La resistencia a la injusticia: una ética feminista del cuidado

La resistencia a la injusticia: una ética feminista del cuidado
Carol Gilligan

Con In a different voice, también yo me salí del marco. Al principio, parecía muy sencillo.
A la pregunta «¿Cómo te describirías si tuvieras que presentarte a ti misma?», una estudiante de medicina respondía:
“Esto suena un poco raro, pero creo que de un modo maternal, con todas sus connotaciones. Yo me veo en un papel de cuidadora y educadora, quizá no ahora, pero en el futuro, como médica, como madre… Me cuesta pensar en mí misma sin pensar en otras personas a mi alrededor a quienes aportar algo.”
Esta mujer no carecía de un sentido de su propia persona, pero le sonaba «raro» describirse a sí misma como una persona conectada a otras, en vez de separada de las demás. Con esto nos ponía sobre aviso de una cultura en la que se supone que el Yo es una entidad separada, así como de la diferencia entre su voz y la de otra entrevistada que responde a la misma pregunta diciendo: «Me describiría como una persona entusiasta, apasionada y ligeramente arrogante. Soy una persona con preocupaciones, comprometida, pero ahora mismo estoy muy cansada porque anoche no dormí lo suficiente»3.
Dos voces distintas: una habla de relaciones cuando se describe a sí misma; la otra, no.

Al final resultó que no era tan fácil salirse del marco. El esquema de referencia regresaba una y otra vez como un ordenador que se reinicia: los hombres son autónomos y las mujeres viven en relaciones; los hombres son racionales, y las mujeres, sentimentales; los hombres son heroicos, y las mujeres, ángeles de la guarda; los hombres son justos, y las mujeres, bondadosas. ¿De dónde venía este marco? ¿Qué lo sujetaba?

Hasta que no vi a los niños entrar en el marco y me di cuenta de lo que estaba en juego no empecé a atisbar el contorno de una nueva estructura de referencia. Entonces, comencé a plantearme otras preguntas y a centrarme en la relación entre psicología y cultura, en la interacción entre nuestros dos mundos, el interior y el exterior. Me llamaron la atención la capacidad de los niños de ofrecer resistencia a una autoridad falsa y también los indicios de una disociación —nuestra capacidad para sacar del estado consciente fragmentos de nuestra experiencia de modo que podamos conocer y también desconocer lo que realmente sabemos.
En esta conferencia voy a plantear tres cuestiones:
1. Teniendo en cuenta el valor que representa el cuidado y el precio que supone la ausencia del mismo, ¿por qué sigue amenazada la ética del cuidado?
2. ¿Qué se discute realmente en el debate académico entre justicia y cuidado?
3. ¿Qué relación tiene todo esto con las mujeres y, de manera más general, con la vida de la gente? ¿Siguen siendo tan importantes las voces de las mujeres a la hora de llamar la atención sobre este tema?
La ética del cuidado apremia ahora incluso más que hace treinta años, cuando escribí por primera vez sobre este tema. Vivimos en un mundo cada vez más consciente de la realidad de la interdependencia y del precio que acarrea el aislamiento. Sabemos que la autonomía es ilusoria —las vidas de la gente están interrelacionadas. Como dijo Martin Luther King, «Estamos atrapados en una red ineludible de reciprocidad, ligados en el tejido único del destino. Cuando algo afecta a una persona de forma directa, afecta indirectamente a todas»4.
Conocemos mejor el trauma y cómo puede alterar nuestra neurobiología y afectar a nuestra psicología hasta el punto de causar una pérdida de la voz y de la memoria y, por tanto, de la capacidad de narrar nuestra propia historia verazmente.
En el cuento El traje del emperador, es un niño pequeño quien revela la desnudez del emperador. En la novela de Hawthorne La letra escarlata, Perla, a sus siete años, ve lo que las matronas y los puritanos no son capaces de discernir: la conexión entre su madre y el clérigo. En mi investigación, fue una niña de once años quien respondió a mi afirmación de «esta entrevista queda sólo entre tú y yo» añadiendo «y tu grabadora». Cuando le expliqué que la cinta sólo la escucharían otros miembros del equipo de investigación, me preguntó: «Entonces, ¿por qué no entran todos en la habitación?».
Las preguntas eran problemáticas. Necesitaba que aceptara sin más lo que le estaba diciendo para poder continuar con mi trabajo, y de hecho se sometió a mis condiciones y eligió el seudónimo que quería que usáramos en el estudio.
Pero a partir de entonces empezó a sonar deprimida. El precio de mantener la relación conmigo era callar —no decir lo que veía— y simular —actuar como si lo que le había dicho tuviera sentido.
No podía seguir trabajando así. Al ceñirme a las convenciones existentes en el campo de la investigación psicológica, estaba pidiendo a niños que simularan no saber lo que en realidad sabían y estaba ignorando yo misma la evidencia.
En una clase de quinto curso de primaria, durante las fiestas de Halloween, observé que las niñas de diez años fijaban la vista en las ventanas o en el techo mientras su profesora les leía un cuento detrás de otro en que se estrangulaba o se maltrataba de algún otro modo a una mujer. Le tenían cariño a la maestra y sabían que no quería que se dieran cuenta de ese detalle. La resistencia que me llamó la atención era la resistencia a la disociación.
Al transformarse en mujeres, las chicas eran conscientes de las presiones que existían para que se ajustaran a maneras de ver y de hablar que exigían descartar sus propias percepciones y desconfiar de su propia experiencia, pero también las resistían. Al explorar la resistencia de estas chicas, vi que suponía un desafío a un proceso de iniciación sancionado por la cultura e impuesto por la sociedad. Desde muchos puntos de vista, admirar el traje del emperador y no ver que el clérigo de la novela de Hawthorne, quien profesaba amar la verdad, «vivía una mentira», como él mismo reconocía, era una medida adaptativa que podría considerarse incluso indispensable.
No me había dado cuenta de que la palabra «patriarcado» aparecía en repetidas ocasiones a lo largo de La letra escarlata. Había leído la novela como tragedia de amor y como parábola sobre las consecuencias del pecado. Pero ahí estaba el patriarcado, impreso en la página: «privilegio patriarcal», «figura patriarcal», «cuerpo patriarcal», junto con la confesión:
“Yo solía observar y estudiar su figura patriarcal (el padre de la Aduana), con más curiosidad que la de cualquier forma humana que hubiese visto nunca. Era, en verdad, un raro fenómeno, tan perfecto desde cierto punto de vista, tan superficial, tan contradictorio, tan impalpable y de una nulidad tan absoluta desde todos los demás.”
Hasta entonces, había asociado el patriarcado con la antropología y el estudio de tribus antiguas, además de con un tipo de feminismo que veía a los hombres como monstruos. Sin embargo, al escribir con mi hijo una obra de teatro inspirada en La letra escarlata y al convertir el guión en un libreto para una ópera titulada Perla, a ambos nos sorprendió la clarividencia de Hawthorne sobre lo que se suele pasar por alto acerca del dilema americano: la tensión entre la visión radical protestante de unas relaciones sin mediación alguna con Dios, a quien se puede rendir culto cualquiera y en cualquier lugar —en casa, en el bosque o en la iglesia—, y la perpetuación de una jerarquía clerical exclusivamente masculina; entre la visión de una sociedad democrática, la «ciudad resplandeciente» de la colina, y la continuación del privilegio y el poder patriarcal. En un aria de la ópera, nos preguntábamos: «Si Dios es amor, ¿cómo puede ser pecado amar?».
El patriarcado es la antítesis de la democracia, pero también se encuentra en tensión con el amor. Al final de su novela, a todos los que acudían en busca de consejo o consuelo, Hester Prynne confesaba su firme convicción de que «en alguna época mejor en que el mundo llegase a su madurez y en que el reino de los cielos imperase, se revelaría una nueva verdad, para establecer un nuevo vínculo entre el hombre y la mujer sobre una base más firme de felicidad mutua».
En su primera aparición ante el Congreso, el presidente Obama habló de dejadez —y de sus consecuencias en la sanidad, la educación, la economía y el planeta— y de la necesidad de sustituir la actual ética del beneficio propio por una ética del cuidado y de la responsabilidad colectiva. Durante la campaña, pronunció un discurso conmovedor en el que instaba a los americanos a comprender y luego a dejar atrás diálogos tan antiguos como amargos sobre la raza. Pero este alegato no estuvo acompañado por otro a favor de un nuevo diálogo sobre el género. ¿Por qué? ¿Por qué sigue amenazada la ética del cuidado? ¿De qué va realmente el debate entre justicia y cuidado? ¿Qué relación tiene todo esto con las mujeres y, de manera más general, con la vida de la gente?
Los estudios sobre el desarrollo de las chicas, junto con un estudio realizado con niños y una investigación nueva sobre la infancia, han arrojado luz sobre las facultades relacionales del ser humano. Los niños pequeños escudriñan el mundo humano que los rodea, experimentan emociones y pensamientos, tanto propios como ajenos, y los interpretan.
Los hallazgos empíricos sobre el desarrollo convergen con nuevos descubrimientos en los campos de la neurobiología y la antropología evolutiva en la demostración de que, en ausencia de trauma o lesión cerebral, nuestros sistemas nerviosos conectan las emociones con el pensamiento, y que la facultad de comprensión mutua —de empatía, telepatía y cooperación— forma parte de nuestra historia evolutiva y es fundamental para la supervivencia de la especie. Como observó recientemente Alison Gopnik:
Creíamos que los bebés y los niños pequeños eran irracionales, egocéntricos y amorales; que su pensamiento y experiencia eran concretos, inmediatos y limitados. Sin embargo, los psicólogos y los neurocientíficos han descubierto que los bebés no sólo aprenden más, sino que imaginan más, cuidan más y experimentan más de lo que creeríamos posible. En cierto modo, los niños pequeños son más listos, imaginativos, bondadosos e incluso conscientes que los adultos5.
Al parecer, la historia que habíamos estado contando sobre nosotros mismos era falsa.
En El nacimiento del placer, me planteaba esta pregunta: ¿cómo llegamos a perder el conocimiento de lo que sabemos? ¿Por qué nos atraen las historias de amores trágicos? Las voces de las adolescentes en entornos contemporáneos—de las chicas que participaron en mis estudios— recordaban a las voces de las jóvenes de las novelas y las obras de teatro escritas en épocas y culturas muy distintas.
Antígona e Ifigenia, la Viola de Noche de Reyes y la Miranda de La tempestad. Son todas chicas con voces sinceras y valientes, que contestan al padre, que cuestionan la voz de la autoridad. Antígona desafía la decisión de Creonte de dejar el cuerpo de su hermano sin sepultura; Ifigenia acusa a Agamenón de locura por pensar en sacrificarla y cuestiona una cultura que da más valor al honor que a la vida; Viola enseña a amar a Orsino, y Miranda pregunta a Próspero: «¿Tu motivo para desatar esta tempestad?» y «¿No tenía yo cuatro o cinco mujeres atendiéndome?» ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Y dónde están las mujeres?
En el pasaje bíblico sobre la expulsión del Paraíso, Eva come del fruto prohibido y se lo ofrece a Adán, el fruto del árbol de la ciencia, del bien y del mal. Se trata de una historia sobre el saber moral. Dios expulsa a Adán y a Eva del Paraíso. Desde entonces, se ganarán el pan con el sudor de la frente. Pero Dios también ata el deseo de Eva al de Adán, de modo que, a partir de entonces, sólo querrá lo que él quiera y sólo sabrá lo que él sepa: «desearás a tu marido y él te dominará”.
Dios está por encima de Adán; Adán, a su vez, por encima de Eva, y la serpiente se encuentra abajo del todo. La palabra «patriarcado» significa jerarquía, el gobierno de los sacerdotes, donde el hieros, el sacerdote, es un pater, un padre: la voz de la autoridad moral.
Con El nacimiento del placer, situé mis estudios del desarrollo en un marco histórico y cultural más amplio. Lo que se había calificado de desarrollo —la separación del Yo y las relaciones, de la mente y el cuerpo, del pensamiento y la emoción— era un proceso de iniciación que exigía la disociación.
Al escuchar a las chicas narrar sus experiencias en el paso a la edad adulta, me enteré de sus dilemas entre saber y no saber. ¿Podían decir lo que veían, escuchar lo que oían, ser conscientes de lo que sabían y vivir en relación con otros? Si no decían lo que sentían y pensaban, entonces no se encontraban en una relación con otros.
En un estudio con hombres y mujeres que habían llegado a un punto muerto en su relación de pareja, descubrí que era posible abrir camino entre la maleza escuchando en las mujeres la voz sincera y valiente de la niña de once años y, en los hombres, la voz franca y emocionalmente inteligente del niño de cuatro años. Escribí El nacimiento del placer para demostrar que poseemos un mapa de resistencia en forma de una narrativa muy antigua.
El mito de Psique y Cupido cuenta una historia de amor destinada a la tragedia que se convierte en otra que acaba en un matrimonio justo y equitativo y en el nacimiento de una hija llamada Placer. La semilla de la transformación se encuentra entre nosotros.
El modelo binario y jerárquico del género es el ADN del patriarcado, la base sobre la que se erige el orden patriarcal. Ser hombre significa no ser mujer, ni parecerlo, y estar encima. En The Deepening Darkness6, observé, junto a David Richards, que lo que excluye el patriarcado es el amor entre iguales, por lo que hace imposible la democracia, que se funda en dicho amor y en la libertad de expresión que fomenta.
Me incorporé al debate en torno a las mujeres y la moralidad en los años setenta, en el momento más álgido del movimiento feminista. Entrevisté a mujeres embarazadas que se planteaban la posibilidad de abortar justo después de que el Tribunal Supremo de Estados Unidos diera una voz decisiva a las mujeres en el caso de Roe contra Wade, y las escuché calificar lo que querían hacer (ya fuera tener el niño o abortar) de «egoísta», mientras que consideraban bueno hacer lo que los otros querían que hicieran. Recuerdo a Nina diciéndome que iba a abortar porque su novio quería terminar la carrera de derecho y dependía del apoyo que ella le daba.
Cuando le pregunté qué quería hacer ella, me miró con cara de sorpresa: «¿Qué tiene de malo hacer algo por alguien a quien quieres?». «Nada», le contesté, y repetí mi pregunta. Después de varias iteraciones de esta misma conversación, con la palabra «egoísta» resonándome en los oídos, empecé a preguntar a las mujeres: «Si es bueno sentir empatía hacia los otros y responder a sus deseos y preocupaciones, ¿por qué es egoísta responder a ti misma?».
Y en ese momento histórico, una mujer tras otra respondía: «Buena pregunta».
Las mujeres estaban sometiendo a escrutinio la moralidad que les había ordenado volverse «abnegadas» en nombre de la bondad, teniendo en cuenta que esa abnegación implicaba la abdicación de la voz y la elusión de la responsabilidad y la relación. No era sólo algo problemático desde el punto de vista moral, sino también incoherente desde una perspectiva psicológica: estar en una relación significa estar presente, no ausente. El sacrificio de la voz era un sacrificio de la relación.
Después de escuchar a estas mujeres, establecí una distinción crucial para comprender la ética del cuidado. En un contexto patriarcal, el cuidado es una ética femenina. Cuidar es lo que hacen las mujeres buenas, y las personas que cuidan realizan una labor femenina; están consagradas al prójimo, pendientes de sus deseos y necesidades, atentas a sus preocupaciones; son abnegadas.
En un contexto democrático, el cuidado es una ética humana. Cuidar es lo que hacen los seres humanos; cuidar de uno mismo y de los demás es una capacidad humana natural. La diferencia no estaba entre el cuidado y la justicia, entre las mujeres y los hombres, sino entre la democracia y el patriarcado. Cuando escribí In a different voice, describí el desarrollo moral de las mujeres en forma de progresión de un interés por el Yo a una preocupación por el prójimo y de ahí a una ética del cuidado que abarcaba al Yo y al prójimo.
En el marco conceptual dentro del cual trabajaba, el desarrollo moral se veía como el paso del pensamiento pre-convencional al convencional, y del convencional al post-convencional. Para las mujeres, suponía la transición de la maldad (egoísmo) a la bondad (abnegación), y de ahí a la verdad, a raíz del reconocimiento de que tanto el egoísmo como la abnegación son retiradas de las relaciones y suponen restricciones al cuidado.
La escolar de once años Amy, la única niña tratada con detenimiento en el libro, fue la primera que me llevó a cuestionar este marco. La oposición entre egoísmo y abnegación no condicionaba la noción que tenía de sí misma ni su manera de pensar en temas de moralidad. No era capaz de trazar una línea que conectara la voz de Amy con la de las mujeres del libro. El problema con el que estaban lidiando simplemente no era un problema para Amy. Amy estaba fuera del marco.
La comprensión mutua —una estructura horizontal— es intrínsecamente democrática. Para convertir lo horizontal en vertical, con superiores e inferiores, resulta imprescindible que se produzcan varias escisiones. Si la facultad de comprensión mutua —empatía, telepatía y cooperación— es innata, como confirman ahora los hallazgos en los campos de la psicología del desarrollo, la neurobiología y la antropología evolutiva, esta capacidad se debe romper o, como mínimo, relegarse a la periferia.
Este es el objetivo del proceso de iniciación al patriarcado que, de tener éxito, instala en la psique elementos ajenos a la naturaleza humana.
Los niños y las niñas dotados de una mayor resiliencia lograrán resistir a las presiones a las que se les somete para que separen la mente del cuerpo, el pensamiento de las emociones, la noción de sí mismos de las relaciones. Son presiones que piden enterrar la voz honesta, una voz que supuestamente no existe en nuestra cultura posmoderna.
En este contexto, a la gente le resulta difícil saber lo que el cuerpo y las emociones conocen sin sentirse perdidos. Y decir lo que saben puede causar problemas tanto a otros como a sí mismos.
Anna, una alumna de catorce años, escribió dos redacciones sobre la leyenda del héroe: «una es una leyenda cursilona, y la otra, la que en realidad quería escribir». Entregó las dos redacciones junto con una nota en la que explicaba a la profesora sus motivos. «Me puso sobresaliente en la normal. Le entregué la otra porque tenía que escribirla. Estoy un poco cabreada».
Siendo testigo de cómo su padre y su hermano recurrían a la fuerza bruta en momentos de frustración, Anna se había dado cuenta de que la necesidad de parecer heroicos podía llevar a los hombres a ocultar su vulnerabilidad con la violencia. Desde esta perspectiva, la leyenda del héroe le parecía comprensible, pero peligrosa.
Al optar por discrepar abiertamente con su profesora y por no vender su mente ni «cometer adulterio cerebral»7, como diría Virginia Woolf, Anna se volvía insumisa. Su profesora le parecía «estrecha de miras» por ceñirse rígidamente al concepto de héroe de Joseph Campbell como alguien «que fue y salvó a toda la humanidad». Al contemplar a este héroe desde otra perspectiva, Anna dijo que tenía que escribir la redacción: «Tenía que escribirla para explicárselo, ¿entiendes? Para que comprendiera».
Anna, de familia obrera, veía el marco en que se encuadraban los mundos que habitaba. Con gran dolor, se había dado cuenta de las contradicciones que había en la postura de su colegio privado en cuanto a las diferencias económicas —dónde había dinero y dónde no—, de los límites de la meritocracia a la que se adhería. Al darse cuenta de las contradicciones, se obsesionó con la diferencia entre la realidad de las cosas y el nombre que recibían, y jugaba con la provocación de tomárselo todo al pie de la letra en su esfuerzo por llamar las cosas por su nombre.
Un año más tarde, a los quince, Anna empezó a plantear preguntas literales sobre el orden que no se cuestionaba en el mundo que la rodeaba: preguntas sobre la religión y sobre la violencia. «En el arca de Noé tendría que haber habido un montón de pienso para los animales, ¿no?». Era consciente de que sus preguntas no eran del agrado de muchas de sus compañeras y de que sus opiniones provocaban a menudo un gran silencio. En medio de una discusión muy acalorada en clase, se dio cuenta de toda la gente que no hablaba:
«Había un montón de gente que no hacía más que escuchar, sin moverse».
La relación de Anna con su madre parecía fundamental para su resiliencia. La intimidad con su madre y la franqueza de sus conversaciones eran en ocasiones dolorosas. Anna sentía que los sentimientos de su madre la «corroían», y a veces le resultaba difícil saber lo que sentía u opinaba. Se daba cuenta de que el punto de vista de su madre no era más que uno, y no sabía hasta qué punto exageraba. Aún así, veía que gran parte de lo que decía era verdad.8
En uno de los hallazgos más concluyentes en el campo de la psicología, los estudios sobre niños y niñas resilientes han demostrado una y otra vez que la mejor protección frente a una situación de estrés consiste en contar con una relación de confianza; es decir, una relación en la que el menor pueda decir lo que piensa y lo que siente. Además de a su madre, Anna tenía unas cuantas amigas con las que podía hablar y que la entendían, aunque no eran muchas.
Anna era la directora del periódico del colegio, una alumna de sobresaliente que cantaba en un coro y que consiguió una beca para ir a la prestigiosa universidad de su elección. Anna ilustra la posibilidad de ejercer una resistencia sana que se trata, además, de una resistencia política. Esta chica encontró un canal eficaz que le permitía expresar lo que sabía, denunciar la verdad ante el poder y moverse por los mundos de su colegio y su familia, no sin conflicto, pero de un modo que no ponía en peligro su futuro.
Respondemos entonces a la primera pregunta: la ética feminista del cuidado está amenazada porque el feminismo está amenazado. Las guerras culturales de Estados Unidos han hecho aflorar las continuas tensiones que existen en el seno de la sociedad americana entre el compromiso con las instituciones y los valores democráticos y el mantenimiento del privilegio y del poder patriarcales.
Las tensiones entre una ética feminista y una ética femenina del cuidado se han manifestado en los recientes debates sobre la asistencia sanitaria. Como bien observó mi amigo y politólogo Stephen Holmes, la asistencia sanitaria, propia del género femenino, se consideraba demasiado cara y no responsabilidad del Estado (carga que, presumiblemente, asumirían las mujeres y aquellos que realizan labores femeninas), mientras que el gasto militar y Wall Street (propios del género masculino) recibían una vía relativamente libre.
Diversos movimientos cuestionaron estas construcciones patriarcales de la masculinidad y la feminidad en los años sesenta: el antibélico, el feminista y el de liberación gay. Ser hombre no significaba necesariamente hacerse soldado ni prepararse para la guerra; ser mujer no exigía ser madre ni prepararse para tener hijos y cuidarlos. Las sexualidades y las familias podían adoptar formas muy diversas. Pero mientras que el aborto, el matrimonio homosexual y la guerra se convertían en temas candentes de la política americana, quedó claro que estos avances se enfrentaban a otros esfuerzos encaminados a restituir las estructuras patriarcales y a imponer la ley del padre. George W. Bush lo expresó con estas palabras: «Yo soy quien decide».
Con esto llegamos a la llamada «polémica Kohlberg-Gilligan». Quisiera reiterar un punto fundamental: el cuidado y la asistencia no son asuntos de mujeres; son intereses humanos. Para ver este debate tal y como es, no hay más que mirar a través de la óptica del género: la justicia se coloca junto a la razón, la mente y el Yo —los atributos del «hombre racional»—, y el cuidado, junto a las emociones, el cuerpo y las relaciones —las cualidades que, como las mujeres, se idealizan a la vez que se menosprecian en el patriarcado.
Aunque no se suele reconocer el encuadre patriarcal de este debate, el modelo binario y jerárquico del género llama la atención de quien escucha. Con esta división de la moralidad por razón de género, la masculinidad ofrece fácilmente un pasaporte al descuido y la desatención, defendidos en nombre de los derechos y la libertad, mientras que la femineidad puede implicar una disposición a renunciar a derechos a fin de preservar las relaciones y mantener la paz. Pero es absurdo sostener que los hombres no se interesan en los demás y que las mujeres no tienen sentido de la justicia.
Identifiqué una voz diferente no a través del género, sino del tema. La diferencia refleja la unión de lo que el patriarcado fragmenta: el pensamiento y la emoción, la mente y el cuerpo, el Yo y las relaciones, los hombres y las mujeres. Al deshacer las rupturas y las jerarquías patriarcales, la voz democrática expresa normas y valores democráticos: la importancia de que todos tengamos una voz y que esa voz sea escuchada, por derecho propio y en sus propios términos, y atendida con integridad y respeto. Las voces diferentes, en lugar de poner en peligro la igualdad, son imprescindibles para la vitalidad de una sociedad democrática.
La asociación entre una voz atenta y las mujeres de mi investigación fue una observación empírica que admitía excepciones (no todas las mujeres son atentas y cuidadosas) y en absoluto limitada a las mujeres (el cuidado es una facultad humana).
Sin embargo, por razones que pasaré a exponer en breve, las mujeres están mejor preparadas para resistirse a la separación entre la noción de sí mismas y la experiencia de las relaciones y para integrar el sentimiento con el pensamiento.
Cuando se considera buena a la mujer relacional, y agente moral de principios al hombre autónomo, la moralidad sanciona y refuerza los códigos del género de un orden patriarcal. En la cultura del patriarcado, tanto manifiesta como encubierta, la voz diferente suena femenina. Cuando se escucha por derecho propio y en sus propios términos, no es más que una voz humana.
Como ética relacional, el cuidado aborda tanto los problemas de la opresión como los del abandono. Cuando escuchamos a niños y niñas, oímos sus gritos: «No es justo»; «No te importo». Teniendo en cuenta que los niños son más débiles que los adultos y dependen de su cuidado para la supervivencia, el interés por la justicia y el cuidado forma parte integral del ciclo vital humano. Los problemas psicológicos surgen cuando la gente no puede decir lo que siente en lo más profundo de su ser, o expresar lo que le parece más real y verdadero.
A sus diecisiete años, Gail reflexiona: «Tiendo a guardarme lo que pienso, lo que me preocupa y todo lo que se interpone ante mi idea de lo que debería ser; me lo meto dentro, como una esponja que lo absorbe todo». El proceso de iniciación al patriarcado se guía por el género y se impone con las armas de la deshonra y la exclusión. Los signos delatores son una pérdida de la voz y de la memoria que pone en peligro nuestra capacidad de vivir en relación con nosotros mismos y con los demás. Así pues, la iniciación de menores al orden patriarcal deja un legado de pérdida y algunas de las cicatrices que asociamos al trauma.
Becka, de doce años, una de las chicas que aparece en Meeting at the Crossroads, un libro sobre la psicología de las mujeres y el desarrollo de las niñas que escribí junto con Lyn Mikel Brown, habla de perder su noción de sí misma:
No estaba contenta, ni estaba segura de mí misma… No estaba… conmigo, ni estaba pensando en mí misma. Sólo quería tener este grupo de amigos… Estaba perdiendo la confianza, perdiéndome de vista, ya no me reconocía a mí misma9.
Al final del bachillerato, los chicos de los estudios de Way hablaban de perder a los amigos íntimos, aquellos con los que compartían los secretos. Nick, un alumno del último año, decía: «Ahora no tengo intimidad con nadie».
No es de extrañar que estos momentos en el desarrollo en los cuales las chicas hablan de no reconocerse a sí mismas, y los chicos de volverse estoicos e independientes en el terreno emocional, se caractericen por muestras de sufrimiento psicológico.
Son momentos en que los chicos y las chicas sienten una gran presión para interiorizar el modelo binario y jerárquico del género con la idea de convertirse en una mujer buena («lo que debería ser») o de hacerse hombre. Pero esta inducción a los códigos y los guiones del género patriarcal sucede a una edad más temprana en la vida de los niños, alrededor de los cuatro o cinco años.
En su próximo libro, When Boys Become Boys, Judy Chu describe el grado de atención, locuacidad, autenticidad y franqueza de los niños de cuatro y cinco años en sus relaciones con ella y entre unos y otros. Pero a medida que sigue el paso de los niños desde el preescolar hasta el primer año de primaria, asiste a su transformación gradual en niños más desatentos, menos expresivos, más falsos e indirectos entre sí y con ella. Se convierten en «chicos»10.
Las chicas disponen de más margen para cruzar el modelo binario del género, hasta llegada la adolescencia. Entonces es cuando se enfrentan a la división entre niñas buenas y malas, y también a un modelo de la realidad construido desde hace siglos principalmente por hombres, en el que la experiencia humana y la condición humana se interpretan en gran medida desde un punto de vista masculino. Tienen que hacer frente a una crisis de conexión, de vínculo: ¿cómo mantener el contacto consigo mismas, ser conscientes de su propia experiencia y respetar sus ideas, y a la vez mantener el contacto con el mundo que las rodea?
En Deep Secrets, Niobe Way describe una crisis parecida entre los chicos en los últimos años de bachillerato. En la primera adolescencia, con el despertar de la subjetividad y el renacimiento del deseo de intimidad emocional, los chicos describen amistades estrechas con otros chicos —amistades en las que comparten secretos. Justin, un chico de quince años, dice de su mejor amigo:
[Mi amigo y yo] nos queremos… no hay más… porque es algo muy hondo que tienes dentro y no se puede explicar. Es como si supieras que esa persona es esa persona… Creo que en la vida, a veces dos personas se entienden muy bien y se tienen confianza, respeto y cariño. Es una cosa que simplemente pasa, es parte del ser humano.
Pero hay otra cosa que «simplemente pasa» y que Justin describe dos años más tarde, en su último curso de bachillerato. Como la mayoría de los chicos de los estudios de Way, ya no tiene ningún amigo íntimo. A la pregunta de cómo han cambiado sus amistades, contesta:
No sé, quizá no mucho, pero creo que el que era tu mejor amigo pasa a ser un colega, y luego los colegas son amigos sin más, y luego los amigos sin más acaban siendo conocidos… Si hay distancia, si es normal o lo que sea…, pues yo qué sé, pero pasa, quieras o no11.
Lo que pasa, como demuestra Way, es que los chicos han interiorizado un modelo binario del género, junto con la homofobia que socava la confianza de los chicos en sus compañeros y que convierte el deseo de cercanía emocional y de amistades íntimas en algo propio de chicas u homosexuales. La historia falsa es la que se escribe después de que esto sucede —una historia narrada, por así decirlo, después de la caída. La disociación ya se ha producido y la historia se reescribe. Cuando esto sucede, las mujeres se olvidan de la voz sincera y valiente de la niña de once años que dice, «Mi casa está empapelada de mentiras», o lo oyen como una estupidez o una grosería.
Los hombres no recuerdan la franqueza y la inteligencia emocional del niño de cuatro años que pregunta a su madre, «Mama, ¿por qué sonríes si estás triste?», o del de cinco años que dice a su padre, «Te da miedo de que si me pegas, cuando sea mayor yo también voy a pegar a mis niños», o del de quince que dice que, sin un amigo del alma, alguien a quien le puedes contar los secretos, «Te vuelves loco».
Desde este punto de vista, resulta más fácil comprender la tenacidad de los códigos y las costumbres patriarcales, incluso en sociedades comprometidas con las instituciones y los valores democráticos. Las estructuras de dominación se vuelven invisibles porque han sido interiorizadas. Una vez incorporadas en la psique, no parecen manifestaciones de la cultura sino parte de la naturaleza, de nosotros mismos.
Entre los cinco y los siete años, aproximadamente, en la época en que se produce la iniciación de los niños y su transformación en un «machote» o un «chico como Dios manda», el momento en que los niños cruzan las fronteras del género y se les llama niñas o mariquitas o cobardes o niños de mamá, abundan los casos de trastornos del habla y del aprendizaje, de problemas de atención y diversas formas de desconexión o de comportamiento descontrolado.
Los niños muestran más signos de depresión que las niñas hasta la adolescencia, momento en que comienza la iniciación de éstas, junto a prácticas a menudo viciosas de inclusión y exclusión. Durante la adolescencia es cuando la resiliencia de las chicas se encuentra bajo una mayor amenaza y se produce repentinamente una incidencia elevada entre las niñas de depresión, trastornos de la alimentación, autolesión u otros comportamientos destructivos. En los últimos años de bachillerato, cuando Nick decía, «Ahora no tengo intimidad con nadie», la tasa de suicidios aumenta rápidamente entre los chicos, lo mismo que la tasa de homicidios.
Con esto llegamos a la última de las preguntas que planteaba: ¿por qué las mujeres? ¿Siguen siendo las voces de las mujeres cruciales a la hora de llamar la atención sobre estos temas? No es una cuestión de esencialismo. Las mujeres no son esencialmente diferentes de los hombres en cuanto a sensibilidad o inteligencia emocional; ni son todas las mujeres iguales.
Como tampoco se trata de un problema en sí mismo de socialización. Más bien es la edad más tardía de iniciación de las niñas a la vida bajo las leyes del padre, con su modelo binario y jerárquico del género. Las mayores capacidades cognitivas en la adolescencia, junto con una mayor variedad de experiencia, implican que las chicas son más propensas a ver el desfase entre la realidad de las cosas y la versión que se da de las mismas.
Por tanto, las mujeres son más proclives a reconocer la falsedad de la narrativa patriarcal, en la que además tienen un menor interés. Sarah Blaffer Hrdy, reflexiona así sobre sus descubrimientos en el campo de la antropología evolutiva: «Las ideologías patriarcales que se centraban en la castidad de las mujeres y en la perpetuación y el aumento del linaje masculino debilitan la tradición de dar prioridad al bienestar de los menores».
Observa que la familia nuclear no es ni tradicional ni original desde el punto de vista evolutivo; hemos evolucionado como «criadores colectivos»; ni la familia nuclear ni el cuidado exclusivo de la madre se encuentran en nuestra codificación genética, pero sí lo están las familias extendidas y la comprensión mutua, que son fundamentales para la supervivencia de la especie humana. Teniendo en cuenta los avances médicos y las distintas condiciones sociales, a Hrdy le preocupa que…
Si la empatía y la comprensión se desarrollan únicamente bajo determinadas condiciones de crianza, y si una proporción cada vez mayor de la especie no se encuentra con estas condiciones, pero aun así sobrevive y se reproduce, poco importará lo valiosas que fueran las bases para la cooperación en el pasado. La compasión y la cuestión del vínculo emocional desaparecerán lo mismo que la vista en los peces de las cavernas12.
Hrdy cita estudios que muestran que las condiciones óptimas para criar hijos y fomentar sus capacidades de empatía y comprensión son aquellas en que éstos disponen de al menos tres relaciones próximas y seguras (del sexo que sean), lo que implica tres relaciones que transmiten claramente el mensaje:
«Te vamos a cuidar, pase lo que pase». Sandra Laugier, filósofa moral que ha escrito sobre la ética del cuidado, observa que «las teorías del cuidado, como muchas de las teorías feministas radicales, padecen de falta de reconocimiento… porque a diferencia de los enfoques generales de “género”, una ética del cuidado auténtica no puede existir sin una transformación social»13.
En la transformación que imagina, la ética del cuidado se desprende de su posición subordinada dentro de un esquema basado en la justicia. Al dejar de considerarse una cuestión de obligaciones especiales o de relaciones interpersonales, se reconoce como lo que es: fundamental para la supervivencia humana.
En The Testament of Mary, el novelista irlandés Colm Tóibín se imagina a la Virgen María de anciana, viviendo sola en la ciudad de Éfeso, muchos años después de la crucifixión de su hijo y aún empeñada en comprender los sucesos que se convirtieron en la narrativa del Nuevo Testamento y de la fundación del Cristianismo. Los autores del Evangelio son sus guardianes, le procuran refugio y alimento y la visitan a menudo con la intención de que su historia se ajuste a la de ellos. María no acepta que su hijo sea el Hijo de Dios, ni que el «grupo de inadaptados que congregó a su alrededor, hombres que no mirarían a una mujer a los ojos», fueran sus santos discípulos. Se condena sin piedad por abandonar a su hijo para salvar su vida propia, en vez de permanecer a los pies de la Cruz hasta su muerte. Al final de la novela, dice: «Yo estuve allí». Y luego oímos su veredicto:
Huí antes de que acabara, pero si quieres testigos, yo soy uno, y te digo ahora que, cuando dices que salvó al mundo, yo te diré que no merecía la pena. No merecía la pena14.
En un artículo escrito para The New York Times, «Our Lady of the Fragile Humanity», Tóibín reflexionaba sobre su proyecto. «Quería darle una voz, dejarla hablar… Quería crear una mujer mortal, alguien que ha vivido en el mundo. Su sufrimiento tenía que ser real; su memoria, exacta; su tono, urgente». Tenía que imaginar la vida de María —la casa donde vivía, el tono de su voz. Las fuentes —los cuatro evangelios— «no solían ser de gran ayuda. Tenía que crear su versión de la historia. Tenía que encontrar su voz y seguirla, respetarla, pero también blandirla y moldearla».
Esta gran proeza de la imaginación adoptó primero la forma de obra de teatro, interpretada en una producción de taller en el Festival de Teatro de Dublín. Tóibín recordaba: «Jamás olvidaré el silencio del teatro cuando el público se dio cuenta de que Mullen, la figura sobre el escenario, era la Virgen María en toda su humanidad».
Más tarde reescribió el texto, lo amplió y lo publicó en forma de novela. Para la producción de esta primavera en Broadway, retomó la obra de teatro original y la reescribió, «con unas imágenes más austeras, una voz más urgente y cargada de dolor humano»15. El estreno tuvo lugar a mediados de abril y, después de diecisiete representaciones, la obra se clausuró.
Asistí a la última función y recuerdo el silencio que reinaba en la sala cuando cayó el telón. Las últimas palabras de la obra —«No merecía la pena»— permanecían en ese silencio. Son las palabras más radicales que jamás haya oído pronunciar sobre un escenario.
¿Qué sucedería si las madres de los hombres, entre las que me incluyo, concluyeran que el sacrificio de sus hijos por salvar al mundo, o por vivir una u otra versión de la leyenda del héroe, no merece la pena? En la novela de Tóibín, los escritores del Evangelio se marchan, y en los últimos párrafos, María reflexiona así:
Se marcharon esa noche en una caravana, camino de las islas, y en la manera y el tono advertí un nuevo distanciamiento, algo parecido al miedo, aunque quizá más próximo a la pura exasperación. Pero me dejaron dinero y provisiones y con la sensación de que seguía bajo su protección. Me fue fácil mostrarme amable. No son tontos. Me parece admirable su determinación, la precisión de sus planes, su dedicación… Les irá bien, triunfarán, y yo moriré… El mundo se ha aflojado, como una mujer que se prepara para irse a la cama y deja que el pelo le caiga sobre los hombros. Y yo susurro las palabras, porque sé que las palabras son importantes, y sonrío mientras las pronuncio ante las sombras de los dioses de este lugar, que permanecen en el aire para guardarme y escucharme16.
Comencé a trabajar en la ética del cuidado con el objetivo de descifrar las voces de las mujeres cuando sus conceptos del Yo y de la moralidad no encajaban en los cajones mentales dominantes. Quería demostrar que lo que se había calificado de debilidad propia de mujeres o se había percibido como una limitación a su desarrollo, se podía interpretar en cambio como virtud humana. Ahora reconocemos el valor de la inteligencia emocional, una inteligencia que une el sentimiento con el pensamiento, que procura estar todo lo despierta que puede, al tanto de cuanto sucede, consciente de donde pisa, receptiva y responsable, que cuida de uno mismo y de los demás.
Los dilemas éticos se han enmarcado «así como problemas de matemáticas con humanos» —en palabras de Jake, un niño de once años. Respondiendo a la pregunta de Kohlberg —¿Debería un hombre, cuya mujer se está muriendo de cáncer, robar un medicamento demasiado caro para salvarle la vida?—, explosiva. Jake aísla las exigencias morales, sopesa el valor de la vida frente al valor de la propiedad y la ley, y concluye que Heinz debería robar la medicina porque la propiedad es reemplazable y la vida no y, además, «la ley se puede equivocar».
A sus quince años, todavía puede hacer el cálculo, pero cuando dice «Tienes que preguntarte cómo se sentiría un hombre al que se le está muriendo la mujer y que tiene que enfrentarse a eso, que su mujer se está muriendo», el problema de matemáticas se ha convertido en una historia humana.
Las voces de las mujeres y las niñas siguen abriendo debates éticos que, de lo contrario, podrían guardarse en silencio. Las mujeres son quienes primero hablaron del abuso sexual y la violación, permitiendo así a los hombres denunciar también sus propias experiencias de violación. Por eso conocemos la magnitud de las violaciones sexuales de niños por parte de sacerdotes, entrenadores y jefes scout.
Las mujeres son quienes sacaron a la luz los abusos sexuales que proliferan en el ejército estadounidense, quienes han renovado el llamamiento a favor del cambio en la estructura del mercado laboral para permitir a la gente trabajar pero también cuidar de sus familias. Las mujeres han puesto en marcha muchísimos proyectos a fin de salvar vidas y transformar la sociedad. En Estados Unidos, madres contra la conducción bajo los efectos del alcohol y madres contra la contaminación ambiental son dos de tantos.
Another Mother for Peace es otro grupo que movilizó a las mujeres americanas para unirse a los hombres contra la guerra de Vietnam, una protesta que se originó dentro del propio ejército y que se ha convertido en un movimiento internacional para acabar con la violencia contra las mujeres al que se han sumado muchos hombres. En la introducción a In a different voice, aplacé la explicación de las diferencias que encontré entre las voces de hombres y mujeres: «No se sostiene pretensión alguna sobre los orígenes de las diferencias descritas ni de su distribución en una población más amplia, en distintas culturas o a lo largo del tiempo». Me di cuenta de la interacción entre estas voces dentro de las mujeres y de los hombres y observé que «su convergencia marca momentos de crisis y cambio»17.
La investigación con chicas preadolescentes y con niños de cuatro y cinco años proporcionó un marco para explicar lo que había visto y oído. Las diferencias de género en la voz moral no son producto de la naturaleza o de la crianza en sí, sino del modelo binario y jerárquico fundamental para el establecimiento y la conservación de un orden patriarcal.
Los requisitos de amor y ciudadanía en una sociedad democrática son una misma cosa: tanto la voz como el deseo de vivir en relaciones inherente a la naturaleza humana, junto a la facultad de detectar una autoridad falsa. Los psicólogos que estudiaron a los hombres y generalizaron sus hallazgos a todos los humanos, o que enmarcaron sus teorías desde una perspectiva masculina, confundieron el patriarcado con la naturaleza.
¿Quieres saber lo que pienso o quieres saber lo que pienso de verdad?, me preguntó una mujer al principio de la investigación. Le había pedido que respondiera a uno de los dilemas hipotéticos que los psicólogos usan para evaluar el desarrollo moral. Su pregunta implicaba que había aprendido a pensar en temas de moralidad de un modo que difería de su verdadera forma de pensar, pero albergaba ambas voces en su interior.
El silenciamiento de las mujeres se convirtió en causa célebre del movimiento feminista, símbolo de la opresión de las mujeres. Los silencios de los hombres, en su mayoría, pasaron desapercibidos. En Violence: Reflections on a National Epidemic, mi marido, James Gilligan, identificó la vergüenza como la causa necesaria, aunque no suficiente, de la violencia.
Dentro de los códigos de honor de la masculinidad patriarcal, la violencia es un modo de borrar la vergüenza y restaurar el honor; es una forma de establecer o restaurar la hombría18.
Liberar a los hombres de las restricciones de un modelo binario e inflexible del género y de la violencia asociada a la hombría patriarcal supone un empeño voluble, ya que en la transición de la hombría patriarcal a las masculinidades democráticas, los hombres se exponen a la vergüenza. La hombría se pone en evidencia. Y cuando la hombría se ve amenazada, la violencia es inmanente, como ha demostrado la historia una y otra vez, desde la guerra de Troya hasta la guerra de Irak que siguió a los atentados del 11 de septiembre, pasando por el ascenso de Hitler. En algún nivel de la conciencia, las mujeres lo saben y, cuando detectan la vulnerabilidad de los hombres, pueden retirarse como medida de autoprotección o para mantener la olla tapada en una situación explosiva.
En las elecciones presidenciales de 2004 que siguieron a los atentados del 11 de septiembre, la diferencia de género en la votación desapareció por primera vez en más de veinte años. Las mujeres se sumaron a los hombres para reelegir a George Bush. Pero la pausa fue temporal. En 2008, la brecha volvió a aparecer y, en 2012, alcanzó un máximo histórico con un 70% de las mujeres solteras votando a favor de la reelección de Barack Obama. Sólo las mujeres casadas y los hombres blancos dieron a Romney la mayoría; las mujeres, por un margen muy pequeño.
Necesitamos un debate nuevo sobre el género y otro también nuevo sobre la ética. Desde el Holocausto, las teorías del desarrollo moral se han visto cuestionadas a raíz del reconocimiento de que los marcadores habituales del desarrollo —la inteligencia, la educación y la clase social— no constituyen barreras contra la atrocidad.
Sin embargo, incluso en las sociedades totalitarias que apuntan a la psique en su ataque, siempre hay gente a quien no engañan las mentiras y que denuncia la verdad ante el poder. Escuchamos a mujeres que asumieron grandes riesgos durante el régimen nazi —Magda Trocme, la mujer del pastor de Le Chambon-sur-Lignon que respondía a los judíos que llamaban a su puerta con un «Adelante»; o Antonina Zabinska, la mujer del guarda del zoológico de Varsovia que escondió a más de trescientos judíos en pleno centro de la ciudad ocupada— quienes, cuando les preguntaban cómo obraron de aquella manera, respondían que eran humanas.
Hicieron lo que cualquier otro habría hecho en su lugar. Sabían el riesgo que asumían, pero no cuidar de estas personas les parecía un riesgo aún mayor. Y no estaban solas. André Trocme, el pastor, rescató a niños judíos; Jan Zabinski, el guarda del zoológico, sacó a judíos del gueto vigilado por los nazis. Durante la entrevista que le hizo la prensa israelí cuando el matrimonio recibió el título de Justos entre las Naciones en Yad Vashem, Jan explicó: «No fue un acto de heroísmo, sino una simple obligación humana»19.
Ahora sabemos que el patriarcado deforma la naturaleza tanto de las mujeres como de los hombres, aunque de maneras distintas. También sabemos cuándo, cómo y por qué lo hace. Pero, al igual que un cuerpo sano combate la infección, una psique sana se resiste a elementos ajenos a la naturaleza humana. Los hallazgos empíricos en los distintos campos de las ciencias humanas convergen en un mismo punto convincente: somos, por naturaleza, homo empathicus en vez de homo lupus.
La cooperación está programada en nuestros sistemas nerviosos; nuestros cerebros dan más luz cuando optamos por estrategias cooperativas en vez de competitivas —la misma región cerebral que se ilumina con el chocolate20.
Los descubrimientos en neurobiología y antropología evolutiva se suman a los de la psicología del desarrollo para transformar el paradigma cambiando la pregunta. En vez de plantearnos cómo adquirimos la capacidad de cuidar, nos preguntamos: ¿Cómo perdemos nuestra humanidad?
Notas
1. Gilligan, C. La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.
2. Lindqvist, S. Exterminate All the Brutes. Nueva York: The New Press, 1996, citado en Gilligan, C. El nacimiento del placer. Una nueva geografía del amor. Barcelona: Paidós Ibérica, 2003.
3. Gilligan, C. Op. cit.
4. Luther King, M. «Carta desde la cárcel de Birmingham», 16 de abril de 1963. (Citado por Salil Shetty en «Los derechos humanos no conocen
fronteras», prol. a AA.VV. Informe 2013: el estado de los derechos humanos en el mundo, Madrid: Ed. Amnistía Internacional, 2013, p. 11.)
5. Gopnik, A. El filósofo entre pañales. Revelaciones sorprendentes sobre la mente de los niños y cómo se enfrentan a la vida. Madrid: Temas de Hoy, 2010.
6. Gilligan, C. y Richards, D. A. J. The Deepening Darkness: Patriarchy, Resistance, and Democracy’s Future. Nueva York: Cambridge University Press, 2009. p. 19.
7. Woolf, V. Una habitación propia. Barcelona: Seix Barral, 2001.
8. Para un análisis más amplio de Anna, véase «Identifying the Resistance», cap. 4, Gilligan, C. Joining the Resistance. Cambridge, Reino Unido: Poli- 2002). ty Press, 2011 y Brown, L. M. y Gilligan, C. Meeting at the Crossroads: Women’s Psychology and Girls’ Development. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1992, pp. 185-195.
9. Brown, L. M. y Gilligan, C. Meeting at the Crossroads: Women’s Psychology and Girls’ Development. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1992.
10. Chu, J. When Boys Become Boys: Development, Relationships, and Masculinity. Nueva York: New York University Press (en prensa).
11. Way, N. Deep Secrets: Boys’ Friendships and the Crisis of Connection. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2011, pp. 1, 19.
12. Blaffer Hrdy, S. Mothers and Others: The Evolutionary Origins of Mutual Understanding. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2009, pp. 287, 293.
13. Laugier, S. «Care et Perception: L’éthique comme attention au particulier», en Laugier, S. y Papperman, P. (Eds.), Le souci des autres: Étique et politique du care. París, Éditions de l’École des hautes études en sciences sociales, col. «Raisons pratiques», 2005.
14. Tóibín, C. The Testament of Mary. Nueva York: Scribner, 2012, p. 80.
15. Tóibín, C. «Our Lady of the Fragile Humanity». The New York Times (4 de abril de 2013).
16. Tóibín, C. The Gospel of Mary, p. 81.
17. Gilligan, C. La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.
18. Gilligan, J. Violence: Reflections on a National Epidemic. Nueva York: Vintage, 1997. 19. Hallie, P. P. Lest Innocent Blood be Shed: The Story of the Village of Le Chambon and How Goodness Happened There. Nueva York: Harper and Row, 1979; Ackerman, D. La casa de la buena estrella. Barcelona: Ediciones B, 2008; Aviva Lori. «Code Name: Fox». Ha’Aretz (22 de febrero de 2008).

El daño moral y la ética del cuidado

EL DAÑO MORAL Y LA ETICA DEL CUIDADO
Carol Gilligan

PRESENTACIÓN

Con la invención de la ética del cuidado, Carol Gilligan ha conseguido dar un giro al marco conceptual del patriarcado y diseñar un nuevo paradigma que ensancha el horizonte de la ética y de la democracia. Un paradigma destinado a eliminar el modelo jerárquico y binario del género, que durante siglos ha venido definiendo el sentido y las funciones de la masculinidad y la feminidad.

En el libro In a Different Voice, salió al paso de la teoría de Kohlberg sobre la evolución moral de la persona, para poner de manifiesto que el patriarcado había preparado el terreno concienzudamente para no escuchar la voz de las mujeres y establecer unos parámetros que silenciaban lo que brotaba de lo más profundo del ser de las personas, sólo porque no se correspondía con «lo que había que decir».

A través del estudio y el análisis directo del sentir y el razonar de las niñas, Gilligan descubrió el valor del cuidado, un valor —afirmó en el libro mencionado— que debiera ser tan importante como la justicia, pero no lo era porque se desarrollaba sólo en la vida privada y doméstica protagonizada por las mujeres.
Como ocurre con los pensadores que idean un vocablo que hace fortuna, porque explica algún aspecto de la realidad que había permanecido oculto, Gilligan no ha podido hacer nada más que profundizar sobre el concepto de cuidado desde que lo dio a la luz pública. Las dos conferencias que pronunció en Barcelona, en el marco de las “Conferencias Josep Egozcue”, y que se publican a continuación, tratan respectivamente de la ética del cuidado relacionada con lo que Gilligan denomina «daño moral» y con «la resistencia a la injusticia».

En ambas se pone un énfasis especial en la necesidad de cambiar de paradigma o de marco conceptual pues, de no ser así, se perderá una dimensión tan importante para el bienestar del individuo y de la sociedad como la capacidad de amar y de generar confianza entre unos y otros. La democracia se basa en la igualdad, pero el modelo patriarcal excluyó el amor entre iguales y las relaciones interpersonales se hicieron ásperas, hostiles e hipócritas.

Si hoy sigue amenazada la ética del cuidado es porque el patriarcalismo se resiste a abandonar su posición de poder: la sociedad quiere seguir siendo patriarcal.
Insiste Gilligan en la necesidad de universalizar las obligaciones del cuidado. Su perspectiva no es esencialista —las mujeres tienen unos roles derivados de su biología, y los hombres otros derivados de la suya—, no lo ha sido nunca, pero tiene que seguir subrayándolo porque la malinterpretación es fácil. El cuidado y la asistencia no son asuntos de mujeres, sino intereses humanos.
De hecho, puesto que somos mente y cuerpo, razón y emoción, la empatía de los humanos con sus congéneres debe darse por supuesta. Efectivamente, pero, no obstante tal suposición, constatamos que la capacidad de empatía se pierde fácilmente. ¿Por qué?
Gilligan llega a dicha pregunta a partir de la voluntad de escuchar la «voz diferente» de las mujeres, generalmente más capaces que los hombres de compaginar la razón y la emoción. Hay que rechazar el esencialismo y la clasificación simple y absurda según la cual el hombre es autónomo y la mujer relacional, o el hombre es racional y la mujer sentimental.
La diferencia entre los géneros no tiene nada que ver con las esencias ni con la biología, sino con la menor dificultad de las mujeres interrogadas de transgredir el marco conceptual al uso y salirse del esquema impuesto por el patriarcado. Con la naturalización del patriarcado, se ofuscó el ansia de tener una voz propia. Recuperar esa voz, expresarla públicamente, es una liberación y un esfuerzo por mantener la integridad moral.
Como psicóloga, Gilligan ha analizado a fondo por qué el niño —o la niña— esconden lo que realmente sienten o piensan para limitarse a decir «lo que se supone que hay que decir». Al actuar así, disimulan la empatía en aras de otros valores socialmente más reconocidos y, lo que es más decisivo, atribuidos al ejercicio auténtico de la masculinidad o la feminidad.
En toda su obra, empírica y teórica, Gilligan ha luchado por desvelar los mecanismos que ocultan el sentir más íntimo de las personas y las abocan a una actuación hipócrita. Sacar a la luz el valor del cuidado y de la empatía es «la liberación más radical de la historia de la humanidad».
Liberación moral y psíquica pues también los problemas psicológicos surgen cuando la gente no puede decir lo que siente. En esa liberación son cruciales las voces de las mujeres porque son ellas las que pueden llamar la atención sobre el cambio de modelo que necesitamos. Es lo que ha venido haciendo el feminismo hasta hoy.
Por la dominación secular sufrida, las mujeres son más proclives a reconocer la falsedad de la narrativa patriarcal. No hay mal que por bien no venga. No debe parecernos raro que, en un mundo repleto de fallos y defectos, éstos caigan sobre las espaldas de los hombres y que la cultura femenina pueda aportar algo positivo e ignorado hasta ahora por culpa de la interesada perspectiva patriarcal.
El daño moral consiste en la destrucción de la confianza y la pérdida de la capacidad de amar. Uno deja de ser resistente ante la injusticia cuando pierde la capacidad de empatía. Por ello es preciso que el cuidado complemente a la justicia. Para entenderlo, hay que tener en cuenta que la diferencia no está entre la justicia y el cuidado, sino entre la democracia y el patriarcado. Justicia y cuidado son igualmente importantes y universalizables, pero a democracia (y con ella el anhelo de justicia) está amenazada si pervive el patriarcado.
Gilligan lo afirma con rotundidad en este párrafo memorable:
«En un contexto patriarcal, el cuidado es una ética femenina; en un contexto democrático, el cuidado es una ética humana». Así lo entendieron también los cuatro ponentes que completaron las “Conferencias Josep Egozcue” con sendas intervenciones referidas a distintos aspectos del cuidado.
El valor y la importancia del concepto se ponen de manifiesto al comprobar el amplio significado social que ha ido adquiriendo. El cuidado está presente en la familia, en la relación clínica y en la vida cotidiana. Lluís Flaquer, Teresa Torns, Germán Diestre y Eulalia Juvé se encargaron de analizar con perspicacia y rigor las varias dimensiones del cuidado. Sus respectivas colaboraciones han sido recogidas también en esta publicación.
Victoria Camps
Presidenta

El daño moral y la ética del cuidado (2013)
Carol Gilligan
Han transcurrido cuarenta años desde que John Berger escribiera «nunca más se volverá a contar una sola historia como si fuera la única»; treinta desde que La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino replanteara el debate en torno al Yo y a la moralidad como una conversación sobre la voz y las relaciones; quince desde que Arundhati Roy acuñara en su novela El dios de las pequeñas cosas la frase «las leyes del amor», que dictaban «a quién debía quererse, y cómo, y cuánto» y resultaban no ser tan poca cosa .
Mientras tanto, un cambio de paradigma se ha ido extendiendo gradualmente por las ciencias humanas. Los hallazgos empíricos que continúan acumulándose en los campos de la psicología del desarrollo, la neurobiología y la antropología evolutiva han llevado a contemplar bajo un nuevo prisma los que hasta ahora se consideraban momentos clave del desarrollo. La separación entre el Yo y las relaciones y la escisión entre pensamiento y emociones, lejos de representar formas sanas de maduración, son indicativas de un daño o reacciones a un trauma .
En su obra La edad de la empatía, publicada en 2009, el primatólogo Frans de Waal insta a «una revisión completa de los postulados sobre la naturaleza humana», al observar que «la empatía forma parte de nuestra historia evolutiva; no es una capacidad reciente, sino muy antigua». En Mothers and Others, la antropóloga evolutiva Sarah Blaffer Hardy advierte que la capacidad de «empatía, telepatía y cooperación» era, y puede seguir siendo, fundamental para la supervivencia de nuestra especie.
En El error de Descartes, el neurobiólogo António Damásio explica que nuestros sistemas nerviosos están configurados de modo que conectan pensamientos y emociones. En su libro posterior, La sensación de lo que ocurre. Cuerpo y emoción en la construcción de la conciencia, observa que, en el cuerpo y en las emociones, lo que captamos es la música, o la «sensación de lo que ocurre», la cual se reproduce luego en la mente y en los pensamientos.
Si separamos la mente del cuerpo y el pensamiento de las emociones, podemos razonar de forma deductiva y resolver problemas lógicos, pero perdemos la habilidad de darnos cuenta de nuestra experiencia y de movernos por la esfera social del ser humano .
Desde principios de la década de 1980, los investigadores comenzaron a observar a lactantes no ya solos, sino en compañía de las personas que los cuidaban, y descubrieron a un niño que no habían imaginado, un niño que, de forma activa, buscaba y participaba en relaciones receptivas. Desde una edad muy temprana, prácticamente desde el nacimiento, el bebé humano escudriña los rostros, establece contacto visual y capta la atención de otros.
Se da cuenta de la diferencia entre la experiencia de la relación —estar en contacto con otra persona— y la apariencia de la relación —cuando alguien que aparenta mantener una relación no está realmente en contacto . Estas observaciones obligan a invertir los interrogantes en torno al desarrollo humano.
En vez de preguntarnos cómo adquirimos la capacidad de cuidar de otros, cómo aprendemos a adoptar el punto de vista del otro y cómo superamos la búsqueda del interés propio, nos vemos impelidos a cuestionarnos cómo perdemos la capacidad de cuidar de otros, qué inhibe nuestra facultad de empatía y nuestra sensibilidad hacia el clima emocional de nuestro entorno, por qué somos incapaces de percibir la diferencia entre estar o no estar en contacto y, lo que resulta aún más doloroso, cómo perdemos la capacidad de amar.
Estos cambios en la forma de ver la naturaleza y el desarrollo humanos surgieron en un principio a raíz de la escucha de mujeres. Esta «voz diferente» tenía un sonido distinto y se identificaba como «femenina» porque compaginaba razón y emoción, individuo y relaciones, porque era personal en vez de impersonal y estaba inserta en un contexto espacial y temporal.
Escribí In a different voice con la intención, en parte, de demostrar que los problemas que los psicólogos identifican en mujeres lo eran únicamente en el marco de su interpretación. Las que se consideraban limitaciones en el desarrollo de las mujeres (la preocupación por los sentimientos y las relaciones, una inteligencia emocional además de racional) son en realidad ventajas humanas.
Al nombrar la voz en la teoría psicológica y moral y al cambiarla, In a different voice provocó un desplazamiento en el modelo cognitivo, a raíz del cual la voz «diferente» de la mujer dejó de percibirse como tal para reconocerse simplemente como voz humana. Sabiendo entonces que, como humanos, somos por naturaleza seres receptivos y relacionales, nacidos con una voz —la capacidad de comunicarnos— y con el deseo de vivir en el seno de relaciones.
¿Cómo hablamos de ética? Disponemos en nuestro interior de los requisitos tanto para el amor como para la ciudadanía en una sociedad democrática. ¿Qué se interpone en el camino? Las guerras culturales que se han desatado en Estados Unidos responden a los progresos alcanzados en las décadas de 1960 y 1970 para una realización más plena de los ideales y valores democráticos.
Durante su campaña por la reelección, el presidente Barack Obama declaró: «Estos comicios ofrecen al pueblo americano la posibilidad de elegir entre dos visiones muy diferentes para nuestro futuro» . «¿Estáis solos?», preguntó, «¿o estamos todos juntos? ¿Estáis solos o todos dependemos los unos de los otros? Lo cierto es que estamos todos juntos porque, como el poeta W. H. Auden nos recuerda,
y nadie existe en soledad; el hambre no deja opción al ciudadano ni a la policía; debemos amar al prójimo o morir» .
Comenzaré con el daño moral —la destrucción de la confianza que amenaza nuestra capacidad de amar. Luego procederé a describir tres estudios que muestran cuándo, cómo y por qué las capacidades básicas humanas se encuentran amenazadas y ponen de manifiesto a su vez la existencia de una facultad de resistencia.
Por último, trataré las leyes del amor como algo que no tiene nada de pequeño y en absoluto de privado. Como demuestran las batallas sobre las leyes del amor, las guerras culturales representan la lucha entre la democracia y el patriarcado.
Las leyes del amor son uno de los pilares del patriarcado. La ética del cuidado y su interés en la voz y las relaciones es la ética del amor y de la ciudadanía democrática. También es la ética de la resistencia al daño moral.
I. El daño moral
En Achilles in Vietnam, el psiquiatra Jonathan Shay escribe sobre el daño moral . Durante su trabajo con veteranos de la guerra de Vietnam, Shay identificó en sus trastornos de estrés postraumático una pérdida de la confianza. Sucedía tras la traición a «lo que está bien» en una situación donde había mucho en juego, estando dicha traición sancionada por las autoridades.
Shay observa que la superación del trauma depende de la «comunalización del trauma —poder contar la historia a alguien que escucha con la seguridad de que puedes confiar en que vuelva a relatarla fielmente a otros en la comunidad». La recuperación comienza, pues, con la escucha, por lo que, continúa Shay, «antes de analizar, antes de clasificar, antes de pensar, antes de intentar hacer nada, deberíamos escuchar» .
No es fácil escuchar a un veterano de guerra. En uno de los ejemplos que relata Shay, el excombatiente era miembro de una patrulla de reconocimiento de largo alcance que, por un error de inteligencia, perpetró una matanza de civiles inocentes («muchos niños y pescadores»). El veterano lo relata así:
Lo que nos dejó con la cabeza hecha un puto lío es que, en ese momento te vuelves al equipo y les dices: «No pasa nada. Todo va del carajo». Porque eso que lo que te llega de arriba. El hijoputa del coronel dice: «No pasa nada. Ya nos ocupamos nosotros». ¿Sabes lo que te digo?, «¡Tenemos el número de bajas!» «¡Tenemos el número de bajas!». Y empiezas a darle vueltas a la cabeza.
En el fondo sabes que está mal, pero en ese momento tus superiores te están diciendo que no pasa nada. Así que, pues no pasa nada, ¿no? Así es la guerra, ¿no?… Nos querían dar una puta mención honoraria, los mierdas esos. Repartieron un montón de medallas. A los tenientes les dieron medallas y sé que el coronel se llevó su puta medalla. Y con sus ceremonias de entrega y todo, ¿sabes? Y yo allí de pie como un gilipollas mientras repartían las putas medallas por matar a civiles .
«¡Escúchame!», insisten los veteranos de guerra cuando cuentan a los profesionales de salud mental lo que necesitan saber para trabajar con ellos, con lo que quieren decir «escucha la historia antes de intentar entenderla». Porque, en realidad, las historias no tienen sentido; son historias sobre sentirse «confuso», en las que la confusión empieza a «darte vueltas en la cabeza», porque «en el fondo sabes que está mal», pero tus superiores te están diciendo que «no pasa nada». Y no sólo no pasa nada, sino que se premia con medallas de honor. En palabras de uno de los veteranos, estas historias son «sagradas» .
Muy a menudo, afirma Shay, «nuestra forma de escuchar degenera en una clasificación intelectual en la que el profesional se dedica a cazar las palabras del veterano y a meterlas en cajones mentales». Damos por hecho que sabemos lo que estamos escuchando, que en realidad no tenemos que escuchar, que ya lo hemos oído antes. Somos «como los visitantes de museos que limitan su experiencia a decir mentalmente ‘¡Eso es cubista…! ¡Eso es un Greco!’ pero nunca ven nada de lo que están mirando». Shay observa que «esta manera de escuchar destruye la confianza» .
Me impresionaron las observaciones de Shay en torno a la forma de escuchar, ya que tienen una gran similitud con el método adoptado en mi investigación. Para oír una voz «diferente» —es decir, una voz carente de sentido según las categorías interpretativas predominantes— fue imprescindible emplear una forma de escuchar que generase confianza. Esa forma de escuchar resultó tan esencial para el proceso de descubrimiento que, junto a mis alumnos de doctorado, elaboramos una «guía de escucha» en la que establecíamos nuestro método para que lo siguieran otros investigadores .
Pero me sorprendieron las resonancias que encontré en la descripción que Shay hizo del daño moral. En el estudio del desarrollo, un contexto radicalmente distinto, los compañeros y yo habíamos oído algo parecido al daño moral —la destrucción de la confianza tras producirse una traición a «lo que está bien» en una situación donde hay mucho en juego, estando dicha traición sancionada por las autoridades. También nosotros habíamos observado la presencia de confusión junto a señales de angustia —no de la magnitud descrita por Shay, pero que, aun así, se ajustaban a la descripción.
Cuando quiso transmitir lo que observaba, Shay se dio cuenta de que Ni una sola palabra inglesa abarca toda la magnitud del concepto de lo que está bien y lo que está mal en una cultura; usamos términos como: orden moral, costumbre, expectativas normativas, ética y valores sociales generalmente aceptados. La palabra del griego clásico que Homero usaba, themis, comprende todos estos significados .
«Lo que está bien» es la expresión que usa Shay como equivalente de la themis. Capta mejor que otros términos, como «orden moral» o «ética», la idea de que tenemos una brújula interior que nos avisa cuando hemos perdido el rumbo —cuando estamos haciendo algo que en el fondo sabemos que está mal.
El estudio sobre el desarrollo en chicas que siguió a In a different voice se centró en la adolescencia como momento en que las niñas llegan a una encrucijada en la que su brújula interior apunta en una dirección y la autopista señala la opuesta. Las chicas tienen que desprenderse de sus brújulas o ignorarlas para seguir la ruta marcada con decisión. En su reticencia a hacerlo, mi equipo de investigación y yo vimos una resistencia asociada a indicios de resiliencia y fortaleza psicológica.
Pero la encrucijada se caracteriza por la confusión, ya que en este momento del desarrollo, el buen camino no es el buen camino. La tensión entre desarrollo psicológico y adaptación cultural se puso de manifiesto en la forma de una crisis de conexión. Iris, alumna del último año de bachillerato, reflexiona así: «Si dijera lo que siento y pienso, nadie querría tener nada que ver conmigo, mi voz sonaría demasiado fuerte», y añadía a modo de explicación: «pero tienes que relacionarte con la gente».
Le digo que estoy de acuerdo y luego le pregunto: «Pero si no dices lo que piensas ni lo que sientes, ¿dónde estás tú en esas relaciones?». Iris se da cuenta de la paradoja que representa su afirmación: ha silenciando su propia voz para poder relacionarse con otra gente. Se trata de una medida adaptativa que se recompensa socialmente; Iris es la alumna más aventajada de su clase y ha sido admitida en la prestigiosa universidad de su elección. Cuenta con el aprecio de profesores y compañeros. Sin embargo, lo que describe es incoherente desde el punto de vista psicológico.
Judy, una chica de trece años, describe las presiones a las que se siente sometida para no hacer caso de lo que le dicta la mente. Se señala la tripa y explica que la mente «está conectada con el corazón y el alma y con los sentimientos internos y verdaderos».
Se enfrenta al dilema de cómo mantener el contacto con ese saber interno y con lo que se considera sabiduría, pero concibe una solución muy ocurrente. Judy no separa la mente del cuerpo, sino del cerebro, el cual sitúa en la cabeza y con el que relaciona la astucia, la inteligencia, la educación.
Dice que la gente puede controlar lo que te está enseñando y decirte: «Esto está bien y esto está mal». Es un control como del cerebro. Pero el sentimiento es sólo tuyo. El sentimiento no lo puede cambiar alguien que quiere que sea de una manera. No se puede cambiar diciendo: «No, eso está mal; esto está bien, esto está mal».
Al término de la entrevista, Judy expone su teoría del desarrollo. Los niños muy pequeños, dice, tienen más mente que otra cosa porque «no tienen mucho cerebro». Pero luego el cerebro «empieza a desarrollarse y eso es como la forma en que te han criado… Y creo que, pasado un tiempo, como que te olvidas de la mente, porque te han estado llenando el cerebro con montones de cosas» .
A sus trece años, Judy es una alumna de secundaria reflexiva que se debate con la disociación y se esfuerza por aferrarse a lo que sabe. Se enfrenta a una voz investida de autoridad moral, una voz que percibe como intrusa y controladora. Puede que no hagas caso de lo que te dice la mente, expone, pero la «forma más profunda de saber», la sabiduría que asocia a su corazón y a su alma y a sus pensamientos y sentimientos verdaderos, no los puede cambiar nadie diciendo: «No, esto está mal; esto está bien».
Por muy intenso que sea el proceso de iniciación, aunque se relacione con la astucia, la inteligencia y la educación y todo lo que implican, el «sentimiento es sólo tuyo», una sabiduría que se encuentra en las entrañas, enterrada quizás, pero no perdida.
El estudio sobre el desarrollo da un enfoque ligeramente distinto a la obra de Shay sobre el daño moral. Retoma algo que dijo el excombatiente: en el fondo sabía que estaba mal. Existen postulados de lo que está bien y lo que está mal, de lo que es loable y lo que es condenable, firmemente arraigados no ya en la cultura, sino en la humanidad.
Reflexionando sobre el título de su libro Achilles in Vietnam, Shay observa que… El contenido específico de la themis de los guerreros homéricos era a menudo muy distinto al de los soldados americanos en Vietnam, pero lo que no han cambiado en tres milenios son la ira violenta y el aislamiento social que surgen cuando se violan postulados muy arraigados sobre «lo que está bien» .
Vivimos en cuerpos y en culturas, pero también contamos con una psique —una voz y una facultad de resistencia. A lo largo del tiempo y en las distintas culturas, la respuesta de la psique a la traición a lo que está bien ha sido ira y aislamiento social, y también, como describe Shay, volverse loco, perder la cabeza, porque algo ha ocurrido que, psicológicamente, carece de sentido.
II. Un tríptico sobre el desarrollo
La palabra «traición» aparece en repetidas ocasiones en el libro de Niobe Way titulado Deep Secrets. La emplean los chicos adolescentes entrevistados en sus estudios para explicar por qué han dejado de tener un amigo íntimo, por qué ya no le cuentan sus secretos a nadie. La traición en sí no se acaba de especificar nunca. Justin la describe como algo que «simplemente pasa»; no sabe si es «normal o lo que sea». Pero la destrucción de la confianza es inconfundible. Como apunta Joseph, «Hoy en día no te puedes fiar de nadie» .
Algo había sucedido. Justin y Joseph se encontraban entre la mayoría de los chicos de los estudios de Way —chicos de diversas extracciones culturales (hispana, portorriqueña, dominicana, china, afroamericana, inglesa, musulmana, rusa, etc.)—, quienes «hablaban de contar con amistades íntimas con otros chicos y de querer estas relaciones y luego de ir perdiéndolas poco a poco, a la vez que iban dejando de confiar en los compañeros».
Durante el primer y el segundo año de secundaria, Mohammed dijo que le contaba todos sus secretos a su mejor amigo; cuando se le entrevistó en el tercer año, dijo: «No sé. Últimamente… He cambiado un poco, ¿sabes lo que te digo? No mucho, pero ahora creo que no necesito soltarlo… Puedo guardármelo [lo que siento]. He madurado lo suficiente». Fernando dio la misma explicación. A la pregunta de cómo creía que era el amigo ideal, respondió: «Tienes que ser gracioso, sincero, me tengo que divertir contigo, tú sabes», pero luego añadió, más vacilante y en forma de pregunta: «Esto… tengo que poder… ¿contar contigo? No sé… No quiero empasonar demasiado como mariquita… Creo que he madurado en algunas cosas… He aprendido a ser más hombre» .
En los primeros años de instituto, los chicos se resisten a la construcción binaria del género que convierte la confianza en otra persona y el deseo de poder contar con alguien en algo «como mariquita». Pero al final del bachillerato, como informa Way, la intimidad emocional y la vulnerabilidad tienen un sexo (femenino) y una sexualidad (homosexual). Ser un hombre significa estoicidad e independencia.
Vemos, por tanto, las consecuencias de una cultura organizada en torno a un modelo binario y jerárquico basado en el género —la cultura del patriarcado en la que ser hombre significa no ser mujer ni parecer mujer, además de encontrarse en la cumbre. Lo que antes resultaba cotidiano —«la confianza, el respeto y el amor» que se encuentran «tan dentro que son parte de ti… son parte del ser humano», como afirma Justin a sus quince años— se ha convertido en algo complicado. Justin no sabe si la distancia que siente ahora es «normal o lo que sea», pero lo que sabe es que «pasa, quieras o no» .
Los chicos de los estudios de Ways saben perfectamente lo que vale un amigo íntimo. George dice que sin un buen amigo a quien confiarle tus secretos, te volverías «majareta». Chen dice que sin un amigo íntimo, «te vuelves loco». Otros chicos describen la ira que se les acumula dentro cuando no tienen un buen amigo con quién hablar. Los hay que hablan de tristeza, de soledad y de depresión.
La investigación con chicas ocupa la hoja central del tríptico ya que las niñas que se expresan bien son capaces de narrar su experiencia de iniciación dejando claro qué sucede, cómo y por qué. Los estudios con chicas arrojan luz sobre un proceso de iniciación que se había tomado erróneamente por desarrollo. Las separaciones y pérdidas que se calificaban de naturales o inevitables resultaron estar impuestas por la cultura y sancionadas por la sociedad.
Del mismo modo que un cuerpo sano ofrece resistencia a la infección, una psique sana se resiste al daño moral. La investigación con chicas aclaró tanto la existencia de una facultad de resistencia como el mecanismo de la traición. La cabeza se separa del corazón; la mente, del cuerpo; y la voz personificada, la voz que transmite «el sentimiento de lo que sucede» se escinde de las relaciones y se acalla.
Tanya reflexiona a sus dieciséis años: «La voz que defiende mis creencias está enterrada muy dentro de mi». Tanya no ha perdido la voz de la integridad, pero su silencio ensombrece sus relaciones y mermará sus facultades para ejercer de ciudadana en una sociedad democrática .
Las chicas que saben expresarse, como Tanya y Judy, describen sus estrategias de resistencia —separar la mente de la educación, guardar la voz verdadera dentro. «No sé», dicen las chicas; «Me da igual», proclaman los chicos de los estudios de Ways. Sin embargo, las chicas sí saben, y a los chicos no les da igual, aunque puede que se vean obligados a mostrarse ignorantes o indolentes.
La interiorización de este modelo binario del género que menoscaba la capacidad de saber en las chicas y la capacidad de preocuparse por los otros en los chicos señala el momento de iniciación de la psique para entrar en un orden patriarcal.
Siempre que nos encontramos ante una construcción binaria del género —ser hombre significa no ser mujer ni parecerlo (y viceversa)— y una jerarquía de género que privilegia «lo masculino» (la razón, la mente y el Yo) sobre «lo femenino» (las emociones, el cuerpo y las relaciones), sabemos que se trata de un patriarcado, se llame como se llame.
Como orden vital basado en la edad y el sexo, donde la autoridad y el poder emanan de un padre o unos padres en la cumbre, el patriarcado es incompatible con la democracia, la cual se sustenta en la igualdad de la voz y en una presunción de equidad. Pero también se encuentra en conflicto con la misma naturaleza humana.
En el patriarcado, al bifurcarse las cualidades humanas en «masculinas» o «femeninas», se producen cismas en la psique, pues se separa a todos los individuos de partes de sí mismos y se socavan sus capacidades humanas básicas. El proceso de iniciación a las normas y los valores del patriarcado prepara el terreno para la traición de «lo que está bien» .
Para entender qué se pierde y por qué, no tenemos más que escuchar a las niñas antes de que comience el proceso de iniciación. Mientras conversamos sobre si hay ocasiones en que mentir está bien, Elise, una alumna de once años que cursa sexto en un colegio público urbano, dice: «Mi casa está empasonar pelada de mentiras». Cuando voy a su casa a recoger una autorización firmada, entiendo lo que quiere decir y veo que me observa mientras me voy dando cuenta. Tengo delante un cuadro de paz doméstica que encubre un triángulo sexual explosivo.
La voz de Elise es la voz del sinfín de chicas preadolescentes de las novelas y las obras de teatro escritas a lo largo del tiempo y en culturas muy distintas. Al principio de Jane Eyre, Jane, que tiene diez años, le dice a su tía Reed: «Dices que soy una mentirosa. No lo soy. Si lo fuera te habría dicho que te quiero, y no lo he dicho… La gente te cree muy buena, pero en verdad eres mala y tienes el corazón de piedra. Le voy a contar a todo el mundo lo que has hecho».
También es la voz de Ifigenia en la tragedia de Eurípides, de Scout en Matar a un ruiseñor, de Frankie en Frankie y la boda, de Rahel en El dios de las pequeñas cosas, de Claudia en Ojos azules, de Tambú en la obra de Tsitsi Dangaremba Condiciones nerviosas, y de Annie John en la novela del mismo nombre… La lista es infinita.
Conocemos esta voz y, sin embargo, cuesta no escucharla como las propias niñas acabarán describiéndola, de «maleducada» o de «tonta» o, en palabras de Ana Frank, de «desagradable» e «insufrible». La voz presenta modulaciones culturales, pero sigue siendo igual de reconocible.
Una chica en el umbral de la edad adulta que ve a lo que se enfrenta y dice lo que ve. «A los niños hay que corregirlos», dice la tía Reed a Jane en la novela de Charlotte Brontë, a lo que responde la sobrina: «La falsedad no es uno de mis defectos». Precisamente esa es la cuestión: esta voz se debe corregir; de lo contrario, las mentiras quedan al descubierto. Una vez que la corrección ha tenido lugar, son muy pocos los que preguntan: «¿Dónde se encuentra la voz honesta?».
Millones de lectores devoran el diario de Ana Frank sin tener la menor idea de que lo que están leyendo no es su diario, sino una versión del mismo editada por la misma Ana. La cadena radiofónica Radio Free Orange, que emitía a los Países Bajos desde Londres, anunció que el Gobierno holandés en el exilio tenía pensado crear un museo después de la guerra y que estaba interesado en diarios, cartas y colecciones de sermones que retrataran la vida cotidiana de los holandeses bajo las duras condiciones del conflicto.
Ana quería ser una escritora famosa y aprovechó la oportunidad escribiendo de nuevo más de trescientas páginas de su diario entre mayo y agosto de 1944. Sus versiones editadas son las que leemos la mayoría, sin darnos cuenta de lo que Ana había omitido: el placer en su propio cuerpo, con los cambios que iba experimentando y sus «dulces secretos»; el placer con su madre y su hermana —«Mami, Margot y yo volvemos a ser inseparables»—, y su conocimiento de que la mayoría de las historias que los adultos cuentan a los niños sobre la pureza y el matrimonio «no son más que cuentos». Ana sabía lo que hacía y por qué lo hacía: quería que eligieran su diario .
La genialidad de la disociación como respuesta al trauma es lo que se disocia, lo que se separa de la conciencia y se mantiene oculto, no se pierde. Como escribe Eavan Boland en su poema: «Lo que perdimos está aquí en esta habitación/ En esta tarde velada» .
Cuando la disociación da paso a la asociación —el monólogo interior, el roce de una relación— tenemos la sensación de encontrarnos con algo que nos resulta familiar a la vez que nos sorprende. Algo que conocíamos aún sin saberlo.
En When Boys Become Boys, Judy Chu estudia a niños de cuatro y cinco años desde la perspectiva de las ciencias naturales . Al observarlos durante su paso del preescolar al primer curso de primaria, los vio convertirse en «chicos». Los niños de preescolar que se expresaban tan bien y eran tan atentos, tan directos y tan auténticos en sus relaciones con los compañeros y con ella se convirtieron poco a poco en chicos que se expresaban con dificultad, poco atentos, forzados e indirectos en estas mismas relaciones.
Chu observa la resistencia de los niños a este proceso de iniciación, el «disimulo estratégico de su capacidad de empatía, su inteligencia emocional y su deseo de intimidad». Las facultades relacionales de los niños se pierden. «La socialización de los chicos conforme a construcciones culturales de masculinidad definidas como contrapuestas a la feminidad parece reforzar principalmente la división entre lo que los niños saben (sobre sí mismos, sobre sus relaciones o sobre el mundo, por ejemplo) y lo que muestran».
Una vez que se gana la confianza de los chicos, Chu se entera de la existencia del “Club de los Brutos” —un grupo para niños creado por los niños con el objetivo manifiesto de «enfrentarse a las niñas». El Club de los Brutos ha establecido una masculinidad que se define como opuesta y contraria a una feminidad asociada con portarse bien y ser simpáticos. Por tanto, la actividad principal del Club de los Brutos consiste en «molestar a la gente».
Chu ve lo irónico de la situación de los chicos: las mismas capacidades relacionales, la empatía y la sensibilidad emocional que aprenden a ocultar en su deseo de ser uno más entre los chicos se encuentran entre las habilidades necesarias para hacer realidad la intimidad que ahora buscan en otros chicos. Al embrutecer u ocultar estas capacidades, hacen que sea imposible alcanzar esa intimidad.
En el epílogo de Thirteen Ways of Looking at a Man, el psicoanalista Donald Moss narra su propia experiencia durante el primer curso de primaria. Los niños aprendían todas las semanas una canción nueva y les dijeron que al final del año cada uno podría elegir su favorita y cantarla acompañado por el resto de la clase, pero tenían que guardarla en secreto. Moss sabía perfectamente cuál iba a elegir: «La única canción que me encantaba era una nana de la ópera Hansel y Gretel». Todas las noches la cantaba en su cuarto. Como en la nana, un coro de ángeles acudía a salvarlo de sus terrores nocturnos y Moss se quedaba dormido. «Era la canción más bonita que jamás había escuchado y siempre lo será» .
Se aprendieron la nana a principios de otoño y, a finales de primavera, cuando a Moss le tocó elegir canción, se puso de pie delante de toda la clase. La maestra le preguntó qué canción había elegido. Moss recuerda la escena: Empecé a decirle «es la nana… » Pero, inmediatamente, vi por el rabillo del ojo la reacción de los chicos de la primera hilera de pupitres. Las caras expresaban su asombro…
Supe, al instante, con completa claridad y certeza, que lo que iba a hacer, la canción que iba a elegir, la declaración que estaba a punto de realizar era un error enorme e irrevocable… Lo que los chicos me estaban enseñando, lo que debía haber sabido entonces y siempre, es que una nana no podía ser mi canción favorita, que era inaceptable, que lo que pegaba era otra cosa. En un abrir y cerrar de ojos, en señal de agradecimiento, no a mis ángeles sino a mis compañeros, cambié de elección. Sonreí a la maestra, le dije que era broma y anuncié que iba a cantar con toda la clase el himno de los marines, From the Halls of Moctezuma to the shores of Tripoli…
Moss dice de su libro que se «puede entender como un intento ampliado de descubrir ese momento delante de la clase e, indirectamente, de pedir perdón a mis ángeles por traicionarlos». Les había sido «infiel», los había «repudiado en público y seguiría haciéndolo durante muchos años». Lo que le quedó fue una melancolía asociada al conocimiento del niño de que… lo que hizo «realmente» con esa fatídica apertura al exterior era a la vez conservar y traicionar su amor original hacia los ángeles, afirmando y renegando de su nuevo amor por los otros chicos; al fin y al cabo, ahora estaban juntos en la búsqueda en otras partes de los ángeles que en su día todos podrían haber tenido .
Sin embargo, a pesar de su traición, los ángeles «siguen allí».
Moss recuerda así el proceso de iniciación observado por Chu. El himno de los marines bien podría ser la canción del Club de los Brutos. Lo que Moss nos muestra con una precisión asombrosa es cómo esta iniciación en los chicos les lleva a reinventar su historia: «lo que debía haber sabido entonces y siempre es que una nana no podía ser mi canción favorita». Y, sin embargo, lo era y «siempre lo será».
III. Las leyes del amor
En un pasaje que a menudo se pasa por alto hacia la mitad de Ana Karenina, oímos la voz callada de Karenin, que se lamentaba de «no haber conocido su propio corazón antes del día en que había visto a su mujer moribunda» .
Como La letra escarlata, de Hawthorne, la novela de Tolstói nos traslada al territorio de las leyes del amor. La palabra «patriarcado» se repite en varias ocasiones en La letra escarlata —«privilegio patriarcal», «figura patriarcal», «cuerpo patriarcal»—, junto a una descripción de «el padre de la Aduana, el patriarca», quien «no tenía ni alma, ni corazón, ni mente» . Se parece a Karenin, también funcionario del gobierno.
Los personajes principales, Ana Karenina y Hester Prynne, son tan deslumbrantes, están tan vivos que acaparan nuestra atención. Destacan entre las demás mujeres —las matronas—, que son grises e imperceptibles comparadas con las protagonistas. Ana y Hester son mujeres que infringen las leyes del amor, arrastradas por una «pasión ilícita». Queremos saber qué les sucede. Pero en cierto modo hacen las veces de señuelos que nos distraen de lo que Tolstói y Hawthorne revelan en cuanto al precio que los hombres pagan por vivir en un patriarcado.
Los nombres de los protagonistas masculinos de Hawthorne —Dimmesdale y Chillingworth— nos dan una idea. La A escarlata de Hester llama tanto la atención que puede que pasemos por alto otros interrogantes que se derivan de la situación: ¿Cómo se convierte Chillingworth, un hombre de bien —worth— en un témpano de hielo —chilling—?; ¿Cómo se convierte Dimmesdale, un hombre de la naturaleza, del valle —dale—, en un ser obtuso —dim—?
Tolstói es quien llega hasta el fondo de la cuestión. Ana está a punto de dar a luz a una hija fruto de la relación con su amante, Vronsky. Enferma de gravedad, envía un telegrama a su marido, suplicándole que acuda a su lado y la perdone, para morir en paz. Karenin da por hecho que se trata de una treta y no siente más que desdén; pero le preocupa que, si no va y su mujer muere, «esto sería no sólo cruel, sino imprudente, y daría motivo para que me juzgasen con severidad» .
De modo que va. Los lectores suelen olvidar, o no acaban de comprender, que en este momento crítico en la novela, Karenin ofrece a Ana tanto su libertad como a su hijo. Consiente en divorciarse de ella y en asumir él mismo la deshonra, con lo que haría posible la readmisión de Ana en sociedad y la custodia de Sergio. Al final, Ana no acepta la propuesta. Su decisión no se explica. En una novela donde se nos cuenta lo que piensa hasta el perro, el rechazo de Ana al divorcio, que confirma su ruina, se narra enigmáticamente en un párrafo muy breve: «Un mes más tarde, Ana y Vronsky marchaban al
extranjero. Karenin quedó solo en su casa con su hijo. Había renunciado al divorcio para siempre» .
Sin embargo, se nos cuenta con todo detalle qué le sucede a Karenin cuando, junto al lecho de su esposa, «se entregó por primera vez en su vida al sentímiento de humillada compasión que despertaban siempre en él los sufrimientos ajenos y del que se avergonzaba como de una perjudicial debilidad». De repente, siente… no sólo terminado su sufrimiento, sino, además, una tranquilidad de espíritu nunca experimentada antes. Notaba que, de repente, lo que había sido origen de sus dolores se convertía en origen de la alegría de su alma. Lo que pareciera insoluble cuando condenaba, reprochaba y odiaba, le resultaba sencillo ahora que perdonaba y amaba .
Ana no se muere. Karenin perdona a Vronsky y le dice: Puede usted pisotearme en el barro, hacerme objeto de irrisión ante el mundo; pero no abandonaré a Ana y no le dirigiré jamás a usted una palabra de reproche. Mi obligación se me aparece ahora con claridad: debo permanecer al lado de mi esposa y permaneceré. Si ella desea verle, le avisaré .
Karenin se instala en la casa y comienza a observar a la gente a su alrededor: la nodriza, la institutriz, su hijo. Se arrepiente de no haber prestado más atención al niño y «acarició la cabeza de su hijo». Hacia la niña recién nacida experimenta «un sentimiento especial, mezcla de piedad y ternura». Y luego: «sin darse cuenta, empezó a querer a la pequeña». La cuida temeroso de que vaya a morir: «Muchas veces al día entraba en el cuarto de los niños y allí permanecía sentado largo rato», observándola con atención.
«En ocasiones pasaba hasta media hora mirando la carita rojiza como el azafrán, fofa y aún arrugada, de la pequeña» y se «sentía más sereno que nunca en aquellos momentos; estaba en paz consigo mismo; no veía nada de extraordinario en su situación ni creía que tuviera que cambiarla para nada» .
Pero… a medida que pasaba el tiempo, iba reconociendo con claridad que, por muy natural que a él pudiera parecerle tal estado de cosas, los demás no permitirían que quedasen así. Además de la bondadosa fuerza moral que guiaba su alma, había otra tan fuerte, sino más, que pacífica y humilde que deseaba. Advertía que todos le miraban con interrogativa sorpresa sin comprenderle, como esperando algo de él35.
A lo largo de quince páginas, Tolstói repite las frases «fuerza incontrastable», «fuerza misteriosa», como si quisiera asegurarse de que los lectores las vayamos a retener, como la dentadura blanca y poderosa de Vronsky. Frente a esta fuerza, Karenin se siente impotente. «Sabía de antemano que todos estaban contra él y que no le permitirían hacer lo que ahora le parecía tan favorable y natural. Adivinaba que iban a forzarle a hacer lo que, siendo peor, a los demás les parecía necesario».
Lo que a Karenin le parecía «favorable y natural», a juicio del resto del mundo, era malo e impropio. La fuerza incontrastable y misteriosa que «contrapesando su estado de ánimo, guiaba su vida obligándole a ejecutar su voluntad», que llevaba a Karenin a avergonzarse de ese «sentimiento de humillada compasión que despertaban siempre en él los sufrimientos ajenos» y a tildarlo de «perjudicial debilidad», es el patriarcado.
Ana había violado las leyes del amor. Pero al hacerlo, liberó el amor, el suyo propio y, al final, también el de Karenin. Nos enteramos de que Karenin tuvo una infancia triste de huérfano. Teniendo en cuenta este dato, su obsesión por el rango y el honor se entienden como un intento de llenar un vacío interno. Era un hombre temeroso del sentimiento, marginado del amor, avergonzado de su humanidad. Hasta que, de repente —frase que también repite en este pasaje—, su corazón se abre ante la llamada de Ana y de la recién nacida; una apertura que vive como una experiencia clara, sencilla, natural y buena.
Escribe a Ana: «Dígame usted misma qué es lo que puede procurarle la dicha y la paz del espíritu». E invirtiendo el orden de la jerarquía patriarcal, dice: «Me entrego a su voluntad y a su sentimiento de justicia» .
En este momento, ambos personajes se muestran sencillamente humanos: él, con sentimientos de ternura y compasión; ella, con voluntad y sentido de la justicia. Pero el mundo que habitan se rige por una fuerza cruel. Karenin sacrifica su amor; Ana, su voluntad y su deseo de libertad. Y con estos sacrificios, la tragedia resulta inevitable. Cuando Ana se marcha sin obtener el divorcio y renuncia a la libertad que deseaba y que habría hecho posible su vida con Vronsky, al permitir a ambos ser recibidos en sociedad y no separarla de su hijo, todo lleva directamente a su muerte en las vías del tren.
El amor es la fuerza con el poder de desequilibrar el orden patriarcal. Al traspasar las fronteras —en la novela de Roy, un hombre intocable toca a una mujer tocable— se desmantelan las jerarquías de raza, clase, casta, sexualidad y género. Por tanto, el amor se debe traicionar o acabar en tragedia para que el patriarcado continúe. De ahí que existan las leyes del amor, la asociación del patriarcado con el trauma y el daño moral, porque como muestra Tolstói en el personaje de Karenin, la traición al amor es la traición a lo que está bien.
La posición privilegiada de los hombres en el patriarcado puede impedir que veamos lo que nos muestran estos novelistas. La resistencia ferviente que procede de dentro en vez de alguien que se encuentra al margen de la cultura es la resistencia de Vronsky, quien declina en repetidas ocasiones la oportunidad de reincorporarse a su regimiento y ascender en la jerarquía y opta en su lugar por quedarse con Ana. En este sentido, es como el Antonio de Shakespeare, quien dice de Egipto y Cleopatra: «¡Deja que Roma en el Tíber se disuelva (…)! ¡Aquí está mi lugar»!
Dimmesdale, amante de Hester y padre de Perla, también es insumiso por naturaleza: «Por su manera de ser, amaba la verdad y odiaba la mentira como pocos». Viviendo como vivía una mentira, «odiaba a su desdichado ser» . Chillingworth, que se compara con el diablo y lo personifica al martirizar a Dimmesdale, también es la persona que, al final, deja su fortuna —que según nos cuentan es cuantiosa—, a Perla, que no es su hija.
Tolstói y Hawthorne narran una historia dominante. Nos enseñan el precio que supone liberar el amor en un orden patriarcal, pero también lo que se paga por su contención. En las voces calladas de los hombres, observamos indicios de un daño moral cuando se les obliga a traicionar lo que está bien en una situación donde hay mucho en juego, contando con la sanción del mundo como lo propio y lo correcto. El amor, escribe Hawthorne, «cuando acaba de nacer o cuando surge de un letargo parecido a la muerte, debe producir siempre una luz que llena el corazón de fulgores, a tal punto que desbordan sobre el mundo exterior» . También observa: «Ningún hombre, durante un periodo considerable de tiempo, puede tener una cara para sí mismo y otra para la multitud, sin confundirse al final respecto a la verdadera» .
IV. La ética del cuidado
En la edad de la posmodernidad resulta complicado hablar de una voz honesta o de una cara auténtica. El respeto hacia las diferencias culturales complica aún más la búsqueda de una verdad moral. ¿Podemos defender los valores de la libertad individual y de culto sin traicionar nuestro compromiso con los derechos humanos? En estos debates, la situación de las mujeres ocupa una y otra vez un primer plano. ¿Puede una sociedad democrática sancionar o hacer la vista gorda a la subordinación de las mujeres en el patriarcado? ¿Ofrece la ética del cuidado un camino a través de este embrollo? ¿Nos puede servir de guía para impedir la traición a lo que está bien?
Paula Gunn Allen, poeta y erudita de la tribu Pueblo de Laguna, escribe, «la raíz de la opresión se encuentra en la pérdida de la memoria» . Las actividades propias del cuidado —escuchar, prestar atención, responder con integridad y respeto— son actividades relacionales. La memoria y la relación son las que quedan destruidas por el trauma. La traición a lo que está bien puede llevar a la ira violenta y al aislamiento social, pero también puede acallar la voz honesta, la voz de la integridad.
Con el cambio de paradigma producido en las ciencias humanas, resulta más fácil reconocer que hemos confundido el patriarcado con la naturaleza mediante la naturalización de su modelo binario y jerárquico del género, el refuerzo de sus leyes del amor y la vigilancia de sus fronteras.
Sin embargo, como la primavera árabe demostró de un modo tan visceral, el ansia de tener una voz y de vivir en democracia es un deseo humano. La presencia de mujeres en la plaza de Tahrir, en El Cairo, era impresionante; se encontraban entre los líderes de la resistencia. Una vez que los Hermanos Musulmanes asumieron el protagonismo de la revuelta, las mujeres desaparecieron de la vida pública. Las mujeres son un faro, la veleta en la lucha entre democracia y patriarcado. La situación de las mujeres marca la dirección en que sopla el viento.
Sarah Hardy demuestra que la familia patriarcal no es ni tradicional ni original desde el punto de vista evolutivo. «Las ideologías patriarcales que se centran en la castidad de las mujeres y en la perpetuación y el aumento del linaje masculino debilitan la tradición de dar prioridad al bienestar de los menores» .
Arundhati Roy tiene razón. Desde una perspectiva evolutiva y desde el respeto de los derechos humanos, las leyes del amor no tienen nada de pequeño y se deben impugnar. Relegar a las mujeres a la esfera privada donde la igualdad es incierta y donde los derechos no tienen vigencia es ignorar la realidad de que precisamente en la esfera privada es donde las mujeres corren mayor riesgo.
La ética del cuidado no es una ética femenina, sino feminista, y el feminismo guiado por una ética del cuidado podría considerarse el movimiento de liberación más radical —en el sentido de que llega a la raíz— de la historia de la humanidad. Al desprenderse del modelo binario y jerárquico del género, el feminismo no es un asunto de mujeres, ni una batalla entre mujeres y hombres, sino el movimiento que liberará a la democracia del patriarcado.
In a different voice identificó la reivindicación de una voz libre como un punto de inflexión en el desarrollo moral de las mujeres, al liberar a las mujeres de las garras de una moralidad femenina que hacía de trampa. En el nombre de la bondad, las mujeres habían silenciado su voz. Para muchas de las mujeres a las que entrevisté, la liberación de una voz honesta sucedía tras el reconocimiento de que la abnegación, a menudo considerada máxima expresión de la bondad femenina, en realidad, moralmente resulta problemática, al implicar la renuncia a la voz y la evasión de las responsabilidades y las relaciones.
Conviene insistir en el papel que la sociedad y la cultura pueden desempeñar en permitir o impedir que la gente exprese o que sea consciente de lo que sabe. Mi estudio con embarazadas que se planteaban la posibilidad de abortar se llevó a cabo inmediatamente después de la decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos en el caso de Roe contra Wade. Al otorgarles una voz firme, la máxima instancia judicial del país animó a las mujeres a preguntarse qué implicaba el sacrificio de una voz en aras de la bondad.
Janet, una de las entrevistadas, expresa el cambio en su manera de pensar producido cuando a su preocupación por el tema de la bondad se sumó una preocupación por la verdad. Tienes que saber lo que estás haciendo, dice, tienes que ser «sincera, no ocultar nada, sacar todo lo que sientes», antes de saber si lo que estás haciendo es «una decisión honesta además de buena; una verdadera decisión» .
Un momento decisivo parecido en el desarrollo de los hombres se produce cuando un hombre se da cuenta de que ha estado viviendo una vida falsa y escudriña su traición al amor en nombre del honor y la masculinidad. Donald Moss, al reflexionar sobre su deslealtad a sus ángeles nocturnos, dice que «renegó de ellos en público y que siguió haciéndolo durante años». Pero también había sido infiel a sí mismo porque, en realidad, la nana era su canción favorita.
En el libro Are You Not a Man of God?, Tova Hartman y Charlie Buckholtz describen la resistencia que surge dentro de la tradición —en parte debido a una devoción a la misma tradición . La crítica social no tiene por qué venir de fuera. Centrándose en historias de gente que mantiene relaciones con personas en puestos de autoridad, adoptan el punto de vista de estos personajes secundarios, desde el cual interpretan narraciones tradicionales. Observan que la misma tradición mantiene estas voces insumisas, aunque a menudo se silencian o se encubren y se relegan a los márgenes. Los personajes secundarios… discuten con sus padres, con sus maridos, con su madres, con sus hermanos, con sus amigos. Se encuentran con gente con la que mantienen relaciones íntimas —normalmente con personas de autoridad que personifican los valores culturales más elevados— en el acto de trasgresión de estos mismos valores.
En un pasaje que recuerda a Shay, Hartman y Buckholtz observan que las reacciones de los personajes secundarios «al trauma de estas transgresiones desconcertantes suelen ser intensas y viscerales».
La súbita toma forzosa de conciencia de la existencia de profundas grietas morales en sus amigos, en sus familiares y en sus redes culturales de referencia se presenta a menudo como una contradicción discordante de sus convicciones más arraigadas —unos valores que se han asimilado hasta tal punto que son apenas distinguibles del Yo.
Estas «explosiones destructoras de la identidad detonadas en los márgenes de las narrativas tradicionales» llevan a los personajes secundarios a ofrecer resistencia frente a las personas de autoridad, aunque mantengan lealmente su relación con las mismas. A Hartman y Buckholtz les parece curioso que «los transmisores de la cultura, los moldeadores del canon, consideren esto como un tipo de resistencia —resistencia, podríamos llamar, a través de la relación— que merece la pena mantener».
Las traiciones escandalosas son las del amor. Agamenón sacrifica a su hija Ifigenia para recuperar el honor griego; Abraham se dispone a inmolar a Isaac para mostrar su lealtad a Dios. Sus actos cuentan con la sanción de la cultura y se recompensan con honor. En la tragedia de Eurípides, Ifigenia acusa a su padre de locura y desafía la cultura que pone el honor por encima de la vida.
En la Biblia, Isaac no tiene voz, pero los autores del canon midrásico de los comentarios bíblicos—preguntándose, al parecer, dónde está— le dan una. Mientras que a la vez acepta y rechaza la decisión de su padre, Isaac dice: «Pero lloro por mi madre». Lo desconcertante de estas traiciones no resulta únicamente de su violación de la themis de la cultura, sino de su ruptura con la experiencia.
La experiencia que Ifigenia e Isaac tenían de sus padres se enmarcaba en su relación con ellos. En la obra de Eurípides, Ifigenia recuerda a Agamenón las palabras que le habían dirigido, el amor que le había profesado y la intimidad que compartían. Pero de repente, es como si estas palabras y estas acciones no tuvieran ningún significado. La traición viola postulados muy arraigados de lo que está bien; es espeluznante porque socava los mismos cimientos de la experiencia y destruye nuestra capacidad de confiar en lo que sabemos. Una vez que perdemos la confianza en la voz de la experiencia, somos prisioneros de la voz de la autoridad.
La ética del cuidado nos guía para actuar con cuidado en el mundo humano y recalca el precio que supone la falta de cuidado: no prestar atención, no escuchar, estar ausente en vez de presente, no responder con integridad y respeto. En el documental The Gatekeepers, se entrevista a seis antiguos jefes de Shin Bet, la agencia de seguridad interior israelí, sobre el conflicto entre Israel y Palestina. Al final, estos hombres aguerridos y recalcitrantes sólo ven una solución: hablar con los enemigos. «Yo hablaría con cualquiera», dice el mayor de todos, «hasta con Ahmadineyad». No está hablando de negociar la paz, sino de algo más elemental. Se refiere a revelar la humanidad propia de cada uno .
He contado muchas historias, enlazando voces tan diversas como las de veteranos de guerra, niñas y mujeres, niños y hombres, Jane Eyre y Karenin. Las tensiones interculturales se expresan dentro de las culturas y también dentro de nosotros mismos. Parafraseando a John Berger, nunca más se volverá a escuchar una sola voz como si fuera la única.
En los debates sobre ética podríamos preguntarnos: ¿cómo consigo escuchar una voz que se guarda en silencio, una voz sometida a coacción, ya sea de índole política, religiosa o psicológica? ¿Cómo consigo escuchar en una mujer la voz honesta de la niña de once años, o en un hombre la facultad perceptiva del niño de cuatro años emocionalmente inteligente? ¿Qué asociaciones devuelven las experiencias disociadas al terreno de la conciencia?
Del mismo modo que el amor, el arte es capaz de traspasar fronteras y abrir puertas que parecían selladas. ¿Qué sucede cuando sustituimos el juicio crítico por la curiosidad? En vez de ponernos en el lugar del otro, mejor nos vendría ponernos en nuestro propio lugar y dirigirnos al otro para que nos enseñe el suyo.
Concluyo con Jonathan Shay: «Si queremos vivir entre iguales con fuerza y franqueza, entre gente con “ojos libres y generosos”, como dice Eurípides, la comprensión del trauma puede erigirse en una base firme sobre la que construir una ciencia de los derechos humanos». Como dice este mismo autor: «Esta visión de una vida buena para un ser humano es una elección ética y no se puede coaccionar. Sólo puede surgir del diálogo, la educación y la atracción intrínseca»
Notas
1. Berger, John. G. Madrid: Alfaguara, 1994, 2012. (1ª ed. inglesa publicada en 1972); Gilligan, Carol. La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica, 1985. (1ª ed. Inglesa publicada en 1982 con el título In a different voice); Roy, Arundhati. El dios de las pequeñas cosas. Barcelona: Anagrama, 2000 (1ª ed. Inglesa publicada en 1997).
2. Para un análisis más amplio de la confusión entre desarrollo y trauma, véase Gilligan, C. El nacimiento del placer. Una nueva geografía del amor. Barcelona: Paidós Ibérica, 2003; Gilligan, C. Joining the Resistance. Cambridge, Reino Unido: Polity Press, 2011.
3. De Waal, F. La edad de la empatía. Barcelona: Tusquets, 2011; Blaffer Hrdy, S. Mothers and Others: The Evolutionary Origins of Mutual Understanding. Cambridge: Massachusetts, Harvard University Press, 2009; Damasio, A. R., El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano. Barcelona: Destino, 2011; Damasio, A. R., La sensación de lo que ocurre. Cuerpo y emoción en la construcción de la conciencia. Madrid: Debate, 2001.
4. Véase al respecto Murray, L.; Trevarthan, C. «Emotional Regulation of Interaction between Two-Month-Olds and Their Mothers», en Social Perception in Infants. T. M. Fields y N. A. Fox (Eds.). Norwood, Nueva Jersey: Ablex, 1985; Murray, L.; Trevarthan, C. «The Infants Role in mother-infant communication», Journal of Child Language 13 (1986); Hardy, S. Mothers and Others; Tronick, E. «Emotions and Emotional Communication in Infants», American Psychologist 44, nº 2 (1989); Stern, D. El mundo interpersonal del infante. Buenos Aires: Paidós Ibérica, 1991; Gopnik, A. El filósofo entre pañales. Revelaciones sorprendentes sobre la mente de los niños y cómo se enfrentan a la vida. Madrid: Temas de Hoy, 2010.
5. Obama, B. Discurso de aceptación del 6 de septiembre de 2012 en la Convención Nacional Demócrata.
6. Auden, W. H. «1 de septiembre de 1939», en Canción de cuna y otros poemas. Barcelona: Lumen, 2006.
7. Shay, Jonathan. Achilles in Vietnam: Combat Trauma and the Undoing of Character. Nueva York: Scribner, 1994.
8. Shay, J. Op. cit., p. 4.
9. Ibid. pp. 3-4.
10. Ibid. p. 5
11. Ibid. p. 5
12. Para una descripción del método de la guía de escucha, véase Gilligan. C, Spencer, R., Weinberger, K. y Bertsch, T. «On the Listening Guide: A Voice-Centered, Relational Method», en Camic, P., Rhodes, J. E. y Yardley, L. (Eds.). Qualitative Research in Psychology: Expanding Perspectives in Methodology and Design. Washington DF: American Psychological Association Press, 2003. 13. Shay, J. Op. cit., p. 5
14. Véase Brown, L. M. y Gilligan, C. Meeting at the Crossroads: Women’s Psychology and Girls’ Development. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1992; Gilligan, C., Rogers, A. G. y Tolman D. (Eds.). Women, Girls, and Psychotherapy: Reframing Resistance. Nueva York:
Hayworth Press, 1991; McLean Taylor, J., Gilligan C. y Sullivan, A. Between Voice and Silence: Women and Girls, Race and Relationship. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1995. Gilligan, C., Lyons, N. P. y Hanmer, T. J. (Eds.). Making Connections: The Relational Worlds of Girls at Emma Willard School. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1990. 15. Para un análisis más amplio de Judy, véase Brown L. M. y Gilligan, C. Meeting at the Crossroads, «Losing Your Mind», véase también Gilligan, C. Joining the Resistance, cap. 2, «Where Have We Come From and Where are We Going?»
16. Shay, J. Op. cit., p. 5.
17. Way, N. Deep Secrets: Boys’ Friendships and The Crisis of Connection. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2011.
18. Ibid., p. 242.
19. Ibid., pp. 1, 19.
20. Los estudios sobre el desarrollo en chicas se prolongaron más de diez años y comprendieron a chicas de una variedad de extracciones éticas y sociales, de colegios públicos y privados, mixtos y sólo de niñas. La investigación se realizó dentro del Proyecto Harvard sobre psicología de las mujeres y desarrollo en niñas y se publicó en un gran número de artículos y libros, entre los que cabe citar: Gilligan, C. «Joining the Resistance: Psychology, Politics, Girls and Women», Michigan Quarterly Review 24, 4, 1990; Brown y Gilligan, Meeting at the Crossroads; Gilligan, C., Rogers, A. G. y Tolman, D. (Eds.). Women, Girls, and Psychotherapy Reframing Resistance. Binghamton, Nueva York: Hayworth Press, 1991; McLean Taylor, J, Gilligan, C. y Sullivan, A. Between Voice and Silence, Op. cit., n. 14.
21. Para un análisis más amplio de las tensiones entre democracia y patriarcado, véase Gilligan, C. El nacimiento del placer; Gilligan, C. y Richards, D. The Deepening Darkness: Patriarchy, Resistance, and Democracy’s Future. Nueva York: Cambridge University Press, 2009 y Gilligan, C. Joining the Resistance.
22. Para un análisis más amplio de la edición de Ana Frank de su diario, véase Gilligan, C. El nacimiento del placer, segunda parte, «Regiones de luz».
23. Boland, E. «What We Lost» de Outside History. Nueva York: W.W. Norton& Co., 1990.
24. Chu, J. When Boys Become Boys: Development, Relationships, and Masculinity. Nueva York, New York University Press (en prensa).
25. Moss, D. Thirteen Ways of Looking at a Man: Psychoanalysis and Masculinity. Nueva York: Routledge, 2012, p. 137. 26. Moss, D. Ibid, p. 140.
27. Ibid. p.141.
28. Tolstói, L. Ana Karenina. Editorial Medí, 2010.
29. Hawthorne, N. La letra escarlata. Santiago de Chile: Andrés Bello, 1996.
30. Tolstói, L. Op. cit.
31. Ibid.
32. Ibid.
33. Ibid.
34. Ibid.
35. Ibid.
36. Ibid.
37. Hawthorne, N. Op. cit.
38. Hawthorne, N. Op. cit.
39. Ibid.
40. Gunn Allen, P. «Who is your Mother? Red Roots of White Feminism», en Simonson, R. y Walker, S. (Eds.). The Graywolf Annual Five: Multicultural Literacy. St. Pual, Graywolf Press, 1988, p. 18.
41. Hrdy, S. Mothers and Others, p. 287.
42. Gilligan, C. La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. México: Fondo de Cultura Económica, 1985.
43. Hartman, T. y Buckholtz, C. Are You Not a Man of God: Devotion, Betrayal, and Social Criticism in Jewish Tradition. Nueva York: Oxford University Press (próxima publicación).
44. The Gatekeepers, 2012. Documental dirigido por Dror Moreh. 45. Jonathan Shay, Op. cit., p. 209.

De la generación al género. 40 años después

De la generación al género. 40 años después
Recuerdo, recordemos Esta es nuestra manera de ayudar a que amanezca Sobre tantas conciencias mancilladas, Sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta, Sobre el rostro amparado tras la máscara. Recuerdo, recordemos Hasta que la justicia se siente entre nosotros. Rosario Castellanos, Memorial de Tlatelolco

40 años después a 68 revoluciones por minuto es como me he sentido las últimas semanas. Nunca antes había experimentado esta agridulce experiencia de la memoria.
Abro el periódico y miro en la misma página artículos actuales sobre el 68 y fotografías del 68. Prendo el radio y escucho música y voces del pasado. Enciendo la tele y veo imágenes de amigos, compañeras y personajes de otro tiempo y de ahora. Hablan en el presente de su pasado, del mío, del nuestro.
Una y otra vez irrumpen los contornos y los sonidos de la masacre.
Qué agria palabra me sabe a hiel y a desamparo. Siento rabia.

Veo a los presos jovencísimos tras las rejas cuando 4 revoluciones antes presidían mítines en libertad, empoderadísimos con el pueblo de México, el personaje más inasible y efímero del 68. Sin ruptura vea a las mujeres y los hombres 4 décadas más curtidos movilizados en defensa del petróleo, denunciar la represión contra movimientos magisteriales y populares, manifestar frente a la inseguridad y en defensa de los derechos humanos.
Estamos ahí frente a Rectoría y en los auditorios, en la Escuela Nacional de Antropología en Chapultepéc, en la Facultad de Economía o de Filosofía en la UNAM, en asambleas finitas o permanentes, en las guardias, en las brigadas volanteando y en manifestaciones festivas o luctuosas de centenas de miles. En el Zócalo. Es otra ciudad en blanco y negro, y es la misma. Éramos menos millones. Es otro país, pero cómo se parece.
Con 40 años más, cada quien se esfuerza por sacar de sus entrañas sus recuerdos, sus razones, su visión de lo ocurrido. Toda conmovida ante sí, frente a la cámara y el micrófono, la mente se torna translúcida, la emoción envuelve, contiene y da cuerpo al sentido. La voz de cada quien es verdadera para contarnos. Porque los sesentayocheros somos cuenteros. Lo vivido sabe más si al evocar el recuerdo se vuelve palabra e imagen y alguien escucha y mira y, como entonces, la empatía crea sentido, vínculo, camino.
Escucho sobre todo a hombres dirigentes enunciar sus experiencias como si hubiesen estado solos. Solos de nosotras. Miro las imágenes y en las asambleas
¿qué extraño? hay mujeres, veo las marchas y ahí van también mujeres, muchas mujeres. Y la mayoría del los hombres del 68 no hablan de las mujeres, casi no nos mencionan. Se les llena la voz de liberación sexual. ¿Con quiénes la vivieron?
Ya no me asombro. En el transcurrir de los últimos cuarenta años, infinidad de sesentayocheras nos dimos cuenta que no bastaba estar ahí, nuestra presencia no era suficiente para dar cuenta de nosotras mismas. Esa conciencia, la de género, feminista, despertó en muchas de nosotras al ser sólo juveniles, sólo estudiantes, sesentay…sí, al ser sólo generación.
Nosotras nos encontramos cómodas y magníficas en las aulas, las asambleas y las brigadas, en las calles y los mítines. Experimentamos una densa crisis cultural de recreación identitaria.
El 68 juvenil y estudiantil fue entretejido por hilos finos de coincidencias antiautoritarias públicas y privadas. Al evocar hoy la rebelión y el discurso por las libertades democráticas levantado frente al gobierno, su partido único y la sociedad corporativizada con sus instituciones autoritarias y patriarcales, las hacemos visibles.
Justicieros como entonces, hoy relatamos, evocamos para que no se olvide, para no repetir. Entonces creíamos que la limpidez estaba a la vuelta de la esquina. Construimos este piso de presente 40 años después como lo hicimos treinta, veinte, diez años después, en los entresijos de enfrentar la impunidad de entonces. Y la de ahora y seguir en lo que andamos.
Pero hubo otra convulsión: La revuelta invisible e inaudible del 68 que cada quien enfrentó fuera de los espacios de la algarabía politizada y empoderada, fuera de los rituales colectivos entre pares. Fue la rebelión doméstica, familiar, de pareja, que cada 68era y 68ero libró en su casa, frente a su padre y su madre, sus hermanos y hermanas, y toda la parentela, en el barrio y entre sus amistades, al defender las profundas convicciones con argumentos digeridos apenas ayer en las asambleas, las fiestas, las lecturas y los círculos de estudio.
Esas jóvenas y esos jóvenes éramos una condensación ilustrada y científica, formada en la filosofía y en el marxismo, impactada por la crítica de la modernidad impulsada en diversas latitudes, y por una cultura juvenil desplegada en el mundo. El compromiso político asumido implicó la recreación cultural cuya incidencia deseamos alcanzar ahora. Vivimos, entonces, un enorme desencuentro con la cultura conservadora, anacrónica y retrógrada y con las maneras acartonadas y miserables de vivir que nos estaban asignadas como destino. Mirando a los ojos a sus poderosos defensores hicimos la crítica ideológica, práctica y tangible al orden político, cerrado, hostil y corrupto.
Nos enfrentamos, cada quien como pudo, a la doble moral de las buenas familias y al qué dirán. Despotricamos de las parejas respetables siempre disparejas y huérfanas de amor. Rechazamos el trabajo que burocratiza anhelos. No queríamos esa vida para el futuro y menos para el presente. Existencialistas y revolucionarios por vocación ética, nos emancipamos.
Hicimos la más prodigiosa desconstrucción en acto –a la usanza postmoderna. Inventamos el compañerismo entre algunas y algunos, pero no dio para el 50%-50, que hoy, nosotras, alcanzamos a formular hasta en porcentaje.
Inauguramos el amor apetecible entre pares, abjuramos de virginidades y dogmatismos.
Algunas fuimos pioneras en el uso de la píldora y otras no. Cuántas criaturas se gestaron entre transgresiones sin condón y sin píldora. Pastillita que hace tornasolados el deseo y sus goces y sabe a libertad. No había SIDA, era suficiente liberarse de unos cuantos tabúes y prejuicios.
No todos continuamos demoliendo los recovecos patriarcales. La mayoría de los hombres han recreado en esos 40 años mucho más de lo que podrían aceptar del personaje patriarcal al que se enfrentaron. La mayoría defiende la Ley del Padre. Muchas mujeres de entonces no han tenido espacio para seguir el hilo del descubrimiento feminista. Porque el feminismo actual se gestó entonces.
A diferencia del movimiento estudiantil popular que probó el consenso, las feministas hemos vivido 40 años sin grandes masas, sin el pueblo de México y sin los titulares. Hemos vivido 40 años de pequeños encuentros (aún los latinoamericanos o las conferencias mundiales) entre mujeres emancipadas en un mundo que cambió mucho menos que nosotras y al que, a pesar de todo, hemos hecho cambiar. Han sido años de luchas, de búsquedas ilustradas, de activismo, de estudios, de movimientos y redes con mujeres afines de aquí y de otras tierras. Hemos experimentado entre nosotras algo inédito antes del 68: sintonías más profundas, abarcadoras y justas que las compartidas con los hombres transformadores.
Para nosotras han sido 40 años de descubrir la complejidad personal de las mujeres, de aprender unas de otras y de fascinarnos, reivindicarnos y sumar. 40 escasos años de aprender a vivir a dos aguas y caminar a ritmo sincopado, de mantener el propio paso a la manera feminista y aguantar el paso de hombres, instituciones, colegas y compañeras con quienes nos entendemos a medias, con quienes desentonamos. Hemos aprendido a ser bilingües, disidentes de las disidencias y coincidentes radicales.
Hemos vivido 40 años de un bilingüismo cultural discordante para descubrir, unas antes y otras a su tiempo, que no basta la democracia si no es enunciada desde nosotras y por nosotras. En lengua feminista hemos llevado a nuestras conciencias y a la cultura política la trama feminista: maternidad libre y voluntaria, derechos sexuales y reproductivos, despenalización y legalización del aborte libre, equidad política, libre opción sexual, acciones afirmativas, perspectiva de género, ley de las mujeres…
Varios deseos feministas hoy son leyes que acuñan la igualdad entre mujeres y hombres y el derecho de todas y cada una a vivir libres de violencia. Esas leyes son una marca jurídica feminista en el Estado, producto de diversos movimientos y de la estancia de algunas de ellas en la política. Falta el reclamo social para su cumplimiento.
Hoy las defeñas tenemos el derecho a casarnos entre nosotras aunque sea camufladas, gracias a un trato de convivencia anclado en un código mercantil y es un derecho de las coahuilenses sin camuflaje. Tras una ardua y emblemática lucha logramos el derecho de las defeñas a la interrupción del embarazo hasta las 12 semanas de gestación, por fin ha sido probado con éxito por varios miles de ellas. Todo ello además en ejercicio práctico del laicismo.
En estos 40 años el rostro y el cuerpo de la sociedad civil se han tornado femeninos. Desde el 68 fueron mujeres quienes sustentaron las organizaciones para la liberación de los presos y más tarde para la aparición de los desaparecidos.
En el 85 las mujeres salieron de los escombros a rehacer sus casas, nuestra ciudad y a reanimar la vida cotidiana como reconstruyen tras cada desastre “natural” viviendas, escuelas, barrios y comunidades. La mayoría de las cuidadoras de casillas electorales y de derechos civiles y políticos, las hacedoras prácticas de los referéndums y defensoras del voto hemos sido mayoritariamente mujeres en ejercicio de una novedosa ciudadanía que en lo electoral ha cumplido su medio siglo.
En la Ciudad de México, en el 95, las mujeres emitimos más de la mitad de los votos para dar fin al priismo despótico y autoritario, con el anhelo de hacer de ésta una ciudad para su gente.
Qué sería de la incipiente cultura de los derechos humanos sin el esfuerzo pedagógico y oenegéico de centenas de miles de mujeres al reeducar y reeducarnos en este paradigma de convivencia comprometida, y sin las luchadoras políticas por los derechos humanos de todas las personas.
Qué sería de la cultura en México sin el aliento, desde otro lugar, de las escritoras, videoastas, pintoras, fotógrafas, directoras de cine, escultoras, novelistas, poetisas, escenógrafas y dramaturgas, investigadoras, profesoras, comunicadoras, cantautoras, teatristas, bailarinas, coreógrafas y performanceras diversas.
Qué sería de los derechos sociales sin el toque de las mujeres que representan en minoría, dirigen en minoría y gobiernan en minoría.
Para tocar el dolor diré que las lunas de Acteal, eclipsadas, fueron en su mayoría mujeres en oración frente al horror de la persecución, el acorralamiento y la muerte.
Hasta en la insurgencia las mujeres deben vindicar cada día una cultura y una convivencia que considere la igualdad entre mujeres y hombres.
Cómo podemos imaginar que la vida continúa a pesar de ser atropellada por crisis, errores, atropellos y exclusiones, sin reconocer y valorar a millones de mujeres sacar a sus hijos adelante cada día, a sus familias adelante y hasta a sus aguerridos machos, adelante. La experiencia cotidiana antiheróica de las mujeres, casi en silencio, pero imprescindible, ha consistido en cambiar de costumbres y aguantar doblesjornadas y trabajos informales en su mayoría, sostener la vida e inventar convivencias, entre avances y retrocesos del mundo de las sombras al de una incierta ciudadanía bajo discriminación y en desigualdad.
Lo que algunas olvidaron entre tantos afanes y quehaceres y otras han descubierto en estos años, algunas lo sabíamos desde el 68 y lo reafirmamos hoy. La sociedad y la cultura siguen en crisis, ahora tal vez, más compleja y devastadora.
Nosotras estamos convencidas que un mundo de monopolio masculino de recursos y poderes, con mujeres sometidas a dominación por el hecho de ser mujeres, se asemeja demasiado al que quisimos trascender en el 68. Las alternativas que no vislumbran cambios de género radicales, aunque sean construidas por gentes democráticas, engendran exclusión y oprobio. En el 2008 urge una visible y prioritaria crítica política al patriarcalismo, si de veras queremos salir de los estertores. Urge también articular las alternativas feministas a la “agenda” política.
De no hacerlo, quienquiera que asuma liderazgos, gobiernos y hegemonías lo hará con la rigidez excluyente, autoritaria y machista, patriarcal. A pesar de beneficiarse de la actuación de mujeres y de magníficas mujeres, la política sigue siendo una danza ritual y macabra entre hombres. La mayoría de los intelectuales, los académicos y los políticos mexicanos son analfabetas enm feminismo a pesar de que el feminismo ha sido dimensión fundante del 68 y del 78, del 88, el 98 y el 2008.
Pero la necesidad del feminismo no proviene de una urgencia filosófica solamente.
El feminismo es imprescindible para hacer vivible nuestro mundo.
Hoy la violencia de género, la violencia masculina, el feminicidio y la impunidad en los atentados contra las mujeres y las niñas identifican a México. A pesar de las leyes, no hay voluntad política para enfrentar la violencia de género ni para garantizar la justicia de género. La educación masiva escolarizada televisiva o hertziana es estrictamente patriarcal violenta y empobrecedora.
Es un obstáculo para el desarrollo de una cultura en que se valoren y respeten la integridad y la libertad de las mujeres, así como la posibilidad de una vía no violenta de vida para los hombres.
Las mujeres más modernas somos más exigidas, doble y triplemente. Hoy hacemos mucho más, trabajamos más, participamos más, y muchas lo hacemos sin conciencia feminista y sin derechos de género. Vivimos situaciones de competencia con hombres como si estuviéramos en igualdad. Ni siquiera somos dueñas de nuestros cuerpos, de nuestro tiempo, de nuestra conciencia y nuestros deseos.
Entre los hombres más democráticos aún hay reyezuelos cuyos feudos son sus casas, y todavía no saben en qué puede consistir la igualdad en la pareja o cómo ser equitativos, ni el significado del amor más allá de sus falos y no han descubierto a las mujeres con quienes conviven. Quienes se atreven a cambiar y cada día desmontan sus poderes y privilegios patriarcales en la sociedad y en su forma de ser hombres, son los menos. Los hombres entrañables llevan en la mirada la osadía de intentarlo con quienes comparten la vida, el trabajo y la política. Son necesarios más y más hombres dispuestos a la igualdad.
El laicismo no se ha instalado en la sexualidad. Cada mujer es criminalmente disminuida al ser confrontada con hombres sobre humanizados y fetos humanizados, defendidos a ultranza contra las mujeres por instituciones pías y por fundamentalistas aborígenes de proceder enfebrecido y peligroso.
La tergiversación de la liberación sexual, es decir su reinterpretación patriarcal, ha estimulado la violencia de género contra las mujeres y ha favorecido la impunidad masculina, el machismo, la misoginia, la lesbofobia y la homofobia, que se engarzan con el racismo y todo tipo de sectarismo prevalecientes. Las mujeres no somos sujetas de derechos humanos, aunque tengamos pequeños espacios muy acotados para valorar nuestras identidades.
A 40 años del 68 y en la primera decena del segundo milenio reitero la urgencia de que el feminismo arraigue, se extienda y de sentido al mundo. Pretender la democracia desprovista de feminismo será un fracaso. El autoritarismo, la voluntad excluyente, el pacto corrupto y la impunidad, así como la violencia como método vital del supremacismo, son esencialmente configuraciones patriarcales.
Hasta donde me alcanza el entendimiento, el antídoto más eficaz para desmontar el patriarcalismo ha sido y es el feminismo. Y, hasta donde he experimentado, el feminismo contiene la propuesta más radical de todas: hacer vivible y compatible para mujeres y hombres al mismo tiempo, sin unanimidad pero con equidad, derechos claros y precisos, pluralidad y como decimos sesentaiocheramente, con imaginación y placer. Con libertad.
Finalizo mi remembranza de 40 años. Sigo el recoveco de mis recuerdos y encuentro en lo más profundo del 68 un país innombrado. Toco ese placer tan conocido y descubro la emoción de entonces, de ser parte de quienes imaginamos otro mundo posible y compartimos sentires y pesares, una ética y una filosofía revolucionaria y libertaria. En ese camino avanzamos lo que pudimos.
Qué dicha. Me envuelve y me hace vibrar. Sigo adelante desde esos ayeres y reconozco el luminoso matiz actual de ese placer. Pertenezco a una república feminista que se habla, canta y escribe en francés, inglés, portugués, alemán, en muchas lenguas y, desde luego, en español, maya, náhuatl, tzotzil y otras lenguas de por acá. Es una república feminista de mujeres diversas y algunos hombres, personas creativas y amorosas.
Más allá de los intentos de arrancarnos con masacres la certeza de que la razón prevalecería y prevalecerá, más allá de la impotencia y el horror, cultivo en mí la fascinación por el encuentro apasionado entre personas libertarias. Cómplices tejedoras de la vida.

Adiós a la política. Las transformaciones del Estado (2000)

Adiós a la política. Las transformaciones del Estado (2000)
Joachim Hirsch
Traducido por: Stephen A. Asma (del alemán)

La idea de la política siempre ha tenido algo que ver con la configuración de condiciones y de relaciones sociales: con luchas e intereses, metas sociales y concepciones del orden. Una política se reconocía además como democrática cuando las personas afectadas podían, en cierta medida, participar de ella, aunque bajo condiciones burgués-capitalistas se tratase de una participación muy restringida.

Hoy, ambas características se han vuelto muy cuestionables: tanto la capacidad configuradora como el carácter democrático de la política, incluso en su sentido liberal-burgués. Lo que hoy día se llama política se reduce cada vez más claramente a la administración más o menos eficiente del orden existente, a la adaptación ante la fuerza irreprimible de las cosas, sean éstas las fuerzas de una tecnología desatada o las de un mercado mundial incontrolable.

El debate político ya no trata de metas sociales alternativas, ni siquiera propiamente de conflictos de intereses, sino de la administración del statu quo. Esto conduce a que cada día menos personas esperen algo del quehacer político y que el escenario político sea percibido más bien como una rama del show business de los medios de comunicación masiva, cuya función principal consiste en entretener.

Como consecuencia de ello, aumenta la propensión a que el personal político no sea juzgado por los resultados de sus acciones, sino más bien por la ropa que lleva, por sus índices de popularidad o por la credibilidad de su actuación.
Que la política se haya transformado, por decirlo de algún modo, en una especie de administración de lo local dirigida a ofrecer las condiciones más beneficiosas al capital a costa del bienestar social, tiene que ver con las transformaciones sociales que se registran desde la década de los setenta.
En especial los dos fenómenos clave que tienen lugar tras la crisis del capitalismo fordista de posguerra son los siguientes: 1) La reestructuración neoliberal del capitalismo, llamada «globalización» y 2) el ocaso del «socialismo real» con el correspondiente final de la confrontación entre sistemas.
La formulación adelantada por Fukuyama del «fin de la historia» describía este momento e implicaba también en un sentido más preciso el «fin de la política». Si ya no quedan alternativas históricas, entonces ya no queda nada para ser configurado y basta, por tanto, con garantizar la permanencia del orden existente asegurando el funcionamiento del negocio corriente ante todas las eventuales disrupciones.
Que este objetivo produzca a largo plazo consecuencias sociales cada vez más catastróficas no es más que un hecho tan lamentable como inevitable. Ante estas consecuencias parece que solamente queda la esperanza de que la emergencia político-social, económica o ecológica, se haga esperar un poco.
Tales percepciones tienen un fondo verdadero que se apoya en la experiencia. Nos referimos, especialmente, al fracaso final y definitivo de los grandes proyectos sociales transformadores del siglo xx, tanto a los experimentos reformistas socialdemócratas, como a los autoritarios estatal-socialistas que, con ayuda del Estado, buscaban reconfigurar la sociedad.
Se da una aparente paradoja: por un lado, en el siglo xx los Estados se han convertido materialmente a sí mismos en «Estados nacionales» integradores, tanto económica como socialmente, debido a una cierta habilidad de regulación intervencionista de tipo keynesiano-benefactor, y esto tras la imposición del fordismo.
Por otro lado, los mismos Estados restringen después, a consecuencia de la llamada globalización, sus propios márgenes de maniobra políticos y configurativos. Este repliegue de los Estados en el sentido de un lean management, de una «administración escasa» de la sociedad, constituye un prerrequisito decisivo para la reorganización de las condiciones de valorización del capital, así como de las relaciones de fuerza de clase después de la crisis del fordismo. Pero con ello, al mismo tiempo, se reducen considerablemente las posibilidades para poder configurar y mantener cohesionadas a las sociedades por medio de la política estatal.
El elemento constitutivo de este proceso de transformación es una internacionalización del Estado que se manifiesta en el desplazamiento creciente de decisiones políticas importantes hacia un sistema complejo de organizaciones e instituciones políticas. Junto a este proceso, partes relevantes del aparato de Estado están en una relación de sujeción directa respecto a los intereses de los mercados internacionales del capital financiero, incluyendo sus formas institucionalizadas, como la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el G-8, etc.
Hoy en día la política es realizada, fundamentalmente, por los ministerios de finanzas y por los bancos centrales. También esto es un motivo por el cual campos decisivos de la política prácticamente ya no pueden ser influidos por las vías y procedimientos habituales, es decir, por medio de elecciones democráticas y a través de la legislación parlamentaria. Como consecuencia de los procesos integrales de privatización y por el creciente poder del capital multinacional, se desplazan simultáneamente las decisiones políticas cada vez con mayor fuerza hacia sistemas de negociación estatal-privados poco transparentes, en gran parte desacoplados de los procesos democráticos formalizados.
Todo ello se vincula finalmente con la emergencia de un sistema mundial unipolar, dirigido por Estados Unidos, caracterizado por el predominio de un pequeño grupo de metrópolis sobre los Estados «más débiles» de la periferia. El resultado es la restricción de los márgenes de maniobra políticos de los Estados individuales.
Paralelamente, emergen nuevas formas de conflictos: guerras civiles, matanzas «étnicas» e intervenciones militares «humanitarias» cuya función es, por un lado, asegurar los intereses de los Estados fuertes contra los Estados débiles y, por otro lado, hacer frente al «fundamentalismo» y al «terrorismo».
Si alguna vez el concepto tradicional de la política estuvo relacionado esencialmente con el Estado moderno, concebido en principio como soberano, de todo lo dicho anteriormente se deriva que aquel concepto también ha perdido hoy su fundamento. Asimismo, si hasta ahora la anarquía del mundo de los Estados era el principio de organización político determinante del capitalismo mundial, hoy su lugar lo ocupa la anarquía de un imperio casi omniabarcante, atravesado de un extremo a otro por conflictos complejos y por contradicciones: un imperio controlado por un entramado, jerárquicamente estructurado, de Estados, organizaciones internacionales, consorcios multinacionales y –no en último término– organizaciones criminales de tipo mafioso.
Todo lo anterior, tomado en su conjunto, conduce a un vaciamiento tendencial de las mismas instituciones liberal-democráticas que, frente a los decrecientes márgenes de maniobra políticos y a una aparente ausencia de alternativas en la política, profundizan cada vez más su propio vacío. De hecho, todo parece indicar que con el siglo xx termina también la era de la democracia burguesa liberal.
Crisis de representación y «mediatización» de la política
La menor capacidad configuradora de la política estatal, unida a las crecientes desigualdades y fragmentaciones sociales, desemboca en una situación que se puede caracterizar como una crisis de representación profunda y de largo alcance. Ya a finales de la década de los años sesenta, Johannes Agnoli había hablado acerca de los «partidos populares» [Volksparteien] fordistas, y especialmente acerca del surgimiento de un «partido virtual de la unidad» dentro del cual las disputas y los conflictos sobre el orden y el desarrollo de la sociedad desaparecerían en favor de un mero conflicto de dominación entre cuadros de funcionarios políticos en competencia recíproca.
Este partido virtual de la unidad se ha vuelto, poco a poco, completamente real. Se presenta como una «clase política» que encarna los intereses del Estado, en gran medida uniforme en aspecto y conciencia, orientada principalmente a conseguir prebendas materiales y a «hacer carrera». Esta vía para la persecución de intereses privados ya no tiene nada que ver con la ideología y se sitúa más allá de los partidos políticos concretos. Para esa clase política, la política ya no es una «profesión» en el sentido de Max Weber, sino un «chollo» y, en el peor de los casos, simplemente una posibilidad de enriquecimiento privado.
Si Joseph Schumpeter había definido aún la democracia liberal –caracterizando su contenido– como una lucha entre élites en competencia por la obtención de la aprobación plebiscitaria, ahora parece más bien que esta competencia entre élites se ha disuelto en un monopolio de hecho. Por eso ha emergido un sistema de corrupción estructural dentro del cual, efectivamente, ya no tienen sentido conceptos como «izquierda» y «derecha». Los puntos de orientación política de la clase gobernante ya no son metas sociopolíticas, ni tampoco los intereses de grupos específicos de electores, sino sólo el mero aseguramiento de la propia posición.
Las elecciones y los intereses del electorado se convierten así, por lo general, en meros factores de interferencia respecto al funcionamiento político normal y son tácticamente marginados, manipulados o, en el marco de maniobras discursivas, neutralizados en lo posible. No se trata tanto de reparar situaciones de emergencia, discriminaciones y fragmentaciones crecientes, como de intervenir y presentar ante la población afectada o agraviada esas mismas situaciones como el resultado de la fuerza irreprimible de las cosas.
La idea, compartida hasta hace muy poco tiempo, de que la democracia liberal también incluye entre sus condiciones de existencia una cierta medida de igualdad social y de seguridad ha sido dejada a un lado y sustituida por una fórmula rectora según la cual la desigualdad genera rendimiento y éste, a su vez, crecimiento. Sin considerar, evidentemente, el hecho de que el crecimiento explosivo de las ganancias y la acumulación del capital ya no van acompañados de bienestar creciente para la masa de la población. Ocurre justamente lo contrario.
Ocupada con la administración de la fuerza de las cosas, la clase política extrae su legitimación, cada vez más únicamente, de la fabricación de un mundo virtual del discurso que, ante las imperantes condiciones económicas y políticas, está poblado de momentos racistas, nacionalistas y populista-patrióticos en defensa de los servicios públicos contra extranjeros, el llamado «chauvinismo del bienestar». La carencia de una integración material y la falta de una toma en consideración de los intereses colectivos son compensadas mediante la producción, a través de los medios de comunicación de masas, de imágenes del enemigo (extranjeros, parásitos sociales, criminales organizados…) junto con una llamada a que «quienes más tienen y ganan», a escala global, se solidaricen.
Evidentemente, esta llamada moralista a la solidaridad no tiene respuesta. Con ello, la democracia liberal pierde aún más sus propios contenidos universalistas y emancipatorios. La democracia liberal deja de ser un proceso social y el terreno para las disputas en torno a la libertad e igualdad, para convertirse sencillamente en un corsé político-institucional del statu quo social.
Por esta razón, las democracias metropolitanas, especialmente, se transforman cada vez más en regímenes de apartheid, que se agotan en la expulsión activa de quienes pudieran amenazar los privilegios que aún restan. No querer apelar a las necesidades e intereses reales de la población, lo que podría conducir a la movilización de los contrapoderes democráticos, hace que la clase política sea aún más dependiente de quienes disponen del poder real.
La política, una vez desvinculada del Estado que rige los intereses de una sociedad cada vez más fragmentada y orientada tanto por la fuerza irreprimible de las cosas como por las necesidades privadas de una «clase política» que se autonomiza, se convierte en una escenificación mediática.
La política se diluye en puro discurso y se somete cada vez más profundamente a los mecanismos de funcionamiento de una industria cultural comercializada y de comunicación de masas. Los antiguos partidos populares ya no intermedian, como sucedía durante el fordismo, mediante una integración de las masas materialmente sustentada, sino que se han convertido en algo así como aparatos mediáticos del Estado.
En lugar de valores políticos de uso, trafican en el mercado electoral principalmente con mercancías políticas fetiche. Así, los discursos políticos son al contenido de la política lo que la promesa de libertad y aventura (eslógan de Marlboro en Alemania) al contenido real de un paquete de cigarrillos.
Lo que cuenta es la presentación, lo decisivo es el envase.

Si los discursos políticos no sirven, existe un «problema de mediación». Este concepto que se ha convertido poco a poco en un tópico, caracteriza de manera notablemente clara cómo concibe esta democracia lo que es la política. La competencia entre los partidos no es más que la búsqueda de una diferenciación respecto a la venta de un mismo producto.
Eso se lleva a cabo mediante las conocidas técnicas de propaganda comercial, de organización y de competencia entre índices de audiencia, cuya forma de presentación y de realización no consigue ocultar el acuerdo básico existente entre los diferentes contrincantes. Las promesas de las campañas electorales difícilmente pueden ser incumplidas, ya que, por un lado, no son propuestas realmente en serio y, por otro lado, están sujetas a las condiciones marcadas por la administración.
Que los ganadores electorales retiren rápidamente sus promesas anticipadas en campaña se considera algo absolutamente normal. Lo que un primer ministro come, viste y fuma es más importante que lo que hace, a no ser que cometa errores de presentación. En este caso, son requeridos los departamentos de propaganda y los estilistas políticos. Los administradores de la fuerza de las cosas hablan permanentemente de responsabilidades que ellos, según su propio entendimiento, no pueden tener de ninguna manera.
Precisamente por esa razón, piden disculpas cuando algo sale mal para, a continuación, seguir haciendo lo mismo que antes. Así, la sociedad de la responsabilidad desemboca, de modo imperceptible, en la sociedad de la disculpa. Las «víctimas sociales» son tan lamentables como los demás «daños colaterales» y las guerras instigadas son lloradas con lágrimas de cocodrilo.
En la República Federal de Alemania la coalición gobernante roja-verde se ha propuesto realizar, en su máxima perfección, esta transformación del concepto de política. Esta coalición ha logrado hacer de la política un evento mediático, en el sentido de un desacoplamiento sistemático entre discurso político y práctica política, lo que implica llevar este desacoplamiento hasta su máxima expresión.
Un ejemplo evidente ha sido la guerra de Kosovo. En este caso, mediante un discurso democrático basado en los derechos humanos, presentado con gran consternación, se ocultaron con éxito las causas reales por las cuales caían las bombas: a saber, para el mantenimiento del imperante orden mundial de la OCDE y para asegurar el control de zonas geoestratégicas de influencia disputadas entre bloques hegemónicos.
Por eso los gobernantes actuales, en su calidad de especialistas del discurso, están muy interesados en las discusiones críticas e incluso las fomentan. El Ministerio de Exteriores, por ejemplo, mantiene un foro, de nombre «Cuestiones Globales», en el cual políticos, expertos, científicos y, naturalmente las ONG indicadas, cultivan un discurso abierto y crítico sobre los problemas causados por lo menos parcialmente por ellos mismos, a los que el mundo debe hacer frente; problemas de los que el resto del aparato ministerial se puede perfectamente desentender.
El gobierno tiene incluso un comisionado propio de derechos humanos, lo que no le impide suministrar, por interés geoestratégico, tanques al régimen torturador turco, ni le impide implementar una política migratoria y de asilo con aspectos muy salvajes.
Así, la formación política roja-verde ha logrado lo que no pudo su predecesora, la liberal-conservadora: la imposición de una nueva hegemonía, cuya lógica consiste en vincular la política de la reestructuración neoliberal y la del Estado, es decir, presentar la competencia de un Estado nacional frente a otros Estados, mediante un discurso moralizante y democrático, centrado en los derechos humanos y que soslaya completamente las condiciones reales de poder, violencia y opresión.
De esta manera, la coalición gobernante ha atado y atraído a círculos y fuerzas que antes estaban en la oposición, consiguiendo así neutralizarlas. Este ejercicio de la política es lo que se denomina creación de hegemonía a través de la revolución pasiva y la cooptación. El socio verde de la coalición, volcado hacia la Realpolitik y con su clientela intelectual, juega un papel central en este viraje estratégico del discurso. El prerrequisito para ello ha sido redefinir la «democracia» y los «derechos humanos» como conceptos que sintetizan, en un sentido «chauvinista del bienestar», las formas de vida y de producción de los países occidentales, incluyendo sus fundamentos, tanto económicos como políticos, de poder.
En el discurso público dominante, estos conceptos caracterizan la práctica del bloque del «mundo de la OCDE»; y constituyen el fundamento que legitima precisamente su autoproclamación como dirigentes de una policía mundial más allá de cualquier derecho internacional público codificado.
¿La crisis como oportunidad?
Contra lo que proclaman sus propagandistas científicos y políticos, la estrategia de reestructuración capitalista de la globalización no ha hecho emerger ninguna nueva «época dorada» similar al fordismo de mediados del siglo xx. Ésta fue, de todos modos, una excepción histórica conectada –y no en última instancia– con la competencia intersistémica surgida de la Revolución de Octubre rusa.
La ola de racionalizaciones destinadas a «ahorrar» trabajo y el desplazamiento de las relaciones en la distribución de ingresos a escala mundial, con el consecuente empobrecimiento de la expansión, han conducido a una crisis estructural de sobreproducción. Esta crisis se manifiesta en las actuales tendencias deflacionistas y en una autonomización cada vez más nítida del capital financiero especulativo.
Estas tendencias refuerzan, a su vez, la presión hacia la racionalización industrial. La expansión capitalista se realiza, de manera cada vez más significativa, a través de las megafusiones, cuya meta principal es la racionalización y el control de mercados. Contrariamente a la cháchara incesante sobre la competitividad y el rendimiento, el capitalismo monopolista jamás había estado tan perfectamente definido como ahora.
El desacoplamiento estructural entre crecimiento y empleo ha conducido a una situación en la cual las inmensas ganancias de los consorcios difícilmente pueden ser justificadas como condición para el bienestar general. De este modo, los fundamentos materiales del contexto de legitimación que habían cofundado la «victoria» del capitalismo en la carrera de competencia entre los dos sistemas son socavados.

La erosión de las economías nacionales, debido a la internacionalización postfordista del capital, ha hecho cuestionable no solamente el concepto de política nacional sino también el de «sociedad», caracterizada ahora por ser una formación altamente fragmentada y heterogénea tanto en lo político como en lo social. Esto se manifiesta en la creciente incertidumbre acerca de qué debe entenderse propiamente como «pueblo», en el sentido de un «demos» democrático apto para decisiones colectivas frente a la creciente fragmentación social.
Que las orientaciones políticas nacionalistas cobren relevancia precisamente ahora, cuanto más pierde la idea de nación sus fundamentos sociales y económicos, es una paradoja sólo en apariencia. Este fenómeno no es consecuencia solamente de dificultades de orientación y de problemas identitarios, sino que como tal adquiere cada vez más importancia, puesto que se convierte en un instrumento de dominación frente a las posibilidades cada vez menores de integración social y material.
En cualquier caso, la tan evocada «nave común» del Estado nacional hace mucho que está averiada y haciendo agua. Ya no sirve, en absoluto, para emprender una larga travesía y en el mar tormentoso de la economía globalizada se nos aparece como un bote salvavidas tenazmente defendido contra todo tipo de náufragos; un bote que, en el mejor de los casos, si no garantiza alguno privilegios relativos, cuando menos los promete.
Que la fuerza de trabajo haya sido abandonada a su suerte en todo el mundo, así como la creciente desigualdad social y empobrecimiento, conducen a condiciones de trabajo cada vez más duras y tienen como consecuencia una informalización y una precarización generalizadas. Las condiciones tercermundistas se convierten en algo normal también en las metrópolis capitalistas.
Esta transformación no significa evidentemente que el trabajo se acabe, ya que su explotación por el capital es efectivamente la base fundamental de la sociedad existente; pero el trabajo mismo sí que experimenta una profunda transformación. Las relaciones de explotación capitalista se sustentan cada vez menos en un trabajo asalariado formalizado y cada vez más en el (aparente) trabajo por cuenta propia, en múltiples formas de relaciones ocupacionales carentes de seguridad en los sectores informales (trabajo negro) cada vez más extendidos.
Estos sectores informales sirven como mercados de consumo masivo, como reserva útil flexible de fuerza de trabajo barata y bien dispuesta, como yacimiento provisional de población desempleada, y como auténticos vertederos de desechos ecológicos y sociales. No hay duda de que bajo el régimen postfordista, cada vez más seres humanos se vuelven superfluos para el proceso de valorización capitalista, puesto que ya ni siquiera pueden tener la posibilidad de una relación de explotación pasablemente regulada.
Contra la visión romántica de la economía de subsistencia y del sector informal, vale la pena recordar que estos ámbitos no están en absoluto desacoplados del contexto de reproducción capitalista sino que, por el contrario, representan su fundamento específico. Si el trabajo doméstico nunca ha sido remunerado y el trabajo asalariado que asegura la reproducción, particularmente el femenino, ha sido parte decisiva de las relaciones de capital, ahora el trabajo adopta cada vez más el modelo de la «ama-de-casa» con todo lo que eso implica.
La lógica del contexto postfordista de acumulación y regulación consiste, en último término, en profundizar así como en mantener fluidas y permeables las fronteras entre el trabajo asalariado formal en los sectores privilegiados y los distintos sectores informales.
Que un número creciente de seres humanos sean marginados y excluidos del contexto formal de la valorización comporta un nuevo contexto de crisis político-social: cuanto menos se garantizan la relación capital/trabajo y el sustento, tanto más superfluo se hace el capital como inmanente al sistema. Por esta razón, las consecuencias sociales devastadoras de la globalización conducen a una crisis de hegemonía del neoliberalismo cada vez más evidente.
Lo que todavía sigue estabilizando y legitimando ideológicamente al neoliberalismo no son las promesas de una mejor y más pacífica sociedad mundial, desmentidas en la práctica desde hace tiempo, sino la dificultad para esbozar alternativas sociopolíticas concretas bajo las nuevas condiciones del capitalismo globalizado y frente al fracaso de conceptos estatal-socialistas y socialdemócratas tradicionales.
A ello hay que añadir que las formas neoliberales de pensar y de comportarse han arraigado en casi todos los medios sociales desde el final de la era socialdemócrata. No hay que olvidar tampoco el aumento de las desigualdades y las divisiones sociales, así como la extensión progresiva de una lucha de todos contra todos, lo que evidentemente dificulta la formulación de una oposición.
Se puede afirmar, sin embargo, que las formas de conducta y de conciencia neoliberales, impuestas con éxito en amplias capas y medios sociales, son autocontradictorias. El repliegue estratégico del Estado como instancia materialmente integradora de la sociedad socava también la ilusión del Estado.
Además, la disolución de contextos sociales materiales debilita las identificaciones nacionales como fundamento de la dominación burgués-capitalista. El olvido y el menosprecio de los seres humanos reducidos a simples objetos del mercado, abandonados a ser «responsables ante sí mismos», pueden también intensificar sus ansias de libertad y de autonomía.
Asimismo, la obligación a adaptarse a una movilidad extrema, así como a una permanente evaluación de conocimientos y habilidades incrementa no solo la utilidad de la fuerza de trabajo sino también las habilidades político-sociales de autodeterminación. Porque, finalmente, quienes no tienen ya nada más que esperar del capital se verán forzados a desarrollar sus propias formas de vida y de reproducción. Los procesos de individualización y de división puestos en marcha por el proyecto neoliberal no se mantendrán necesariamente dentro de cauces funcionales, sino que podrían desarrollar una dinámica social y política propia.
La necesidad de un nuevo concepto de política
Los debates «reformistas» han girado hasta ahora en torno a conceptos que apuntan a una restauración de las economías nacionales y al buen funcionamiento de los Estados nacionales. Estos conceptos se unen en ocasiones a consideraciones acerca de un «arte de gobernar global» democratizado (global governance).
En todo esto subyace la idea de que las estructuras fordistas de regulación estatal pueden ser restauradas de una forma u otra, tanto a nivel nacional como internacional. En esta visión quedan en gran medida soslayadas las causas de la crisis del capitalismo fordista y, con ello, las causas del fracaso de las políticas estatal-reformistas.
Por otro lado, tampoco se admite el hecho de que la reestructuración neoliberal no es en absoluto un accidente histórico propio del funcionamiento del capitalismo, sino que representa el regreso a la normalidad capitalista tras el fin de los movimientos de masa revolucionarios y reformistas del siglo xx.
Lo que en verdad se olvida es que las crisis profundas son un rasgo característico estructural del capitalismo y que esta formación social muestra una dinámica que incluye una permanente necesidad de revolucionar sus propias relaciones económicas, sociales y políticas. Si se toma todo esto seriamente, surge entonces el interrogante acerca de si el pensamiento político crítico tiene hoy que trascender las categorías tradicionales, es decir, las categorías estatales –la identificación entre «política» y «Estado», entre poder social y poder del Estado– y si una política emancipatoria que se quiere tal, debe tener como meta algo así como una mejora del Estado.
Difícilmente. Frente a las consecuencias de los proyectos de reestructuración neoliberales, lo que queda pendiente es una revisión minuciosa y a fondo del concepto mismo de la política: de la identificación aún predominante de la política con el Estado, así como un cuestionamiento del pensamiento articulado a partir de las categorías fundamentales burguesas de Estado y nación, lo privado y lo público, lo político y lo apolítico, la representación y la delegación.
El fracaso de los proyectos de Estado reformistas y revolucionarios del siglo xx nos plantea directamente la pregunta de si las sociedades pueden ser transformadas en un sentido emancipador mediante una actuación planificada y organizada desde un centro, cuando todo plan central tiene, por principio, un carácter autoritario.
Cuando tras la actual evolución económica y política se vuelve cuestionable la forma específicamente burgués-capitalista de lo político, lo que conlleva una especie de reprivatización de lo político, nos vemos obligados a revisar las orientaciones críticas tradicionales. El Estado nacional se convierte en parte integral del tejido de un aparato político transnacionalizado, comprometido en lo esencial con la ejecución de la fuerza irreprimible de las cosas y con los grupos financieros que abarcan el mundo entero.
El resultado final es que el Estado se vuelve inservible por completo para una política democrática, en tanto que punto de referencia institucional. Si tenemos en cuenta los límites que una sociedad concebida como capitalista y nacionalista fija estructuralmente a una autodeterminación democrática verdadera, no hay que lamentar esta evolución.
La crisis del Estado y de la representación política puede, por el contrario, encerrar también una oportunidad. Lo que hoy se impone es pensar en la idea de un «reformismo radical» que apunta hacia transformaciones sociales emancipatorias, no mediante el poder del Estado, sino a través de la iniciativa social, a través de hacer valer la práctica de nuevas formas de vida y de producción, a través de la creación de contextos de organización política independientes y en contra de estructuras institucionales dominantes.
La contraposición entre política institucional y política autónoma para-institucional, como repetidamente se presentan las discusiones de la izquierda es, en un mal sentido, demasiado abstracta. Por supuesto que hay que tomarse en serio la política estatal, tanto a nivel internacional como en el marco de los Estados individuales, ya que crea condiciones, establece coacciones y dispone de un potencial decisivo de violencia.
Esto, sin embargo, no puede significar autolimitarse a una actuación dirigida esencialmente a las instituciones con estructuras de tipo estatal, ni aceptar por tanto sus reglas del juego. Esta actuación sólo reproduce las estructuras existentes de dominación y de explotación. El objetivo fundamental tiene que ser desarrollar posiciones de contrapoder y estructuras independientes vinculadas internacionalmente, que desarrollen contextos de práctica social, esferas públicas y formas de organización.
Solamente esto puede realmente cambiar las relaciones sociales de poder y crear conflictos dentro del aparato dominante. La política institucional, dentro y contra los aparatos de Estado, requiere de una base político-social propia. Meras campañas y movilizaciones puntuales son insuficientes.
Cuando, desde un punto de vista global, se constata que grupos cada vez mayores de seres humanos ya no son útiles para el capital, ni siquiera como objetos de explotación, y vemos cómo son dejados a su suerte por los Estados y, en el mejor de los casos, tratados solamente como objetos que deben ser vigilados, controlados y combatidos con estrategias contrainsurgentes de corte policíaco-intervencionista, parece más ilusorio que nunca apelar al Estado o querer renovarlo democráticamente a partir de las estructuras existentes.
Sin duda, la alternativa no es nada fácil. Se requiere, ciertamente, una transformación profunda de las formas de vida y de producción de los patrones de consumo, de las concepciones dominantes de lo que sería la «buena vida», de los conceptos de progreso y de desarrollo. En vez de lamentar el fin del trabajo, de lo que se trataría es de tomar conciencia de que el desempleo creciente es el producto de una estrategia de racionalización capitalista.
Esta racionalización capitalista, que se basa en la destrucción de los fundamentos de la naturaleza esenciales para la vida humana, tiene además como consecuencia la disminución de la calidad de vida debido precisamente a las mercancías capitalistas producidas a partir de estos procesos de alta racionalización. No es el trabajo el que se acaba sino que éste se realiza de manera equivocada porque funciona bajo el dictado del proceso de valorización del capital; un dictado que impide que trabajos urgentemente necesarios sean realizados, mientras que al mismo tiempo, se produce chatarra con un coste humano cada vez mayor. De lo que se trata es de romper el círculo consumista que estabiliza estas condiciones.
En resumen: de lo que se trata es de retomar un objetivo que la envejecida «nueva izquierda» –que entretanto ha alcanzado la edad madura y se ha convertido en una neoburguesía posmoderna– ha olvidado deliberadamente: la necesidad de una revolución cultural profunda.
Una revolución cultural que no sólo es una cuestión de conciencia sino sobre todo de prácticas materiales y de actuación sobre las propias relaciones sociales que las fundamentan. En la izquierda que se dice a sí misma radical existe la tendencia a reducir la política a luchas discursivas y, con ello, a reproducir una vez más la separación imperante entre discurso político y práctica política. No es suficiente –modificando la conocida cita de Marx– criticar críticamente, sino de lo que se trata es de transformar prácticamente el mundo.
No es fácil desplegar nuevas prácticas políticas y sociales, ante lo que están suponiendo los procesos de desintegración social, de marginación e informalización. Para que esto pueda ocurrir es necesaria la creación de esferas públicas y de contextos de organización propios que ayuden a hacer frente a las tendencias hacia la fragmentación, la individualización y la lucha organizada de todos contra todos a escala mundial.
Asimismo es necesario incorporar críticamente las experiencias históricas, confrontar prácticas y, concretamente, intereses opuestos y concepciones del orden social divergentes. La separación entre movimientos políticos y sociales (como en el caso de la contraposición entre los antiguos movimientos nacionales de liberación en la periferia y los «nuevos movimientos sociales» en la metrópolis) tiene que ser superada de tal manera que el desarrollo de contextos de organización autónomos y de estructuras políticas se vinculen con un proyecto de revolución de la vida cotidiana.
Los movimientos político-sociales como los zapatistas de Chiapas o los Sin Tierra brasileños, entre muchos otros, apuntan hacia algo interesante. Son movimientos que tienen que desarrollarse primero a nivel local y regional de manera descentralizada, dentro de un contexto concreto de experiencias y bajo las respectivas condiciones específicas.
Porque solamente se vuelven efectivos de manera políticamente duradera cuando logran vincularse entre sí, creando nuevos contextos de cooperación político-sociales autoorganizados que permitan luego desarrollar formas de actuación solidarias a escala global. En lugar de mejorar el Estado y querer dar forma a la globalización capitalista, se trata de dejar que empiece a operar otro concepto de política, inmediato y práctico.
En resumen: se necesita una vinculación entre la liberación social y la política, que proceda de las experiencias y de las condiciones de vida concretas y que simultáneamente supere los límites nacionales y particulares.
Anexo aclaratorio
K M.  ¿Cuál es su opinión sobre el concepto de «reformismo radical»?
J H.  Esto es un asunto medio complicado. Brevemente se puede decir que la emancipación en el sentido de revolución social no puede ser pensada como toma del poder estatal, como un simple cambio de posiciones de poder. Más bien requiere de un cambio profundo de las relaciones sociales, no sólo de las relaciones de propiedad sino también de las relaciones sociales en los ámbitos más privados.
Es decir, en las formas de convivir, en las relaciones de género, en las normas de la división del trabajo, de la reproducción y del consumo, en las relaciones entre sociedad y naturaleza, etcétera. Dichos cambios no pueden ser forzados con violencia u ordenados por el Estado, sino que son resultado de largos enfrentamientos y procesos de aprendizaje resultantes de aquéllos.
Escogí la expresión «reformismo» para marcar la diferencia con los conceptos izquierdistas, los cuales entienden la revolución como golpe del Estado. «Radical» se refiere a la necesidad de lanzarse hacia las raíces de las relaciones sociales de explotación y opresión, y no sólo a sus apariencias superficiales, como por ejemplo el Estado o la propiedad privada. De modo que mi concepto es algo muy diferente del reformismo estatal de la socialdemocracia o del socialismo estatal, dos conceptos históricos fracasados.
Aclaración sacada de la entrevista realizada por K. Moreno en la revista Herramienta. http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-16/entrevista-joachim-hirsch

  • Joachim Hirsch es profesor emérito en ciencias políticas de la universidad J.W. Goethe de Frankfurt (Alemania). Este texto fue publicado por J. Hirsch en enero de 2000 con el título «Abschied von der Politik». Aunque hace referencias a la política alemana que aparentemente no son actuales, tiene el gran mérito de establecer un marco general en el que inscribir muy bien la crisis de la política. Nos hemos puesto en contacto con él por si deseaba introducir modificaciones. No hemos tenido contestación, por lo que hemos optado por añadir al final una respuesta suya a una entrevista más reciente que aclara un poco mejor su concepto de «reformismo radical».
    • Traducción del alemán: Stephen A.Asma. Hemos introducido cambios para aligerar la lectura. Se puede consultar la versión que hay disponible en internet en: http://algeciras. iepala.es/exterior11/documentos/textos/3.pdf Se puede escuchar el original de la conferencia en alemán de la que está sacada este texto en: http://all-shares.com/download/g8034695-abschied-von-der-politik-hirsch-grigat.mp3.html

Una convocatoria de género a los hombres

Una convocatoria de género a los hombres

Mirar a los hombres desde la perspectiva de género en pos de la construcción de los derechos humanos conduce a considerar injusto e inequitativo lo que las tradiciones, las costumbres, las normas y las formas de vida patriarcales consideran legítimo.

Esta mirada a los hombres significa no aceptar más discursos de igualdad con prácticas de desigualdad y plantear el derecho humano de los hombres a ser humanizados desde una ética de equivalencia humana con las mujeres.
Significa también, que la equidad debe ser un valor de la condición masculina en sus relaciones con las mujeres y con los otros y que los hombres deben aprender a convivir con sus semejantes humanas (colegas, conciudadanas, compañeras, coterráneas) y a respetarnos en nuestra especificidad.

La reeducación de género de los hombres es fundamental en la redefinición de su propia condición humana masculina. Como los hombres, el hombre y lo masculino han sido convertidos en contenidos del paradigma humano por el pensamiento y la política patriarcales, la mayoría de los hombres no distingue entre su condición de género masculina y patriarcal y los valores y atributos simbólicos de lo humano.

Hacer conciencia de la diferencia entre masculino y humano es un proceso que permite aclarar la perspectiva de una humanidad resignificada genéricamente.
Por lo tanto, es un derecho humano de los hombres tener claridad de que la condición masculina conservadora es un obstáculo nocivo que les impide ser en correspondencia con los valores que asumen democráticamente para la sociedad, e impide solucionar los importantes problemas contemporáneos.
Dicha condición de género y sus correlato en las subjetividades, las identidades y la cultura machistas no expresan los nuevos valores, las actitudes y las disposiciones que son básicas para avanzar en la construcción social de la alternativa feminista de un mundo plural, solidario, pacífico y progresivo.
Es un derecho humano de las mujeres y un fundamento de la democracia genérica que los hombres elaboren alternativas de género para su propia condición en sus distintas esferas éticas, emocionales, afectivas, intelectuales, sexuales, normativas y políticas.
Es un derecho humano de los hombres imaginar y tener recursos para despojarse de los atributos de la dominación y desarrollar personalidades, experiencias y modos de vida democratizadores. De no hacerlo, no podrán desarrollar desde ellos mismos los procesos de equidad. Y no podrán colocarse en el mismo piso vital que las mujeres. Quedarán descolocados de los procesos renovadores del mundo que alientan un gran viraje en todos los niveles, desde el personal y microsocial, hasta el familiar, comunitario y estatal.
Las experiencias macrosociales (mundialización, globalización) sólo pueden ser enfrentadas con éxito para abatir la devastación y el oprobio del mundo, si desde abajo y en todos los espacios, en su propia vida los hombres protagonizan una radical transformación de su ser y de sus maneras de enfrentar la problemática personal y social, así como sus mecanismos de exclusión y de colonización de los otros.
Lograr, por ejemplo, la reforma del Estado o el establecimiento de un camino hacia el desarrollo humano sustentable exige una metamorfosis de los hombres y de su cultura de género patriarcal convertida en cultura política colectiva.
Como parte de procesos educativos para construir una cultura de los derechos humanos en el campo de la ciudadanía y la política, es preciso decir a los hombres (ciudadanos, gobernantes, militantes, educadores, científicos, líderes, comunicadores, intelectuales, estudiantes, trabajadores, mestizos, indígenas, jóvenes adultos y viejos), solidaria pero firmemente, que se han tardado mucho para expresar su extrañamiento público frente al machismo y al orden patriarcal; que los movimientos sociales y culturales con perspectiva de género aún no cuentan con la participación colectiva, pública, visible y comprometida de los hombres para erradicar la enajenación y la opresión de género y construir la igualdad y la equidad entre mujeres y hombres.
Algunos hombres sienten que es suficiente con apoyar a las mujeres en algunas cosas. Deben saber que suscribir esta causa no consiste sólo en aceptar y colaborar con el empoderamiento de las mujeres y el logro de algunos derechos humanos de la mitad de la humanidad. Es urgente impulsar cambios en los hombres que constituyen la otra mitad de la humanidad que monopoliza la mayoría de los poderes, los bienes los recursos y las oportunidades, en pos una organización política que asegure los derechos humanos en igualdad y diversidad.
Y esto es imprescindible porque la configuración de los hombres, su posicionamiento sexual, social, simbólico y político, su manera de relacionarse con las mujeres y con otros hombres, la impronta de su patriarcalismo en las instituciones y en la cultura, son un obstáculo al avance de las mujeres. Pero, la ceguera ideológica y subjetiva de los hombres, les impide ver que obstaculizan de manera contundente la ampliación y la profundización de la democracia, el desarrollo social, la convivencia pacífica, la creatividad y el bienestar.
Las ideologías supremacistas, invisibilizan a los hombres como obstáculo para el avance de una modernidad democrática y potenciadora del bienestar. Sus maneras de hacer política, de divertirse, de socializar atentan contra formas de convergencia y cooperación. Los hombres más tradicionales que rechazan la modernidad y aquellos que la reivindican son, en cuanto al género, conservadores y reaccionarios.
Aunque se confronten en otras esferas, comparten una posición y una visión supremacistas de género frente a las mujeres y en el mundo.
Las mujeres deseamos, necesitamos y exigimos de los hombres cambios profundos.
Cada vez más mujeres rechazamos las maneras de ser de los hombres, sus actitudes, sus formas de relacionarse y de actuar. Al impulsar nuestro avance y la transformación del mundo, requerimos que los hombres sean consecuentes con los postulados y los principios que proclaman y que quienes no los proclaman cambien también.
Los hombres deben enfrentar la crítica y la exigencia a sus personas y a su marca en el mundo, como crítica política de género, escucharla y atenderla.
No es una crítica hostil, no pretende dañarlos, sino lograr que también la condición masculina y la vida de los hombres estén basadas en el paradigma de la modernidad democrática de género. Los derechos humanos que derivan de la cultura feminista requieren una nueva configuración política democrática concordante con esos principios.
Los múltiples cambios que queremos en la sociedad exigen de los hombres transformaciones profundas. Una es esencial: que los hombres hagan propuestas y den muestras visibles y prácticas de su renuncia al dominio patriarcal.
Que digan a qué herencia y a qué derechos y poderes injustos renuncian, que le pongan nombre y den señales de intención política al desmontar cada privilegio, cada poder autoritario, abusivo, arbitrario, prepotente o dañino, tanto en su vida personal como en su participación social y política.
Desmontar el dominio de los hombres en la sociedad y en ellos mismos significa hacer cambios institucionales, relacionales y culturales cuyo contenido es desjerarquizar, ampliar espacios de participación equitativa para mujeres y hombres, y contribuir al reparto equitativo de deberes, obligaciones, derechos y recursos.
El desmontaje de ese dominio patriarcal pasa por dejar de tratar a las mujeres como su propiedad y como menores, como objetos, esclavas, servidoras, admiradoras, menores de edad, incondicionales bases de apoyo a su persona o al orden social. La subjetividad masculina requiere cambios importantes para que los hombres dejen de experimentar como hechos negativos no ser privilegiados, no ser atendidos como patrones, no ser los primeros en todo, no ocupar siempre la palestra, el espacio simbólico central y la supremacía, no tener los mejores recursos, no competir y ganar excluyendo, no derrotar.
Desactivar y eliminar los poderes de dominio significa para los hombres renunciar a la superioridad, la infalibilidad y la violencia de género; les conduce, en la práctica, a dejar de ser violentos y a mostrar su rechazo ético y político a la violencia masculina. Pero también, a despojarse del derecho a la última palabra, a la verdad, a la razón.
La subjetividad masculina necesita ser remodelada con afectos y valores ligados al placer de estar en espacios paritarios, al gusto por compartir con equidad, a la satisfacción por la solidaridad de género y al orgullo por colaborar en acciones positivas a favor de las mujeres y por actuar de manera visible por ser humanos solidarios. El orgullo de equidad es la alternativa a los afectos y valores de la autoestima masculina fundada en el supremacismo.
Es evidente, y así lo demuestran las experiencias de hombres que transitan por este camino, que desmontar el dominio masculino conduce a la emergencia multifocal de otros sujetos, a la convivencia en la diversidad y por ende al florecimiento de la heterogeneidad subjetiva, identitaria y cultural, a la pluralidad, la búsqueda del consenso y la eliminación del pensamiento único, a la descentralización y la participación ampliada, y al reparto equitativo que propicia y sustenta el desarrollo paritario.
Desmontar el dominio en los hombres y el patriarcalismo en las relaciones y las prácticas sociales y las instituciones conduce, por la enorme influencia de los hombres y su hegemonía, a la eliminación del autoritarismo, del trato indigno y la violencia y el miedo que han impuesto. Emergen, en su lugar, formas de trato digno y de respeto a las personas y al patrimonio personal y colectivo. Son evidencias de la democracia como forma de vida y sus consecuencias materiales y subjetivas: seguridad, confianza y tranquilidad.
El camino a cualquier democracia pasa en este umbral milenario por la democracia genérica.
Mirar a los hombres en pos de la construcción de los derechos fundamentales implica proponerles y exigirles que modifiquen todos los ejes y las marcas de su identidad masculina provenientes del patriarcalismo, y consideren que ser equivalentes y paritarios con las mujeres es su derecho humano.

¿Hay una nueva derecha latinoamericana?

¿Hay una nueva derecha latinoamericana?

Emir Sader

ALAI AMLATINA, 14/11/2018.- La derecha latinoamericana se renovó y ensanchó sus fuerzas cuando adhirió al modelo neoliberal. Pasó a reivindicar el futuro, buscando relegar la izquierda al pasado. Incorporó fuerzas socialdemócratas e incluso de origen nacionalista, ampliando su bloque político.

La izquierda tardó un poco en reaccionar, un tanto atónita frente a tantos golpes – fin de la URSS, enfrentarse a una ofensiva global del neoliberalismo, perder los aliados socialdemócratas, debilitamiento de los sindicatos, de los Estados, de los mismos partidos. La afirmación tan reiterada de que, cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas, parecía muy real.

Hasta que a izquierda se dio cuenta que el capitalismo había vestido una ropa neoliberal y que la izquierda tiene que ser una izquierda antes que todo antineoliberal. Fue dura la pelea de resistencia a los flamantes gobiernos neoliberales, porque no se daba solo en contra de la derecha tradicional, sino también en contra de gobiernos como los de Menem, Cardoso, Carlos Andrés Pérez, de la Concertación chilena, entre otros.

Pero finalmente la izquierda logró ganar elecciones y mostrar a lo que venía, con los gobiernos antineoliberales. La derecha quedó acusada, perdió iniciativa, actuaba como respuesta al éxito de las políticas sociales de los gobiernos de la izquierda, pasó a afirmar que las iba a incorporar, pero en el marco del modelo neoliberal.

Después de sucesivas derrotas, la derecha vuelve al gobierno en Argentina y en Brasil. La victoria de Macri provocó reacciones apresuradas de que el macrismo se había vuelto el partido de la derecha argentina y que venía para quedarse. En Brasil ahora se dice lo mismo con Bolsonaro. Hay que preguntarse si hay de hecho una nueva derecha en América Latina.

Lo que es cierto es que la que fue la derecha hasta entonces se ha degastado con su modelo neoliberal y dejó espacio abierto para nuevas fuerzas, más radicales a la derecha. Pasó ello con el Partido Radical en Argentina, sin que liderazgos de centro dentro del peronismo hayan logrado ocupar ese lugar, finalmente ocupado por el macrismo. Pasó lo mismo con el desgaste del PSDB en Brasil, dejando campo para el avance del bolsonarismo.

¿Pero cuánto tienen de nuevas esas fuerzas y que aliento tienen para quedarse por largo plazo? Es cierto que se han vuelto los representantes políticos de las derechas de esos países. Es cierto que llegan con fuerza y con planteamientos de ultra derecha, especialmente en el caso de Brasil. Pero el debilitamiento rápido de Macri, por los pies de barro que tiene siempre la derecha con su modelo neoliberal, indica que fueron un poco apresuradas las previsiones de su aliento largo. Al igual que Bolsonaro que, como Macri, está condenado al vaciamiento de apoyo, conforme todos se den cuenta que la recesión y el desempleo se mantendrán, por la continuidad del modelo neoliberal, más allá de sus discursos, de los cuales ya ha reculado en varias promesas – como el fin del ministerio del trabajo, entre otros.

Pero es una nueva derecha más radical, bastante más radical, en el caso de Bolsonaro. Que se vale de debilidades de las fuerzas de izquierda, pero que, no por ello, vino para quedarse en los gobiernos. Tienen en común las acusaciones de corrupción en contra de la izquierda, intentando aparecer como los no corruptos, que la van a combatir. No importa el grado de realidad de esas acusaciones. Importa que ellas han logrado imponer a la opinión pública la imagen de que los gobiernos, los dirigentes y los partidos de izquierda se han envuelto en corrupción. Y hacer como si los de derecha, no. Así como el diagnóstico de que los problemas económicos actuales son todavía efectos de los gobiernos de izquierda. En lo primero tienen éxito generalizado, en lo segundo tienen bastante más en Argentina que Brasil.

¿Es una nueva derecha? Si. ¿Llega con fuerza al gobierno? Si. ¿Vino para quedarse? Como nueva representante de la derecha, probablemente. ¿Gobernará por un tiempo largo? Difícilmente. Esto depende de la capacidad de la izquierda de unirse y de readecuarse a los temas del debate planteados por esa nueva derecha, volver a presentarse como la renovación de la política, la defensora de la trasparencia en la política, así como retomar los temas pendientes en la superación del neoliberalismo con más fuerzas, como la democratización de los medios, al cual se une ahora la democratización del Poder Judicial. Ahondando siempre en la vía democrática, ensanchando los espacios que existan, creando otros, para que la fuerza de la resistencia de masas al neoliberalismo vuelva a traducirse en fuerza política.

– Emir Sader, sociólogo y científico político brasileño, es coordinador del Laboratorio de Políticas Públicas de la Universidad Estadual de Rio de Janeiro (UERJ).

Penser les masculinités en Afrique et au-delà (2013)

Penser les masculinités en Afrique et au-delà (2013)
Christophe Broqua et Anne Doquet

En 1977 paraissait un numéro des Cahiers d’Études africaines consacré aux femmes (Vidal 1977c). Dans l’avant-propos, Claudine Vidal racontait les obstacles qu’il avait fallu surmonter pour mener à bien ce projet doublement inédit, puisqu’il s’agissait de faire écrire des femmes sur les femmes d’Afrique . Son initiative suscita de nombreuses réactions outrées chez ses collègues de sexe masculin : « “À quand le numéro sur les homosexuels ?” […] “C’est pour bientôt le numéro sur les p… ?” » ( ibid. 1977a).

Mais apparemment, personne n’eut l’idée de lui poser sérieusement la question : à quand un numéro sur les hommes ? C’est peut-être que ses collègues se pensaient bien représentés dans la littérature. C’est sans doute aussi qu’ils ne jugeaient pas nécessaire d’interroger cette catégorie.

Pendant longtemps en effet, le point de vue observé et restitué par les chercheurs en sciences sociales, bien que se donnant implicitement comme valable pour tous, était un point de vue principalement masculin, tout particulièrement dans la recherché anthropologique de terrain, comme le soulignait précocement Denise Paulme (1960 : 9) :

« L’enquête ethnographique étant presque toujours menée à l’aide et auprès des seuls éléments masculins de la population, l’image qui en résulte se trouve être, dans une très large mesure, celle que les hommes, et eux seuls, se font de leur société. » Le développement des études féministes puis des études de genre, à partir des années 1970, a permis de mettre au jour cette déformation androcentrique du regard et de la corriger à travers la multiplication des recherches sur les femmes. Ce faisant, il a en partie maintenu dans l’ombre ce qui est longtemps resté un angle mort de la recherche en sciences sociales, en Afrique comme ailleurs : l’analyse des constructions de la masculinité (Cornwall & Lindisfarne 1995).

L’émergence du thème de la masculinité n’a pas suivi un processus équivalent à celui de la question des femmes. Dans ce premier cas, l’objectif était de décrire et d’analyser des faits généralement passés sous silence jusque-là. Cela correspondait en quelque sorte à une entreprise de réhabilitation. Dans le cas des hommes, il ne s’agissait pas tant de mettre au jour les activités masculines, que de les étudier comme telles et, pour cela, de déconstruire la conception même du masculin.

Mais ce travail n’était pas entièrement inédit, car les recherches sur les femmes, dont les études féministes, avaient progressivement problématisé la notion de genre. Certaines concernaient à la fois les hommes et les femmes (Evans-Pritchard 1974 ; Oppong 1983 ; Hansen 1984), montrant que masculinité et féminité ne sont jamais définies séparément et que la construction du genre est profondément relationnelle.

En outre, plusieurs auteurs ne se donnant ni le genre ni la masculinité pour objet central ont pu apporter sur ces thèmes des connaissances approfondies. C’est le cas par exemple de Jean-Pierre Dozon (1985 : 140) qui, dans sa monographie sur les Bété de Côte-d’Ivoire, explicite le fait que l’ordre social « est avant tout un ordre androcratique » et le montre sous différents angles.

Mais ces efforts sont rares et l’androcentrisme est encore très souvent patent dans de nombreux pans de la littérature en sciences sociales sur l’Afrique. Néanmoins, la frontière entre les travaux qui traiteraient de la masculinité et les autres est ténue : nombreuses sont les publications relatives à des espaces majoritairement ou exclusivement masculins, à différentes formes de pouvoir, de violence ou aux cultures urbaines par exemple, qui nous informent, ne serait-ce qu’en creux, sur les constructions de la masculinité .

L’un des objectifs de ce numéro était ainsi de faire écrire sur les masculinités des auteurs travaillant sur des objets qui s’y prêtent mais ne les ayant pas appréhendés sous cet angle jusqu’alors (voir notamment les contributions d’Alice Bellagamba, Monique Bertrand et Anne-Marie Peatrik).

C’est à partir de la fin des années 1990 que la masculinité est devenue un thème très étudié, en tant que tel, en Afrique (en même temps que le genre de manière plus générale) , comme en témoigne la parution d’un certain nombre de volumes collectifs durant la décennie 2000 . Bien que ce développement de la recherche ait emboîté le pas à l’émergence du même thème dans la littérature en sciences sociales portant sur les pays occidentaux , puis dans le cadre d’études transculturelles (Gilmore 1990 ; Cornwall & Lindisfarne 1994 ; Gutmann 1997), un certain cloisonnement demeure, comme d’ailleurs plus largement concernant l’ensemble des travaux sur le genre.
Ainsi, la quasi-totalité des ouvrages de synthèse ou manuels en français sur le genre font fi de la littérature portant sur l’Afrique, y compris chez ceux affichant la meilleure volonté d’ouverture aux enjeux de « race » ou à l’intersectionnalité. Pourquoi n’y retrouve-t-on pas par exemple, aux côtés des incontournables études féministes (Christine Delphy, Nicole-Claude Mathieu, Paola Tabet), une référence à un article aussi essentiel que « Guerre des sexes à Abidjan : masculin, féminin, CFA » (Vidal 1977b) ? De même certains volumes collectifs sur les masculinités récemment publiés en français ont choisi d’écarter toute contribution sur l’Afrique.
Ce numéro des Cahiers d’Études africaines maintient de fait ce clivage, mais tout en appelant de ses voeux le décloisonnement des savoirs. Comme sur d’autres objets, porter son regard sur l’Afrique permet sans doute de voir différemment les situations étudiées au Nord.
N’est-ce pas ainsi, par exemple, que Paola Tabet (2005) a procédé pour élaborer sa théorie de l’échange économico-sexuel qui, partie d’enquêtes sur le terrain nigérien, continue aujourd’hui d’être utilisée et discutée au Nord comme au Sud (Broqua et al. 2014) ?
Alors que les études sur le genre se focalisent sur le triptyque sexe/race/classe — à l’origine censé ouvrir la réflexion sur des aspects insuffisamment pris en considération, mais finalement stérilisant tant il rend aveugle à d’autres dimensions à leur tour négligées bien que centrales —, diverses contributions à ce numéro invitent à penser ce que la construction du genre doit aux temps ; historique, générationnel, biographique. Ce n’est pas un hasard si la plupart des monographies (Morrell 2001a ; Miescher 2005 ; Jacob 2011) et certains recueils (Ouzgane & Morrell 2005 ; Reid & Walker 2005) sur les masculinités en Afrique adoptent une approche historique et décrivent des évolutions sensibles. Les travaux portant sur le contemporain insistent eux aussi souvent sur le changement et l’analyse des « nouvelles » formes de masculinité (Aboim 2009 ; Dialmy 2009) , tout particulièrement en milieu urbain (Biaya 1997, 2001). Rares sont à l’inverse ceux qui s’attachent à identifier des permanences .
Dans la plupart des pays africains, l’histoire des masculinités est directement marquee par les effets des conquêtes coloniales qui ont provoqué la transformation de ses formes (Hodgson 1999), notamment à travers la déstabilisation des systèmes de pouvoir en place et l’affaiblissement du poids des aînés (Rich 2009 ; McCullers 2011), ou encore plus largement par l’infériorisation des hommes noirs.
L’instauration de l’Apartheid en Afrique du Sud, puis son abolition sont sans doute parmi les exemples les plus criants de ce processus, expliquant l’abondance de la littérature consacrée aux masculinités dans ce pays (Morrell 1998a, 1998b, 2001b, 2002 ; Reid & Walker 2005), qui montre bien le lien existant entre transformations politiques ou construction de la nation et évolution des formes du masculin .
La place de la violence
L’un des aspects qui apparaît très changeant dans l’histoire concerne la place de la violence à travers laquelle se donnent à voir les figures les plus spectaculaires de la masculinité, ici encore très présente en Afrique du Sud tout au long du dernier siècle.
La violence s’exprime d’abord à travers la guerre qui est aujourd’hui jugée négativement et redoutée dans bien des pays africains, alors qu’elle y fut longtemps constitutive de la condition masculine. La contribution d’Anne-Marie Peatrik souligne ainsi le lien établi, dans les sociétés à classes d’âge et de génération en Afrique de l’Est, entre la mort de l’ennemi et le développement de la fécondité du tueur, qui rappelle celui universellement établi entre l’identité masculine et l’activité guerrière.
Pour éclairer cette relation, l’auteure convoque les doubles registres sociologique et géopolitique d’une part, ontologique et symbolique, d’autre part. Elle montre ainsi comment ces sociétés étaient bâties pour la guerre conventionnelle et mesurée tandis que la dégénérescence en guerre totale était largement crainte. En parallèle, la phase de vie de guerrier n’était qu’une étape d’une construction du masculin qui s’élaborait en fonction de l’écoulement du temps, de sa co-construction en regard du féminin et du déploiement de relations concomitantes.
Sous l’effet de la conquête coloniale, le désarmement des guerriers et l’interdiction du raid ont déclenché une crise inédite et durable des constructions de la masculinité. Un processus comparable se retrouve dans les sociétés d’Afrique de l’Ouest : les anciens critères de la masculinité des « vengeurs de sang » n’ont par exemple plus cours (Cros & Mégret 2009).
Globalement sur le continent, on est passé d’un modèle où la violence guerrière était partie prenante de la définition de la masculinité à un modèle où elle est proscrite et ne participe plus de manière consensuellement valorisée de la construction du statut masculin (Mazrui 1975, 1977 ; Dozon 1985).
Mais la violence des hommes, homicide y compris, ne se réduit pas à la guerre. L’histoire de l’Afrique du Sud en est fortement empreinte depuis plus d’un siècle (Morrell 1998b). Si les facteurs explicatifs de la violence y sont multiples (un passé marqué par l’Apartheid et la ségrégation, la répression de l’État, les détentions arbitraires, le combat pour la libération nationale, les troubles politiques, auxquels s’ajoutent l’urbanisation rapide, le taux de chômage élevé, les larges inégalités socio-économiques, les consommations de drogues et d’alcool et la faiblesse du système juridique), les constructions de la masculinité se sont greffées sur cette histoire.
Dans les mines sud-africaines au cours de la première moitié du XXe siècle, les violences ont été centrales dans l’autodéfinition des identités masculines (Breckenridge 1998). À différentes périodes, et dans différentes régions, les affrontements entre bandes rivales ont aussi joué ce rôle, aussi bien dans des organisations de jeunes (Mager 1998) que dans le cadre de gangs urbains (Glaser 1998). La lutte contre l’Apartheid a occasionné la mise en scène d’une masculinité zulu ayant partie liée avec la construction de la nation (Waetjen 2004). Les violences qui ont perduré ensuite ont pu être expliquées par les ambiguïtés de la nouvelle nation qui accordait des droits aux femmes mais laissait les hommes noirs sur le bas-côté (Jolly 2010).
Au cours de la période récente, l’incapacité des hommes à satisfaire l’exigence de fondation d’une famille expliquerait la nécessité éprouvée d’affirmer la puissance de la masculinité par d’autres moyens, dont la violence physique (et sexuelle) (Campbell 1992). Comme le montre l’article de Kopano Ratele dans ce numéro, si la violence masculine répond par moment à d’autres violences telles celle de l’État ou d’autres structures sociales, elle contribue aussi à conjurer des sentiments internes de vulnérabilité en lien avec la peur et l’insécurité.
À Kinshasa, au début des années 2000, dans un contexte marqué par un conflit armé récent, des pratiques de combats avaient lieu entre bandes rivales généralement associées à l’occupation d’espaces géographiques circonscrits (Pype 2007), comme l’étaient les gangs de jeunes à Soweto dans les années 1960 (Glaser 1998). Mais en remontant dans le temps, l’article de Charles Didier Gondola montre bien que si les bandes de Bills (des hommes inspirés par les cow-boys des westerns américains) qui émaillent la capitale dans les années 1950 veillent à l’intégrité de leur territoire menacée par les bandes rivales, elles visent aussi à protéger et par là-même contrôler les filles du quartier. En intégrant ces bandes, tout jeune garçon doit se forger un tempérament de caïd et s’engager dans des luttes violentes pour défendre en même temps son quartier et sa masculinité.
Dans une moindre mesure, la violence affecte aussi les groupements d’hommes au Mali, qualifiés de « grins », dont traite l’article de Julien Bondaz. Si de réelles rixes surgissent rarement à l’intérieur du grin ou entre les grins de différents quartiers (consécutives généralement à des matchs de football), les imaginaires de la violence y sont largement mobilisés, notamment par l’emprunt des noms de grins au vocabulaire du crime et du banditisme (attentat, mafia, etc.), ou par les graffitis figurant des crânes, des couteaux, des sabres ou des armes à feu. À Bamako, c’est ainsi à travers le maillage urbain et les marqueurs visuels des grins, où se croisent là aussi des enjeux de territoire et de conquêtes féminines, que se déclinent les identités masculines.
Les différents éléments avancés jusqu’ici concernent des violences exercées entre hommes. Sans que nous l’ayons décidée a priori, cette orientation s’est imposée par le contenu des contributions. Il ne s’agit donc pas de minimiser l’existence des violences envers les femmes, et en particulier des violences sexuelles. Mais celle-ci est largement connue et documentée, notamment au sujet de l’Afrique du Sud (Vogelman 1990 ; Moffett 2006), où l’instauration de la nouvelle nation a vu se produire une politisation des questions sexuelles au travers de plusieurs affaires retentissantes (Posel 2005 ; Robins 2006).
À propos d’autres pays, la littérature évoque également certaines tentatives de résolution du problème, par exemple par l’introduction de femmes dans l’armée en République démocratique du Congo (RDC) pour réduire les violences sexuelles (Eriksson Baaz & Stern 2011) ou par l’engagement des hommes eux-mêmes dans la lutte contre les violences envers les femmes (Freedman 2012).
Mais ici encore, les violences sexuelles ne s’exercent pas seulement contre les femmes mais aussi au travers de viols d’hommes, notamment en prison, qui sont relativement bien documentés (Gear 2007). En revanche les viols d’hommes en situation de conflit armé restent peu pris en compte dans la littérature comme le montre l’article de Marc Le Pape, qui y questionne les raisons de ce silence. L’auteur s’interroge aussi sur les logiques des violences sexuelles.
S’appuyant sur les travaux de deux chercheuses suédoises qui ont recueilli la parole des soldats en RDC (Eriksson Baaz & Stern 2008, 2009, 2011), il éclaire les divers motifs des actes commis : « C’est la combinaison de la masculinité militaire placée en situation de conflit armé avec la pauvreté et la relative impunité des violeurs qui contribue aux violences physiques des soldats contre les personnes, notamment au moment de pillages. » Au-delà de la « masculinité hégémonique » : comment se fabriquent et se donnent à voir les masculinités ?
Aux côtés des manifestations « spectaculaires » que représentent les différents types de violence, ce numéro propose de rendre intelligibles les formes ordinaires de production et de reproduction du masculin.
La littérature en sciences sociales sur les masculinités est très marquée par la notion de « masculinité hégémonique », depuis ses premières formulations théoriques par Raewyn Connell et ses collègues dans les années 1980 (Carrigan et al. 1985 ; Connell 1987, 1995).
Très largement reprise, elle a aussi fait l’objet de critiques qui ont été synthétisées et commentées dans un article où est redonnée la définition de la notion : « Hegemonic masculinity was understood as the pattern of practice (i.e., things done, not just a set of role expectations or an identity) that allowed men’s dominance over women to continue.
Hegemonic masculinity was distinguished from other masculinities, especially subordinated masculinities. Hegemonic masculinity was not assumed to be normal in the statistical sense ; only a minority of men might enact it. But it was certainly normative. It embodied the currently most honored way of being a man, it required all other men to position themselves in relation to it, and it ideologically legitimated the global subordination of women to men.
Men who received the benefits of patriarchy without enacting a strong version of masculine dominance could be regarded as showing a complicit masculinity. It was in relation to this group, and to compliance among heterosexual women, that the concept of hegemony was most powerful. Hegemony did not mean violence, although it could be supported by force; it meant ascendancy achieved through culture, institutions, and persuasion.
These concepts were abstract rather than descriptive, defined in terms of the logic of a patriarchal gender system. They assumed that gender relations were historical, so gender hierarchies were subject to change. Hegemonic masculinities therefore came into existence in specific circumstances and were open to historical change.
More precisely, there could be a struggle for hegemony, and older forms of masculinity might be displaced by new ones ».(Connell & Messerschmidt 2005 : 832-833)
Retenons de cette définition que la masculinité hégémonique renvoie à l’ensemble des pratiques qui rendent possible la domination masculine. Répondant à l’un des nombreux auteurs ayant critiqué cette notion, qui pointait notamment l’ambigüité de cet article sur le lien entre masculinité hégémonique et « forme dominante de la masculinité » (Beasley 2008), James W. Messerschmidt (2008) précisait que la masculinité hégémonique n’est pas synonyme de forme dominante de masculinité.
Le succès phénoménal de cette notion, reprise dans des centaines de publications, s’est étendu jusqu’à l’Afrique. Divers auteurs l’ont discutée à propos et depuis ce continent (Morrell 1998a ; Ratele 2008 ; Groes-Green 2009 ; Hearn & Morrell 2012 ; Luyt 2012 ; Morrell et al. 2012). Certains ont repris des notions dérivées en analysant par exemple la création de « masculinités alternatives » (Robins 2006 ; Jaji 2009). Ce large usage, en particulier en Afrique du Sud, découlant entre autres de la visite de Raewyn Connell dans ce pays dès les années 1990 (Morrell et al. 2012), signale la portée très générale de cette notion, qui explique aussi qu’elle soit souvent critiquée.
Dans ce numéro, pas moins de six articles se réfèrent explicitement à cette notion , mais sa convocation s’accompagne parfois de sa nuance. La contribution de Gianfranco Rebucini sur les sexualités entre hommes au Maroc explique que si les formes locales de masculinité peuvent être analysées sur un axe de gradation allant de la masculinité hégémonique à des formes de masculinités non hégémoniques, les positions sur cet axe sont toutes relatives.
La féminisation et la subalternité à une masculinité hégémonique sont ainsi considérées comme des moments et des positions précaires, ce qui explique que les pratiques homoérotiques ne s’inscrivent pas en opposition avec une bonne acquisition de la masculinité hégémonique, par le biais du mariage et du maintien des liens familiaux.
À partir d’entretiens avec des étudiants ghanéens, Karine Geoffrion montre dans quelle mesure la féminité de certains, parfois encouragée dans l’enfance, ne s’inscrit pas forcément en contradiction avec leur masculinité. Analysant la flexibilité mais aussi la renégociation toujours possible des identités de genre, elle déduit que les masculinités alternatives peuvent rapporter autant de pouvoir que les types hégémoniques de masculinité.
D’ailleurs, les codes normatifs proposés aux étudiants ne relèvent pas d’un, mais de deux types dominants de jeune masculinité. D’un côté, le « rough boy», habillé selon la mode et associé à la virilité, l’assurance et la fierté, de l’autre le « proper boy », fréquentant l’église, habillé classiquement, et sérieux dans ses études.
Cette seconde catégorie n’est pas sans faire écho au modèle de masculinité prôné par le mouvement catholique de saint Joachim en Zambie, analysé dans la contribution d’Adriaan S. van Klinken . Les pratiques d’imitation de ce saint encourage ses adeptes à en adopter les vertus, à savoir être fidèle, humble, travailleur et prier. Tandis que les analyses de la masculinité en Afrique tendent à voir le religieux comme renforçant la domination des hommes sur les femmes, cet article montre que tout en se conformant à certaines formes classiques de la masculinité comme le fait de protéger et de subvenir aux besoins de la famille, le mouvement de saint Joachim permet à ses adeptes, à travers des pratiques d’imitation performatives, d’explorer une autre manière d’être homme, moins oppressive pour les femmes.
L’article de Monique Bertrand, consacré aux pratiques d’hébergements des migrants du nord du Mali vers la capitale, éclaire une masculinité qui, dans un premier temps bonifiée par la migration, se montre marginalisée et étriquée dans les périphéries urbaines. Le déroulement des vies dans l’étalement des villes contribue ainsi à dichotomiser les masculinités hégémonique et marginalisée.
Dans les villes tanzaniennes, on observe une tendance à l’imposition d’un modèle hégémonique de masculinité mondiale, diffusé par des organisations de grande envergure, comme l’État et les sociétés commerciales, masculinisées et contrôlées par les hommes.
Néanmoins, le quotidien des hommes célibataires étudiés par Mathilde de Blignères révèle de nouvelles manières de faire, d’habiter, de penser ou de vivre la ville, au sein desquelles le vivre-ensemble s’émancipe des normes hétérocentrées véhiculées par les discours officiels et une pluralité de masculinités se dessine.
Tout en utilisant la notion de masculinité hégémonique, Kopano Ratele estime qu’elle ne peut suffire à analyser les masculinités noires en Afrique du Sud, celles-ci s’inscrivant dans une panoplie de positions subordonnées dont le genre n’est qu’un des facteurs constitutifs. L’auteur insiste sur l’existence de formes de variétés hégémoniques à l’intérieur même de la subordination, montrant comment certaines masculinités occupent des positions à la fois subordonnées et hégémoniques. Enfin, pour expliquer la construction de la masculinité des jeunes Kinois dans les années 1950, largement fondée sur le culte du cow-boy, Charles Didier Gondola délaisse la notion de masculinité hégémonique pour celle de « bloc hybride » proposée par Demetrakis Z. Demetriou, un élève de Raewyn Connell.
Perçue comme une combinaison de pratiques et d’éléments issus de différentes masculinités, la notion de bloc hybride décloisonnerait la hiérarchie verticale induite par celle de masculinité hégémonique, au profit de transactions avec différentes sources. Les jeunes Bills conjuguent de nombreux éléments empruntés au western hollywoodien avec ceux d’un «masculin précolonial » pour construire un bloc du masculin devenu consubstantiel à la kinicité.
Quel que soit leur degré d’adhésion à la notion de masculinité hégémonique, l’ensemble des contributions qui l’utilisent font apparaître des définitions du masculin par rapport à d’autres référents masculins. Dans la capitale du Mali, les migrants du nord du Mali se distinguent dans leur capacité à loger autrui ou à accéder à la propriété des hommes bamakois. Dans les villes tanzaniennes, les pratiques des hommes célibataires se mesurent à celles des hommes mariés. Chez les étudiants ghanéens de Cape Coast, les jeunes efféminés côtoient les « rough » et « proper » boys. Au Maroc, la figure du zamel, passif et dépendant, sert l’homme à se définir, le « vrai » homme se voulant actif, indépendant et mobile. Être Yankee à Kinshasa, c’est avant tout ne pas être Yuma, un terme dépréciatif qui évoque tous les attributs anti-mâles.
En Afrique du Sud, les jeunes Noirs se confrontent à une masculinité blanche dominante. Ainsi, les normes de la masculinité diffèrent non seulement selon les contextes, mais également, à l’intérieur de chaque contexte, à travers les négociations plus ou moins visibles engagées par les individus ou les groupes autour de leurs définitions. Au-delà des formes hégémoniques, le masculin se dessine au travers d’une pluralité de normes ou de valeurs qui coexistent ou s’affrontent.
Une focalisation excessive sur la recherche des formes hégémoniques de masculinité, des formes subalternes, et de leur agencement hiérarchisé interdit parfois de penser l’ordinaire des pratiques ou des relations qui construisent la masculinité sans que s’y manifestent des enjeux de pouvoir immédiatement visibles. Deux contributions de ce numéro invitent explicitement à prendre en considération les constructions du masculin à travers les pratiques ordinaires des hommes.
Partant d’une des activités les plus banales des hommes au Mali, la consommation du thé en groupe, Julien Bondaz analyse les formes de production et de reproduction du masculin à travers des gestes ordinaires et des actions quotidiennes. Scrutant tant les manières de préparer et de boire le thé que les interactions qui les entourent, il parvient à détecter l’ordre hiérarchique précis de ces groupes apparemment homogènes, ainsi que la dynamique des relations de concurrence et de compétition entre les hommes.
De son côté, en analysant les pratiques ordinaires des hommes célibataires dans les villes tanzaniennes, dans l’espace domestique aussi bien que public, Mathilde de Blignières donne à voir de nouveaux acteurs de l’urbanité estafricaine, qui, en s’affichant librement, bousculent et remanient les normes du masculin.
Depuis le début des années 1990, de nouvelles approches du genre comme performance invitent non seulement à envisager le masculin et le féminin comme des constructions sociales mais aussi à considérer qu’ils sont l’objet d’une mise en scène perpétuelle, exécutée par chaque individu en grande partie à son insu . Produite et reproduite indéfiniment par des performances invisibles qui la font apparaître comme allant de soi, la masculinité trouve sans cesse à s’exprimer tout en se dérobant le plus souvent aux regards. Des mises en scènes spectaculaires du masculin se donnent parfois à voir, comme le montre le travail d’Alice Aterianus-Owanga sur les rappeurs de Libreville.
Les performances musicales exécutées sur la scène rap sont autant de démonstrations de bravoure, de témérité, de virilité et de force, déterminantes pour la reconnaissance des artistes et leur positionnement dans un univers fortement concurrentiel. Loin de ces représentations ostentatoires d’une masculinité virile et forte, les mises en scène du corps chez les Fulbe de Mopti, étudiées par Dorothée Guilhem, traduisent une construction de la virilité reposant sur une discipline de soi, un autocontrôle des affects et une régulation du corps.
La réserve et la maîtrise émotionnelles faisant partie des valeurs morales érigées en marqueurs de la virilité, la masculinité se construit ici à travers une série d’actes performatifs corporels presque invisibles.
Hiérarchies et principes de division: différenciation générationnelle et statut économique
La distribution réputée inégalitaire du pouvoir dans le cadre des rapports de genre doit être pensée à partir d’une définition plurielle du masculin. Afin de dépasser l’opposition souvent faite entre domination masculine (Bourdieu 1998) et pouvoir informel des femmes, il importe de s’interroger sur la répartition hiérarchisée du pouvoir parmi les hommes. En effet, l’observation détaillée des expériences et des relations sociales montre que les hommes ne forment pas une seule et même catégorie au pouvoir par definition supérieur.
Selon leurs propriétés ou appartenances, qu’elles soient géographiques, ethniques, de classe, d’âge, etc., le rapport des hommes aux normes de genre et leurs positions vis-à-vis des femmes varient fortement. Le masculin n’apparaît plus dès lors comme dominant par essence, mais comme une catégorie dont la définition repose sur une imbrication de rapports de pouvoir où se trouvent impliqués bien d’autres facteurs que le genre.
Tout d’abord, dans les sociétés où des divisions apparaissent au travers d’appartenances (clans, castes, classes, etc.) ou de statuts sociaux (nobles, esclaves, captifs, etc.) fortement hiérarchisés, on comprend aisément que les hommes ne forment pas une seule et meme catégorie. L’article de Sandrine Bornand illustre bien comment la dichotomie hommes libres/captifs imprègne et structure encore aujourd’hui la société zarma.
Perçus par les nobles comme peureux, bavards, grossiers et faibles de caractère, les descendants de captifs sont assignés aux mêmes stéréotypes que les femmes, alors que le modèle de virilité est réservé aux hommes libres. Le joueur de tambour d’aisselle, de part son infériorité sociale en tant que captif, peut se permettre de ne pas respecter la división sexuée de l’espace et d’entrer en complicité avec les femmes. Ainsi, s’il est patriarche au sein de sa famille et homme parmi ses pairs, il est perçu comme asexué dans le cadre des espaces publics cérémoniels où la fonction sociale prend le pas sur le genre.
De même, les Fulbe étudiés par Dorothée Guilhem s’opposent aux individus d’origine servile, les Riimaybe, vus comme impulsifs, extravertis et incapables de contrôler leurs émotions ou de ressentir la honte, et donc considérés par les nobles comme des figures antinomiques de l’être viril.
Enfin, si elle ne porte pas sur une société hiérarchisée comme celles évoquées ci-dessus, la contribution de Gianfranco Rebucini note des différences entre les classes sociales dans la conception de comportements qui semblent être les mêmes et qui pourtant cachent des significations différentes. L’auteur distingue ainsi deux modèles épistémologiques coexistant au Maroc, qu’il nomme « genre/identités sexuelles » et « genre/pratiques érotiques ».
Dans le milieu urbain, les classes favorisées et généralement instruites partagent les catégories sexuelles occidentales tandis que les classes subalternes adoptent une attitude plus complexe vis-à-vis de ces catégories et de la masculinité.
Deux autres formes de hiérarchisation liées entre elles affectent les constructions de la masculinité: les différenciations générationnelles et les différents statuts économiques.
Alors que les études de genre sont actuellement marquées par l’approche intersectionnelle visant à prendre en considération l’articulation entre sexe, race et classe, on oublie trop souvent le critère générationnel qui est pourtant très fortement lié au genre, comme le montrent plusieurs contributions dans ce numéro, si bien que la réflexion sur les masculinités en Afrique apparaît difficilement dissociable de celle sur la place des jeunes et leurs relations avec les autres générations (Burton & Charton-Bigot
2010).
Dans un ouvrage important mais critiqué, Oyèrónké Oyĕwùmí (1997) affirme que le concept de genre est impropre au contexte africain où seules les relations fondées sur le critère générationnel importeraient. Bien que s’inscrivant en faux face à cette position, Stephan F. Miescher (2007 : 254) rappelle l’importance du critère de l’âge pour l’analyse du genre : « Africa’s historians have emphasized the importance of age and seniority for the organization of gender relations. »
En anthropologie, l’étude des classes d’âge et des relations entre générations (Paulme 1971 ; Peatrik 1995, 2003 ; Gomez-Perez & Leblanc 2012) a longtemps négligé, à quelques exceptions près , la dimension du genre, en omettant souvent de préciser qu’elle prenait pour objet les hommes exclusivement. Même dans les analyses les plus importantes sur le sujet, le critère générationnel ne semblait pas affecter les femmes. À propos des théories de Claude Meillassoux (1960), Marc-Éric Gruénais (1985 : 220) écrit : « Un tel raisonnement, pour “universellement” valable et reconnu qu’il soit, du moins dans son principe, considère qu’il n’y a d’aînés et de cadets que d’hommes ; la femme, quant à elle, apparaît comme l’instrument de la domination des aînés sur les cadets. »
À lui seul, l’exemple de la circoncision illustre la forte imbrication entre genre et âge : elle signe le passage à l’âge d’homme (Droz 2000), mais elle vise surtout à produire les catégories de genre (Fainzang 1985a) — notamment en faisant disparaître le prépuce parfois assimilé à une part de féminité, comme par exemple dans les mythes dogon (Sindzingre 1977)
Pour Pierre Bourdieu (1982), qui entend se départir de la notion de « rite d’initiation » forgée par Arnold van Gennep, ce « rite d’institution » ne sépare pas tant ceux qui l’ont vécu de ceux qui ne l’ont pas encore vécu, que ceux qui l’ont vécu ou le vivront de ceux, ou plutôt celles, qui ne le vivront jamais ; la circoncision, en tant que pratique exclusivement masculine, vise donc à séparer les hommes des femmes plus que les aînés des cadets.
« La circoncision, souligne Robert Hazel (1999 : 327), ses préfigurations et ses réactualisations se présentent comme autant d’étapes le long d’un cheminement qui n’est rien d’autre qu’un processus de masculinisation. »
Au critère d’âge s’articule celui du statut économique dans la construction de la masculinité. Dans nombre de sociétés contemporaines, l’un des principaux événements qui permet le passage à l’âge adulte est le mariage (Antoine et al. 2001), mais il n’est pas toujours possible, la précarité rendant ce passage difficile. Ainsi, la contribution de Christophe Broqua et Anne Doquet montre comment, tant en contexte monogamique que polygamique, les conditions financières de l’accessibilité au mariage peuvent donner aux femmes l’occasion de retourner les armes masculines contre leur conjoint et de réduire leur position dominante.
Comme le remarque Claudia Roth (2010 : 108) au Burkina Faso, « le mariage est le premier but des jeunes femmes, trouver un revenu, celui des jeunes hommes ». Kopano Ratele (2008) souligne lui aussi la nécessité de prendre en considération l’intersection entre âge et emploi dans la construction du genre.
Démographes comme anthropologues décrivent l’appauvrissement tant des jeunes que des anciens (Antoine et al. 2001 ; Attané 2002 ; Antoine 2007 ; Roth 2007, 2010), affectant différemment les uns et les autres et mettant à mal le contrat générationnel selon lequel les nouvelles générations doivent prendre soin des anciennes. L’appauvrissement des hommes réduit leur position dominante à l’égard des femmes (Silberschmidt 1992, 1999, 2001 ; Perry 2005) et les oblige parfois à endosser des rôles professionnels traditionnellement dévolus à l’autre sexe (Agadjanian 2002) .
Ce problème touche de plus en plus les hommes âgés dont le pouvoir a progressivement diminué au cours de l’histoire (Wilson 1977).
C’est l’inscription de son analyse dans une temporalité intergénérationnelle qui amène Monique Bertrand à relativiser la suprématie masculine. Là où l’autorité des hommes est censée s’exprimer par le contrôle de la mobilité, des ressources drainées par le travail et des engagements matrimoniaux des cadets familiaux, ce sont des contradictions, des bifurcations de conduites, voire la perte de cohésion d’une génération à l’autre, que l’analyse des pratiques actuelles d’hébergement met au jour.
Aussi l’auteure pose-t-elle la question : « Entre des fils entrant dans la vie adulte et des pères vieillissants, “qui héberge qui ?”. » C’est cette même perte de leur autorité que dévoilent de manière touchante les trois vieux amis gambiens d’Alice Bellagamba. Ayant tous joui dans leur jeunesse des privilèges liés à leur position d’hommes dominants dans leur société, ils deviennent avec l’âge de plus en plus dépendants de leurs femmes qui, elles, s’émancipent. Regrettant leurs anciens choix conjugaux, n’osant plus sortir de chez eux, ils ne peuvent que faire montre de patience et de silence et se voient finalement contraints d’adopter les attitudes qu’ils ont antérieurement imposées à leurs épouses.
Sexualités et diversité de genre
Indissociable du genre, la sexualité constitue un espace de pratiques où s’expriment et se négocient les rapports de pouvoir, notamment entre hommes et femmes. Longtemps occultée par les sciences sociales africanistes, cette thématique s’est progressivement imposée, montrant à l’occasion ce que la production du genre, et tout particulièrement de la masculinité, doit à la sexualité (Broqua & Eboko 2009). Par exemple, au cours des dernières années, une littérature devenue pléthorique sur les logiques d’échange économico-sexuel dans divers pays d’Afrique a mis au jour la forte imbrication entre sexualité, genre et statut économique .
Plusieurs recherches montrent que dans des contextes d’appauvrissement où les hommes ne peuvent se réaliser en tant que tels au travers des formes habituelles d’accomplissement masculin (fonder et entretenir une famille), les performances voire les violences sexuelles tiennent lieu de nouveau mode d’affirmation de la masculinité, qui s’exprime par une modification des pratiques.
En Afrique du Sud, la montée du chômage dans les années 1970 a donné lieu à une telle transformation des normes de la masculinité dont a résulté une valorisation du multipartenariat sexuel (Hunter 2005). À propos d’une histoire plus localisée, Isak Niehaus (2006) a décrit un certain phénomène de libération sexuelle entre les années 1950 et 1990 et sa relation avec les constructions de la masculinité. Au sujet du temps présent, le même auteur a retracé une trajectoire biographique qui montre comment l’impossibilité de réaliser le parcours attendu explique le passage à des comportements violents envers les femmes :
« Like many other men of Impalahoek, Ace did not aspire to a situation of middleclass monogamy. Ace’s ideal was to be a successful husband and father, who also kept a few extra-marital lovers for pleasure. This is evident in the special tenor with which he recounted certain events in his life stories […]. Ace boasted about his girlfriends at school, took exceptional pride in his ability to support his wife, Iris, and his son, Tembisa, and adamantly defended his extra-marital love affairs by invoking a tradition of polygamy […]. At the same time, Ace despised the sexual promiscuity of youngsters, such as Neo and Tembisa. But the actuality of Ace’s biography did not match his ideals. At school, Ace fathered an unplanned child. As a migrant, he was shamed when his first wife, Iris, conceived from another man. And after Ace was retrenched from the mines, he failed to re-marry or even to support his lovers. The desperation of his unemployment compelled Ace to rely upon the financial support of his women. Ace also suffered the indignity of having his lovers desert him for wealthier, more masculine, men. It is precisely this “crisis of selfrepresentation”, and the ensuing fear of emasculation, that precipitated his violence towards women ».(ibid. : 69)
Ce même phénomène de compensation de la perte de pouvoir par l’accent porté sur la performance sexuelle et le développement de comportements agressifs a été observé en Tanzanie (Silberschmidt 2001) et au Mozambique (Groes-Green 2009). En Zambie, une étude effectuée auprès d’un groupe d’hommes de même génération montre que la masculinité s’affirme aujourd’hui à travers le multipartenariat sexuel, accroissant le risque de transmission du VIH et expliquant sa forte prévalence dans ce pays (Simpson 2005, 2009).
Dans ce numéro, plusieurs contributions également insistent sur l’importance de la sexualité dans la construction du genre. Parmi les éléments qui constituent la force dont se réclament les rappeurs gabonais ethnographiés par Alice Aterianus-Owanga, figure la virilité sexuelle. Les conquêtes féminines sont considérées comme des trophées et les récits des frasques sexuelles s’échangent par le menu, y compris avec support enregistré.
Mais cette force dont attestent les conquêtes n’est jamais à l’abri du risque de déperdition si certaines règles ne sont pas respectées, dont la prohibition des pratiques homosexuelles et les relations avec les « groupies » trop légères ou des femmes blanches.
L’analyse des relations avec ces dernières éclaire l’articulation des representations symboliques, des transactions économiques et des conceptions raciales par la performance du genre.
À partir d’une analyse d’ouvrages littéraires publiés au Maroc en langue française , Jean Zaganiaris a choisi de scruter les masculinités à travers les figures de l’amant mises en scène dans ces textes. Sans trancher sur le degré de réalité qu’elles incarnent, l’auteur souligne combien ces oeuvres apparaissent comme des espaces de redéfinition voire de transgression des normes censées définir les rapports de genre, notamment par la contestation des formes de la domination masculine ou la mise en scène des pratiques et modes de vie homosexuels. Faisant place au plaisir sexuel féminin, à l’amour fusionnel ou à une subversion en faveur des libertés sexuelles, les romans marocains suggèrent une rupture avec le traditionalisme autoritaire et la masculinité qu’il exhorte.
On rencontre ça et là dans la littérature en sciences sociales des travaux qui, liés de près ou de loin aux questions de sexualité, nous informent sur la « diversité de genre ». La conformation aux normes de genre est un impératif qui s’impose à tous, dans chaque société, en Afrique comme ailleurs — sachant bien sûr que ces normes diffèrent d’une société à l’autre ou selon les époques.
C’est ce que montre par exemple en creux la gestión anxieuse, dans une population du Kenya au début des année 1960, des cas intersexes (obligatoirement publics dans les sociétés où les organes sexuels sont découverts), voués à un destin où l’accomplissement social s’avère condamné par l’impossible identification à l’un ou l’autre genre (Edgerton 1964).
Néanmoins, à certains égards, les catégories de genre sont parfois fluides et malléables en Afrique. Par exemple dans certaines circonstances les hommes peuvent être considérés comme des femmes (Wood 1999) et, parfois, réciproquement (Koné 2002).
La contribution de Gianfranco Rebucini illustre bien l’articulation entre genre et sexualité, en montrant que les conceptions de la masculinité et celles des pratiques homosexuelles ne sont pas clairement superposables, et que ces dernières puisent à des registres à la fois locaux et internationaux .
S’intéressant également à certaines figures de la diversité de genre, Karine Geoffrion traite d’un sujet relativement peu documenté dans la littérature: les formes admises d’efféminement masculin en Afrique. Mais le rapport entre genre et sexualité est spécifique ici encore : jusqu’à récemment, la catégorie des hommes efféminés dans laquelle se retrouvent certains des étudiants étudiés n’était pas nécessairement perçue au travers de la question de la sexualité, ici dissociée du genre. Depuis peu, avec l’émergence de controverses médiatiques autour de l’homosexualité au Ghana, cette catégorie s’est vue redéfinie à travers le prisme de la sexualité et nouvellement soumise à une certaine stigmatisation.
Enfin, la masculinité ne concerne pas seulement les hommes, mais aussi les femmes, au travers de ce que l’on a qualifié de masculinité féminine (female masculinity) (Halberstam 1998), qui revêt différentes formes en Afrique. On y trouve tout d’abord des personnages qui ont occupé des rôles réputés masculins. C’est par exemple le cas de Ahebi Ugbabe qui fut sacrée roi au Nigeria (Achebe 2003, 2005, 2011), ou d’autres figures ayant pris part aux luttes anticoloniales au Ghana (Obeng 2003)20.
Il existe ensuite la catégorie des « female husbands » : dans différentes sociétés, des femmes n’ayant pas la possibilité d’avoir des enfants pouvaient se marier avec des femmes dont elles devenaient la « femme époux » (Oboler 1980 ; Amadiume 1987 ; Nwoko 2012).
Les mariages entre hommes ont existé également mais ils semblent avoir été moins répandus et avoir correspondu à d’autres logiques (Evans-Pritchard 2012 [1970] ; Harries 1990). Une troisième forme de masculinité féminine correspond aux statuts sociaux liés aux comportements homosexuels ou aux parcours transgenres (Morgan & Wieringa 2005 ; Morgan et al. 2009).
Enfin, plus largement, il existe des femmes aux attitudes considérées comme masculines, sans que cela n’implique obligatoirement l’établissement d’un lien avec le comportement sexuel.
C’est le cas des femmes footballeuses professionnelles en Tunisie, auquel est consacré l’article de Monia Lachheb, qui présente donc l’intérêt de porter sur un sujet fort negligé en Afrique. Sans dénier la diversité des situations, l’auteure montre d’abord que l’engagement dans une carrière de footballeuse professionnelle s’inscrit dans des trajectoires où des dispositions « masculines » se manifestent dès l’enfance, notamment à travers le goût pour certains jeux.
Plusieurs femmes décrivent des attitudes reserves voire hostiles de leur entourage familial, mais le plus souvent leur choix est respecté. L’image de soi et les techniques ordinaires du corps varient selon les cas et si certaines cherchent à corriger ou masquer dans la vie quotidienne la forme corporelle « masculine » que la pratique du football crée ou renforce, d’autres n’en sont aucunement gênées.
Masculinités et globalisation
Les normes de genre et de sexualité en Afrique sont soumises de diverses manières, et depuis fort longtemps, à des injonctions ou des influences extérieures. La longue histoire de la conquête coloniale n’a pas manqué d’épisodes d’imposition en la matière, comme en témoigne un grand nombre d’études, cependant plus abondantes au sujet du genre que de la sexualité .
Fin 2012, la publication d’un essai sur « les féministes blanches et l’empire » (Boggio Éwanjé-Épée & Magliani-Belkacem 2012) a reçu de nombreuses critiques, donnant lieu à une micro-controverse médiatique sur l’Internet. Mais dans ces travaux et débats sur l’imposition des normes de genre et de sexualité, il est beaucoup plus souvent question du sort réservé aux femmes colonisées qu’aux hommes.
Pourtant, les politiques coloniales et postcoloniales ont aussi eu et continuent d’avoir des effets sur ces derniers, de même que par la suite, dans un contexte postcolonial, diverses interventions visant elles-aussi à modifier les normes de genre et de sexualité, au nombre desquelles les politiques de développement, de gender mainstreaming (OSSREA 2010), de lutte contre le sida, etc.
De manière explicite, c’est à partir des années 1990 qu’a été entreprise la réorientation progressive en direction des hommes des politiques liées à la problématique « genre et développement » (Chant & Gutmann 2000 ; Morrell & Swart 2005). Plus récemment, les hommes ont commencé à être considérés comme une catégorie à prendre spécifiquement en considération dans le cadre de la lutte contre le sida et depuis quelques années la littérature scientifique sur le sujet se développe, en même temps que celle sur la circoncision comme mode de prévention qui a donné lieu à des recommandations de santé publique (Perrey et al. 2012).
Ces différentes questions sont aujourd’hui traitées sous le couvert de la thématique de la globalisation. Notons que Raewyn Connell a commencé à s’intéresser aux relations entre masculinités et globalisation dans les années 1990 et que cet intérêt s’est poursuivi au cours des décennies suivantes (Connell 1998, 2000, 2005a, 2005b, 2011, 2012). Dans le reste de la littérature, la thématique est apparue surtout à partir des années 2000 (Pease & Pringle 2002). Là encore, l’usage de la notion de « masculinité hégémonique » appliquée à la globalisation a été critiqué pour imposer une conception trop monolithique (Beasley 2008).
Une réponse apportée à cette critique a souligné qu’il existe des masculinités hégémoniques aux niveaux local, national et global, en résumant ainsi ce qui avait déjà été écrit précédemment (Connell & Messerschmidt 2005: 849) :
« Local hegemonic masculinities are constructed in the arenas of face-to-face interaction of families, organizations, and immediate communities ; regional hegemonic masculinities are constructed at the society-wide level of the nationstate; and global hegemonic masculinities are constructed in such international arenas as geopolitics and transnational business and media». (Messerschmidt 2008 : 106)
De nouvelles critiques ont ensuite appelé à la « dé-massification » de cette notion et à la prise en compte des négociations et résistances face aux masculinités hégémoniques (Elias & Beasley 2009). Par ailleurs, une enquête sur les comportements sexuels et préventifs à Dakar à partir de laquelle a été approfondie l’analyse du cas d’un Sénégalais de vingt ans a permis de montrer la coexistence de différents systèmes de normes qui puisent à la fois au local et au global et conduit les auteurs à se démarquer de la position prêtée à Raewyn Connell :
« The interconnected articulation of global and local discourses on HIV/AIDS, gender, and sexuality does not result in the fixity of one hegemonic notion of masculinity, but contributes to the existence of different, even contradicting notions of masculinity. This contrasts with the view of Connell (1998, p. 12) of a trend towards “globalizing masculinities”, which he understands as institutionalized patterns of dominant masculinity in the global gender order that become “to some degree, standardized across localities”. […] The experiences of Malick show that different masculinities are locally at work at the same time, which contradict by requiring sexual experience and abstinence at the same time. The point is that there is not one locally standardized masculinity that governs Malick, but multiple and diverse masculinities that are fluid and ambiguous, and that have global as well as local ingredients ».(Davids et al. 2011 : 207)
47 En même temps que des modèles de masculinité localement ancrés, sont présentes en Afrique de nombreuses références étrangères accessibles par les médias, le cinéma, l’Internet, etc., et ce depuis déjà plusieurs décennies. De même que les Bills de Kinshasa prenaient modèle sur les cow-boys des westerns hollywoodiens (Charles Didier Gondola dans ce numéro), les ghettomen d’Abidjan s’inspirent des « films d’action » américains (de Latour 1999).
Aujourd’hui, toujours dans la capitale ivoirienne (Matlon 2011), comme à Arusha en Tanzanie (Weiss 2002), les boutiques de coiffeurs sont le reflet d’un imaginaire transnational, imbibé de références américaines, mais s’exprimant sous une forme souvent syncrétique. Au Sénégal, le mouvement « bul fall » dont les figures de prou sont à la fois champions de lutte (sport/spectacle très populaire dans le pays) et rappeurs locaux, résulte d’une logique d’hybridation et d’une rencontre entre dynamiques du dehors et dynamiques du dedans (Havard 2001).
De même, Alice Aterianus-Owanga montre dans sa contribution à ce numéro que l’influence exercée sur les rappeurs gabonais par la culture hip-hop étasunienne s’articule à des éléments de la culture locale.
Les références extérieures ne se traduisent pas seulement « positivement » par leur adoption mais aussi sous la forme de rejets visant souvent à garantir un certain ordre moral et des valeurs « traditionnelles » auxquelles sont opposées les pratiques dissolues jugées caractéristiques des anciennes puissances coloniales. Ainsi des mouvements de protestation contre le port de la mini-jupe par les jeunes femmes au Mali (Rillon 2010) comme en Tanzanie (Ivaska 2011) dans les années 1960. C’est aussi aujourd’hui largement le cas des controverses liées à l’homosexualité qui, dans différents pays africains, permettent de signifier un rejet de l’impérialisme occidental (Broqua 2012b).
Depuis quelques années, l’évolution des normes de la masculinité en Afrique est liée à celle des droits humains ou sexuels. Dans la littérature qui traite de l’Afrique, il a d’abord été montré que la lutte contre certaines pratiques (en l’occurrence la clitoridectomie) au nom des droits de l’Homme — qui ne tiennent pas compte du contexte local de ces pratiques — peut s’avérer menaçante pour l’ordre social et aggraver le statut des femmes (Droz 2000).
Mais de nombreuses initiatives visent aussi à attribuer plus de droits aux femmes dans une logique d’empowerment. Quels effets cela a-t-il pu avoir sur les hommes ?
Une enquête réalisée en Ouganda souligne que la confrontation à une telle situation peut produire une réaction d’adhésion en même temps qu’un renforcement de l’attachement à l’idée d’autorité masculine (Wyrod 2008). Dans un contexte plus controversé, le procès de Jacob Zuma en Afrique du Sud suite à une accusation de viol a clairement mis en évidence des tensions entre droits sexuels et culture locale de la sexualité masculine (Robins 2006).
Mais, finalement, sur ces phénomènes très contemporains, de nombreuses questions restent en suspens. De manière générale, les travaux qui se développent sur la circulation internationale des normes de genre concernent majoritairement les femmes (Lacombe et al. 2011). En Afrique, ceux qui dans ce domaine portent sur les hommes sont pour le moment quasiment inexistants. Il s’agit donc sans aucun doute de l’un des chantiers importants à ouvrir au cours des prochaines années.
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NOTES
1. L’année suivante paraissait un ouvrage signé de trois ethnologues femmes répondant à peu près au même principe (DELUZ ET AL. 1978). En 1979, un volume des Cahiers d’Études africaines (XIX (1-2-3-4), 73-76), publié en hommage à Denise Paulme, comportait une section de plusieurs articles sur le thème « Femmes et pouvoirs ». D’autres numéros de revues francophones consacrés aux femmes en Afrique sont parus bien plus tard (COQUERY
VIDROVITCH & THÉBAUD 1997 ; HESSELING & LOCOH 1997 ; COQUERY-VIDROVITCH 2007).
2. Trente-cinq ans plus tard, la revue Politique Africaine consacrait finalement un numéro à cette question (BROQUA 2012b).
3. Pour s’en tenir à l’évocation de monstres sacrés, notons que Judith BUTLER (1992) a reproché à Achille MBEMBE (1992) de négliger la dimension sexuelle dans ses analyses, ce dont il tint compte par la suite (ibid. 2004, 2005).
4. Un certain nombre de volumes sur le genre en Afrique sont parus au cours de la même période (GROSZ-NGATÉ & KOKOLE 1997; SINDJOUN 2000 ; HODGSON & MCCURDY 2001 ; IMAN ET AL
. 2004 ; CORNWALL 2005 ; OYĔWÙMÍ 2005, 2010 ; COLE ET AL. 2007 ; GOERG 2007). Quelques recueils ont été très majoritairement consacrés aux femmes (LOCOH 2007 ; NDULO & GRIECO 2009) à partir de l’approche « genre et développement » qui, au-delà du continent africain, a aussi intégré la problématique des masculinités (CHANT & GUTMANN 2000 ; CLEAVER 2002 ; BANNON & CORREIA 2006 ; CORNWALL ET AL. 2011).
5. Voir principalement MORRELL (1998b, 2001b) ; LINDSAY & MIESCHER (2003) ; OUZGANE & MORRELL (2005) ; REID & WALKER (2005) ; RICHTER & MORRELL (2006) ; SHEFER ET AL. (2007) ; UCHENDU (2008).
6. En France, cet objet de recherche a progressivement acquis une certaine légitimité, comme le montrent notamment quelques volumes collectifs récents (REVENIN 2007 ; CORBIN ET AL. 2011).
7. Au-delà de l’Afrique, ce même type d’approche a été adopté à propos du Moyen-Orient ( INHORN 2012).
8. À l’encontre de la majorité des études actuelles sur le genre, KING & STONE (2010) identifient une « masculinité linéaire » qui, dans les sociétés patrilinéaires, traverserait les générations.
9. Au Sénégal, Vincent FOUCHER (2005) montre ce que le conflit casamançais doit à la reconfiguration des relations de genre. Au sujet du Mozambique, Sofia ABOIM (2009) montre que les décisions politiques ont un impact sur les normes de la masculinité et les font évoluer, mais différemment selon les générations.
10. Il s’agit de ceux de Monique Bertrand, Mathilde de Blignières, Karine Geoffrion, Charles Didier Gondola, Kopano Ratele et Gianfranco Rebucini.
11. Sur les relations entre masculinité et religion en Afrique, voir par exemple OUZGANE (2003), BADRAN (2011), VAN KLINKEN (2013).
12. Chris BRICKELL (2005) invite cependant à ne pas trop céder aux sirènes de l’approche adoptée par Judith Butler et à appréhender plutôt la dimension performative du genre à partir d’une approche sociologique inspirée d’Erving Goffman.
13. Voir plusieurs contributions dans ABÉLÈS & COLLARD (1985).
14. De même, cette auteure voit aussi dans les chiffres 3 et 4 respectivement associés à la femme et l’homme en Afrique de l’Ouest un outil de distinction des sexes légitimant la domination masculine (FAINZANG 1985b).
15. Cette dimension est contestée par Sylvie FAINZANG (1985a) qui ne l’a pas retrouvée au Burkina Faso.
16. Janet BUJRA (2000) montre qu’un travail aujourd’hui réputé féminin tel que le service domestique a pu être occupé principalement par des hommes dans le passé en Tanzanie.
17. Par exemple, à Abidjan, quarante ans après l’enquête de Claudine VIDAL (1977b), les tensions entre hommes et femmes autour de la sexualité et de l’argent ne se sont pas dissipées (NEWELL 2009). Pour d’autres exemples d’écrits récents sur l’échange économicosexuel ou la « sexualité transactionnelle » en Afrique, voir CASTRO (2012), GROES-GREEN (2013), BROQUA ET AL. (2014).
18. Sur les masculinités en Afrique dans la littérature ou autres formes de fictions artistiques, voir aussi par exemple NEWELL (1997), THOMAS (2001), GRANQVIST (2006), ODHIAMBO (2007), JOLLY (2010), MUGAMBI & ALLAN (2010), OUZGANE (2011).
19. Sur les relations entre homosexualité et globalisation en Afrique, voir aussi BROQUA (2012a).
20. À l’inverse, la façon de diriger de certains rois leur valait la qualification de « roisfemmes » (BAZIN 1988 ; ADLER 2007).
21. Voir par exemple VAN ALLEN (1972), HANSEN (1984), WHITE (1990a, b), MCCLINTOCK (1995), HUNT ET AL. (1997), OGBOMO (1997), LINDSAY (2003), TARAUD (2003), SHADLE (2006), KHOLOUSSY (2010), JACOB (2011), OSBORN (2011).
AUTEURS
CHRISTOPHE BROQUA
Lasco-Sophiapol, Université Paris Ouest Nanterre La Défense et UMI233 TransVIHMI, Université Montpellier 1.
ANNE DOQUET
Centre d’études africaines (Ceaf).

Los derechos humanos como discurso hegemónico

Los derechos humanos como discurso hegemónico (2014)
Paola Molano Ayala*
Entre otros muchos pueblos del continente, los Uwa y los Wiwa de Colombia, los Guaraníes-kaiowá en Brasil, el pueblo Sarayaku en Ecuador, en Paraguay los pueblos Yakye Axa, Sawhoyamaxa y Xámok kásek, han luchado por su territorio y su pervivencia cultural.

Durante el siglo XXI la principal amenaza para ellos ha sido el neo-desarrollismo. Minería, agroindustria, extracción de hidrocarburos, construcción de megaproyectos, explotaciones forestales son algunas de las preocupaciones que aquejan a los pueblos indígenas de América y que tienen en jaque sus derechos.
Boaventura de Sousa Santos busca retratar en este libro las transformaciones y los desafíos que enfrentan los derechos humanos en la actualidad, y su punto de partida es la pregunta por el eventual carácter emancipador de estos derechos.
El fortalecimiento de perspectivas no dominantes (“contra hegemónicas”) como fundamento del ejercicio y garantía de los derechos humanos puede ayudar a la autodeterminación de los pueblos y a crear una conciencia anticapitalista que frene el descontrol extractivista del modelo económico imperante.
Los derechos humanos: ¿victoria o fracaso?
De Sousa Santos considera necesario explorar lo que él llama “espejismos” y desafíos de los derechos humanos antes de precisar si estos efectivamente pueden tener un carácter emancipador. Para ello es preciso preguntarse si los derechos humanos son una victoria o un fracaso. Semejante pregunta se explica porque la historia de los derechos humanos suele presentarse como consensual, lineal y universal, lo que cual no es tan cierto, pues estos derechos son un discurso que triunfó entre otras ideas de dignidad.
De Sousa señala que la idea del consenso en torno a los derechos humanos se ha sustentado en espejismos para hacernos creer que se trata de un triunfo en beneficio de toda la humanidad, que son universalmente válidos y que se apoyan sobre la noción de dignidad humana, proveniente de una concepción de naturaleza humana individual.
No obstante ese relato desconoce las distintas ideas de dignidad y las diversas lecturas de los derechos, dependiendo de las culturas y los momentos históricos. El discurso de los derechos humanos representa la visión vencedora y por lo tanto no es universal.
Tensiones entre los derechos
Cuando se usa el lenguaje de los derechos humanos en luchas sociales de distintos tipos surgen tensiones que muestran la precariedad del pensamiento convencional sobre ellos.
Las tensiones entre lo universal y lo fundacional, lo individual y lo colectivo, el secularismo y el post-secularismo, los derechos y los deberes humanos, la razón de Estado y la razón de los derechos, lo humano y lo no humano, el reconocimiento de la igualdad y el de la diferencia, el desarrollo y la libre determinación, entre otros, son aspectos complejos en relación con los derechos humanos.
Las luchas por los derechos se ven atravesadas por esas tensiones que la idea convencional no está en capacidad de responder. Por ejemplo, el pensamiento convencional no reconoce sujetos no humanos como titulares, universaliza el ideal europeo, es individualista y desconoce las discontinuidades de los regímenes políticos a pesar de la continuidad de los derechos.
Dentro de estas tensiones el autor resalta la que existe entre desarrollo y libre determinación, por la importancia que tiene para el “sur global”. El neo-desarrollismo ha traído desafíos nuevos a las comunidades y a la lucha por los derechos.

Los proyectos que se enmarcan en el auge del neo-desarrollismo tienen como particularidades que, por un lado, afectan el medio ambiente y la existencia de muchas comunidades y, por otro, que el beneficio económico que dejan es para unas pocas élites. Por lo tanto, hay redistribución del daño, pero no de los beneficios.
Entre estos proyectos están principalmente los monocultivos (soja, caña de azúcar, palma de aceite, algodón…), la minería y la construcción de megaproyectos (carreteras troncales, represas,…) que, bajo el argumento del desarrollo, incluso bajo los nuevos gobiernos progresistas, vulneran los derechos de personas y comunidades. Además de verificar las tensiones nombradas, el neo-desarrollismo ha traído desafíos nuevos a las comunidades y a la lucha por los derechos.
Los derechos humanos contra-hegemónicos
En el espacio de lucha por los derechos dentro del contexto neo-desarrollista conviven el interés de lucro por parte de empresarios y algunas élites políticas junto con la resistencia de las comunidades a través de la movilización social.
La lucha por los derechos humanos contra-hegemónicos se da contra lo que el autor llama “fascismo desarrollista”, que busca hacer tabula rasa de los derechos humanos y reprimir de manera brutal a quienes se oponen a ese modelo de desarrollo. La lucha contra este fascismo ha tenido tres características:
Tiene una marcada dimensión civilizadora, en el sentido de construir unas nuevas generaciones de derechos para garantizar no solo la vida presente sino también la futura; Congrega diferentes conceptos de representatividad política, para dejar de referirse a quienes luchan en contra de ese modelo de desarrollo como minorías con el fin de hacer justicia histórica, pues muchos de quienes hoy luchan son pobladores ancestrales o fueron históricamente violentados.
Ataca las inercias de pensamiento crítico y la política de izquierda eurocéntrica con el fin de articular luchas hasta ahora separadas, como las de los pueblos indígenas, de las comunidades negras, de las mujeres, de los campesinos y de otras muchas.
La ruptura con el pensamiento convencional de los derechos gracias a la irrupción de nuevos actores, como los movimientos indígenas en Latinoamérica, por el tipo de lucha que resulta de hacer frente al fascismo desarrollista, permite dar cuenta de la necesidad de poner en tela de juicio ese pensamiento y, por otro lado, de construir uno nuevo con orientación contra-hegemónica.
Según el autor, esa es la experiencia de Latinoamérica. A través de acciones afirmativas, del diálogo intercultural en el momento de expedir leyes, del reconocimiento constitucional de sujetos de derecho no humanos (como la madre tierra), y de mecanismos novedosos de justicia transicional, entre otras formas, en América Latina al tiempo que se develan los desafíos y las tensiones, se reconfigura el pensamiento convencional sobre los derechos humanos.
Esta lucha, según De Sousa Santos, tiene que seguir pues representa la pervivencia de los derechos humanos como instrumento para la emancipación en el siglo XXI.
¿El lenguaje será suficiente?
No obstante, el papel del Estado parece diluirse. El lenguaje de los derechos es el que interpela a los Estados, a diferencia de otro tipo de gramáticas, como las llama el autor. Ante la necesidad de construir un pensamiento de los derechos humanos que sea contra-hegemónico también habría que definir cuál es el tipo de relación con el interlocutor (el Estado), el cual seguiría en el mismo pensamiento convencional.
Una apuesta tanto crítica como propositiva debe, entonces, tener en cuenta la importancia de la movilización social como resistencia, pero también a quién busca interpelar esa movilización con su relato contra-hegemónico. De lo contrario las luchas, desde la gramática de los derechos, pueden perder resonancia.

Habría que precisar si efectivamente la apuesta por ese pensamiento contra-hegemónico quiere canalizarse por la vía de los derechos o si mejor sería apostar por hacer visibles esas otras ideas de dignidad que perdieron protagonismo con el triunfo de los derechos y a través de las cuales podría producirse un verdadero pensamiento contra-hegemónico – no apenas una relectura del discurso de los derechos humanos-.

  • Estudiante de la maestría en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales- Universidad Nacional de Colombia

Gioconda Belli: “Jamás pensé que me tocaría vivir otra dictadura”

Gioconda Belli: “Jamás pensé que me tocaría vivir otra dictadura”

Esta es una realidad, según la poeta, que “supera la ficción y no es la primera vez que un revolucionario deviene en un tirano”, al referirse a Ortega
Redacción Cultura
22/10/2018

Poeta Gioconda Belli. EFE/Archivo

La poeta y activista de los derechos humanos, Gioconda Belli, en su discurso de agradecimiento al recibir el Premio Festival Eñe, dijo que jamás pensó que le“tocaría vivir otra dictadura y menos que el dictador sería uno de los nuestros”, una clara referencia al actual presidente inconstitucional Daniel Ortega Saavedra. Esta es una realidad, según la poeta, que “supera la ficción y no es la primera vez que un revolucionario deviene en un tirano”.

Este galardón honorífico entregado a Belli el sábado 20 de octubre en el Festival en Madrid, reconoce su papel como una “persona comprometida con su país y la libertad”.

Gioconda Belli, Evelio Rosero y Carlos Manuel Álvarez cierran la jornada literaria en el @InstCervantes y #FestivalEñe18 con la mirada puesta en Latinoamérica y la violencia. pic.twitter.com/md2hDB7Rvp

— Eñe (@revistaparaleer) 18 de octubre de 2018

Este festival a que asisten mas de 120 autores inició el 15 de octubre y se extenderá hasta el 27 del mes. Evento en el cual presentará su última novela Las fiebres de la memoria (Seix Barral).

Belli es la segunda merecedora de este premio, el año pasado le fue entregado al poeta español José Manuel Caballero Bonald, Premio Cervantes 2012 y Premio Nacional de las Letras Españolas (2005).

Dejamos sus palabras de agradecimiento al recibir el Premio Eñe:

Este premio me da una dosis de alegría necesaria. Como saben Nicaragua está pasando por una crisis muy difícil de soportar.

Desde el 18 de abril cuando se rebelaron y empezaron a morir nuestros jóvenes — 23 murieron en sólo los primeros cinco días — cuesta respirar en mi país.

En seis meses hemos acumulado más de 400 muertos, 2000 y tantos heridos, 400 y tantos presos y una estampida de perseguidos que se nos ha llevado a 30,000 y tantos nicaragüenses a Costa Rica y otros lugares.

Es duro porque ha sido una lucha sin armas contra paramilitares y policías armados. Pero no hay vuelta atrás.

Jamás pensé que me tocaría vivir otra dictadura y menos que el dictador sería uno de los nuestros, pero la realidad, como bien sabemos, supera la ficción y no es la primera vez que un revolucionario deviene en un tirano.

Recibir un premio de Eñe, una revista que ha apostado, como dijo Luisgé en una entrevista, por las causas que van contracorriente, me cae muy bien, porque he vivido contracorriente la mayor parte de mi vida y no me arrepiento ni un instante de haberlo hecho.

Creo que en el mundo de hoy el arte tiene que ir contracorriente y volver a ser desafiante y cuestionador.

Me encanta Eñe desde su definición tan obvia: revista para leer. Me hace pensar en la decoradora de interiores que conocí en Los Ángeles y que me contaba que había clientes que le encargaban los libros por metro: un metro de libros de tapa roja, por ejemplo.

Libros decorativos cuyas palabras jamás verían la luz de una manos. Eñe no es, sin duda, para decorar.

Tiene el reto de arrancar los ojos de los celulares y hacer que la gente se tire desde la superficie a la hondura de un pensamiento variado e inteligente. Chapeau mis amigos, esa es una gran empresa en esta época.

Además de la revista hay que ver la riqueza planetaria de estos diez años de Festival Eñe.

Oír a creadores que piensan en silencio pensar en voz alta es un regalo para la cultura que habla español, es una afirmación de que estamos vivos, de que el mercado nos quiere arrastrar, pero nos resistimos y optamos por fajarnos con los molinos de viento.

De manera que mil gracias a Eñe, a Luisgé, a Luis Posadas y La Fábrica, a todos los que hacen esa revista y este festival hermoso.

Gracias por este honor que abrazo con cariño y que dedico a esas mujeres y hombres prisioneros en mi país, que no cometieron más crimen que el ir contra la corriente que se llevaba su libertad.

Gioconda Belli

(20 Octubre, 2018)

Poder, masculinidad y virilidad

Poder, masculinidad y virilidad
José María Espada Calpe.
DEA y Lic. Antropología Social y Cultural.
www.heterodoxia.net

(Extracto de ponencia ofrecida en el Curso Técnico Especialista en Igualdad de Oportunidades en el Empleo, IMUMEL, 7 de Mayo de 2004, Albacete, España)

Podemos definir las masculinidades hegemónicas como aquellas ideologías que privilegian a algunos hombres al asociarlos con ciertas formas de poder. Las masculinidades hegemónicas definen formas exitosas de “ser hombre” y simultáneamente marcan otros estilos masculinos como inadecuados o inferiores. Estas serían las “variantes subordinadas” (Carrigan, Connell y Lee, 1987).

Para examinar las diferentes formas de masculinidad, Connell (Connell, 1995) desarrolla algunos conceptos como “dividendo patriarcal” o “masculinidad hegemónica”.

Dividendo patriarcal viene a significar el conjunto de ventajas que acumuladamente benefician a los hombres en comparación con las mujeres, en virtud de sus salarios más altos y mejores perspectivas de promoción.
La masculinidad hegemónica es la forma de masculinidad, dominante y culturalmente autorizada y autorizante, en un orden social determinado (digamos, sociedad).
Sin embargo, otras formas de masculinidad se generan al mismo tiempo. Por ejemplo, el producto y proceso de la cultura de los homosexuales genera una masculinidad subordinada que puede coexistir con la hegemónica para un grupo de hombres minoritario, y que, como tal, es una masculinidad marginada.
Al mismo tiempo puede funcionar una “masculinidad cómplice” propia de los hombres que aceptan y se benefician de la versión oficial, aunque no necesariamente defiendan, el “dividendo patriarcal”.
Por ejemplo, Connell observa en su investigación biográfica con hombres que han perdido su “dividendo patriarcal” –en este caso parados de larga duración, que éstos no se adhieren por completo a las ideologías y prácticas hegemónicas, ya que, en casos, coexiste una misoginia combativa junto con la admiración de la fortaleza de las mujeres y de sus técnicas de supervivencia.
La retórica propia de las versiones hegemónicas de masculinidad es muy convincente, porque descansa sobre una mistificación de lo que significa ser un hombre, que se presenta comúnmente como un significado único, intemporal y universal.
Ciertamente el sexismo, como macroestructura de poder, genera estas ideologías que actúan extendiendo y legitimando las relaciones de poder. En este sentido la subordinación se invisibiliza y permanece en un plano no consciente. Pero el poder interpersonal no es una mera derivación de las desigualdades macroestructurales ya que es reconstruido, desafiado, adaptado, negociado y/o reafirmado en la vida cotidiana.
Según Scott (1990) todas las relaciones de poder se caracterizan por un guión (script) dual. El “guión oficial” articula, legitima y constriñe la posición superior y refuerza los mecanismos de control de los subordinados. Este guión se representa en interacciones cotidianas entre dominantes y subordinados. Sin embargo, todos los guiones oficiales tienen sus contrapartes en lo que Scott denomina “guiones ocultos” (hidden transcripts), que son creados “detrás de bastidores”, donde puede expresarse de forma segura el disentimiento con las normas dominantes.
Mediante estos guiones los débiles intentan reconstruir su dignidad y auto-valoración, e intentan maximizar sus bazas dentro de un sistema que los margina. Los discursos hegemónicos y subordinados se construyen mutuamente, de manera que aquellos que dominan un escenario concreto se encuentran también constreñidos por los guiones de sus subordinados. Éstos no permanecen totalmente pasivos ni son únicamente mistificados, sino que negocian activamente y frente a frente con los más poderosos. No existe entonces ninguna situación de dominación que permanezca estática: tanto cambios externos como las negociaciones implícitas en toda acción alteran los guiones oficiales y ocultos.
Si tomamos la lectura que Komter (Komter, 1989) hace sobre la noción Gramsciana, podemos decir que una ideología es hegemónica cuando el “acuerdo” social, que funciona en interés del grupo dominante, se presenta y percibe como supeditado al bien común. Es así como los subordinados aceptan, e identifican (aunque también modifican o rechazan) como propios, los intereses del grupo dominante. Cuando la ideología se convierte en parte del pensamiento cotidiano (suelo mental, actitud natural o conocimiento de sentido común sobre como son y deben ser las cosas), crea cohesión y cooperación allí donde, en su ausencia, existiría conflicto.
Podemos localizar las ideologías dominantes atendiendo a aquellos lugares donde han cesado de funcionar y el conflicto reprimido comienza a aflorar. La violencia aparece allí donde el poder se encuentra cuestionado y debe explicitarse para imponerse.
Por esto, sugiero que debemos entender la actual ola de asesinatos de mujeres por parte de sus parejas y exparejas en el marco de la acción de cierta ideología sexista dominante que está declinando en una situación en la que las mujeres han dejado de interiorizar y de someterse a su tradicional situación de subordinación dentro de la pareja y la familia.
La ideología heterosexista dominante es una de las ideologías más arraigadas en nuestras identidades y suelo mental. En casi todas las culturas el género se divide en masculino y femenino, aunque existen casos de culturas con tres y cuatro géneros. Solemos aceptar que hombres y las mujeres se definen recíprocamente según un conjunto de características estereotipado, dicotómico, jerarquizado y naturalizado, que emerge de o se construyen sobre la base de nuestro sexo.
De hecho, en el plano del pensamiento y de la ciencia se ha venido trazando una distinción univoca entre el sexo biológico y el género. El género sería el conjunto de normas y roles creados y sancionados socialmente, que son asignados a cada uno de nosotros en función del sexo biológico, que sería lo dado e incuestionado.
Sin embargo este tipo de distinción ha sido problematizada (Van den Wijngaard, 1991). Rubin señaló que no podemos concebir la relación entre el sexo (macho/hembra) y el género (femenino/masculino) de una manera análoga a la relación entre la naturaleza y la cultura, ya que el sexo en sí (macho/hembra), lejos de tener una entidad intrínseca biológica o esencial de ningún otro tipo, se trata de una potente metáfora para la diferencia en Occidente, cuyo uso debe ser comprendido en término de especificidades históricas y etnográficas.
Para Cornwall y Lindisfarne (1994), el uso de esta dicotomía, así como de las categorías analíticas “roles de género”, “orientación sexual” y “sexo biológico” implican una falsa dicotomía entre el cuerpo sexuado y el individuo “marcado por el género” (gendered individual). En la asociación macho-hombres-masculinidad y hembra-mujeres-feminidad, los términos no se superponen necesariamente. Cada término de las dos triadas posee múltiples referentes que desdibujan, cualifican y crean posibilidades de interpretación ambiguas dependiendo de los escenarios sociales.
Es cierto que el uso convencional de las categorías virilidad-hombría-masculinidad está sujeto a una serie de premisas. Generalmente las identidades de género dependen de la adquisición de una serie de atributos sociales apropiados. La anatomía, comportamiento y deseos convergen haciendo que la “orientación sexual” e identidad “normal” sean la heterosexualidad coital.
Debate:
El pasado puente de “los Santos” (2002) estuvimos en el “Primer Encuentro Estatal Mixto de Transexuales” celebrado en Valencia, fantásticamente organizado por el grupo de “Género y Transexualidad” de la Asociación Lambda. Uno de los temas centrales de debate fue la operación de cambio de sexo. Algunas personas proponían cambiar esta denominación por “Proceso de Reasignación Sexual” que abarca una intervención y tratamiento mucho más amplio que la mera operación de cambio de genitales.
Concepto que afecta tanto al reconocimiento de una personalidad legal distinta, el tratamiento de los caracteres sexuales secundarios, y el apoyo psicológico entre otros. Una de las ponencias más interesantes fue la de Berenice Bento. Os reproducimos aquí una introducción a su ponencia por su interés para comprender como el heterosexismo actúa ajustando dramáticamente la diversidad de formas de ser hombre (y mujer) a una norma opresivamente obligatoria.
(Chema Espada)
¿Quiénes son los/as transexuales de verdad?
La definición de lo que es un/a transexual está basada en algunos rasgos definidos en la literatura médica. El verdadero/a transexual es fundamentalmente asexuado y sueña con tener un cuerpo de hombre/mujer a través de la intervención quirúrgica. Esta cirugía les permitirá disfrutar del status social que el género con el cual se identifican, al mismo tiempo que podrán ejercer la sexualidad apropiada con el órgano apropiado. En este sentido, la heterosexualidad coital es definida como la norma a partir de la cual se juzga lo que es un hombre y una mujer de verdad.
La investigación que he realizado con personas trans. me lleva a estar en desacuerdo con esta visión. Esta comunicación tendrá como objetivo sugerir que esta literatura, al establecer estos parámetros para definir un trans. de verdad, excluye una enorme cantidad de personas que encuentran otros caminos y otras respuestas para sus conflictos entre cuerpo y mente.
A lo largo de mi investigación he conocido trans. que tienen una vida sexual activa, que viven con sus parejas antes mismo de la cirugía; personas que no creen que la cirugía les posibilitará un acceso a la masculinidad y la feminidad, son mujeres/hombres y reivindican sus identidades legales de género, sin tener que ser operados/as; personas que se hacen las cirugías no para mantener relaciones heterosexuales, ya que se consideran lesbianas o gays.
Estamos entonces, ante una configuración plural de la experiencia transexual. Decir que la cirugía es el destino último de las personas trans. (y no reconocer el cambio de norma y sexo legal si no existe esta operación), y lo que es más, decir que el verdadero transexual es aquel que se somete a la cirugía, es reproducir la misma lógica que excluye de la categoría “humano” a aquellas personas que no tienen un cuerpo ajustado a la norma heterosexual. De esta forma, es necesario apuntar que el sujeto transexual universal, que comparte siempre los mismos rasgos, consagrado en los documentos oficiales, es una ficción. Es esta la ficción que debe ser desconstruida. Berenice Melo Bento
Por ejemplo, es común la vinculación entre masculinidad, orgullo nacional, victoria y penetración, que podemos encontrar en un cartel publicitario de la marca de preservativos argentina “Tulipán”. Con motivo de un encuentro internacional de fútbol, se construye la metáfora de la revancha como penetración. Así se representa mediante la letra B de Brasil una vagina, y mediante la A de Argentina un pene, sobre un fondo con los colores de la bandera nacional, y en la parte inferior se puede leer “Ya estamos pensando en la revancha”.
La imbricación del poder y los atributos de la masculinidad es tal, que frecuentemente se utilizan imágenes, atribuciones y metáforas del poder “masculinizado”, para representar el poder en escenarios que no tienen que ver con los hombres y las masculinidades.
El día de la falda.
En dos ocasiones el Grupo Abierto de Estudios Sexológicos, primero, y el Grupo de Reflexión y Estudio sobre Masculinidades, después, organizaron el llamado día de la falda como forma de desconstruir las metáforas que vinculan el poder y la masculinidad. Estos grupos universitarios de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid han desaparecido en la actualidad, pero su experiencia muestra una de las metáforas más significativas en idioma castellano de la vinculación entre poder y virilidad: “Aquí quien lleva los pantalones soy yo”.
Manifiesto del 2º Día de la Falda.
El GREM os invita a todos y a todas a participar en el ‘2º Día de la Falda’ que tendrá lugar el miércoles 29 de abril en la Facultad de Políticas y Sociología de la Universidad Complutense.
Las actividades se prolongarán desde las 11:30 de la mañana hasta bien entradita la tarde, y os adelantamos que el plato fuerte de la jornada será una mesa-coloquio que tratará el tema de “Los hombres en el feminismo” y en la que participarán algunos miembros del GREM y militantes feministas.
Además proyectaremos algunos videos y pelis, realizando un video-forum con el tema ‘Romper los lazos entre violencia y masculinidad’. Tendremos una exposición fotográfica sobre masculinidad y actividades del grupo y tendréis la oportunidad de degustar platos cocinados exclusivamente por hombres (vosotros asumiréis vuestro propio riesgo), habrá música, bailoteo, risas, priva… .
El lugar será ‘La moqueta’ y las aulas de la misma, pero sería fantástico que entre todos y todas contagiáramos a toda la complu con el espíritu de la jornada. El objetivo de esta actividad, en consonancia con lo que nos propusimos al crear el grupo de hombres, es el de crear un espacio en el que cuestionar la asignación de género y avanzar en la promoción del necesario cambio social no sexista e igualitario, removiendo las trabas que impiden un acercamiento positivo y enriquecedor de hombres y mujeres, creando las condiciones necesarias para un desarrollo personal libre de prejuicios y puñeterías que sólo sirven para limitar la potencialidad creativa e imaginativa de las personas.
Así manifestamos abiertamente nuestra oposición a sentencias tales como: “Aquí quien lleva los pantalones soy yo”. Invitamos a todos los hombres de la facultad, estudiantes y profesores, a venir a clase vistiendo una falda, simbolizando que, al menos durante unas horas se sueña con la posibilidad de construir un espacio libre de las limitaciones impuestas por la asignación de género, donde hombres y mujeres puedan relacionarse privilegiando la comunicación afectiva y cuidándose de los cánones que les han sido enseñados desde la infancia.
Sin más esperamos que participéis activamente en este “2º Día de la Falda” y que gracias a las aportaciones de todos y todas podamos encaminarnos despacio pero sin pausa hacia el cambio social que nosotros consideramos fundamental: antisexista, igualitario e integrador.
¡Y que disfrutéis con faldas y a lo loco!
Para Strathern (1988:65): “la masculinidad idealizada no trata necesariamente sobre los hombres, ni sobre las relaciones entre los sexos”, sino que es parte de un sistema de producción de las diferencias. Las atribuciones dicotómicas de género aparecen prácticamente en todo lugar como una metáfora casi-universal de cierto aspecto de la sociabilidad humana. Las formas en que estas metáforas se incardinan o utilizan en la vida social no están fijadas, forman parte de un acervo diverso de metáforas utilizado en la construcción de nuestras identidades, pero las formas culturales jamás son replicadas con exactitud.
Es necesario comprender por qué hay imágenes y comportamientos a los que se les aplica etiquetas de género, cuándo se aplican, quién las aplica y a quién beneficia estas definiciones; o cómo las propias etiquetas varían su significado dependiendo de los escenarios y redes sociales.
Se ha señalado (Marqués 1991, Bonino 1994, 2000) como en el extremo de una hipervirilidad fijada en modelos tradicionales de masculinidad los hombres tienden a buscar reconocimiento de otros hombres mediante prueba. Por lo que la condición masculina no parece venir dada por la mera anatomía, sino que ser hombre está sujeto a demostración constante.
Son los y las adolescentes los/as más susceptibles a demostraciones de la virilidad y la feminidad, ya que se encuentran en un periodo vital en el que se ven impelidos a afirmarse como adultos: los chicos como adultos “varones” y ellas como “mujeres”. La adquisición de la correcta masculinidad produce presiones para demostrar “los cojones” que se tienen, el arrojo y la destreza mediante prácticas temerarias, entre ellas, por ejemplo, la conducción de motocicletas y/o ciclomotores, con funestas consecuencias en muchos casos.
La mayor mortalidad masculina no es casual, es “masculina”, y tiene mucho que ver con la forma como nos relacionamos con nuestro cuerpo, nos enorgullecemos de no seguir una dieta adecuada ni unas prácticas cotidianas saludables, negamos que podamos estar enfermos hasta que ya es demasiado tarde, arriesgamos innecesariamente nuestra vida y nuestra integridad en el trabajo, conduciendo bajo los efectos del alcohol, nos negamos a protegernos del SIDA y otras enfermedades… nosotros siempre con dos cojones y a pelo.
Como veis, las interpretaciones de la virilidad, hombría o masculinidad no son neutrales. Las nociones de los actores sociales sobre las diferencias de género están en constante transformación y (re)creación mediante interacciones cotidianas. El poder forma parte de estas interacciones, y la experiencia de la hegemonía descansa en la repetición de interacciones similares, que no idénticas.
Aunque la idea de masculinidad es reificada y universalizada apareciendo como una esencia o una mercancía que puede ser medida, poseída o perdida, la masculinidad no es tangible ni una abstracción cuyo significado es invariable.
Lo único constatable son diferentes nociones de masculinidad cuya inspección profunda revela un rango amplio de nociones que comparten un cierto “aire de familia” (Wittgenstein, 1963).
Modelos sexuales y dominación masculina.
Joseph Vicent Marqués, 1980.
Clerical-represivo Burgués tradicional Capitalista permisivo
La sexualidad solo se justifica para la reproducción

La carne de la mujer es el pecado que arrastra al
hombre, que no puede evitar sus instintos masculinos.

El varón virtuoso se
autocontrola y/o canaliza el
sexo a través de las dos
instituciones legitimadas de la
doble moral: el prostibulo y el
débito conyugal.
El varón es portador del
deseo -entendido como
erección-, siempre
dispuesto a proezas
sexuales, deseo omnívoro
y por ello enemigo de
otros varones, ya que en la
medida en que cada mujer
está confinada a un varón,
todos pueden ser cornudos
y/o adulteros: la cana al
aire, la querida… etc.
Los hombres desean el
Harén, todas para mi,
cuantas más mujeres,
cuantos más coitos, más
hombre. Varón es el conductor
hábil, que pierde potencia
pero gana pericia (calidad
vs. cantidad) en la
manipulación del cuerpo de
la mujer (preliminares), ya
que la competencia sexual
se mide mediante el
orgasmo simultaneo en la
relación coital.
La ciencia se aplica a “curar”
la incompetencia que la propia
norma legitimada
científicamente crea.

Común e incuestionado: Heterosexismo, la competencia sexual confirma la masculinidad, coitocentrismo, lógica reproductivista, biologicismo.
En muy escasos escenarios sociales se da una única forma hegemónica de masculinidad. Es más común encontrar diferentes masculinidades hegemónicas que operan privilegiando algunos atributos sobre otros, por ejemplo: la fuerza y habilidad física, o la distancia emocional.
Las atribuciones sobre la masculinidad son realizadas tanto por hombres como por mujeres, y sólo llegan a hacerse efectivas al guiar las interacciones de hombres y mujeres que las incorporan en diverso grado en sus subjetividades, prácticas y discursos.
Por ejemplo, la representación del hombre latino en los países anglosajones como “macho”, puede combinar características aparentemente contradictorias como la fortaleza y la violencia, junto a otras como el romanticismo y la emocionalidad. Así, durante la “Guerra de las Malvinas”, se utilizó la idea del latino “blando” en Inglaterra para burlarse de los enemigos argentinos.
La masculinidad puede comprender rasgos, asociados por distintos actores en el mismo escenario, tanto a las mujeres como a los hombres. Por ejemplo, Si bien la sensibilidad y la dulzura en los hombres puede entenderse como parte del afeminamiento con el que se caricaturiza a los homosexuales y las mujeres por gran parte de los/as heterosexuales; sin embargo para otros sectores, la sensibilidad y la dulzura representa una pauta valorada o valorable independiente del género y no indica necesariamente afeminamiento –por ejemplo, dentro del controvertido paradigma del “hombre nuevo”-.
La cadena que construye el heterosexismo corrientemente establece una relación entre debilidad como algo propio del afeminamiento, y se representa el afeminamiento como algo propio de la homosexualidad. Kuper (1995) señala, como uno de los mandatos más frecuentes en los modelos hegemónicos de masculinidad, lo que denomina “no tener nada de mujer” (No sissy stuff). Este mandato requiere de los varones el rechazo de la debilidad y la identificación con el arrojo en muchos casos temerario bajo el estigma del afeminamiento: ¡No seas maricón!.
Por ejemplo, el ideal del “macho” es utilizada por jugadores de rugby británicos como forma de exaltar la aptitud física, la dureza y la virilidad heterosexual. Sin embargo el ideal de aptitud física es adoptado también dentro de cierto estilo gay de belleza basada en la perfección de un cuerpo cuidado, musculado, depilado y adornado. Incluso una hipervirilidad ostentosa aparece como seña de identidad entre los “leather”. Este panorama complica crecientemente el contenido de la noción de masculinidad “macho”.
En nuestra sociedad ya no resulta tan claro en qué consiste ser todo un “macho”, pero es una noción que comprende ideas sobre la orientación sexual, la identidad, la apariencia física, la disciplina corporal, atributos de personalidad y del comportamiento. Lo que si es claro es que el cuerpo masculino parece estar sufriendo una creciente atención y objetivación.
El uso de la violencia es otro de los elementos que nos sirve para ilustrar la complejidad de las relaciones entre nociones de masculinidad, comportamientos, identidades e interpretaciones de la masculinidad. La violencia física puede ser interpretada como potencia, brutalidad, ignorancia o como patética fragilidad. Pero es evidente que la violencia parece servir de marcador de las masculinidades de agresores y agredidos, que se construyen dependiendo de los estilos de confrontación. Lo que para ciertos hombres (y/o mujeres) puede ser considerado masculino (el autocontrol y el rechazo a la confrontación física) puede que en otro lugar sea catalogado de femenino, o simplemente que no sea, en absoluto, catalogado en términos de género.
La masculinidad hegemónica es mucho más compleja que las aproximaciones a la esencia de la masculinidad que se proponen en muchos trabajos. Seidler defiende que la tendencia a asociar a los hombres y el comportamiento masculino con la construcción y significado dominante de masculinidad, convierte en “casi imposible poder explorar la tensión entre el poder que los hombres detentan en la sociedad y las formas en que se experimentan a sí mismos como individuos sin poder”. (Seidler, 1991b: 18).
Se trata de comprender cómo grupos particulares de hombres ocupan posiciones de poder y riqueza, de comprender cómo legitiman y reproducen las relaciones sociales que generan su dominación sobre otros hombres y las mujeres.
En realidad sólo un número muy reducido de hombres corresponderían con las formas exaltadas culturalmente de masculinidad mientras que la mayoría de hombres se beneficiarían indirectamente del sostenimiento del modelo, o no se beneficiarían en absoluto.
En definitiva, en sus formas hegemónicas, la masculinidad privilegia a cierta gente, y desestructura y excluye a otros. Sin embargo, los discursos hegemónicos pueden ser desmontados, y la contingente relación entre la masculinidad, los hombres y el poder puede desenmascararse.
José María Espada Calpe © 2004
Para las referencias bibliográficas completas jm.espada-calpe@terra.es