Norma fundamental y poder político. Martín Armengol, Raúl A.2012

INTRODUCCIÓN

Durante el siglo xx, en el mundo occidental se consolidó un proceso de separación entre el derecho y la política.

Tales intentos (de separación) tenían por finalidad, por un lado, preservar un área de las relaciones sociales de los cambios y arbitrariedades de la vida política y de las relaciones de poder, resguardando en algunos casos los derechos de los individuos y, por otro lado, reservar un cierto poder de decisión para los jueces y funcionarios públicos y, a través de ellos, para los intelectuales académicos en tanto juristas y filósofos (Nino, 1994:12).

Mientras el aislamiento del derecho de la política se produjo en el mundo jurídico inglés a través del common law y en Estados Unidos tuvo lugar, principalmente, por obra del control judicial de constitucionalidad, en Europa continental y, por su influjo, en América Latina, tal fenómeno se verificó fundamentalmente por el desarrollo de la dogmática jurídica.

Esta se presenta como una modalidad de la ciencia del derecho que –a través del empleo de métodos como el análisis y combinación de conceptos, la formulación de teorías sobre instituciones jurídicas, el ejercicio de la llamada “inducción jurídica”– pretende ofrecer, fundamentalmente a los jueces, soluciones para aquellos casos en que el derecho parece contenerlas en una forma que no implique, aparentemente, incurrir en consideraciones valorativas (Nino, 1992:13-14).

Uno de los aciertos de la teoría pura del derecho de Kelsen consiste en haber racionalizado las bases ideológicas de la dogmática jurídica. En este sentido, Kelsen pone claramente de relieve el alejamiento del derecho de la política como rasgo característico de la dogmática jurídica.

No es extraño, entonces, que en relación con su propia obra, Kelsen haya sostenido que: …en verdad, el pleito no atañe al lugar de la ciencia jurídica en el marco de la ciencia, y las consecuencias resultantes, como pareciera ser el caso; se trata de la relación de la ciencia del derecho con la política, de la neta separación entre ambas, de la renuncia a la arraigada costumbre de defender exigencias políticas, en nombre de la ciencia del derecho (Kelsen, 1955:8).

El principio de la separación de la ciencia jurídica y de la política, tal como ha sido planteado por la teoría pura, tiene naturalmente consecuencias políticas, así fueran solamente negativas. Tal principio conduce a una autolimitación de la ciencia del derecho, que muchos consideran una renuncia. Por lo tanto, no debe sorprender que los adversarios de la teoría pura no estén dispuestos a reconocerla, y que no vacilen en desnaturalizarla para poder combatirla mejor (Kelsen, 1981:12).

Tales postulados forman parte del afán antiséptico de Kelsen, encaminado a depurar la disciplina jurídica de todo elemento fáctico y de toda consideración valorativa, de modo tal que la expulsión de la política del ámbito jurídico se inscribe en la empresa depuradora de Kelsen, quien lúcidamente hace explícito uno de los presupuestos con que trabaja la dogmática jurídica.

En este trabajo abordaremos la referida separación mediante el concurso de dos elementos: la norma fundamental, en cuanto pieza clave de la teoría jurídica de Kelsen, y el poder, en cuanto pieza clave de la teoría política.

En ese orden de ideas, desarrollaremos en primer lugar el sentido y alcance de la norma fundamental en el enfoque clásico de la teoría de Kelsen y, en segundo término, algunas líneas de relación entre la norma fundamental y el poder político.

CONSIDERACIONES SOBRE LA NORMA FUNDAMENTAL

Posiblemente, Kelsen ha sido el exponente más importante del positivismo jurídico. Uno de sus planteamientos de mayor significación es la tesis de la norma fundamental, la cual es expresiva de su postura iuspositivista.

En tal sentido, con la norma fundamental Kelsen no pretende ofrecer una justificación ética del derecho, apoyada en principios valorativos inherentes a la naturaleza, como es característico del iusnaturalismo.

Su objeto es proporcionar una descripción del derecho como orden normativo, es decir, en clave del deber ser, perspectiva esta que permite dar cuenta de las relaciones entre los hombres como obligaciones, facultades, competencias, etc. y no “… como relaciones de poder, como relaciones entre hombres que mandan y hombres que obedecen o que no obedecen…” (Kelsen, 1995:229).

Esta última es una interpretación sociológica o politológica de las relaciones humanas, alejada de la interpretación normativa que Kelsen propone a partir de la norma fundamental.

“La función de la norma básica (o fundamental) es hacer posible la interpretación normativa de ciertos hechos, esto es, la interpretación de los mismos como creación y aplicación de normas válidas” (Kelsen, 1958:141).

La norma fundamental no es norma positiva, esto es, no es producto de un acto de voluntad. Ella no es querida, sino pensada. Se trata de un presupuesto gnoseológico: si el conocimiento es constitutivo de su objeto, el jurista, mediante la hipótesis gnoseológica que la norma fundamental implica, obtiene el carácter específicamente normativo de su objeto. Un acto es creador de una norma jurídica, a condición de suponer la norma fundamental.

Una norma no es un juicio sobre la realidad y, por lo tanto, no es susceptible de ser verdadera o falsa. La validez de una norma no depende de un hecho, sino de otra norma. De que algo sea, no puede seguirse que algo deba ser, así como de que algo sea debido no puede seguirse que algo sea.

Un individuo ejerce un acto coactivo sobre otro. Este acto es jurídicamente válido, pues está prescrito en una norma individual emanada de un tribunal. A su vez, la validez de la sentencia resulta del hecho de que la misma es dictada con base en el Código Penal. La validez de esta deriva de que el mismo es promulgado de acuerdo con los preceptos adjetivos y sustantivos que, a su respecto, establece la Constitución. A fin de determinar el fundamento de validez de la Constitución vigente, podríamos retrotraernos a la Constitución anterior y, con relación a esta, a una más antigua todavía.

Llegaríamos a una primera Constitución…establecida por un usurpador o por un grupo cualquiera de personas. La voluntad del primer constituyente debe ser considerada como poseedora de un carácter normativo, y de esta hipótesis fundamental debe partir toda investigación científica sobre el orden jurídico considerado. Todo acto de coacción debe ser cumplido respetando las condiciones de fondo y de forma establecidas por el primer constituyente o por los órganos a los cuales ha delegado el poder de fijarlos: tal es, esquemáticamente el contenido de la norma fundamental de un orden jurídico estatal… (Kelsen, 1981:138).

Una finalidad primordial de la norma fundamental es conferir a la voluntad del primer legislador el poder de crear derecho, así como a los actos producidos por delegación de aquel. Una norma es el sentido objetivo de un acto de voluntad; tal sentido lo proporciona la hipótesis de la norma fundamental. Dicho de otro modo, el presupuesto de la norma fundamental “ilumina” el tránsito del deber ser subjetivo, en cuanto mandato, al deber ser objetivo, en cuanto norma jurídica.

La norma fundamental es el punto de partida del proceso de autocreación del derecho.

Todas las normas cuya validez pueda remitirse a una y misma norma fundante básica, constituyen un sistema de normas, un orden normativo. La norma fundante básica es la fuente común de validez de todas las normas pertenecientes a uno y el mismo orden. Que una norma determinada pertenezca a un orden determinado se basa en que su último fundamento de validez lo constituye la norma fundante básica de ese orden. Esta norma fundante es la que constituye la unidad de una multiplicidad de normas, en tanto representa el fundamento de validez de todas las que pertenecen a ese orden (Kelsen, 1981:202).

La norma fundamental es el axioma del sistema normativo. Como tal, fundamenta la validez de las proposiciones normativas que integran el sistema, pero no es dable interrogar acerca de su propio fundamento de validez, so pena de salirse del sistema. “Con el problema del fundamento de la norma fundamental salimos de la teoría del derecho positivo… y entramos en la discusión secular en torno al fundamento o mejor, a la justificación, en sentido absoluto, del poder” (Bobbio, 1987:171).

Por otra parte, cabe diferenciar los ordenamientos jurídicos de los ordenamientos morales, por la distinta naturaleza de las normas fundamentales en que reposan ambos tipos de ordenamientos. Los sistemas normativos estáticos se caracterizan porque sus reglas se relacionan mediante el contenido, de manera que se puede afirmar que una norma pertenece al sistema cuando es deducible del contenido de la norma fundamental que está en su base; los sistemas normativos morales son, por tales razones, sistemas estáticos.

Diversamente, los sistemas normativos dinámicos se caracterizan porque sus reglas se conectan mediante el modo o forma en que son producidas, de manera que se puede sostener que una norma pertenece al sistema cuando es producida conforme al modo previsto en la respectiva norma fundamental; por estos motivos, los sistemas jurídicos son sistemas normativos dinámicos. El contenido de un ordenamiento moral está “de una vez” establecido en su norma fundamental, por lo cual las normas de tal ordenamiento se obtienen por actos intelectuales de carácter deductivo.

No ocurre lo mismo en un ordenamiento jurídico: su norma fundamental es el inicio de un procedimiento; los contenidos del ordenamiento son creados a lo largo de su proceso de formación mediante actos de voluntad.

Ahora bien, el que la norma fundamental, cuya validez jurídica se presupone, confiera poder normativo a un monarca o a un legislador republicano o a cualquier otro tipo de poder originario, depende de los contenidos del ordenamiento jurídico de que se trate. Además, es muy importante destacar que la postulación de la norma fundamental tiene carácter hipotético, lo cual aleja todo compromiso ideológico con el sistema jurídico respectivo.

Así, no hay atadura ideológica alguna si sobre la base de la norma fundamental se describen como ordenamientos jurídicos válidos los sistemas que imperaron en la Alemania nazi o en la Unión Soviética de Stalin.

Que en cierto país, por ejemplo, la norma fundamental confiera poder normativo a la voluntad de un monarca, así como a los órganos en los cuales este delegue el poder de crear derecho, es una formulación condicionada. El supuesto de validez de tal norma fundamental no es arbitrario, sino que depende de la verificación de determinados hechos.

Una norma fundamental es supuesta válida en tanto y en cuanto el ordenamiento jurídico cuya validez reposa en ella logre un mínimo de eficacia, es decir, que haya cierto grado de correspondencia entre lo que el ordenamiento prescribe y la realidad social objeto de tal prescripción. La relación entre el derecho y la realidad social es la relación entre el deber ser y el ser, entre la validez y la eficacia. La tensión de este vínculo ha de moverse entre un mínimo y un máximo de eficacia del ordenamiento jurídico.

Fuera de esos límites, el ordenamiento pierde sentido. Si no hubiera discrepancia alguna entre el derecho y los hechos, el derecho dejaría de ser tal, esto es, un orden prescriptivo, para trastocarse en un conjunto de proposiciones descriptivas; se ordenaría lo que efectivamente ocurre en la realidad.

De igual modo, tampoco tendría sentido un ordenamiento jurídico que, en términos generales, no guardase cierta concordancia con la realidad social; los hechos deben, en alguna medida, hacer eco a las prescripciones del derecho. Un mínimo de eficacia es condición de la validez del sistema jurídico; la validez de la norma fundamental de determinado ordenamiento jurídico es supuesta a condición de que dicho ordenamiento obtenga cierto grado de cumplimiento. Esto no significa que haya identidad entre validez y eficacia.

“La eficacia del orden jurídico es una condición, no la razón de validez de las normas que lo constituyen. Estas son válidas no en cuanto el orden total tiene eficacia, sino en cuanto son constitucionalmente creadas. Son válidas, sin embargo, sólo a condición de que el orden jurídico total sea eficaz…” (Kelsen, 1958:140).

La ineficacia generalizada de un ordenamiento jurídico es el preámbulo de una revolución. Jurídicamente, hay una revolución cuando un orden jurídico emerge en una forma no prevista en el ordenamiento anterior. Si una Constitución es dictada sin atenerse a las disposiciones de la Constitución precedente, estamos ante una ruptura revolucionaria.

En este punto carece de importancia examinar si tal substitución se produce mediante un levantamiento violento contra los individuos que hasta entonces tenían el carácter de órganos “legítimos”, capacitados para crear o modificar el orden jurídico. Carece igualmente de importancia investigar si la substitución se efectúa a través de un movimiento emanado de la masa del pueblo, o a través de personas que ocupan posiciones dentro del gobierno.

Desde el punto de vista jurídico, el criterio decisivo de una revolución es que el orden en vigor es derrocado y reemplazado por un orden nuevo, en una forma no prevista por el anterior (p. 138; destacado nuestro).

El triunfo de la revolución entraña que el orden emergente es, en términos generales, eficaz y que, correlativamente, el orden viejo deja de existir. Si la empresa revolucionaria fracasa, sus promotores serán juzgados como delincuentes conforme al ordenamiento jurídico contra el cual irrumpieron. La revolución triunfante significa un cambio de norma fundamental: ya no se supone válida la norma fundamental que confería poder normativo a los precursores del orden suprimido, sino que se supone válida la norma fundamental que confiere juridicidad a los actos del grupo revolucionario triunfante.

Ahora bien, el postulado de la norma fundamental como norma presupuesta que fundamenta la validez de un orden jurídico nacional tiene como premisa la consideración de tal orden en tanto orden soberano, es decir, independiente de cualquier otro ordenamiento jurídico, particularmente del ordenamiento jurídico internacional. Se trata de una perspectiva interna del sistema jurídico nacional.

La incorporación de la perspectiva externa, esto es, de la óptica del derecho internacional, produce variaciones en el desarrollo kelseniano en torno a la norma fundamental. En la discutida cuestión de las relaciones entre los derechos nacionales y el derecho internacional, Kelsen toma partido por la primacía del derecho internacional sobre los derechos nacionales (Kelsen, 1958:436 y ss.; Nino, 1983:143), lo cual repercute en el tema de la norma fundamental.

Hemos visto que la eficacia es una condición de validez del ordenamiento jurídico en su conjunto, por lo cual el presupuesto de la norma fundamental, en tanto fundamento de validez del ordenamiento jurídico, depende de cierto grado de cumplimiento de este. El principio de eficacia o efectividad es una norma positiva de carácter consuetudinario que forma parte del derecho internacional. Su función es servir de criterio de reconocimiento por parte de la comunidad internacional, a los regímenes de los estados nacionales que logran control duradero del territorio y población correspondientes y, por lo tanto, se asumen como jurídicamente válidas las normas emanadas de ellos.

La adhesión a la primacía del derecho internacional significa que los derechos nacionales forman parte del mismo en cuanto este les confiere validez. Si se acepta tal primacía, como lo hace Kelsen,

… el fundamento de validez de los órdenes jurídicos estatales particulares es reconocido en una norma positiva del derecho internacional (el principio de eficacia), en su aplicación a la Constitución del Estado –sobre cuya base se ha erigido el orden jurídico estatal particular–, el problema de la norma fundante básica queda desplazado… el fundamento de validez de los órdenes jurídicos estatales particulares ya no se encontrará en una norma presupuesta, sino en una norma jurídica positiva (el principio de eficacia), implantada efectivamente, del derecho internacional… (Kelsen, 1955:226).

Los ordenamientos jurídicos nacionales aparecen, así, como subsistemas de un sistema jurídico a escala planetaria. Cabe preguntar, como lo hace Kelsen, sobre el fundamento de validez de este sistema. El derecho internacional está constituido por las resoluciones de los organismos internacionales (como, por ejemplo, la Organización de las Naciones Unidas), los cuales son creados por tratados internacionales, por lo que dichas resoluciones derivan su validez de estos tratados. A su vez, los acuerdos internacionales fundamentan su validez en el principio pacta sunt servanda, principio este que, al igual que el principio de eficacia, es una norma consuetudinaria.

La costumbre internacional es el estrato superior del sistema de derecho internacional. De allí que a la pregunta sobre el fundamento de validez de este sistema, Kelsen responda con la siguiente norma fundamental presupuesta:

“Los Estados deben conducirse en la forma en que han solido hacerlo” (Kelsen, 1958:440) o “Los Estados –es decir, los gobiernos estatales– deben comportarse en sus relaciones recíprocas, o bien la coacción de un Estado contra otro, debe ejercerse bajo las condiciones y en la manera que corresponda conforme a una costumbre interestatal dada” (Kelsen, 1981:227).

En todo caso, al insertar la noción de eficacia en su teoría, Kelsen contamina su programa de purificación del derecho. Como vimos, con el postulado de la norma fundamental, dicho autor no solo pretende distanciarse de toda consideración valorativa acerca del derecho, sino también del mundo fáctico en que se desenvuelve el enfoque sociológico o politológico. Su propuesta se orienta a condensar el derecho como orden normativo, esto es, situándolo en el plano del deber ser, en contraposición al plano del ser y marcando diferencia con el deber ser axiológico.

Pues bien, la remisión a la eficacia es una remisión al mundo fáctico, al terreno de los hechos; en suma, al ámbito del ser. El concepto kelseniano de validez, que tiene como piedra angular a la norma fundamental, es un concepto normativo que, en cuanto tal, se despliega en el ámbito del deber ser. Pero la validez de un orden jurídico, según Kelsen, se encuentra afectada por la eficacia del mismo orden.

No cabe presuponer la validez de una norma fundamental si el sistema jurídico derivado de ella no obtiene un mínimo de eficacia. Los hechos deben concordar, en alguna medida, con el derecho; el ser de la realidad social condiciona el deber ser del derecho.

Con este planteamiento, la teoría pura de Kelsen gana en completitud, pero pierde en coherencia.

Por otra parte, la relación entre validez y eficacia establecida por Kelsen, según la cual el orden jurídico ha de moverse entre un límite inferior y un límite superior de eficacia, peca de vaguedad. Y ello no tanto porque no se precisen las “fronteras” de la eficacia, sino porque Kelsen no tiene en cuenta las dimensiones cualitativas del tema. Un ordenamiento jurídico puede ser, en general, eficaz en la mayor parte de sus contenidos, pero ineficaz en ciertos contenidos que, aunque cuantitativamente minoritarios, son políticamente esenciales para el sostenimiento del sistema y, por lo tanto, para su validez. Diversamente, un ordenamiento jurídico puede ser ineficaz en sus aspectos cualitativamente subalternos, aunque mayoritarios, y eficaz en sus aspectos cualitativamente relevantes (aunque minoritarios) para la supervivencia del sistema.

En el primer caso, la ineficacia cualitativamente significativa debería vulnerar la validez del sistema; al contrario, en el segundo caso, la ineficacia cualitativamente irrelevante no parece que tenga que hacer mella en la validez del ordenamiento jurídico.

Además, en la teoría pura el tema de la ineficacia es propicio para referirse indirectamente al fenómeno de la revolución, es decir, como ya apuntamos, a la instauración de un nuevo orden jurídico sin atender a las condiciones que, para tal efecto, establece el orden anterior. Semejante ruptura es presentada como manifestación de que el ordenamiento jurídico precedente ha perdido el mínimo de eficacia requerido para preservar su validez.

Sin embargo, es posible que un sistema jurídico deje de tener un mínimo de eficacia sin que ello vaya acompañado de ninguna tentativa revolucionaria, sino de una situación de anarquía generalizada más o menos duradera. En un estado de cosas de tal naturaleza, tendríamos un orden jurídico sin un mínimo anclaje en la realidad social y sin que emerja otro ordenamiento jurídico que lo sustituya. Kelsen no se ocupa de situaciones como la reseñada en sus desarrollos sobre las relaciones entre validez y eficacia.

Si aplicáramos estrictamente la ecuación kelseniana a dicha hipótesis, deberíamos concluir en que hay ausencia de ordenamiento jurídico, puesto que el que fungía como tal pierde validez en razón de su falta de eficacia. Sin embargo, salvo que el estado de anarquía desemboque en la disolución social, pensamos que mientras que el orden jurídico vapuleado por la anarquía no sea sustituido por otro, preserva su validez pese a no contar con un mínimo de eficacia y, en consecuencia, debe seguirse suponiendo válida la norma fundamental en la cual se basa la existencia de dicho ordenamiento.  Donde hay una sociedad hay también un derecho, dice el adagio romano; y ello es así aunque se trate de sociedades y derechos primitivos.

Por último, es significativo que el principio de eficacia opere de distinto modo según asumamos el ordenamiento jurídico nacional como un orden soberano o en su relación con el derecho internacional. En la primera perspectiva (perspectiva interna), la eficacia es condición mas no razón de la validez del ordenamiento jurídico; la razón de validez de este tiene arraigo en la norma fundamental presupuesta.

En la segunda perspectiva (perspectiva externa), el principio de eficacia aparece como una norma positiva de derecho internacional, la cual se erige en razón o fundamento de validez de los ordenamientos nacionales, sobre la base de la primacía del derecho internacional en relación con los derechos nacionales, que Kelsen postula. La norma fundamental presupuesta como fundamento de validez del orden jurídico nacional queda así desplazada por el principio de eficacia, en tanto norma positiva del derecho internacional, tornándose aquella superflua.

Ahora bien, el que Kelsen trabaje con ambas perspectivas obedece a que, según él, no hay razones jurídico-científicas para inclinarse por alguna de las dos; la decisión a favor o en contra de una de ellas no es científica, sino política (Kelsen, 1955:347). La opción de Kelsen por la primacía del derecho internacional es, entonces, política y no científica. Desde el ángulo científico, se limita a exponer ambos enfoques.

RELACIONES ENTRE LA NORMA FUNDAMENTAL Y EL PODER POLÍTICO

En la óptica de la Teoría Política, el poder político es un tipo de poder social. “El poder social podemos entenderlo como la capacidad que un individuo o un conjunto de individuos tiene para afectar el comportamiento (o, en sentido quizás más general, a los intereses) de otro o de otros” (Atienza, 2001:119). Existen, además del poder político, otros tipos de poder social, destacando el poder económico y el poder ideológico.

El poder económico es el que se vale de la posesión de ciertos bienes necesarios o considerados como tales, en una situación de escasez, para inducir a quienes no los poseen a adoptar una cierta conducta, que consiste principalmente en la realización de un trabajo útil (Bobbio, 1989:10-11).

El poder ideológico es el que se sirve de la posesión de ciertas formas de saber, doctrinas, conocimientos, incluso solamente de información, o de códigos de conducta, para ejercer influencia en el comportamiento ajeno e inducir a los miembros del grupo a realizar o dejar de realizar una acción (p. 111).

Por su parte, el poder político “… es definido como el poder que para obtener los efectos deseados… tiene derecho de servirse, si bien en última instancia, como extrema ratio (razón extrema), de la fuerza” (p. 108). Quien tiene el derecho exclusivo de utilizar la fuerza en un cierto territorio y sobre la población respectiva es el soberano. El poder político es, en relación con las restantes clases de poder social, el poder supremo, el cual, en las sociedades modernas, tiene como su “portador” al Estado.

Por otra parte, las tres formas de poder social convergen en la instauración  y sostenimiento de sociedades de desiguales: fuertes y débiles (poder político), ricos y pobres (poder económico) y sapientes e ignorantes (poder ideológico); en suma, superiores e inferiores.

Pues bien, centrados en el poder político en tanto poder supremo, y en la norma fundamental en tanto norma suprema, trataremos de bosquejar algunas líneas de relación entre uno y otro.

A) Atienza sostiene que la norma fundamental de Kelsen cumple la función de juridificar el poder, haciendo “… que lo que de otra manera no sería más que un acto desnudo de poder… se convierta en un acto jurídico…” (Atienza, 2001:140).

En tal sentido, cabe destacar que es muy frecuente la utilización de expresiones como “mandatos constitucionales” o “la ley ordena”. Dichas expresiones tienen un sentido figurado, puesto que si de órdenes o mandatos se trata, ellos solo pueden ser impartidos por los hombres. Esta visión imperativista tiene su raíz en autores como Austin, para quien el derecho se reduce a “órdenes de un soberano, respaldadas por amenazas”.

Si tú expresas un deseo de que yo haga u omita algún acto, y vas infligirme un daño en caso de que no cumpla tu deseo, la expresión o formulación de tu deseo es un mandato. Un mandato se distingue de otras manifestaciones de deseo no por el estilo en que el deseo se manifiesta sino por el poder y el propósito por parte del que lo emite de infligir un daño o castigo en caso de que el deseo no sea atendido (Finch, 1977:117; cit. en Austin).

Ahora bien, definir el derecho en términos de órdenes o mandatos no permite dar cuenta de las relaciones entre los hombres como relaciones jurídicas, sino como relaciones de poder. Se trata de una lectura política de la realidad social y no, conforme se pretende, de una lectura jurídica de la misma. Jurídicamente, la sociedad es un sistema de normas, merced al cual, como ya apuntamos, las relaciones humanas pueden ser percibidas como derechos, obligaciones, responsabilidades, etc.

Una norma jurídica es el sentido objetivo de un acto de voluntad, en tanto que un mandato es el acto de voluntad mismo. La primera se obtiene a partir de la norma fundamental; el segundo (el mandato) a partir del poder político. Bajo el presupuesto de la norma fundamental, el mandato deja paso a la norma, el querer al deber ser.

En ese orden de ideas, todo hecho humano puede ser aprehendido tanto bajo la forma del “ser” como bajo la forma del “deber ser”. Una manifestación de voluntad en clave del “ser”, da lugar a una explicación causal, en cuyo marco dicho acto volitivo es un eslabón dentro de la cadena de la causalidad respectiva; la misma manifestación, en clave del “deber ser”, da lugar a una explicación en términos de imputación normativa. Cuando la voluntad de uno o varios individuos tiene por objeto la conducta de otro u otros individuos, en la lógica del “ser” aparece como una orden o mandato, relación de poder que, desde la mira de quienes reciben la orden, se encuentra significada por la expresión “se vio obligado”. Diversamente, en la lógica del “deber ser” la voluntad en cuestión significa una norma, por cuya virtud los “súbditos” no se “ven obligados”, sino que “tienen una obligación” (Martín, 1998:178).

Por otra parte, el poder político, es decir, el poder que “detenta” el Estado, se resuelve en la relación entre validez y eficacia del ordenamiento jurídico.

El poder del Estado a que el pueblo se encuentra sujeto, no es sino la validez y eficacia del orden jurídico, de cuya unidad deriva la del territorio y la del pueblo. El “poder” tiene que ser la validez y eficacia del orden jurídico nacional, si la soberanía ha de considerarse como una cualidad de tal poder. Pues la soberanía únicamente puede ser la cualidad de un orden normativo, considerado como autoridad de la que emanan los diversos derechos y obligaciones (Kelsen, 1958:302).

Hemos visto que en la teoría pura la validez de un ordenamiento jurídico nacional se encuentra condicionada por la eficacia de ese ordenamiento. No puede seguir suponiéndose válida la norma fundamental de un orden jurídico que, en términos generales, ha perdido eficacia. Pero, conforme advertimos, desde la perspectiva interna del sistema jurídico nacional, la eficacia es condición pero no la razón de la validez.

No cabe reducir la validez a la eficacia, el deber ser al ser. El orden jurídico se distingue de la realidad social por la misma circunstancia de que dicho orden se dirige a ella; la realidad puede concordar o no con el ordenamiento jurídico, en la medida en que la misma es diferente a tal ordenamiento. La eficacia se da en los hechos, la validez en el derecho. “La eficacia del derecho pertenece al reino de lo real y es llamada a menudo poder del derecho. Si sustituimos la eficacia por el poder, entonces el problema de validez y eficacia se transforma en la cuestión más común del “derecho” y “el poder”.

En tal supuesto, la solución aquí ofrecida resulta simplemente la afirmación de la vieja verdad de que si bien el derecho no puede existir sin el poder, derecho y poder no son lo mismo. De acuerdo con la teoría presentada en estas páginas, el derecho es un orden u organización específicos del poder” (p. 142).

En otra obra, Kelsen, refiriéndose al mismo punto, concluye en lo siguiente: “De esta manera, nos hemos limitado a formular en términos científicamente exactos la vieja verdad de que el derecho no puede subsistir sin la fuerza, sin que sea, empero, idéntico a ella. Consideramos al derecho como un modo de organizar la fuerza” (p. 143).

De dichas citas se desprende que, al parecer, Kelsen considera que el poder político se identifica con la fuerza. Poder político, eficacia del derecho y fuerza serían sinónimos. El poder político es la eficacia del derecho y esta se obtiene por la representación que los individuos se hacen de los actos coactivos dispuestos por las normas jurídicas, la cual los induce a acatar las normas del derecho. Pero la existencia del derecho es su validez; discurre en el plano del deber ser y, por lo  tanto, no se confunde con la sinonimia poder político-eficacia-fuerza, aun cuando, como queda dicho, no puede prescindir de ella.

B) Por su parte, Peces Barba considera que la norma fundamental kelseniana “…es el enmascaramiento de la voluntad del poder, y aunque se ajusta a la exigencia de que el deber ser deriva de otro deber ser y no incurre en la falacia naturalista (en derivar del ser un deber ser), lleva hasta extremos que dificultan la comprensión de la realidad” (Peces Barba y otros, 1999:105).

Ciertamente, en el escalonamiento jerárquico de las normas jurídicas, cada norma deriva su validez de otra norma ubicada en una grada superior. Ello significa que el deber ser que cada norma comporta se fundamenta en otro deber ser, es decir, en otra norma. Este encadenamiento del deber ser tiene su punto culminante en la norma fundamental que, en tanto norma supuesta, es un deber ser supuesto, del cual derivan las normas puestas o deber ser puestos.

Como dice Peces Barba, con ello Kelsen preserva la consistencia de su sistema, al no derivar un deber ser del ser. Ahora bien, el poder político, en cuanto eficacia del ordenamiento jurídico, se mueve en el campo del ser, por lo cual no cabe, so pena de incurrir en la falacia naturalista, extraer del mismo un ordenamiento del deber ser como el derecho.

Ya vimos, por lo demás, que la eficacia (el poder) es condición, mas no razón de la validez del derecho. Pero el reparo de Peces Barba radicaría en que el

deber ser que representa la norma fundamental es un velo que encubre la realidad fáctica del poder político, entorpeciendo la comprensión de la relación entre este y el derecho.

A fin de ilustrar la tesis del enmascaramiento de Peces Barba, nos valdremos de una exquisita metáfora expuesta por Pattaro:

Se sabe que la sangre azul no es fáctica, naturalmente azul: una persona es noble si, cuando y porque su padre es noble; su padre es noble porque también era noble su abuelo y así se sube a lo largo del árbol genealógico hasta que –según la capacidad del historiador de la familia– se llega o a una divinidad fundadora de la estirpe o a un vil acto de bandidaje, fuentes primeras del título de nobleza…

Para explicar la validez de las normas jurídicas que constituye una especie de nobleza, Kelsen se sirve de un criterio que podríamos denominar genealógico. Pero en lo que concierne al origen de tal nobleza, no recurre a la solución de la divinidad fundadora de la estirpe, que probablemente lo enredaría en alguna forma de iusnaturalismo (cuando él se proclama antiiusnaturalista), ni opta tampoco por el crudo acto de bandidaje, con una opción que lo reduciría a una especie de realismo (a la que es contrario): se aferra, por el contrario, a un expediente menos empeñativo y más artificioso… Imaginemos que el historiador de la familia diga lo siguiente: “Señores, ustedes son nobles”. Que son nobles significa que pertenecen a una estirpe aristocrática. La pertenencia a la estirpe deriva del nacimiento.

Como dice el poeta, “es noble el que largamente desciende de recios abolengos de purísima sangre azul”… Sin embargo, no pueden ustedes pretender remontarse de recios abolengos en recios abolengos, de nacimiento en nacimiento, hasta el infinito. Llegarán, inevitablemente, a un antepasado, el fundador de la estirpe, cuyos orígenes son oscuros e inciertos, es decir, no son identificables, determinables y certificables, como sucede en el caso de los descendientes… Entonces hay dos posibilidades: o bien se reconocen ustedes como plebeyos porque no pueden demostrar la nobleza del fundador de la estirpe, y arrastran en el fango a todas las generaciones de la familia; o bien suponen que el fundador de la estirpe fuera noble, cosa que les conviene, aunque no lo fuera efectivamente, porque si no lo hacen así, la cuidadosa investigación de su historiador familiar, todos los diplomas y certificados que ha encontrado, pierden su significado, su rigurosa construcción se convierte en vaniloquio… Puestos en esta alternativa, es muy probable que opten por la segunda solución, tanto más cuando no plantee dudas el caso de las generaciones intermedias, y dependa, en buena medida, su riqueza del abolengo. Normalmente, los juristas realizan, consciente o inconscientemente, su elección en este sentido (Pattaro, 1986:74-75).

Así como se supone que el fundador de la dinastía (a que alude la metáfora Pattaro) fuese un aristócrata para salvar la nobleza de sus descendientes, se supone la validez de la norma fundamental para salvar la validez de todas las normas que derivan de ella. Los nobles no pueden descender de los plebeyos; el derecho (vale decir, su validez, que es su forma de existencia) no puede derivar de un puro acto de fuerza o poder.

De allí que en etapas de aguda transición política, los juristas asuman un rol especialmente protagónico, librando enconadas batallas en torno a si gozan de legitimidad o validez jurídica los actos emanados de la nueva configuración del poder político que caracteriza a dichas etapas.

Es posible que, en algún sentido, tenga razón Peces Barba al afirmar que la norma fundamental entorpece la comprensión de la realidad. Pero en otro sentido, y jugando con la metáfora de Pattaro, sin norma fundamental no habría nobles y, por lo tanto, tampoco plebeyos.

C) Conforme ya señalamos, en la teoría política se considera que el Estado es el “portador” del poder político, denotando con ello que este es una entidad social o fáctica, diferenciada, por lo tanto, del derecho. Así, el Estado, en cuanto “portador” del poder político, crea el derecho al cual queda sometida la población, perfilándose la idea de que la conducta de los integrantes de la misma se sujeta a la “voluntad” del Estado y no, en realidad, a la voluntad de otros individuos.

Además, el mismo Estado queda sometido al derecho por él creado, como si se tratara de un hombre o de un superhombre. Kelsen, bajo el presupuesto de la norma fundamental, desvirtúa tal orden de ideas. Su tesis en relación con el Estado forma parte de su concepto de persona, es decir, que aborda al Estado como una persona jurídica.

En la teoría pura (Kelsen, 1995:125 y ss.), la expresión persona designa un haz de obligaciones, de responsabilidades y de derechos subjetivos. La persona “natural” o “física” no es el hombre. El hombre es una noción biológica, fisiológica y psicológica; el hecho de que las normas mencionen al hombre, no convierte a este en una noción jurídica. La persona sí es una noción jurídica o más exactamente una noción de la ciencia del derecho. La persona “natural” es la unidad de una pluralidad de deberes, derechos y responsabilidades o, lo que es lo mismo, la unidad de una pluralidad de normas jurídicas que regulan la conducta de un solo y mismo individuo.

Decir de un hombre que es una persona significa que algunas de sus conductas son el contenido de normas jurídicas; su personalidad es el punto común al cual deben ser referidas las acciones u omisiones reguladas por dichas normas. En suma, la persona “natural” es un orden jurídico parcial que regula la conducta de un individuo, atribuyéndole derechos, deberes y responsabilidades.

También la denominada persona “jurídica” es la unidad de una pluralidad de normas jurídicas que regulan, ya no la conducta de un individuo, sino de un conjunto de individuos colectivamente considerados. La persona “jurídica” no es, entonces, una suerte de superhombre. Es, al igual que la persona “natural”, la personificación de un orden jurídico, fruto de una visión antropomórfica del derecho.

No hay diferencia entre ambas; tanto la una como la otra son personas jurídicas, es decir, construcciones de la ciencia del derecho. Como quiera que el derecho regula solo conductas humanas, los deberes, derechos y responsabilidades de una persona “jurídica”, lo son de los individuos que la componen. En la persona “jurídica” se produce una distribución de funciones: el orden jurídico total califica la conducta (elemento material) y delega en el orden jurídico parcial que la persona “jurídica” conforma (los estatutos de una sociedad mercantil, por ejemplo), la determinación del o los individuos (elemento personal) a los que incumbe tal conducta.

La propiedad de una persona “jurídica” es la propiedad colectiva de sus miembros. Un crédito de dicha persona es un crédito colectivo de los individuos que la componen y si el órgano autorizado para ello entabla litigio, los valores resultantes de la respectiva ejecución forzada se integran a la propiedad colectiva de aquellos. De igual modo, el incumplimiento de una deuda de la persona “jurídica” compromete la responsabilidad colectiva de sus miembros. Una compañía anónima, un sindicato o un partido político son ejemplos de personas “jurídicas”, esto es, de órdenes jurídicos parciales que regulan la conducta colectiva de sus socios o de sus afiliados.

El Estado es una persona “jurídica”, pero su peculiaridad es que no personifica un orden jurídico parcial, sino el ordenamiento jurídico total. El Estado constituye la unidad de la totalidad de las normas jurídicas del ordenamiento jurídico nacional.

En las comunidades estatales, el Estado se identifica con el orden jurídico. Al igual que en las personas “jurídicas” intermedias, con respecto al Estado hay una distribución de funciones, en cuanto que el ordenamiento jurídico internacional califica la conducta y remite al orden jurídico interno que el Estado personifica (el cual, desde el punto de vista del derecho internacional, aparece como un orden jurídico parcial) la determinación de los individuos a los que compete dicha conducta.

La deuda externa asumida por un Estado compromete la responsabilidad colectiva de sus súbditos, así como queda comprometida dicha responsabilidad por la transgresión del derecho internacional cometida por un jefe de Estado.

Es usual caracterizar al Estado como una organización política. Pero así sólo se expresa que el Estado es un orden coactivo, puesto que el elemento específicamente ‘político’ de esa organización reside en la coacción ejercida de hombre a hombre, regulada por ese orden; en los actos coactivos que ese orden estatuye.

Se trata justamente de aquellos actos coactivos que el orden jurídico enlaza a las condiciones que determina. Como organización política, el Estado es un orden jurídico. Pero no todo orden jurídico es un Estado. Ni los órdenes jurídicos preestatales de las sociedades primitivas ni el orden jurídico supra o interestatal del derecho internacional configuran un Estado (Kelsen, 1981:291).

Es incorrecto describir al Estado como “un poder detrás del derecho”, pues esta frase sugiere la existencia de dos entidades separadas allí donde sólo hay una, a saber, el orden jurídico (Kelsen, 1958:227).

De lo expuesto se desprende que en las sociedades centralmente organizadas el Estado es el ordenamiento jurídico, vale decir, que el Estado se reduce a un cuerpo normativo. Por lo tanto, señalar que el Estado es el “portador” del poder político equivale a afirmar que dicho poder reposa en el ordenamiento jurídico. Y, así considerado, el poder, según apuntamos, es la eficacia de ese ordenamiento, cuya función es organizarlo.

D) En su primera etapa, Kelsen sostuvo que las normas jurídicas eran juicios hipotéticos, es decir, proposiciones condicionales del tipo “si es A debe ser B”. Pero a partir de 1945, con la publicación de la Teoría general del derecho y del Estado, y más claramente con la aparición de la última versión de la teoría pura, el autor vienés distingue nítidamente las normas jurídicas de las proposiciones jurídicas mediante las cuales la ciencia del derecho describe las primeras.

Así, asienta que la norma jurídica es el sentido objetivo de un acto de voluntad, en tanto que la proposición jurídica es un juicio hipotético. Si la norma jurídica es el sentido de un acto de voluntad, la proposición jurídica, bajo la forma de un juicio hipotético, es el sentido de un acto de conocimiento. De modo tal que, en su última etapa, Kelsen abandona la tesis según la cual la norma jurídica es un juicio hipotético.

Esta variación, en principio, no afectó su enfoque acerca de la norma fundamental.

Kelsen siguió sosteniendo la tesis de que la norma fundamental es pensada, no querida; que se trata de la presuposición hipotética de todo conocimiento jurídico.

Sin la hipótesis de la norma fundamental no hay conocimiento específicamente jurídico, es decir, no es posible la interpretación normativa de ciertos hechos. Sin embargo, a la postre, su cambio de enfoque en torno a la norma jurídica habría de repercutir en su formulación de la norma fundamental.

En efecto, Kelsen cambia su formulación de la norma fundamental. El razonamiento es el siguiente: la validez de las normas solo puede fundarse en otras normas; una norma solo puede ser el sentido de un acto de voluntad, no de un acto de pensamiento. Como fundamento último hay que presuponer una norma fundamental, pero no se puede presuponer una norma sin presuponer el acto de voluntad que la crea; por tanto, cuando se presupone la norma fundamental hay que imaginarla como producto de alguien, lo cual, si no se quieren asumir postulados metafísicos, es una ficción. Luego, en cuanto producto de un autor ficticio, la norma fundamental es también una ficción. La norma fundamental, entonces, ya no es hipótesis gnoseológica, sino una ficción. En palabras de Kelsen:

En mis escritos anteriores he hablado de normas que no son el sentido de un acto de voluntad. He presentado toda mi doctrina de la norma fundamental como una norma que no es el sentido de un acto de voluntad, sino que es presupuesta en el pensamiento.

Ahora, desgraciadamente, debo admitir, señores míos, que no puedo seguir manteniendo esa doctrina, que debo abandonarla… La he abandonado ante la conciencia de que un deber ha de ser el correlato de un querer. Mi norma fundamental es una norma ficticia, que presupone un acto de voluntad ficticio que dicta esta norma. Es la ficción de que una autoridad quiere que esto deba ser... Tuve que modificar mi doctrina de la norma fundamental. No puede haber normas meramente pensadas, es decir, normas que sean el sentido de un acto de pensamiento, no el sentido de un acto de voluntad. Lo que se piensa con la norma fundamental es la ficción de un acto de voluntad que realmente no existe (García Amado, 1996:104; Kelsen, 1994:251-252).

Ahora bien, una vez que se admite que la norma fundamental es una ficción,

no se ve el motivo teórico por el cual Kelsen mantiene el postulado de dicha norma, toda vez que las ficciones no desempeñan papel alguno en el conocimiento. ¿A qué se debe ese empecinamiento de Kelsen? En nuestra opinión, este empeño atiende a razones prácticas y no teóricas: la afirmación del primado del derecho sobre el poder, primado que se manifiesta en el postulado de la norma fundamental. En una teoría normativa como la de Kelsen, dicha norma cierra el sistema jurídico, al cual queda subordinado el poder.

CONCLUSIONES

Con la tesis de la norma fundamental, Kelsen persigue construir una ciencia del derecho autónoma, fundada en la normatividad de su objeto. A ese efecto, excluye de dicho objeto los elementos valorativos y fácticos, particularmente los de carácter político. En relación con estos últimos, plantea un claro deslinde entre el dominio de lo jurídico y el dominio de lo político.

En su concepción clásica, la norma fundamental cumple diversas funciones: es una hipótesis gnoseológica, en tanto es constitutiva de la normatividad del derecho; es el fundamento último de validez de las normas jurídicas; confiere unidad a la pluralidad de normas; determina la pertenencia de las normas al sistema. La noción clave que aporta la norma fundamental es la de validez, la cual se erige en el modo específico de existencia de las normas jurídicas.

Sin embargo, la teoría pura, pese a su afán de pureza, no puede sustraerse de los hechos, a saber: la eficacia del derecho. Sin un mínimo de eficacia no cabe predicar la validez del orden jurídico, ni suponer válida la norma fundamental en la cual dicho orden reposa. De la ineficacia se sigue la revolución, es decir, la producción de un nuevo orden jurídico sin atenerse a lo dispuesto en el orden anterior y el consiguiente cambio de norma fundamental.

En todo caso, con la introducción de la eficacia aparece en escena el poder político, toda vez que, en la teoría pura, el poder político es la eficacia del derecho.

La norma fundamental confiere juridicidad al poder político, dado que, a la

luz de ella, las relaciones humanas se revelan como relaciones jurídicas y no como relaciones de poder. Se sustituye la idea de mandato por la de norma jurídica. Con ello, la obediencia es dispensada a las normas y no a las órdenes de los individuos que detentan el poder.

La relación entre validez y eficacia equivale a la relación entre derecho y poder; el derecho es una forma de organizar el poder. El poder político es la eficacia del derecho, la cual se obtiene mediante el disuasivo de la fuerza.

En las sociedades centralmente organizadas, se refiere el poder político al Estado; el Estado es quien detenta el poder. Sin embargo, este planteamiento sugiere que el Estado es una entidad fáctica diversa, por tanto, del derecho. En realidad, Estado y derecho se identifican; el primero es la personificación del segundo. En tal tipo de sociedades, el Estado es el ordenamiento jurídico y su poder, en consecuencia, es el poder de este ordenamiento.

Al reformular la norma fundamental, reduciéndola a una ficción, Kelsen debilita su tesis desde el punto de vista teórico, pero aun así preserva la norma fundamental por una razón práctica: asentar la primacía del derecho sobre el poder político. Por otra parte, la ficción de la norma fundamental evita incurrir en la falacia naturalista, al no derivar un deber ser de un ser. El poder político se mueve en el campo del ser, por lo que mal puede derivarse de él un ordenamiento del deber ser como el derecho.

No obstante, hay algo de verdad en la afirmación de que la norma fundamental enmascara el poder político, dificultando la comprensión de la realidad. Utilizando un símil anatómico, podríamos decir que con la lupa de la norma fundamental tiende a verse el organismo jurídico como un sistema óseo o un esqueleto, oscureciendo las funciones nerviosas, respiratorias, digestivas, etc. del mismo. Estas funciones, precisamente, son las que entrelazan la teoría jurídica con la teoría política.

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