consecuencia que se descarte la opción de que el feminismo sea considerado una política de representación. ‘

¿Qué sentido tiene ampliar la representación hacia sujetos que se construyen a través de la exclusión de quienes no cumplen las exigencias normativas tácitas del sujeto? ¿Qué relaciones de dominación y exclusión se establecen de manera involuntaria cuando la representación se convierte en el único interés de la política? La identidad del sujeto feminista no debería ser la base de la política feminista si se asume que la formación del sujeto se produce dentro de un campo de poder que desaparece invariablemente mediante la afirmación de ese fundamento.

Tal vez, paradójicamente, se demuestre que la «representación» tendrá sentido para el feminismo únicamente cuando el sujeto de las «mujeres» no se dé por sentado en ningún aspecto.

EL ORDEN OBLIGATORIO DE SEXO/GÉNERO/DESEO

Aunque la unidad no problemática de las «mujeres» suele usarse para construir una solidaridad de identidad la diferenciación entre sexo y género plantea una fragmentación en el sujeto feminista. Originalmente con el propósito de dar respuesta a la afirmación de que «biología es destino», esa diferenciación sirve al argumento de que, con independencia de la inmanejabilidad biológica que tenga aparentemente el sexo, el género se construye culturalmente: por esa razón, el género no es el resultado causal del sexo ni tampoco es tan aparentemente rígido como el sexo. Por tanto, la unidad del sujeto ya está potencialmente refutada por la diferenciación que posibilita que el género sea una interpretación múltiple del sexo.”

Si el género es los significados culturales que acepta el cuerpo sexuado, entonces no puede afirmarse que un género únicamente sea producto de un sexo. Llevada hasta su límite lógico, la distinción sexo/género muestra una discontinuidad radical entre cuerpos sexuados y géneros culturalmente construidos.

Si por el momento presuponemos la estabilidad del sexo binario, no está claro que la construcción de «hombres» dará como resultado únicamente cuerpos masculinos o que las «mujeres» interpreten sólo cuerpos femeninos. Además, aunque los sexos parezcan ser claramente binarios en su morfología y constitución (lo que tendrá que ponerse en duda), no hay ningún motivo para creer que también los géneros seguirán siendo sólo dos.[5]

La hipótesis de un sistema binario de géneros sostiene de manera implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la cual el género refleja al sexo o, de lo contrario, está limitado por él. Cuando la condición construida del género se teoriza como algo completamente independiente del sexo, el género mismo pasa a ser un artificio ambiguo, con el resultado de que hombre y masculino pueden significar tanto un cuerpo de mujer como uno de hombre, y mujer y femenino tanto uno de hombre como uno de mujer.

Esta separación radical del sujeto con género plantea otros problemas. ¿Podemos hacer referencia a un sexo «dado» o a un género «dado» sin aclarar primero cómo se dan uno y otro y a través de qué medios? ¿Y al fin y al cabo qué es el «sexo»? ¿Es natural, anatómico, cromosómico u hormonal, y cómo puede una crítica feminista apreciar los discursos científicos que intentan establecer tales «hechos»?[6] ¿Tiene el sexo una historia?[7] ¿Tiene cada sexo una historia distinta, o varias historias?

¿Existe una historia de cómo se determinó la dualidad del sexo, una genealogía que presente las opciones binarias como una construcción variable? ¿Acaso los hechos aparentemente naturales del sexo tienen lugar discursivamente mediante diferentes discursos científicos supeditados a otros intereses políticos y sociales?

Si se refuta el carácter invariable del sexo, quizás esta construcción denominada «sexo» esté tan culturalmente construida como el género; de hecho, quizá siempre fue género, con el resultado de que la distinción entre sexo y género no existe como tal.[8]

En ese caso no tendría sentido definir el género como la interpretación cultural del sexo, si éste es ya de por sí una categoría dotada de género. No debe ser visto únicamente como la inscripción cultural del significado en un sexo pre-determinado (concepto jurídico), sino que también debe indicar el aparato mismo de producción mediante el cual se determinan los sexos en sí.

Como consecuencia, el género no es a la cultura lo que el sexo es a la naturaleza; el género también es el medio discursivo/cultural a través del cual la «naturaleza sexuada» o «un sexo natural» se forma y establece como «prediscursivo», anterior a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura.

Trataremos de nuevo esta construcción del «sexo» como lo radicalmente no construido al recordar en el capítulo 2 lo que afirman Lévi-Strauss y el estructuralismo. En esta coyuntura ya queda patente que una de las formas de asegurar de manera efectiva la estabilidad interna y el marco binario del sexo es situar la dualidad del sexo en un campo prediscursivo.

Esta producción del sexo como lo prediscursivo debe entenderse como el resultado del aparato de construcción cultural nombrado por el género. Entonces, ¿cómo debe reformularse el género para incluir las relaciones de poder que provocan el efecto de un sexo prediscursivo y esconden de esta manera ese mismo procedimiento de producción discursiva?

GÉNERO: LAS RUINAS CIRCULARES DEL DEBATE ACTUAL

¿Existe «un» género que las personas tienen, o se trata de un atributo esencial que una persona es, como lo expresa la pregunta; «¿De qué género eres?»? Cuando las teóricas feministas argumentan que el género es la interpretación cultural del sexo o que el género se construye culturalmente, ¿cuál es el mecanismo de esa construcción?

Si el género se construye, ¿podría construirse de distinta manera, o acaso su construcción conlleva alguna forma de determinismo social que niegue la posibilidad de que el agente actúe y cambie? ¿Implica la «construcción» que algunas leyes provocan diferencias de género en ejes universales de diferencia sexual? ¿Cómo y dónde se construye el género? ¿Qué sentido puede tener para nosotros una construcción que no sea capaz de aceptar a un constructor humano anterior a esa construcción?

En algunos estudios, la afirmación de que el género está construido sugiere cierto determinismo de significados de género inscritos en cuerpos anatómicamente diferenciados, y se cree que esos cuerpos son receptores pasivos de una ley cultural inevitable. Cuando la «cultura» pertinente que «construye» el género se entiende en función de dicha ley o conjunto de leyes, entonces parece que el   género es tan preciso y fijo como lo era bajo la afirmación de que «biología es destino». En tal caso, la cultura, y no la biología, se convierte en destino.

Por otra parte, Simone de Beauvoir afirma en El segundo sexo que “No se nace mujer: llega una a serlo.”[9] Para Beauvoir, el género se «construye», pero en su planteamiento queda implícito un agente, un cogito, el cual en cierto modo se  adopta o se adueña de ese género y, en principio podría  aceptar algún otro. ¿Es el género tan variable y volitivo como plantea el estudio de Beauvoir? ¿Podría circunscribirse entonces la «construcción» a una forma de elección?

Beauvoir sostiene rotundamente que una «llega a ser» mujer, pero siempre bajo la obligación cultural de hacerlo. Y es evidente que esa obligación no la crea el «sexo», En su estudio no hay nada que asegure que la «persona» que se convierte en mujer sea obligatoriamente del sexo femenino.

Sí “el cuerpo es una situación»,[10] como afirma, no se puede eludir a un cuerpo que no haya sido desde siempre interpretado mediante significados culturales; por tanto, el sexo podría no cumplir los requisitos de una facticidad anatómica prediscursiva. De hecho se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género.[11]

La polémica surgida respecto al significado de construcción parece desmoronarse con la polaridad filosófica convencional entre libre albedrío y determinismo. En consecuencia, es razonable suponer que una limitación lingüística común sobre el pensamiento crea y restringe los términos del debate.

Dentro de esos términos, el «cuerpo» se manifiesta como un medio pasivo sobre el cual se circunscriben los significados culturales o como el instrumento mediante el cual una voluntad apropiadora e interpretativa establece un significado cultural para sí misma. En ambos casos el cuerpo es un mero instrumento o medio con el cual se relaciona sólo externamente un conjunto de significados culturales.

Pero el «cuerpo» es en sí una construcción, como lo son los múltiples «cuerpos» que conforman el campo de los sujetos con género. No puede afirmarse que los cuerpos posean una existencia significable antes de la marca de su género; entonces, ¿en qué medida comienza a existir el cuerpo en y mediante la(s)  marca(s) del género? ¿Cómo reformular el cuerpo sin verlo como un medio o instrumento pasivo que espera la capacidad vivificadora de una voluntad rotundamente inmaterial?[12]

El hecho de que el género o el sexo sean fijos o libres está en función de un discurso que, como se verá, intenta limitar el análisis o defender algunos principios del humanismo como presuposiciones para cualquier análisis de género.

El lugar de lo intratable, ya sea en el «sexo» o el «género» o en el significado mismo de «construcción», otorga un indicio de las opciones culturales que pueden o no activarse mediante un análisis más profundo. Los límites del análisis discursivo del género aceptan las posibilidades de configuraciones imaginables y realizables del género dentro de la cultura y las hacen suyas.

Esto no quiere decir que todas y cada una de las posibilidades de género estén abiertas, sino que los límites del análisis revelan los límites de una experiencia discursivamente determinada. Esos límites siempre se establecen dentro de los términos de un discurso cultural hegemónico basado en estructuras binarias que se manifiestan como el lenguaje de la racionalidad universal.

De esta forma, se elabora la restricción dentro de lo que ese lenguaje establece como el campo imaginable del género.

Incluso cuando los científicos sociales hablan del género como de un «factor» o una «dimensión» del análisis, también se refieren a personas encarnadas como «una marca» de diferencia biológica, lingüística o cultural.

En estos casos, el género puede verse como cierto significado que adquiere un cuerpo (ya) sexualmente diferenciado, pero incluso en ese caso ese significado existe únicamente en relación con otro significado opuesto. Algunas teóricas feministas aducen que el género es «una relación», o incluso un conjunto de relaciones, y no un atributo individual.

Otras, que coinciden. con Beauvoir, afirman que sólo el género femenino está marcado, que la persona universal y el género masculino están unidos y en consecuencia definen a las mujeres en términos de su sexo y convierten a los hombres en portadores de la calidad universal de persona que trasciende el cuerpo.

En un movimiento que dificulta todavía más la discusión, Luce lrigaray afirma que las mujeres son una paradoja, cuando no una contradicción, dentro del discurso mismo de la identidad. Las mujeres son el «sexo» que no es «uno».

Dentro de un lenguaje completamente masculinista, falogocéntrico, las mujeres conforman lo no representable. Es decir, las mujeres representan el sexo que no puede pensarse, una ausencia y una opacidad lingüísticas. Dentro de un lenguaje que se basa en la significación unívoca, el sexo femenino es lo no restringible y lo no designable.

En este sentido, las mujeres son el sexo que no es «uno», sino múltiple.[13] Al contrario que Beauvoir, quien piensa que las mujeres están designadas como lo Otro, Irigaray sostiene que tanto el sujeto como el Otro son apoyos masculinos de una economía significante, falogocéntrica y cerrada, que consigue su objetivo totalizador a través de la exclusión total de lo femenino.

Para Beauvoir, las mujeres son lo negativo de los hombres, la carencia frente a la cual se distingue la identidad masculina; para Irigaray, esa dialéctica específica establece un sistema que descarta una economía de significación totalmente diferente. Las mujeres no sólo están representadas falsamente dentro del marco sartreano de sujeto significante y Otro significado, sino que la falsedad de la significación vuelve inapropiada toda la estructura de representación.

En ese caso, el sexo que no es uno es el punto de partida para una crítica de la representación occidental hegemónica y de la metafísica de la sustancia que articula la noción misma del sujeto.

¿Qué es la metafísica de la sustancia, y cómo influye en la reflexión sobre las categorías del sexo? En primer lugar, las concepciones humanistas del sujeto tienen tendencia a dar por sentado que hay una persona sustantiva portadora de diferentes atributos esenciales y no esenciales.

Una posición feminista humanista puede sostener que el género es un atributo de un ser humano caracterizado esencialmente como una sustancia o «núcleo» anterior al género, denominada «persona», que designa una capacidad universal para el razonamiento, la deliberación moral o el lenguaje.

No obstante, la concepción universal de la persona ha sido sustituida como punto de partida para una teoría social del género por las posturas históricas y antropológicas que consideran el género como una «relación» entre sujetos socialmente constituidos en contextos concretos.

Esta perspectiva relacional o contextual señala que lo que «es» la persona y, de hecho, lo que «es» el género siempre es relativo a las relaciones construidas en las que se establece.[14]

Como un fenómeno variable y contextual, el género no designa a un ser sustantivo, sino a un punto de unión relativo entre conjuntos de relaciones culturales e históricas específicas.

Pero Irigaray afirmará que el «sexo» femenino es una cuestión de ausencia lingüística, la imposibilidad de una sustancia gramaticalmente denotada y, por esta razón, la perspectiva que muestra que esa sustancia es una ilusión permanente y fundacional de un discurso masculinista.

Esta ausencia no está marcada como tal dentro de la economía significante masculina, afirmación que da la vuelta al argumento de Beauvoir (y de Wittig) respecto a que el sexo femenino está marcado, mientras que el sexo masculino no lo está. Irigaray sostiene que el sexo femenino no es una «carencia» ni un «Otro» que inherente y negativamente define al sujeto en su masculinidad.

Por el contrario, el sexo femenino evita las exigencias mismas de representación, porque ella no es ni «Otro» ni «carencia», pues esas categorías siguen siendo relativas al sujeto sartreano, inmanentes a ese esquema falogocéntrico. Así pues, para Irigaray lo femenino nunca podría ser la marca de un sujeto, como afirmaría Beauvoir.

Asimismo, lo femenino no podría teorizarse en términos de una relación específica entre lo masculino y lo femenino dentro de un discurso dado, ya que aquí el discurso no es una noción adecuada. Incluso en su variedad, los discursos crean otras tantas manifestaciones del lenguaje falogocéntrico.

Así pues, el sexo femenino es también el sujeto que no es uno. La relación entre masculino y femenino no puede representarse en una economía significante en la que lo masculino es un círculo cerrado de significante y significado. Paradójicamente, Beauvoir anunció esta imposibilidad en El segundo sexo al alegar que los hombres no podían llegar a un acuerdo respecto al problema de las mujeres porque entonces estarían actuando como juez y parte.

Las diferenciaciones entre las posiciones mencionadas no son en absoluto claras; puede pensarse que cada una de ellas problematiza la localidad y el significado tanto del «sujeto» como del «género» dentro del contexto de la asimetría entre los géneros socialmente instaurada. Las opciones interpretativas del género en ningún sentido se acaban en las opciones mencionadas anteriormente.

La circularidad problemática de un cuestionamiento feminista del género se hace evidente por la presencia de dos posiciones: por un lado, las que afirman que el género es una característica secundaria de las personas, y por otro, las que sostienen que la noción misma de persona situada en el lenguaje como un «sujeto» es una construcción y una prerrogativa masculinistas que en realidad niegan la posibilidad estructural y semántica de un género femenino.

El resultado de divergencias tan agudas sobre el significado del género (es más, acerca de si género es realmente el término que debe examinarse, o si la construcción discursiva de sexo es, de hecho, más fundamental, o tal vez mujeres o mujer y/o hombres y hombre) hace necesario replantearse las categorías de identidad en el ámbito de relaciones de radical asimetría de género.

Para Beauvoír, el «sujeto» dentro del análisis existencial de la misoginia siempre es masculino, unido con lo universal, y se distingue de un «Otro» femenino fuera de las reglas universalizadoras de la calidad de persona, irremediablemente «específico», personificado y condenado a la inmanencia.

Aunque suele sostenerse que Beauvoir reclama el derecho de las mujeres a convertirse, de hecho, en sujetos existenciales y, en consecuencia, su inclusión dentro de los términos de una universalidad abstracta, su posición también critica la desencarnación misma del sujeto epistemológico abstracto masculino.[15]

Ese sujeto es abstracto en la medida en que no asume su encarnación socialmente marcada y, además, dirige esa encarnación negada y despreciada a la esfera femenina, renombrando efectivamente al cuerpo como hembra.

Esta asociación del cuerpo con lo femenino se basa en relaciones mágicas de reciprocidad mediante las cuales el sexo femenino se limita a su cuerpo, y el cuerpo masculino, completamente negado, paradójicamente se transforma en el instrumento incorpóreo de una libertad aparentemente radical. El análisis de Beauvoir formula de manera implícita la siguiente pregunta: ¿a través de qué acto de negación y desconocimiento lo masculino se presenta como una universalidad desencarnada y lo femenino se construye como una corporeidad no aceptada?

La dialéctica del amo y el esclavo, replanteada aquí por completo dentro de los terminos no recíprocos de la asimetría entre los géneros; prefigura lo que Irigaray luego definiré como la economía significante masculina que abarca tanto al sujeto existencial como a su Otro.

Beauvoir afirma que el cuerpo femenino debe ser la situación y el instrumento de la libertad de las mujeres, no una esencia definidora y limitadora.[16] La teoría de la encarnación en que se asienta el análisis de Beauvoir está restringida por la reproducción sin reservas de la distinción cartesiana entre libertad y cuerpo. Pese a mi empeño por afirmar lo contrario, parece que Beauvoir mantiene el dualismo mente/cuerpo, aun cuando ofrece una síntesis de esos términos.[17]

La preservación de esa misma distinción puede ser reveladora del mismo falogocentrismo que Beauvoir subestima. En la tradición filosófica que se inicia con Platón y sigue con Descartes, Husserl y Sartre, la diferenciación ontológica entre alma (conciencia, mente) y cuerpo siempre defiende relaciones de subordinación y jerarquía política y psíquica.

La mente no sólo somete al cuerpo, sino que eventualmente juega con la fantasía de escapar totalmente de su corporeidad. Las asociaciones culturales de la mente con la masculinidad y del cuerpo con la feminidad están bien documentadas en el campo de la filosofía y el feminismo.[18]

En consecuencia, toda reproducción sin reservas de la diferenciación entre mente/cuerpo debe replantearse en virtud de la jerarquía implícita de los géneros que esa diferenciación ha creado, mantenido y racionalizado comúnmente.

La construcción discursiva del «cuerpo» y su separación de la «libertad» existente en la obra de Beauvoir no logra fijar; en el eje del genero, la propia diferenciación entre mente/cuerpo que presuntamente alumbra la persistencia de la asimetría entre los géneros. Oficialmente, para Beauvoir el cuerpo femenino está marcado dentro del discurso masculinista, razón por la cual el cuerpo masculino, en su fusión con lo universal, permanece sin marca.

Irigaray explica de forma clara que tanto la marca como lo marcado se insertan dentro de un modo masculinista de significación en el que el cuerpo femenino está «demarcado», por así decirlo, fuera

del campo de lo significable.

En términos poshegelianos, la mujer está “anulada”, pero no preservada. En la interpretación de Irigaray, la explicación de Beauvoir de que la mujer «es sexo» se modifica para significar que ella no es el sexo que estaba destinada a ser, sino, más bien, el sexo masculino encore (y en corps) que discurre en el modo de la otredad.

Para Irigaray, ese modo falogocéntrico de significar el sexo femenino siempre genera fantasmas de su propio deseo de ampliación. En vez de una postura lingüístico-autolimitante que proporcione la alteridad o la diferencia a las mujeres, el falogocentrismo proporciona un nombre para ocultar lo femenino y ocupar su lugar.

TEORIZAR LO BINARIO, LO UNITARIO Y MÁS ALLÁ

Beauvoir e lrigaray tienen diferentes posturas sobre las estructuras fundamentales mediante las cuales se reproduce la asimetría entre los géneros; la primera apela a la reciprocidad fallida de una dialéctica asimétrica, y la segunda argumenta que la dialéctica en sí es la construcción monológica de una economía significante masculinista.

Si bien Irigaray extiende claramente el campo de la crítica feminista al explicar las estructuras epistemológica, ontológica y lógica de una economía significante masculinista, su análisis pierde fuerza justamente a causa de su alcance globalizador. ¿Se puede reconocer una economía masculinista monolítica así como monológica que traspase la totalidad de contextos culturales e históricos en los que se produce la diferencia sexual? ¿El hecho de no aceptar los procedimientos culturales específicos de la opresión de géneros es en sí una suerte de imperialismo epistemológico, que no se desarrolla con la mera elaboración de diferencias culturales como «ejemplos» del mismo falogocentrismo? El empeño por incluir culturas de «Otros» como amplificaciones variadas de un falogocentrismo global es un acto apropiativo que se expone a repetir el gesto falogocéntrico de autoexaltarse, y domina bajo el signo de lo mismo las diferencias que de otra forma cuestionarían ese concepto totalizador.[19]

La crítica feminista debe explicar las afirmaciones totalizadoras de una economía significante masculinista, pero también debe ser autocrítica respecto de las acciones totalizadoras del feminismo. El empeño por describir al enemigo como una forma singular es un discurso invertido que imita la estrategia del dominador sin ponerla en duda, en vez de proporcionar una serie de términos diferente. El hecho de que la táctica pueda funcionar tanto en entornos feministas como antifeministas demuestra que la acción colonizadora no es masculinista de modo primordial o irreductible.

Puede crear distintas relaciones de subordinación racial, de clase y heterosexista, entre muchas otras. Y es evidente que detallar las distintas formas de dominación, como he empezado a hacerlo, implica su coexistencia diferenciada y consecutiva en un eje horizontal que no explica sus coincidencias dentro del ámbito social. Un modelo vertical tampoco es suficiente; las opresiones no pueden agruparse sumariamente, relacionarse de manera causal o distribuirse en planos de «originalidad» y «derivatividad».[20]

De hecho, el campo de poder, estructurado en parte por la postura imperializante de apropiación dialéctica, supera e incluye el eje de la diferencia sexual, y proporciona una gráfica de diferenciales cruzadas que no pueden jerarquizarse de un modo sumario, ni dentro de los límites del falogocentrismo ni en ningún otro candidato al puesto de «condición primaria de opresión».

Más que una estrategia propia de economías significantes masculinistas, la apropiación dialéctica y la supresión del Otro es una estrategia más, supeditada, sobre todo, aunque no únicamente, a la expansión y racionalización del dominio masculinista.

Las discusiones feministas actuales sobre el esencialismo exploran el problema de la universalidad de la identidad femenina y la dominación masculinista de distintas maneras.

Las afirmaciones universalistas tienen su base en una posición epistemológica común o compartida (entendida como la conciencia articulada o las estructuras compartidas de la dominación) o en las estructuras aparentemente transculturales de la feminidad, la maternidad, la sexualidad y la écriture feminine.

El razonamiento con el que inicio este capítulo afirmaba que este gesto globalizador ha provocado numerosas críticas por parte de mujeres que afirman que la categoría «mujeres» es normativa y excluyente y se utiliza manteniendo intactas las dimensiones no marcadas de los privilegios de clase y raciales. Es decir, insistir en la coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres ha negado, en efecto, la multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en que se construye el conjunto concreto de «mujeres».

Se ha intentado plantear políticas de coalición que no den por sentado cuál sería el contenido de “mujeres”. Más bien proponen un conjunto de encuentros dialógicos con los que mujeres de posturas diversas propongan distintas identidades dentro del marco de una coalición emergente.

Es evidente que no debe subestimarse el valor de la política de coalición, pero la forma misma de coalición, de un conjunto emergente e impredecible de posiciones, no puede imaginarse por adelantado. A pesar del impulso, claramente democratizador, que incita a construir una coalición, ninguna teórica de esta posición puede, involuntariamente, reinsertarse como soberana del procedimiento al tratar de establcer una forma ideal anticipada para las estructuras de coalición que realmente asegure la unidad como conclusión. Los esfuerzos por precisar qué es y qué no es la forma verdadera de un diálogo, qué constituye una posición de sujeto y, sobre todo, cuándo se ha conseguido la «unidad», pueden impedir la dinámica autoformativa y autolimitante de la coalición.

Insistir anticipadamente en la «unidad» de coalición como objetivo implica que la solidaridad, a cualquier precio, es una condición previa para la acción política. Pero, ¿qué tipo de política requiere ese tipo de unidad anticipada? Quizás una coalición tiene que admitir sus contradicciones antes de comenzar a actuar conservando intactas dichas contradicciones.

O quizá parte de lo que implica la comprensión dialógica sea aceptar la divergencia, la ruptura, la fragmentación y la división como parte del proceso, por lo general tortuoso, de la democratización. El concepto mismo de «diálogo» es culturalmente específico e histórico, pues mientras que un hablante puede afirmar que se está manteniendo una conversación, otro puede asegurar que no es así.

Primero deben ponerse en tela de juicio las relaciones de poder que determinan y restringen las posibilidades dialógicas. De lo contrario, el modelo de diálogo puede volver a caer en un modelo liberal, que implica que los agentes hablantes poseen las mismas posiciones de poder y hablan con las mismas presuposiciones acerca de lo que es «acuerdo» y «unidad» y, de hecho, que ésos son los objetivos que se pretenden. Sería erróneo suponer anticipadamente que hay una categoría de «mujeres» que simplemente deba poseer distintos componentes de raza, clase, edad, etnicidad y sexualidad para que esté completa.

La hipótesis de su carácter incompleto esencial posibilita que esa categoría se utilice como un lugar de significados refutados que existe de forma permanente. El carácter incompleto de la definición de esta categoría puede servir, entonces, como un ideal normativo desprovisto de la fuerza coercitiva.

Es precisa la «unidad» para una acción política eficaz? ¿Es Justamente la insistencia prematura en el objetivo de la unidad la causante de una división cada vez más amarga entre los grupos? Algunas formas de división reconocida pueden facilitar la acción de una coalición, justamente porque la «unidad» de la categoría de las mujeres ni se presupone ni se desea.

¿Establece la «unidad» una norma de solidaridad excluyente en el ámbito de la identidad, que excluye la posibilidad de diferentes acciones que modifican las fronteras mismas de los conceptos de identidad o que precisamente intentan conseguir ese cambio como un objetivo político explícito? Sin la presuposición ni el objetivo de «unidad», que en ambos casos se crea en un nivel conceptual, pueden aparecer unidades provisionales en el contexto de acciones específicas cuyos propósitos no son la organización de la identidad. Sin la expectativa obligatoria de que las acciones feministas deben construirse desde una identidad estable, unificada y acordada, éstas bien podrían iniciarse más rápidamente y parecer más aceptables para algunas «mujeres», para quienes el significado de la categoría es siempre discutible .

Este acercamiento antifundacionista a la política de coalición no implica que la «identidad» sea una premisa, ni que la forma y el significado del conjunto en una coalición puedan conocerse antes de que se efectúe. Puesto que la estructuración de una identidad dentro de límites culturales disponibles establece una definición que descarta por adelantado la aparición de nuevos conceptos de identidad en acciones políticamente comprometidas y a través de esas, la táctica fundacionista no puede tener como fin normativo la transformación o la ampliación de los conceptos existentes de identidad. Asimismo, cuando las identidades acordadas o las estructuras dialógicas estipuladas, mediante las cuales se comunican las identidades ya establecidas, ya no son el tema o el sujeto de la política, entonces las identidades pueden llegar a existir y descomponerse conforme a las prácticas específicas que las hacen posibles.

Algunas prácticas políticas establecen identidades sobre una base contingente para conseguir cualquier objetivo. La política de coalición no exige ni una categoría ampliada de «mujeres» ni una identidad internamente múltiple que describa su complejidad de manera inmediata.

El género es una complejidad cuya totalidad se posterga de manera permanente, nunca aparece completa en una determinada coyuntura en el tiempo. Así, una coalición abierta creará identidades que alternadamente se instauren y se abandonen en función de los objetivos del momento; se tratará de un conjunto abierto que permita múltiples coincidencias y discrepancias sin obediencia a un reíos normativo de definición cerrada.

IDENTIDAD, SEXO Y LA METAFISICA DE LA SUSTANCIA

¿Qué significado puede tener entonces la «identidad» y cuál es la base de la presuposición de que las identidades son idénticas a sí mismas, y que se mantienen a través del tiempo como iguales, unificadas e internamente coherentes?

Y, por encima de todo, ¿cómo configuran estas suposiciones los discursos sobre «identidad de género»? Sería erróneo pensar que primero debe analizarse la «identidad» y después la identidad de género por la sencilla razón de que las «personas» sólo se vuelven inteligibles cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad de género.

Los análisis sociológicos convencionales intentan dar cuenta de la idea de persona en función de la capacidad de actuación que requiere prioridad ontológica respecto de los distintos papeles y funciones mediante los cuales adquiere una visibilidad social y un significado.

Dentro del propio discurso filosófico, la idea de «la persona» se ha ampliado de manera analítica sobre la hipótesis de que el contexto social «en» que está una persona de alguna manera está externamente relacionado con la estructura de la definición de «calidad de persona» [personhood], ya sea la conciencia, la capacidad para el lenguaje o la deliberación moral. Si bien no profundizaremos en esos estudios, una premisa de esas investigaciones es su énfasis en la exploración crítica y la inversión.

Mientras que la cuestión de qué es lo que establece la «identidad personal» dentro de los estudios filosóficos casi siempre se centra en la pregunta de qué aspecto interno de la persona determina la continuidad o la propia identidad de la persona a través del tiempo, habría que preguntarse: ¿en qué medida las prácticas reguladoras de la formación y la separación de género determinan la identidad, la coherencia interna del sujeto y, de hecho, la condición de la persona de ser idéntica a sí misma?

¿En qué medida la «identidad» es un ideal normativo más que un aspecto descriptivo de la experiencia? ¿Cómo pueden las prácticas reglamentadoras que determinan el género hacerlo con las nociones culturalmente inteligibles de la identidad?

En definitiva, la «coherencia» y la «continuidad» de «la persona» no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas. En la medida en que la «identidad» se preserva mediante los conceptos estabilizadores de sexo, género y sexualidad, la noción misma de «la persona» se pone en duda por la aparición cultural de esos seres con género «incoherente» o «discontinuo» que aparentemente son personas pero que no se corresponden con las normas de género culruralmente inteligibles mediante las cuales se definen las personas.

Los géneros «inteligibles» son los que de alguna manera instauran y mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo. Es decir, los fantasmas de discontinuidad e incoherencia, concebibles únicamente en relación con las reglas existentes de continuidad y coherencia, son prohibidos y creados frecuentemente por las mismas leyes que procuran crear conexiones causales o expresivas entre sexo biológico, géneros culturalmente formados y la «expresión» o «efecto» de ambos en la aparición del deseo sexual a través de la práctica sexual.

La noción de que puede haber una «verdad» del sexo, como la denomina irónicamente Foucault, se crea justamente a través de las prácticas reguladoras que producen identidades coherentes a través de la matriz de reglas coherentes de género. La heterosexualización del deseo exige e instaura la producción de oposiciones discretas y asimétricas entre «femenino» y «masculino», entendidos estos conceptos como atributos que designan «hombre» y «mujer».

La matriz cultural -mediante la cual se ha hecho inteligible la identidad de género– exige que algunos tipos de «identidades» no puedan «existir»: aquellas en las que el género no es consecuencia del sexo y otras en las que las prácticas del deseo no son «consecuencia» ni del sexo ni del género.

En este contexto, «consecuencia» es una relación política de vinculación creada por las leyes culturales, las cuales determinan y reglamentan la forma y el significado de la sexualidad. En realidad, precisamente porque algunos tipos de «identidades de género» no se adaptan a esas reglas de inteligibilidad cultural, dichas identidades se manifiestan únicamente como defectos en el desarrollo o imposibilidades lógicas desde el interior de ese campo. No obstante, su insistencia y proliferación otorgan grandes oportunidades para mostrar los límites y los propósitos reguladores de ese campo de inteligibilidad y, por tanto, para revelar -dentro de los límites mismos de esa matriz de inteligibilidad- otras matrices diferentes y subversivas de desorden de género.

Pero antes de analizar esas prácticas desordenadoras, es importante entender la «matriz de inteligibilidad». ¿Es singular? ¿De qué está formada? ¿Cuál es la peculiar unión que aparentemente hay entre un sistema de heterosexualidad obligatoria y las categorías discursivas que determinan los conceptos de identidad del sexo? Si la «identidad» es un efecto de las prácticas discursivas, ¿hasta qué punto la identidad de género, vista como una relación entre sexo, género, práctica sexual y deseo, es el efecto de una práctica reguladora que puede definirse como heterosexualidad obligatoria? ¿Nos devolvería esa explicación a otro marco totalizador en el que la heterosexualidad obligatoria simplemente ocupa el lugar del falogocentrísmo como la causa monolítica de la opresión de género?

Dentro del ámbito de las teorías feminista y postestructuralista francesas, se cree que diferentes regímenes de poder crean los conceptos de identidad del sexo. Considérese la oposición entre esas posturas, como la de lrigaray, que sostienen que sólo existe un sexo, el masculino, que evoluciona en y mediante la producción del «Otro»; y, por otra parte, posturas como la de Foucault, que argumenta que la categoría de sexo, ya sea masculino o femenino, es la producción de una economía difusa que regula la sexualidad.

Considérese también el argumento de Wittig respecto a que la categoría de sexo, en las condiciones de heterosexualidad obligatoria, siempre es femenina (mientras que la masculina no está marcada y, por tanto, es sinónimo de lo «universal»).

Aunque parezca paradójico, Wittig está de acuerdo con Foucault cuando afirma que la categoría misma de sexo se anularía y, de hecho, desaparecería a través de la alteración y el desplazamiento de la hegemonía heterosexual.

Las diferentes explicaciones que se presentan aquí revelan las diversas maneras de entender la categoría de sexo, dependiendo de la forma en la que se organiza el campo de poder. ¿Se puede preservar la complejidad de estos campos de poder y al mismo tiempo pensar en sus capacidades productivas?

Por un lado, la teoría de Irigaray sobre la diferencia sexual expresa que no se puede definir nunca a las mujeres según el modelo de un «sujeto» en el seno de los sistemas de representación habituales de la cultura occidental, justamente porque son el fetiche de la representación y, por tanto, lo no representable como tal. Las mujeres nunca pueden “ser”, según esta ontología de las sustancias, justamente porque son la relación de diferencia, lo excluido, mediante lo cual este dominio se distingue.

Las mujeres también son una «diferencia» que no puede ser entendida como la mera negación o el «Otro» del sujeto ya siempre masculino. Como he comentado anteriormente, no son ni el sujeto ni su Otro, sino una diferencia respecto de la economía de oposición binaria, que es por sí misma una estratagema para el desarrollo monológico de lo masculino.

No obstante, para todas estas posiciones es vital la idea de que el sexo surge dentro del lenguaje hegemónico como una sustancia, como un ser idéntico a sí mismo, en términos metafísicos. Esta apariencia se consigue mediante un giro performativo del lenguaje y del discurso que esconde el hecho de que «ser» de un sexo o un género es básicamente imposible.

Según lrigaray, la gramática nunca puede ser un indicio real de las relaciones entre los géneros porque respalda justamente el modelo sustancial de género como una relación binaria entre dos términos positivos y representables.”

Para Irigaray, la gramática sustantiva del género, que implica a hombres y mujeres, así como sus atributos de masculino y femenino, es un ejemplo de una oposición binaria que de hecho disfraza el discurso unívoco y hegemónico de lo masculino, el falogocentrismo, acallando lo femenino como un lugar de multiplicidad subversiva.

Para Foucault, la gramática sustantiva del sexo exige una relación binaria artificial entre los sexos, y también una coherencia interna artificial dentro de cada término de esa relación binaria. La reglamentación binaria de la sexualidad elimina la multiplicidad subversiva de una sexualidad que trastoca las hegemonías heterosexual, reproductiva y médico-jurídica.

Para Wittig, la restricción binaria del sexo está supeditada a los objetivos reproductivos de un sistema de hetero-sexualidad obligatoria; en ocasiones afirma que el derrumbamiento de ésta dará lugar a un verdadero humanismo de «la persona» liberada de los grilletes del sexo.

En otros contextos, plantea que la profusión y la difusión de una economía erótica no falocéntrica harán desaparecer las ilusiones de sexo, género e identidad. En otros fragmentos de sus textos «la lesbiana» aparentemente aparece como un tercer género que promete ir más allá de la restricción binaria del sexo instaurada por el sistema de heterosexualidad obligatoria.

En su defensa del «sujeto cognoscitivo», aparentemente Wittig no mantiene ningún pleito metafísico con las formas hegemónicas de significación o representación; de hecho, el sujeto con su  atributo de autodeterminación, parece ser la rehabilitación del agente de la elección existencial bajo el nombre de «lesbiana»:

«La llegada de sujetos individuales supone destruir primero las categorías de sexo (…) la lesbiana es el único concepto que conozco que trasciende las categorías de sexo».” No censura al «sujeto» por ser siempre masculino según las normas de lo Simbólico inevitablemente patriarcal, sino que recomienda en su lugar el equivalente del sujeto lesbiano como usuario del lenguaje.[21]

Identificar a las mujeres con el «sexo» es, para Beauvoir y Wittig, una unión de la categoría de mujeres con las características aparentemente sexualizadas de sus cuerpos y, por consiguiente, un rechazo a dar libertad y autonomía a las mujeres como aparentemente las disfrutan los hombres.

Así pues, destruir la categoría de sexo sería destruir un atributo, el sexo, que a través de un gesto misógino de sinécdoque ha ocupado el lugar de la persona, el cogito autodeterminante. Dicho de otra forma, sólo los hombres son «personas» y solo hay un género: el femenino.

“El género es el índice lingüístico de la oposición política entre los sexos. Género se utiliza aquí en singular porque realmente no hay dos géneros. Únicamente hay uno: el femenino pues el “masculino” no es un género. Porque lo masculino no es lo masculino, sino lo general.”[22]

Así pues, Wittig reclama la destrucción del «sexo» para que las mujeres puedan aceptar la posición de un sujeto universal. En ese camino hacia esa destrucción, las «mujeres» deben asumir tanto una perspectiva particular como otra universal.[23]

En tanto que sujeto capaz de conseguir la universalidad concreta a través de la libertad, la lesbiana de Wittig corrobora la promesa normativa de ideales humanistas que se asientan en la premisa de la metafísica de la sustancia, en vez de refutarla. En este sentido, Wittig se desmarca de lrigaray no sólo en lo referente a las oposiciones ahora muy conocidas entre esencialismo y materialismo,[24] sino también en la adhesión a una metafísica de la sustancia que corrobora el modelo normativo del humanismo como el marco del feminismo.

Cuando Wittig parece defender un proyecto radical de emancipación lesbiana y distingue entre «lesbiana» y «mujer», lo hace mediante la defensa de la «persona» anterior al género, representada como libertad.

Esto no sólo confirma el carácter presocial de la libertad humana, sino que también respalda esa metafísica de la sustancia que es responsable de la producción y la naturalización de la categoría del sexo en sí.

La metafísica de la sustancia es una frase relacionada con Nietzsche dentro de la crítica actual del discurso filosófico.

En un comentario sobre Nietzsche, Michel Haar afirma que numerosas ontologías filosóficas se han quedado atrapadas en ciertas ilusiones de «Ser> y «Sustancia» animadas por la idea de que la formulación gramatical de sujeto y predicado refleja la realidad ontológica previa de sustancia y atributo.

Estos constructos, según Haar, conforman los medios filosóficos artificiales mediante los cuales se crean de manera efectiva la simplicidad, el orden y la identidad. Pero en ningún caso muestran ni representan un orden real de las cosas.

Para nuestros fines, esta crítica nietzscheana es instructiva si se atribuye a las categorías psicológicas que rigen muchas reflexiones populares y teóricas sobre la identidad de género.

Como sostiene Haar, la crítica de la metafísica de la sustancia conlleva una crítica de la noción misma de la persona psicológica como una cosa sustantiva:

La destrucción de la lógica mediante su genealogía implica además la desaparición de las categorías psicológicas basadas en esta lógica. Todas las categorías psicológicas (el yo, el Individuo, la persona) proceden de la ilusión de identidad sustancial. Pero esta ilusión regresa básicamente a una superstición que engaña no sólo al sentido común, sino también a los filósofos, es decir, la creencia en el lenguaje y, más concretamente, en la verdad de las categorías gramaticales.

La gramatica (la estructura de sujeto y predicado) sugirió la certeza de Descartes de que «yo» es el sujeto de «pienso», cuando más bien son los pensamientos los que vienen a «mi»: en el fondo la fe en la gramática solamente comunica la voluntad de ser la «causa» de los pensamientos propios. El sujeto, el yo, el indivíduo son tan sólo falsos conceptos, pues convierten las unidades ficticias en sustancias cuyo origen es exclusivamente una realidad lingüística.[25]

Wittig ofrece una crítica diferente al señalar que las personas no pueden adquirir significado dentro del lenguaje sin la marca del género. Analiza desde la perspectiva política la gramática del género en francés. Para Wittig, el género no solo designa a personas -las «califica» por así decirlo- sino que constituye una episteme conceptual mediante la cual se universaliza el marco binario del género. Aunque el francés posee un género para todo tipo de sustantivos de personas, Wittig sostiene que su análisis también puede aplicarse al inglés. Al principio de «The Mark of Gender» (1984), escribe:

Para los gramáticos, la marca del género está relacionada con los sustantivos. Hacen referencia a éste en términos de función. Si ponen en duda su significado, lo hacen en broma, llamando al género un «sexo ficticio» [… ). En lo que concierne a las categorías de la persona, ambos [inglés y francés] son portadores de género en la misma medida. En realidad, ambos originan un concepto ontológico primitivo que en el lenguaje divide a los seres en sexos distintos [ … [. Como concepto ontológico que trata de la naturaleza del Ser, junto con una nebulosa distinta de otros conceptos primitivos que pertenecen a la misma línea de pensamiento, el género parece atañer principalmente a la filosofía.”

El hecho de que el género «pertenezca a la filosofía» significa, según Wittig, que pertenece a «ese cuerpo de conceptos evidentes por sí solos, sin los cuales los filósofos no pueden definir una línea de razonamiento y que según ellos se presuponen, ya existen previamente a cualquier pensamiento u orden social en la naturaleza».”

El razonamiento de Wittig se confirma con ese discurso popular sobre la identidad de género que, sin ningún tipo de duda, atribuye la inflexión de «ser» a los géneros y a las «sexualidades». La afirmación no problemática de «ser» una mujer y «ser» heterosexual sería representativa de dicha metafísica de la sustancia del género. Tanto en el caso de «hombres» como en el de «mujeres», esta afirmación tiende a supeditar la noción de género a la de identidad y a concluir que una persona es de un género y lo es en virtud de su sexo, su sentido psíquico del yo y diferentes expresiones de ese yo psíquico, entre las cuales está el deseo sexual.

En ese contexto prefeminista, el género, ingenuamente (y no críticamente) confundido con el sexo, funciona como un principio unificador del yo encarnado y conserva esa unidad por encima y en contra de un «sexo opuesto», cuya estructura presuntamente mantiene cierta coherencia interna paralela pero opuesta entre sexo, género y deseo.

Las frases «Me siento como una mujer» pronunciada por una persona del sexo femenino y «Me siento como un hombre» formulada por alguien del sexo masculino dan por sentado que en ningún caso esta afirmación es redundante de un modo carente de sentido. Aunque puede no parecer problemático ser de una anatomía dada (aunque más tarde veremos que ese proyecto también se enfrenta a muchas dificultades), la experiencia de una disposición psíquica o una identidad cultural de género se considera un logro.

Así, la frase «Me siento como una mujer» es cierta si se acepta la invocación de Aretha Franklin al Otro definidor: «Tú me haces sentir como una mujer natural».[26] Este logro exige diferenciarse del género opuesto. Por consiguiente, uno es su propio género en la medida en que uno no es el otro género, afirmación que presupone y fortalece la restricción de género dentro de ese par binario.

El género puede designar una unidad de experiencia, de sexo, género y deseo, sólo cuando sea posible interpretar que el sexo de alguna forma necesita el género -cuando el género es una designación psíquica o cultural del yo- y el deseo -cuando el deseo es heterosexual y, por lo tanto, se distingue mediante una relación de oposición respecto del otro género al que desea-. Por tanto, la coherencia o unidad interna de cualquier género, ya sea hombre o mujer, necesita una heterosexualidad estable y de oposición. Esa heterosexualidad institucional exige y crea la univocidad de

cada uno de los términos de género que determinan el límite de las posibilidades de los géneros dentro de un sistema de géneros binario y opuesto. Esta concepción del género no sólo presupone una relación causal entre sexo, género y deseo: también señala que el deseo refleja o expresa al género y que el género refleja o expresa al deseo. Se presupone que la unidad metafísica de los tres se conoce realmente y que se manifiesta en un deseo diferenciador por un género opuesto, es decir, en una forma de heterosexualidad en la que hay oposición. Ya sea como un paradigma naturalista que determina una continuidad causal entre sexo, género y deseo, ya sea como un paradigma auténtico expresivo en el que se afirma que algo del verdadero yo se muestra de manera simultánea o sucesiva en el sexo, el género y el deseo, aquí «el viejo sueño de simetría», como lo ha denominado lrigaray, se presupone, se reifica y se racionaliza.

Este esbozo del género nos ayuda a comprender los motivos políticos de la visión sustancializadora del género. Instituir una heterosexualidad obligatoria y naturalizada requiere y reglamenta al género como una relación binaria en la que el término masculino se distingue del femenino, y esta diferenciación se consigue mediante las prácticas del deseo heterosexual. El hecho de establecer una distinción entre los dos momentos opuestos de la relación binaria redunda en la consolidación de cada término y la respectiva coherencia interna de sexo, género y deseo.

El desplazamiento estratégico de esa relación binaria y la metafísica de la sustancia de la que depende admite que las categorías de hembra y macho, mujer y hombre, se constituyen de manera parecida dentro del marco binario. Foucault está de acuerdo de manera implícita con esta explicación.

En el último capítulo del primer tomo de La historia de la sexualidad y en su breve pero reveladora introducción a Herculine Barbin, llamada Alexina B.[27] Foucault dice que la categoría de sexo, anterior a toda categorización de diferencia sexual se establece mediante una forma de sexualidad históricamente específica. La producción táctica de la categorización discreta y binaria del sexo esconde la finalidad estratégica de ese mismo sistema de producción al proponer que el «sexo» es «Una causa» de la experiencia, la conducta y el deseo sexuales. El cuestionamiento genealógico de Foucault muestra que esta supuesta «causa» es «un efecto», la producción de un régimen dado de sexualidad, que intenta regular la experiencia sexual al determinar las categorías discretas del sexo como funciones fundacionales y causales en el seno de cualquier análisis discursivo de la sexualidad.

Foucault, en su introducción al diario de este hermafrodita, Herculine Barbin, sostiene que la crítica genealógica de estas categorías reificadas del sexo es la consecuencia involuntaria de prácticas sexuales que no se pueden incluir dentro del discurso médico legal de una heterosexualidad naturalizada. Herculine no es una «identidad». sino la imposibilidad sexual de una identidad.

Si bien las partes anatómicas masculinas y femeninas se distribuyen conjuntamente en y sobre su cuerpo, no es ésa la fuente real del escándalo. Las convenciones lingüísticas que generan seres con género inteligible encuentran su límite en Herculine justamente porque ella/él origina una convergencia y la desarticulación de las normas que rigen sexo/género/deseo.

Herculine expone y redistribuye los términos de un sistema binario, pero esa misma redistribución altera y multiplica los términos que quedan fuera de la relación binaria misma.

Para Foucault, Herculine no puede categorizarse dentro de la relación binaria del género tal como es; la sorprendente concurrencia de heterosexualidad y homosexualidad en su persona es originada -pero nunca causada- por su discontinuidad anatómica. La apropiación que Foucault hace de Herculine es “sospechosa,” pero su análisis añade la idea interesante de que la heterogeneidad sexual (paradójicamente impedida por una hetero-sexualidad naturalizada) contiene una crítica de la metafísica de la sustancia en la medida en que penetra en las categorías identitarias del sexo.

Foucault imagina la experiencia de Herculine como un mundo de placeres en el que «flotaban, en el aire, sonrisas sin dueño».[28] Sonrisas, felicidades, placeres y deseos se presentan aquí como cualidades sin una sustancia permanente a la que presuntamente se adhieran. Como atributos vagos, plantean la posibilidad de una experiencia de género que no puede percibirse a través de la gramática sustancializadora y jerarquizadora de los sustantivos (res extensa) y los adjetivos (atributos, tanto esenciales como accidentales).

A partir de su interpretación sumaria de Herculine, Foucault propone una ontología de atributos accidentales que muestra que la demanda de la identidad es un principio culturalmente limitado de orden y jerarquía, una ficción reguladora.

Si se puede hablar de un «hombre» con un atributo masculino y entender ese atributo como un rasgo feliz pero accidental de ese hombre, entonces también se puede hablar de un «hombre» con un atributo femenino, cualquiera que éste sea, aunque se continúe sosteniendo la integridad del género. Pero una vez que se suprime la prioridad de «hombre» y «mujer» como sustancias constantes, entonces ya no se pueden supeditar rasgos de género disonantes como otras tantas características secundarias y accidentales de una ontología de género que está fundamentalmente intacta. Si la noción de una sustancia constante es una construcción ficticia creada a través del ordenamiento obligatorio de atributos en secuencias coherentes de género, entonces parece que el género como sustancia, la viabilidad de hombre y mujer como sustantivos, se cuestiona por el juego disonante de atributos que no se corresponden con modelos consecutivos o causales de inteligibilidad.

La apariencia de una sustancia constante o de un yo con género (lo que el psiquiatra Roben Stoller denomina un «núcleo de género»)[29] se establece de esta forma por la reglamentación de atributos que están a lo largo de líneas de coherencia culturalmente establecidas. La consecuencia es que el descubrimiento de esta producción ficticia está condicionada por el juego des reglamentado de atributos que se oponen a la asimilación al marco prefabricado de sustantivos primarios y adjetivos subordinados.

Obviamente, siempre se puede afirmar que los adjetivos disonantes funcionan retroactivamente para redefinir las identidades sustantivas que aparentemente modifican y, por lo tanto, para ampliar las categorías sustantivas de género de modo que permitan posibilidades antes negadas. Pero si estas sustancias sólo son las coherencias producidas de modo contingente mediante la reglamentación de atributos, parecería que la ontología de las sustancias en sí no es únicamente un efecto artificial sino que es esencialmente superflua.

En este sentido, género no es un sustantivo, ni tampoco es un conjunto de atributos vagos, porque hemos visto que el efecto sustantivo del género se produce performativamente y es impuesto por las prácticas reguladoras de la coherencia de género. Así, dentro del discurso legado por la metafísica de la sustancia, el género resulta ser performativo, es decir, que conforma la identidad que Se supone que es.

En este sentido, el género siempre es un hacer, aunque no un hacer por parte de un sujeto que se pueda considerar preexistente a la acción. El reto que supone reformular las categorías de género fuera de la metafísica de la sustancia deberá considerar la adecuación de la afirmación que hace Nietzsche en La genealogía de la moral en cuanto a que «no hay ningún “ser” detrás del hacer, del actuar, del devenir; “el agente” ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo».”

En una aplicación que el mismo Nietzsche no habría previsto ni perdonado, podemos añadir como corolario: no existe una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye performativamente por las mismas «expresiones» que, al parecer, son resultado de ésta.

LENGUAJE, PODER Y ESTRATEGIAS DE DESPLAZAMIENTO

No obstante, numerosos estudios feministas han afirmado que hay un «hacedor» detrás de la acción. Sin un actuante, se afirma, no es posible la acción y, por lo tanto, tampoco la capacidad para transformar las relaciones de dominación dentro de la sociedad.

En el continuo de teorías sobre el sujeto, la teoría feminista radical de Wittig es ambigua. Por un lado, Wittig parece refutar la metafísica de la sustancia pero, por el otro, mantiene al sujeto humano, el individuo, como el sitio metafísico donde se sitúa la capacidad de acción.

Si bien el humanismo de Wittig presupone de forma clara que hay un realizador de la acción, su teoría de todas formas traza la construcción performativa del género dentro de las prácticas materiales de la cultura, refutando la temporalidad de las explicaciones que confundieran «causa» con «resultado».

En una frase que muestra el espacio intertextual que une a Wittig con Foucault (y descubre los rastros de la noción marxista de reificación en ambas teorías), ella escribe:

Un acercamiento feminista materialista manifiesta que lo que consideramos la causa o el origen de la opresión es, en realidad, sólo la marca impuesta por el opresor, el «mito de la mujer», más sus efectos y manifestaciones materiales en la conciencia y en los cuerpos de las mujeres que han sido apropiados. Así, esta marca no existe antes de la opresión [ … ]; el sexo se considera un «dato inmediato», un «dato sensible», «rasgos físicos» que pertenecen a un orden natural. Pero lo que consideramos una percepción física y directa es únicamente una construcción mítica y compleja, una «formación imaginería».[30]

Puesto que esta producción por parte de la «naturaleza» se desarrolla de acuerdo con los dictados de la heterosexualidad obligatoria, la aparición del deseo homosexual, según ella, va más allá de las categorías del sexo: «Si el deseo pudiera liberarse, no tendría nada que ver con las marcas preliminares de los sexos».[31]

Wittig hace referencia al «sexo» como una marca que de alguna forma se refiere a la heterosexualidad institucionalizada, una marca que puede ser eliminada u ofuscada mediante prácticas que necesariamente niegan esa institución.

Obviamente, su visión se aleja radicalmente de la de lrigaray. Ésta entiende la «marca» de género como parte de la economía significante hegemónica de lo masculino, la cual funciona mediante los dispositivos de especularización que funcionan por sí solos y que prácticamente han establecido el campo de la ontología en la tradición filosófica occidental.

Para Wittig, el lenguaje es un instrumento o herramienta que en ningún caso es misógino en sus estructuras, sino sólo en sus utilízacíones.[32] Para Irigaray, la posibilidad de otro lenguaje o economía significante es la única forma de evitar la «marca» del género que, para lo femenino, no es sino la eliminación falogocéntrica de su sexo.

Mientras que Irigaray intenta explicar la relación presuntamente «binaria» entre los sexos como una estratagema masculinista que niega completamente lo femenino, Wittig afirma que posturas como la de Irigaray vuelven a afianzar lo binario entre masculino y femenino y vuelven a poner en movimiento una noción mítica de lo femenino. Claramente influida por la crítica que Beauvoir hace del mito de lo femenino en El segundo sexo, Wittig dice: «No hay “escritura femenína».”[33]

Wittig es perfectamente consciente del poder que posee el lenguaje para subordinar y excluir a las mujeres. Con todo, como «materialista» que es, cree que el lenguaje es «otro orden de materialidad»,[34] una institución que puede modificarse de manera radical. El lenguaje es una de las prácticas e instituciones concretas y contingentes mantenidas por la elección de los individuos y, por lo tanto, debilitadas por las acciones colectivas de los individuos que eligen.

La ficción lingüística del «sexo», sostiene, es una categoría producida y extendida por el sistema de heterosexualidad obligatoria en un intento por ceñir la producción de identidades sobre el eje del deseo heterosexual. En algunos de sus escritos, la homosexualidad —tanto masculina como femenina, así como otras posiciones independientes del contrato heterosexual- ofrece la posibilidad tanto para el derrocamiento como para la proliferación de la categoría de sexo.

Sin embargo, en El cuerpo lesbiano y en otros textos, Wittig se desmarca de la sexualidad genitalmente organizada per se y propone una economía de los placeres diferente que refutaría la construcción de la subjetividad femenina marcada por la función reproductiva presuntamente distintiva de las mujeres.[35] Aquí la proliferación de los placeres fuera de la economía reproductiva implica una forma específicamente femenina de difusión erótica, vista como una contraestrategia a la construcción reproductiva de la genitalidad.

En cierto modo, El cuerpo lesbiano puede interpretarse, según Wittig, como una lectura «invertida» de los Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud, donde éste afirma la superioridad de desarrollo de la sexualidad genital por encima y en contra de la sexualidad infantil, la cual es menos limitada y más prolija. El «invertido» -la definición médica usada por Freud para designar a -homosaexual- es el único que no «cumple» con la norma genital.

Al hacer una crítica política contra la genitalidad, Wittig muestra la «inversión» como una práctica de lectura crítica, que valora justamente los aspectos de una sexualidad no desarrollada nombrada por Freud y que de hecho inicia una «política posgenital».[36]

En realidad, la idea de desarrollo puede interpretarse sólo como una normalización dentro de la matriz heterosexual. Pero, ¿es ésta la única interpretación posible de Freud? ¿Yen qué medida está implicada la práctica de «inversión» de Wittig con el mismo modelo de normalización que ella pretende rebAtir?

En definitiva, si el modelo de una sexualidad antigenital y más difusa es la única opción de oposición a la estructura hegemónica de la sexualidad, ¿en qué medida está esa relación binaria obligada a reproducirse de manera interminable? ¿Qué posibilidad existe de alterar la oposición binaria en sí?

La relación de oposición con el psicoanálisis planteada por Wittig tiene como consecuencia que su teoría supone precisamente esa teoría psicoanalítica del desarrollo, ahora totalmente «invertida», que ella intenta vencer. La perversidad polimorfa, que supuestamente existe antes que las marcas del sexo, se valora como el telos de la sexualidad humana.[37]

Una posible respuesta psicoanalítica feminista a Wittig seria que ésta subteoriza y subestima el significado y la función del lenguaje en la que tiene lugar «la marca del género».

Wittig concibe la práctica de marcar como algo contingente, radicalmente variable y hasta prescindible. La categoría de una prohibición fundamental en la teoría lacaniana opera con mayor fuerza y menor contingencia que la idea de una práctica reguladora en Foucault, o el análisis materialista de un sistema de dominación heterosexista en Wittig.

En Lacan, así como en el replanteamiento poslacaniano de Freud que hace lrigaray, la diferencia sexual no es un mero binarismo que preserva la metafísica de la sustancia como su fundamento. El «sujeto» masculino es una construcción ficticia elaborada por la ley que prohíbe el incesto y dictamina un desplazamiento infinito de un deseo heterosexualízador. Lo femenino nunca es una marca del sujeto; lo femenino no podría ser un «atributo» de un género. Más bien, lo femenino es la significación de la falta, significada por lo Simbólico; un conjunto de reglas lingüísticas diferenciadoras que generan la diferencia sexual. La postura lingüística masculina soporta la individualización y la heterosexualízación exigidas por las prohibiciones fundadoras de la ley Simbólica, la ley del Padre. El tabú del incesto, que aleja al hijo de la madre y de este modo determina la relación de parentesco entre ellos, es una ley que se aplica «en el nombre del Padre». De forma parecida, la ley que repudia el deseo de la hija por la madre y por el padre exige que la niña acepte el emblema de la maternidad y preserve las reglas del parentesco. De esta manera, tanto la posición masculina como la femenina se establecen por medio de leyes prohibitivas que crean géneros culturalmente inteligibles, pero únicamente a través de la creación de una sexualidad inconsciente que reaparece en el ámbito de lo imaginario.[38]

La apropiación feminista de la diferencia sexual, ya sea vista como oposición al falogocentrismo de Lacan (Irigaray) o como una reformulación crítica de Lacan, no teoriza lo femenino como una expresión de la metafísica de la sustancia sino como la ausencia no representable elaborada por la negación (masculina) en la que se asienta la economía significante a través de la exclusión. Lo femenino como lo rechazado/excluido dentro de ese sistema posibilita la crítica y la alteración de ese esquema conceptual hegemónico.

Las obras de Jacqueline Rose[39] y de Jane Gallop[40] exponen de distintas formas la condición construida de la diferencia sexual, la inestabilidad propia de esa construcción y la consecuencia doble de una prohibición que al mismo tiempo establece una identidad sexual y permite enseñar la frágil base de esa construcción.

Aunque Wittig y otras feministas materialistas dentro del contexto francés afirmarían que la diferencia sexual es una imitación irreflexiva de una sucesión reificada de polaridades sexuadas, sus críticas pasan por alto la dimensión crítica del inconsciente que, como un lugar de sexualidad reprimida, reaparece dentro del discurso del sujeto como la imposibilidad misma de su coherencia.

Como afirma rotundamente Rose, la construcción de una identidad sexual coherente, sobre la base disyuntiva de lo femenino/masculino, sólo puede fracasar;[41] las alteraciones de esta coherencia a través de la reaparición involuntaria de lo reprimido muestran no sólo que la «identidad» se construye, sino que la prohibición que construye la identidad no es eficaz (la ley paterna no debe verse como una voluntad divina determinista, sino como un desacierto continuo que sienta las bases para las insurrecciones contra el padre).

Las divergencias entre la posición materialista y la lacaniana (y poslacaniana) aparecen en una confrontación normativa sobre si hay una sexualidad recuperable ya sea «antes» o «fuera» de la ley en el modo del inconsciente o bien «después» de la ley como una sexualidad posgenital. Paradójicamente se piensa que el tropo normativo de la perversidad polimorfa es una característica de ambas perspectivas sobre la sexualidad distinta. Con todo, no hay ningún acuerdo sobre la forma de concretar esa «ley» o serie de «leyes».

La crítica psicoanalítica logra explicar la construcción del «sujeto» -y posiblemente también la ilusión de sustancia- dentro de la matriz de relaciones normativas de género. Desde su postura existencial materialista, Wittig alega que el sujeto, la persona, posee una integridad presocial y previa al género. Por otra parte, «la Ley paterna» en Lacan, al igual que el dominio monológico del falogocentrismo en lrigaray, está caracterizada por una singularidad monoteísta que quizá sea menos unitaria y culturalmente universal de lo que pretenden las principales suposiciones estructuralistas del análisis.[42]

No obstante, la confrontación también hace referencia a la articulación de un tropo temporal de una sexualidad subversiva que cobra fuerza antes de la imposición de una ley, después de su derrumbamiento o durante su reinado como un reto permanente a su autoridad. Llegados a este punto es recomendable rememorar las palabras de Foucault quien, al afirmar que la sexualidad y el poder son coextensos, impugna de manera implícita la demanda de una sexualidad subversiva o emancipadora que pudiera no tener ley.

Podemos concretar más el argumento al afirmar que «el antes» y «el después» de la ley son formas de temporalidad creadas discursiva y performativamente, que se usan dentro de los límites de un marco normativo según el cual la subversión, la desestabilización y el desplazamiento exigen una sexualidad que de alguna forma evita las prohibiciones hegemónicas respecto del sexo.

Según Foucault, esas prohibiciones son productivas de manera repetida e involuntaria porque «el sujeto» -quien en principio se crea en esas prohibiciones y mediante ellas- no puede acceder a una sexualidad que en cierto sentido está «fuera», «antes» o «después» del poder en sí.

El poder, más que la ley, incluye tanto las funciones jurídicas (prohibitivas y reglamentadoras) como las productivas (involuntariamente generativas) de las relaciones diferenciales. Por tanto, la sexualidad que emerge en el seno de la matriz de las relaciones de poder no es una mera copia de la ley misma, una repetición uniforme de una economía de identidad masculinista.

Las producciones se alejan de sus objetivos originales e involuntariamente dan lugar a posibilidades de «sujetos» que no sólo sobrepasan las fronteras de la inteligibilidad cultural, sino que en realidad amplían los confines de lo que, de hecho, es culturalmente inteligible.

La norma feminista de una sexualidad posgenital recibió una critica significativa por parte de las teóricas feministas de la sexualidad, algunas de las cuales han llevado a cabo una apropiación específicamente feminista o lesbiana de Foucault. Esta idea utópica de una sexualidad liberada de las construcciones heterosexuales, una sexualidad que va más allá del «sexo», no admitía las maneras en que las relaciones de poder siguen definiendo la sexualidad para las mujeres incluso dentro de los términos de una heterosexualidad «liberada» o lesbianismo.[43]

También se ha criticado la noción de un placer sexual específicamente femenino que esté tajantemente diferenciado de la sexualidad fálica. El empeño de Irigaray por obtener una sexualidad femenina específica de una anatomía femenina específica ha sido el centro de debates antieseneialistas durante algún tiempo.[44]

El hecho de volver a la biología como la base de un significado o una sexualidad femenina específica parece derrocar la premisa feminista de que la biología no es destino. Pero ya sea que la sexualidad femenina se conforme en este caso a través de un discurso biológico por motivos meramente estratégicos,[45] o que, de hecho, se trate de un retomo feminista al esencialismo biológico, la representación de la sexualidad femenina como rotundamente diferente de una organización fálica de la sexualidad todavía es problemática. Las mujeres que no aceptan esa sexualidad como propia o que afirman que su sexualidad está en parte construida dentro de los términos de la economía fálica se quedan fuera de los términos de esa teoría, puesto que están «identificadas con lo masculino» o «no iluminadas». En realidad, no está del todo claro en el texto de Irigaray si la sexualidad se construye culturalmente, o si sólo se construye culturalmente con respecto al falo. Es decir, ¿está el placer específicamente femenino «fuera» de la cultura como su prehistoria o como su futuro utópico? Y si lo está, ¿de qué manera se puede utilizar esa noción para negociar las luchas contemporáneas de la sexualidad dentro de los términos de su construcción?

El movimiento a favor de la sexualidad dentro de la teoría y la práctica feministas ha sostenido que la sexualidad siempre se construye dentro de lo que determinan el discurso y el poder, y este último se entiende parcialmente en función de convenciones culturales heterosexuales y fálicas. La aparición de una sexualidad construida (no determinada) en estos términos, dentro de entornos lésbicos, bisexuales y heterosexuales, no es, por tanto, el signo de una identificación masculina en un sentido reduccionista.

No es el proyecto fracasado de criticar el falogocentrismo o la hegemonía heterosexual, como si una crítica política pudiera desmontar la construcción cultural de la sexualidad de la feminista crítica.

Si la sexualidad se construye culturalmente dentro de relaciones de poder existentes, entonces la pretensión de una sexualidad normativa que esté «antes», «fuera» o «más allá» del poder es una imposibilidad cultural y un deseo políticamente impracticable, que posterga la tarea concreta y contemporánea de proponer alternativas subversivas de la sexualidad y la identidad dentro de los términos del poder en sí.

Es evidente que esta labor crítica implica que operar dentro de la matriz del poder no es lo mismo que crear una copia de las relaciones de dominación sin criticarlas; proporciona la posibilidad de una repetición de la ley que no sea su refuerzo, sino su desplazamiento.

En vez de una sexualidad «identificada con lo masculino» (en la que «masculino» se utiliza como la causa y el significado irreductible de esa sexualidad), se puede ampliar la noción de sexualidad construida en términos de relaciones fálicas de poder que reabren y distribuyen las posibilidades de ese falicismo justamente mediante la operación subversiva de las «identificaciones», las cuales son ineludibles en el campo de poder de la sexualidad.

Si las «identificaciones», según Jacqueline Rose, pueden ser vistas como fantasmáticas, entonces se puede llevar a cabo una identificación que revele su estructura fantasmática. Si no se rechaza radicalmente una sexualidad culturalmente construida, lo que queda es el tema de como reconocer y «hacer» la construcción en la que uno siempre se encuentra.

¿Existen formas de repetición que no sean la simple imitación, reproducción y, por consiguiente, consolidación de la ley (la noción anacrónica de «identificación con lo masculino» que debería descartarse de un vocabulario feminista)? ¿Qué opciones de configuración de género se plantean entre las diferentes matrices emergentes y en ocasiones convergentes de inteligibilidad cultural que determinan la vida separada en géneros?

Es evidente que, en el seno de la teoría sexual feminista, la presencia de la dinámica de poder dentro de la sexualidad no es en absoluto lo mismo que la mera consolidación o el incremento de un régimen de poder heterosexista o falogocéntrico. La «presencia» de las supuestas convenciones heterosexuales dentro de contextos homosexuales, así como la abundancia de discursos específicamente gays de diferencia sexual (como en el caso de butch y femme como identidades históricas de estilo sexual), no pueden entenderse como representaciones quiméricas de identidades originalmente heterosexuales; tampoco pueden verse como la reiteración perjudicial de construcciones heterosexistas dentro de la sexualidad y la identidad gay. La repetición de construcciones heterosexuales dentro de las culturas sexuales gay y hetero bien puede ser el punto de partida inevitable de la desnaturalización y la movilización de las categorías de género; la reproducción de estas construcciones en marcos no heterosexuales pone de manifiesto el carácter completamente construido del supuesto original heterosexual.

Así pues, gay no es a hetero lo que copia a original sino, más bien, lo que copia es a copia. La repetición paródica de «lo original» (explicada en los últimos pasajes del capítulo 3 de este libro) muestra que esto no es sino una parodia de la idea de lo natural y lo original.[46]

Aunque las construcciones heterosexistas circulan como los sitios disponibles de poder/discurso a partir de los cuales se establece el género, restan las siguientes preguntas: ¿qué posibilidades existen para la recirculación?, ¿qué posibilidades de establecer el género repiten y desplazan -mediante la hipérbole, la disonancia, la confusión interna y la proliferación- las construcciones mismas por las cuales se movilizan?

Hay que tener en cuenta que no sólo las ambigüedades e incoherencias dentro y entre las prácticas heterosexuales, homosexuales y bisexuales se eliminan y redefinen dentro del marco reificado de la relación binaria disyuntiva y asimétrica de masculino/femenino, sino que estas configuraciones culturales de confusión de géneros operan como sitios para la intervención, la revelación y el desplazamiento de estas reificaciones.

Es decir, la «unidad» del género es la consecuencia de una práctica reguladora que intenta uniformizar la identidad de género mediante una heterosexualidad obligatoria. El poder de esta práctica reside en limitar, por medio de un mecanismo de producción excluyente, los significados relativos de «heterosexualidad», «homosexualidad» y «bisexualidad», así como los sitios subversivos de su unión y resignificación. El hecho de que los regímenes de poder del heterosexismo y el falogocentrismo adquieran importancia mediante una repetición constante de su lógica, su metafísica y sus ontologías naturalizadas no significa que deba detenerse la repetición en sí –como si esto fuera posible-.

Si la repetición debe seguir siendo el mecanismo de la reproducción cultural de las identidades, entonces se plantea una pregunta fundamental: ¿qué tipo de repetición subversiva podría cuestionar la práctica reglamentadora de la identidad en sí?

Si no es posible apelar a una «persona», un «sexo» o una «sexualidad» que evite la matriz de las relaciones discursivas y de poder que de hecho crean y regulan la inteligibilidad de esos conceptos, ¿qué determina la posibilidad de inversión, subversión o desplazamiento reales dentro de los términos de una identidad construida? ¿Qué alternativas hay en virtud del carácter construido del sexo y el género?

Mientras que Foucault mantiene una postura ambigua sobre el carácter concreto de las «prácticas reguladoras» que crean la categoría de sexo y Wittig parece hacer responsable de la construcción a la reproducción sexual y su instrumento -la heterosexualidad obligatoria-, otros discursos coinciden en inventar esta ficción de categorías por motivos no siempre claros ni sólidos. Las relaciones de poder que infunden las ciencias biológicas no disminuyen con facilidad, y la alianza médico-legal que aparece en Europa en el siglo XIX ha originado categorías ficticias que no podían predecirse. La complejidad misma del mapa discursivo que elabora el género parece prometer una concurrencia involuntaria y generalizada de estas estructuras discursivas y reglamentadoras. Si las ficciones reglamentadoras de sexo y género son de por sí sitios de significado muy refutados, entonces la multiplicidad misma de su construcción posibilita que se derribe su planteamiento unívoco.

Obviamente, el propósito de este proyecto no es presentar dentro de los términos filosóficos tradicionales, una ontología del género, mediante la cual se explique el significado de ser una mujer o un hombre desde una perspectiva fenomenológica. La hipótesis aquí es que el «ser» del género es un electo, el objeto de una investigación genealógica que delinea los factores políticos de su construcción al modo de la ontología.

Afirmar que el género está construido no significa que sea ilusorio o artificial, entendiendo estos términos dentro de una relación binaria que opone lo «real» y lo «auténtico». Como una genealogía de la ontología del género, esta explicación tiene como objeto entender la producción discursiva que hace aceptable esa relación binaria y demostrar que algunas configuraciones culturales del género ocupan el lugar de «lo real» y refuerzan e incrementan su hegemonía a través de esa feliz autonaturalización.

Si la afirmación de Beauvoir de que no se nace mujer, sino que se llega a serlo es en parte cierta, entonces mujeres de por sí un término en procedimiento, un convertirse, un construirse del que no se puede afirmar tajantemente que tenga un inicio o un final. Como práctica discursiva que está teniendo lugar, está abierta a la intervención y a la resignificación. Aunque el género parezca congelarse en las formas más reificadas, el «congelamiento» en sí es una práctica persistente y maliciosa, mantenida y regulada por distintos medios sociales.

Para Beauvoir, en definitiva es imposible convertirse en mujer, como si un telos dominara el proceso de aculturaeión y construcción. El género es la estilización repetida del cuerpo, una sucesión de acciones repetidas -dentro de un marco regulador muy estricto-,-. que se inmoviliza con el tiempo para crear la apariencia de sustancia, de una especie natural de ser. Una genealogía política de ontologías del género, si se consigue llevar a cabo, deconstruirá la apariencia sustantiva del género en sus acciones constitutivas y situará esos actos dentro de los marcos obligatorios establecidos por las diferentes fuerzas que supervisan la apariencia social del género.

Revelar los actos contingentes que crean la apariencia de una necesidad naturalista -lo cual ha constituido parte de la crítica cultural por lo menos desde Marx- es un trabajo que ahora asume la carga adicional de enseñar como la noción misma del sujeto, inteligible sólo por su apariencia de género, permite opciones que antes habían quedado relegadas forzosamente por las diferentes reificaciones del género que han constituido sus ontologías contingentes.

El siguiente capítulo explora algunos elementos del planteamiento psicoanalítico estructuralista de la diferencia sexual y de la construcción de la sexualidad en relación con su poder para refutar los regímenes reguladores aquí bosquejados, y también en relación con su función de reproducir esos regímenes sin criticarlos. La univocidad del sexo, la coherencia interna del género y el marco binario para sexo y género son ficciones reguladoras que refuerzan y naturalizan los regímenes de poder convergentes de la opresión masculina y heterosexista.

En el capítulo 3 se investiga la noción misma de «el cuerpo», no como una superficie disponible que espera significación, sino como un conjunto de límites individuales y sociales que permanecen y adquieren significado políticamente. Puesto que el sexo ya no se puede considerar una «verdad» interior de disposiciones e identidad, se argumentará que es una significación performativamente realizada (y, por tanto, que no «es») y que, al desembarazarse de su interioridad y superficie naturalizadas, puede provocar la proliferación paródica y la interacción subversiva de significados con género.

Así pues, este texto continúa esforzándose por reflexionar sobre si es posible alterar y desplazar las nociones de género naturalizadas y reificadas que sustentan la hegemonía masculina y el poder heterosexista, para problematizar el género no mediante maniobras que sueñen con un más allá utópico, sino movilizando, confundiendo subversivamente y multiplicando aquellas categorías constitutivas que intentan preservar el género en el sitio que le corresponde al presentarse como las ilusiones que crean la identidad.