¿Puede hablar el sujeto subalterno? Gayatri Chakravorty Spivak. 1998


I Algunos de los más radicales enfoques críticos nacidos en Occidente hoy en día provienen del deseo interesado de conservar al sujeto de Occidente así como está, o conservar a Occidente como el único sujeto y tema.[1]

La teoría de los “efectos de sujeto/tema” pluralizados provoca la ilusión de socavar la soberanía del sujeto, mientras a menudo lo que hace es servir de cobertura para la supervivencia de ese mismo sujeto/tema de conocimiento. Aunque la historia de Europa como sujeto/tema está narrativizada en la ley, en la economía política y en la ideología occidentales, este sujeto/tema omnipresente y latente pretende no poseer “determinaciones geopolíticas”.

La muy publicitada crítica de la soberanía del sujeto, por lo tanto, funda, en realidad, un sujeto, un único tema. Mi argumentación al respecto va a basarse en la consideración de un texto de dos de los grandes representantes de este tipo de crítica:

“Intellectuals and power: a conversation between Michel Foucault and Gilles Deleuze” (“Los intelectuales y el poder: una conversación entre Michel Foucault y Gilles Deleuze”; citado como: Foucault, 1977).[2]

He elegido ese intercambio amistoso entre dos filósofos de la historia y activistas del post-estructuralismo, porque significa una síntesis entre una producción teórica autoritaria y la libre práctica de la conversación que permite una mirada en los rastros que va dejando tras sí la ideología. Los participantes en esta conversación hacen hincapié en las más importantes contribuciones de la teoría post-estructuralista francesa.

Insisten, en primer lugar, en que los entramados entre el poder/el deseo/el interés son tan heterogéneos que su reducción a una narrativa coherente puede resultar anti-productiva y que lo que se necesitaría sería una crítica persistente. En segundo lugar, afirman que los intelectuales deben intentar arribar a la separación y el conocimiento del discurso del Otro en la sociedad. A pesar de esto, los dos interlocutores ignoran sistemáticamente la cuestión de la ideología y la manera en que ellos mismos están inmersos en la historia intelectual y económica.

Aunque una de las primeras presuposiciones en la conversación entre Foucault y Deleuze es la crítica del sujeto autónomo, ella está enmarcada por dos concepciones del sujeto que son monolíticas pero anónimas y que aparecen insertas en los procesos revolucionarios: el maoísmo y la lucha obrera (Foucault, 1977: 205 y 217).

Sin embargo, los intelectuales pueden tener nombre y estar bien diferenciados, mientras que el maoísmo chino nunca tiene carácter operativo. Más bien el maoísmo aquí crea simplemente un aura de especificidad narrativa, que podría ser una trivialidad retóricamente anodina si no fuera porque, dada la excentricidad del maoísmo intelectual francés y de la subsecuente “nouvelle philosophie”, la apropiación inocente del nombre propio “maoísmo” da visibilidad internacional al nombre de “Asia” [referencia a otra compilación de entrevistas en inglés citada desde ahora como: Foucault, 1972-1977].[3]

La referencia de Deleuze a la lucha obrera es igualmente problemática; se trata obviamente de una genuflexión:

Somos incapaces de tocarlo <se refiere al poder>[4] en cualquier punto de su manifestación sin encontrarnos nosotros mismos enfrentados a una masa difusa, de modo tal que somos arrastrados… por el deseo de hacerlo saltar por los aires. Cada ataque revolucionario parcial o defensivo se halla ligado de esta manera a la lucha de los trabajadores. (Foucault, 1977: 217)

Esta visible trivialidad oculta en el fondo un repudio. Su afirmación revela, en rigor, la ignorancia de la división internacional del trabajo, un gesto que a menudo caracteriza a la teoría política del post-estructuralismo.[5] La invocación a la lucha obrera es funesta de puro inocente, dado que es incapaz de enfrentar al capitalismo global, que implica: la producción de un sujeto de los obreros y los que se hallan sin empleo dentro de las ideologías de Estado-nación en los países centrales; la creciente substracción de la clase obrera en la periferia de la producción de la plusvalía y, por ello, del entrenamiento “humanista” en el consumismo; y la presencia a gran escala de un trabajo para-capitalista, como también el estatuto estructural heterogéneo de la agricultura en los países periféricos.

Pero los problemas aquí presentados, como: ignorar la división internacional del trabajo, hacer de “Asia” (y a veces de “África”) algo visible (salvo que el tema sea visiblemente el “Tercer Mundo”) o re-implantar al sujeto jurídico de la sociedad capitalista, todos ellos son problemas comunes tanto al post-estructuralismo como a la teoría estructuralista. ¿Por qué se han de aceptar, en definitiva, tales enfoques que implican una exclusión justamente en intelectuales que representan nuestros mejores profetas de la heterogeneidad del Otro?

El eslabón con la lucha obrera se ubica en el deseo de hacer estallar el poder en cualquier punto de su decurso. Ese lugar está visiblemente ubicado en una valorización de todo tipo de deseo que destruya algún género de poder. Walter Benjamin puede ser una interesante autoridad al respecto cuando comenta la noción de política en Baudelaire por medio de comparaciones tomadas de Marx:

Marx fáhrt in seiner Schilderung der conspirateur de profession folgendermassen fort:(…) “Mit solcher Projektmachetei beschäftigt, haben sie keinen anderen Zweck als den nächsten des Umstürzes der bestehenden Regierung und verachten auf`s tiefste die mehr theoretische Aufklärung der Arbeiter über ihre Klassenintetessen. Daher ihr nicht proletarischer, sondern plebejischer Ärger über die habits noirs (schwarzen Röcke), die mehr oder minder gebildeten Leute, die diese Seite der Bewegung vertreten, von denen sie aber, als von den offiziellen Repräsentanten der Partei, sich nie ganz unabhängig machen können.” Die politischen Einsichten Baudelaires gehen grundsätzlich nicht über die dieser Berufsverschwörer hinaus.(…) Allenfalls hätte er Flauberts Wort “Von der ganzen Politik verstehe ich nur ein Ding: die Revolte zu seinem eigenen machen können”.[6]

En su descripción del conspirateur de profession Marx procede del siguiente modo: (…) “Con tales proyectos en la cabeza no tienen otra meta que la proximidad de la caída del régimen imperante y desprecian de todo corazón cualquier explicación aproximadamente teórica de los obreros sobre sus intereses de clase. De aquí proviene su enojo no proletario, sino plebeyo contra Los habits noirs (trajes negros), gente relativamente culta, que representan ese lado del movimiento, y de los que, sin embargo, en tanto representantes oficiales del partido, no se pueden independizar del todo.”

Las opiniones políticas de Baudelaire no sobrepasan en principio las de esos conspiradores profesionales. (…) De todos modos, podría haber hecho suya esa frase de Flaubert que dice: “De toda la política lo único que entiendo es una cosa: poder hacer suya la rebelión”. [Negrita de la autora][7]

El nexo entre la lucha obrera aparece así simplemente ubicado en el deseo. Por su parte, Deleuze y Guattari intentaron una definición alternativa del deseo, revisando la que había suministrado el psicoanálisis:

Le désir ne manque de rien, il ne manque pas de son objet. C’est plutôt le sujet qui manque au désir, ou le désir qui manque de sujet fixe; il n’y a de sujet fixe que par la répression. Le désir et son objet ne font qu’un, c’est la machine en tant que machine de machine. Le désir est machine, 1’objet du désir est encore machine connectée, si bien que le produit est prélevé sur du produire, et quelque chose se détache du produire au produit, qui va donner un reste au sujet nomade et vagabond.[8]

El deseo no carece de nada, no carece de su objeto. Es más bien el sujeto lo que le falta al deseo, o el deseo que carece de sujeto fijo; no existe sujeto estable más que por medio de la represión. El deseo y su objeto no forman otra cosa que una unidad: es la máquina, en tanto máquina de máquinas. El deseo es una máquina, el objeto del deseo también es una máquina conectada, aunque el producto tiene prioridad sobre el acto de producir y aunque de ese acto queda en el producto algo que va a dotar de un residuo al sujeto nómada y errático.

Esta definición no altera, con todo, la especificidad del sujeto deseante (o el residuo del efecto sujeto) que aparece apegado a instancias determinadas del deseo o de la producción de la máquina deseante. Y lo que es más: cuando la conexión entre deseo y sujeto es considerada irrelevante o cuando simplemente se la invierte, el efecto sujeto/tema que emerge de modo subrepticio se parece mucho más al sujeto/tema ideológicamente generalizado de los teóricos.

Éste puede ser el sujeto legal del capital socializado [socialized capital] —no del trabajo ni de su administración—, que exhibe un pasaporte “fuerte”, que hace gala de una moneda “fuerte” o “dura” y que posee un acceso supuestamente no cuestionado al proceso correspondiente. Éste no es, por cierto, el sujeto deseante como Otro.

El fracaso de Deleuze y Guattari al considerar las relaciones entre deseo, poder y subjetividad, hace a estos autores incapaces de articular una teoría del interés. En este contexto, su indiferencia frente a la ideología (instancia que está en la base de la comprensión del interés) es llamativa, pero coherente. El compromiso de Foucault con la especulación “genealógica”, por otra parte, le impide a este autor ubicar en los “grandes nombres”, como Marx y Freud, las divisorias de aguas en cierta corriente de la historia intelectual.[9]

Este compromiso ha creado una desafortunada resistencia en su obra hacia todo lo que sea “mera” crítica ideológica. Las especulaciones occidentales sobre la reproducción ideológica de las relaciones sociales pertenecen, por cierto, a la rama principal de las discusiones y es justamente dentro de esta tradición que Althusser afirma:

La reproducción de la fuerza de trabajo requiere no sólo de una reproducción de sus habilidades, sino también, al mismo tiempo, de una reproducción de su sumisión a la ideología dominante para los obreros, así como de una reproducción de la habilidad para manipular la ideología dominante de forma correcta hacia los agentes de la explotación y de la represión, de modo tal que también la provean para afirmar la dominación de la clase dominante en la palabra y por la palabra.[10]

Cuando Foucault considera la heterogeneidad huidiza del poder, no lo hace ignorando la inmensa heterogeneidad institucional que Althusser estaba tratando de catalogar. De modo similar, al hablar de las alianzas y sistemas de signos, del Estado y de sus máquinas de guerra (Mille plateaux), Deleuze y Guattari estaban abriendo el fuego en la misma dirección que Althusser. Sin embargo, Foucault no puede admitir que una teoría de la ideología desarrollada reconozca su propia producción material como institucionalización, ni tampoco como “instrumentalización efectiva para formar y acumular conocimiento” (Foucault, 1972-1977: 102).

Dado que tanto Foucault como Deleuze/Guattari parecen obligados a dejar de lado cualquier argumento que implique la mención del concepto de “ideología” (que consideran sólo como esquemática y no a nivel textual), se ven igualmente compelidos a diseñar una oposición mecánicamente esquemática entre interés y deseo. Por este motivo, se ubican a sí mismos entre los sociólogos burgueses que llenan el vacío de la ideología con un continuum del “inconsciente” o con una “cultura” para-subjetiva. La relación mecanicista entre deseo e interés aparece en toda su magnitud en frases como la siguiente: “Nunca deseamos en contra de nuestro interés, pues el interés siempre va detrás, encontrándose siempre donde el deseo lo ha colocado” (Foucault, 1977: 215). Un deseo indiferenciado es, entonces, el agente, y el poder se cuela dentro para crear los efectos de ese deseo, pues: “…el poder… produce efectos positivos a nivel del deseo y también a nivel del conocimiento” (Foucault, 1972-1977: 59).

La matriz para-subjetiva aparece entrecruzada con la heterogeneidad, que viene a dar en el sujeto innominado, por lo menos, para, aquellos obreros intelectuales que están bajo la influencia de la hegemonía del deseo. La carrera hacia la “última instancia” se da ahora entre la economía y el poder. Puesto que el deseo aparece tácitamente definido como un modelo ortodoxo, se lo presenta de manera unitaria como lo contrario al “ser engañado”.

Pero la ideología, considerada como “falsa conciencia” (el ser engañado) es lo que a justo título ha llamado la atención de Althusser. Ya Wilhelm Reich tenía en cuenta, en las décadas del 30 y del 40, ciertas nociones que implicaban una voluntad colectiva más que una dicotomía entre decepción y deseo no traicionado: “Debemos aceptar el grito de Reich: no, las masas no fueron engañadas; en un momento dado, deseaban, en rigor, un régimen fascista” (Foucault, 1977: 215).

Estos filósofos no abrigan la idea de una contradicción constitutiva; y es justamente en este punto donde se alejan de modo explícito de las izquierdas. En nombre del deseo, reintroducen al sujeto no dividido en el discurso del poder. Así Foucault parece a menudo contraponer las nociones de “individuo” y “sujeto”,[11] mientras que el impacto de esto en sus propias metáforas se halla intensificado quizás en el discurso de sus seguidores. Justamente gracias al poder que posee el término “Poder”, Foucault admite que usa esa “metáfora como un centro que va extendiéndose paulatinamente a su entorno”.

Pero el peligro consiste en que tales deslizamientos se tornan la regla antes que la excepción en manos menos cuidadosas. En ese punto de irradiación, animando un discurso efectivamente heliocéntrico, el lugar vacío del agente se llena con el sol histórico de la teoría: el Sujeto Europeo.[12]

Foucault formula otro corolario de su desacuerdo sobre el papel de la ideología cuando reproduce las relaciones sociales de producción; una valoración no cuestionada sobre los oprimidos como sujetos, “el ser objeto”, como nota no sin admiración Deleuze cuando dice: “establecer las condiciones donde los mismos prisioneros tengan la posibilidad de hablar”.

A lo que Foucault agrega: “las masas lo saben perfectamente bien, sin dudas; (…) lo saben mucho mejor <que los intelectuales> y lo dicen, por cierto, sin ambages” (Foucault, 1977: 206 y 207), donde volvemos a encontrar el lugar común del “no ser engañado”.

¿Dónde ha quedado la crítica del sujeto soberanamente independiente en estas declaraciones?

Los límites de este realismo representacionalista alcanzan su cima en la siguiente afirmación de Deleuze: “La realidad es lo que sucede, a decir verdad, en una fábrica, en una escuela, en un cuartel, en una cárcel, en un destacamento policial” (Foucault, 1977: 2.12). Este veto a la necesidad de iniciar la difícil tarea de una producción ideológica contra-hegemónica no ha sido precisamente bienhechor. Más bien ha ayudado al empirismo positivista a definir su propio campo de lucha como “experiencia concreta” o como “lo que en realidad sucede”[13], en tanto fundamentación justificatoria del capitalismo neo-colonialista avanzado.

Pero la experiencia concreta como garantía de la atracción política de prisioneros, soldados y alumnos se encuentra escindida, por cierto, a causa de la experiencia concreta vivida por los intelectuales, que son quienes diagnostican la episteme.[14]

Ni Deleuze ni Foucault parecen conscientes de que los intelectuales dentro de la sociedad capitalista, haciendo gala de una experiencia concreta, pueden contribuir a consolidar la división internacional del trabajo.

La contradicción sin conciencia de sí en el seno de una posición que valoriza la experiencia concreta de los oprimidos, y que, al mismo tiempo, es acrítica acerca del papel histórico del intelectual se ve reafirmada en el lapsus verbal. En este sentido, Deleuze hace la siguiente llamativa declaración: “Una teoría es como una caja de herramientas. No tiene nada que ver con el significante.” (Foucault, 1977: 208).

Considerando que la verbalidad del mundo de la teoría y su acceso a cualquier mundo que sea definido en contraste con ése como “de la praxis” es una verdad insoslayable, una afirmación como la expresada por Deleuze sólo sirve para un intelectual que desee justificar que el trabajo intelectual es como el manual. Y es justamente en el momento en que se abandonan los significantes a su propia suerte cuando ocurren estos lapsus.

El significante “representación” es uno de los que no pueden ser librado a su propia suerte. Pero en el mismo tono despectivo con que separa los eslabones que unen la teoría con el significante, Deleuze establece: “Ya no existe la representación; no hay nada más que acción”/ “acción de la teoría y acción de la práctica que se encuentran relacionadas entre sí como las piezas y la forma de una red de engranajes” (Foucault, 1977: 206 y 207). A pesar de la displicencia con que se trata el tema, hay aquí algo que no se puede pasar por alto: la producción de la teoría es también una práctica. De ese modo, la oposición entre teoría abstracta “pura” y la práctica “aplicada” concreta es liquidada demasiado pronto y demasiado fácilmente.[15]

Si aquí se tratara, por cierto, de la real argumentación de Deleuze, sería problemático aceptar tal formulación. Además, aparecen programados dos sentidos de “representación” como paralelos: “representación” en el sentido de “hablar por otro” (como se da a nivel socio-político) y de “re-presentación” (como se utiliza el término en arte y filosofía). Dado que “teoría” sería solamente también “acción”, el teórico no representaría (es decir, no “hablaría por”) grupos oprimidos. En este caso, realmente, el sujeto no sería visto como una conciencia representativa (una realidad adecuadamente re-presentante).

Esos dos sentidos de “representación” —dentro de la formación de un Estado y de la Ley, por un lado, y en la predicación del sujeto, por el otro— están relacionados pero son irreductiblemente discontinuos. Sin embargo, empalmar esta discontinuidad con una analogía que se presenta como una prueba, refleja nuevamente un modo de privilegiar al sujeto que termina siendo paradójico.[16]

Puesto que “la persona que habla y actúa (…) es siempre una multiplicidad” no existe “intelectual teórico (…) <o> partido o (…) sindicato” que pueda representar “a aquellos que actúan y luchan” (Foucault, 1977: 206).

Pero, ¿acaso aquellos que actúan y luchan son mudos, en oposición a los que actúan y hablan? Estas enormes cuestiones aparecen enterradas en las diferencias que se hallan en la misma palabra: “conciencia” (que en inglés se diversifica en “consciousness” y “conscience” [en el sentido de “conscientización” y de “conciencia”]) o “representación” y “re-presentación”.

La crítica de la constitución ideológica del sujeto dentro de las formaciones estatales y de sistemas de economía política puede ahora desvanecerse, del mismo modo como puede evaporarse la práctica teórica activa de la “transformación de la conciencia” [transformation of consciousness]. La trivialidad en que se encuentra el repertorio de todo lo que saben los intelectuales de izquierda los representa en toda su ingenuidad.

Si estamos resueltos a no bajar los brazos en la tarea crítica, no debe permitirse que se pasen por alto las cambiantes distinciones entre una representación dentro de la economía de Estado y la economía política, por un lado, y dentro de la teoría del Sujeto, por el otro.

Consideremos, por eso, por un momento las implicaciones del uso de las palabras alemanas “vertreten” (“representar” en el primer sentido) y “darstellen” (“re-presentar”, como sería el segundo sentido) según son utilizadas en un famoso pasaje de El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, donde Marx apunta a la idea de “clase” como un concepto descriptivo y transformativo en una manera algo más compleja que la distinción que permitiría la separación de Althusser entre “instinto de clase” y “posición de clase”.

Lo que le importa a Marx en ese texto es que la definición descriptiva de clase puede ser considerada diferencial en su condición de apartamiento y diferenciación de todas las otras clases: “En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil [feindlich gegenüberstellen], aquéllas forman una clase”.[17]

Por supuesto, no aparece aquí obrando algo así como un “instinto de clase”. De hecho, la condición grupal de la existencia familiar, que puede ser considerada el campo de lucha de algo así como un “instinto”, aparece como una discontinuidad en relación con el aislamiento de las clases, aunque este aislamiento sea maniobrado por ellas. En este contexto, mucho más pertinente en Francia de la década del 70 que en cualquier otro punto de la periferia internacional, la formación de una clase es artificial y económica, y su agencia económica o interés es impersonal en tanto es sistemática y heterogénea. Este operativo de interés está vinculado a la crítica hegeliana del sujeto individual, porque marca el lugar vacío del sujeto en ese proceso sin sujeto representado por la historia y la economía política. En este caso el capitalista es definido como “el portador consciente” [bewusster Träger] del movimiento ilimitado del capital.[18]

Mi intención aquí es mostrar que Marx no está intentando crear un sujeto indiviso en el que coincidan el deseo y el interés. La conciencia de clase no opera teniendo en la mira esa meta. Marx se ve obligado a construir modelos de un sujeto dividido y fragmentado cuyas partes no son ni continuas ni coherentes entre sí, tanto en el área económica (el área capitalista) como en la política (el área del agente histórico a nivel mundial). Un pasaje muy famoso en su obra con la descripción del capital en su calidad de monstruo fáustico no hace más que resaltar este aspecto.[19]

El siguiente fragmento, que continúa con la cita tomada de El 18 de Brumario, también reelabora el principio estructural de un sujeto de clase disperso y fragmentado: la conciencia (ausente a nivel colectivo) de la clase de los pequeños propietarios campesinos encuentra su “portador” [Träger] en un “representante” que aparece corno trabajando en interés de otro. La palabra aquí utilizada en alemán no es la que hemos caracterizado como “representar” [darstellen]; esto, a mi juicio, agudiza el contraste con el lapsus de Foucault/Deleuze, como si dijéramos que es el contraste que hay entre una persona que funciona como apoderado de alguien y el retrato de ese alguien [vertreten vs. darstellen].

Hay, por supuesto, una relación entre ellos. Éste es el nexo que ha sido llevado a una exacerbación política e ideológica en la tradición europea, por lo menos desde que el poeta y el sofista, el actor y el orador han sido considerados todos pares completamente anodinos. En el estilo de una descripción postmarxista de la escena de poder, encontramos, entonces, una polémica mucho más antigua: el debate entre la representación (o la retórica) como: 1. ciencia de los tropos; y 2. Como persuasión.

“Re-presentar” en el sentido de darstellen pertenece a la primera constelación [cf. El ejemplo del retrato]; y “representar” en el sentido de vertreten —con una fuerte idea de substitución— a la segunda [cf. el ejemplo del apoderado]. Por supuesto, ambos sentidos están vinculados, pero hacerlos aparecer como sinónimos, especialmente cuando se tiene la intención de expresar que desde ambos términos es desde donde los sujetos oprimidos hablan, actúan y conocen directamente por sí mismos, significa estar operando con una política esencialista y utópica.

Aquí nos encontramos, entonces, con el pasaje donde Marx utiliza la palabra alemana “vertreten” (mientras en las traducciones a otras lenguas se echa mano a la raíz latina en el término “representar”), para reflexionar sobre el “sujeto” social cuya conciencia social y “Vertretung” (que aúna los sentidos de “substitución” y “representación”) se dan de modo dismembrado e incoherente, pues los pequeños propietarios campesinos: …no pueden representarse, sino que tienen que ser representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un poder ilimitado del gobierno que los proteja de las demás clases y les envíe desde lo alto la lluvia y el sol. Por consiguiente, la influencia política <en el lugar del interés de clase, dado que no existe un sujeto unificado de clase> de los campesinos aparceros encuentra su última expresión <con una fuerte implicación en una cadena de sustituciones [en el sentido de: Vertretungen]> en el hecho de que el poder ejecutivo someta bajo su mando a la sociedad (Marx, 1971: 145).

No solamente sucede, entonces, que tal modelo sin meta social llena necesariamente un vacío entre la fuente de “influencia” (en ese caso los campesinos propietarios de pequeñas parcelas), el representante (Napoleón III) y el fenómeno histórico-político (el control ejecutivo), lo que implica una crítica del sujeto como agente ‘individual’, sino que lo que ocurre es que se da una crítica justamente de la subjetividad como agenciamiento colectivo.

La maquinaria de la historia necesariamente fracturada funciona a causa de “la identidad de los intereses” de esos propietarios “falla en el momento de producir un sentimiento comunitario, de eslabón nacional o de organización política”. El hecho de representación como “Vertretung” (en la constelación de la retórica como persuasión) se comporta como si fuera re-presentación (o retórica en tanto figura o tropos), tomando su lugar en el hueco entre la formación de una clase (descriptiva) y la falta de formación de una clase (transformativa), como si Marx dijera: “En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir (…) forman una clase. En la medida en que (…) la identidad de sus intereses deja de producir un sentimiento de comunidad (…) no forman una clase”

La complicidad entre “vertreten” y “darstellen”, en su identidad en la diferencia como el lugar de la praxis —una complicidad que todo marxista debe exhibir precisamente como el propio Marx lo hace en El 18 de Brumario— sólo puede apreciarse si no se la escamotea en un malabarismo verbal.

Sería simplemente tendencioso argumentar que estoy “textualizando” [en el sentido de hilando demasiado fino a nivel lingüístico] demasiado los pasajes de Marx, al hacerlo inaccesible al “hombre” común. Éste se hallaría, como víctima del common sense, tan profundamente inmerso en una herencia positivista que el irreductible énfasis de Marx en torno a la labor de la negación y a la necesidad de quitarle el carácter de fetiche a lo concreto, serían para él algo persistentemente arrebatado y disperso por el aire por la fuerza de un adversario más poderoso, “la tradición histórica”.[20]

En otras palabras: lo que he tratado de acentuar aquí es que el “hombre” no común, el filósofo contemporáneo de la praxis, muy a menudo exhibe el mismo positivismo.

La gravedad del problema se torna evidente cuando se acepta que el desarrollo de la conciencia de clase en transformación proveniente de una “posición” de clase descriptiva no aparece en Marx como una tarea que implique el fondo básico de la conciencia. La conciencia de clase permanece ligada al sentimiento comunitario que, a su vez, se vincula con lazos de nacionalidad y Organización política, pero no se asocia a ese otro tipo de sentimiento de comunidad cuyo modelo estructural es la familia.

Aunque no identificada con la naturaleza, la familia aquí aparece constelada con lo que Marx denomina “intercambio de forma natural”, que en terminología filosófica sería el vocablo que ocupa el lugar del “valor de uso” (Gebrauchswert).[21]

La noción de “Naturalform des Tausches” aparece opuesta en la obra de Marx a la noción de intercambio de “forma social” (gesellschaftliche Form des Tausches); al mismo tiempo Marx utiliza la palabra “Verkehr” con el sentido corriente de “comercio”/“transacción”/“tráfico”. De tal modo, esta “transacción” que ocupa el lugar del intercambio natural conduce a la producción de plusvalía, y es justamente en esta zona de “transacción” donde debe desarrollarse el sentimiento comunitario que desemboca en un agenciamiento de clase.

Un operativo de clase pleno (si es que tal cosa existe) no es una transformación ideológica de conciencia a nivel básico, una identidad deseante de los agentes y de sus intereses —una identidad ante cuya ausencia se inquietan tanto Foucault como Deleuze. Es, más bien, un reemplazo contestatario así como una apropiación (un suplemento) de algo con lo que se debe empezar y que es “artificial”: “condiciones económicas de existencia que las distinguen <a esas familias> por sus modos de vivir”. Las formulaciones que utiliza Marx muestran un cauto respeto por la crítica naciente de un agenciamiento subjetivo tanto individual como colectivo.

Los proyectos de conciencia de clase y de su transformación son en su obra elementos discontinuos. Y, a la inversa, las proclamaciones de una “economía libidinal” y del deseo como interés determinante, combinados con la praxis política de los oprimidos (en la sociedad capitalista), “hablando por sí mismos”, restablece la categoría del sujeto soberanamente independiente dentro de esa teoría que justamente más parece cuestionarlo.

Sin ninguna duda, la exclusión de la familia, aunque se trate de una familia que pertenece a una conformación de clase, es parte de un marco masculino dentro del cual el marxismo ha puesto sus límites desde su comienzo.[22]

Desde un punto de vista diacrónico, pero también en la actual economía política globalizada, el papel de la familia en las relaciones sociales patriarcales es tan heterogéneo y controvertido que el simple hecho de reemplazar el término “familia” por otro en esta problemática no ha de solucionar el cuestionamiento general. La solución tampoco se hallaría en la inclusión positivista de una colectividad monolítica de “mujeres” como formando parte del elenco de los oprimidos cuya subjetividad no fracturada les permitiría (en tanto grupo) tomar la palabra por sí mismas contra el “mismo sistema” igualitariamente monolítico.

En el contexto de un desarrollo típico de una conciencia estratégica, artificial y de segundo nivel, Marx utiliza la noción de patronímico, siempre dentro del concepto lato de “representación” —en el sentido de Vertretung. Los pequeños propietarios campesinos “son incapaces, por tanto, de hacer valer su interés de clase en su propio nombre [im eigenen Namen], ya sea por medio de un parlamento, ya sea por medio de una asamblea” (Marx, 1971: 145).

La ausencia de un nombre propio (no perteneciente a una familia, aunque sí artificialmente creado y colectivo) aparece suplantada por el único nombre propio que puede ofrecer una “tradición histórica” —el propio patronímico— el Nombre del Padre:

La tradición histórica hizo nacer en el campesino francés la fe milagrosa de que un hombre llamado Napoleón le devolvería todo su esplendor. Y se encontró un individuo que se hace pasar por tal hombre, por ostentar el nombre de Napoleón gracias a que el Code Napoleón ordena: La recherche de la paternité est interdite. (Marx, 1971: 145-146). [Los subrayados pertenecen a la autora]

En este pasaje es interesante prestar atención a las palabras alemanas utilizadas en el original: “se encontró” (es fand sich) es una construcción gramatical que opaca las relaciones de agenciamiento y las conexiones del agente con sus intereses (este opacamiento, sin embargo, aparece contrastado con la continuación del texto, donde hay una superabundancia del nivel agente); “ostentar el nombre” [den Namen tragen] es una frase, en la que se usa el mismo verbo que servía para calificar las relaciones del capitalista con el capital. Así, Marx parece estar trabajando aquí con metáforas patriarcales, pero no hay que olvidar por sobre este rasgo la enorme sutileza que despliega este fragmento. Se trata de la Ley del Padre (el Código Napoleónico) que, paradójicamente, prohíbe cualquier indagación acerca del padre natural.  

En consecuencia, es acordando con la observación estricta de la Ley histórica del Padre como se niega la fe en el padre natural en base a una clase todavía no formada.

Me he demorado tanto en este pasaje de Marx, porque creo que en él se encuentra paradigmáticamente expresada la dinámica interna de la palabra Vertretung, en el sentido de “representación” en un contexto político. Como contraste con esto, “re-presentación” aparecería en un contexto económico como Darstellung, el concepto filosófico de “re-presentación” como puesta en escena o, mejor, significación, que aparece relacionada con el sujeto escindido de modo indirecto.

El pasaje más citado al respecto es, naturalmente, muy conocido: Im Austauschverhältnis der Waren selbst erschien uns ihr Tauschwert als etwas von ihren Gebrauchswerten durchaus Unabhängiges. Abstrahiert man nun wirklich vom Gebrauchswert der Arbeitsprodukte, so erhält man ihren Wert, wie er eben bestimmt ward. Das Gemeinsame, was sich im Austauschverhältnis oder Tauschwert der Ware darstellt, ist also ihr Wert. (Marx, 1972: 53)

En las relaciones de intercambio de las mercancías mismas su valor de cambio nos parecía algo completamente ajeno a sus valores de uso. Pero si se abstrae realmente el valor de uso de los productos del trabajo, se obtiene así su valor como éste justamente era. El elemento común que se representa en la relación de intercambio o en el valor de cambio de la mercancía, ése es, por lo tanto, su valor. [Negrita de la autora]

Según Marx, entonces, en el seno del capitalismo, el valor como se produce en el trabajo necesario y en la plusvalía aparece calculado como la representación-signo de un trabajo objetivado ó materializado (lo que debe distinguirse de modo riguroso de la actividad humana).

Por oposición, en ausencia de una teoría de la explotación en tanto extracción (producción), apropiación y realización de valor (plusvalía) como representación de la fuerza de trabajo, la explotación capitalista debe ser considerada como una subespecie de dominación (con los mecanismos de poder en esa función).

Por ello, Deleuze sugiere que: “La preocupación principal del marxismo consistió en determinar el problema <es decir: que el poder es más difuso que la estructura de explotación y que la formación estatal> esencialmente en términos de interés (dado que el poder se halla en las manos de una clase dominante definida por sus propios intereses).” (Foucault, 1977: 214).

No se le pueden hacer objeciones a este sumario minimalista del proyecto de Marx, del mismo modo que no se puede pasar por alto que en algunos pasajes del Anti-Edipo, Deleuze y Guattari construyen su caso basándose en un brillante y tal vez poético préstamo tomado de la teoría marxista sobre la “forma-dinero” (Geldform). A pesar de todo, nos interesa reafirmar nuestra crítica del siguiente modo: la relación entre el capitalismo global (la explotación en economía) y las alianzas del Estado-nación (la dominación en esferas de la geo-política) alcanza tal nivel macrológico que no puede servir de parámetro para la textura micrológica del poder.

Para acercarse un poco más a una consideración más precisa es necesario moverse hacia teorías de la ideología, es decir, hacia teorías de las formaciones del sujeto que a nivel micrológico manejen los intereses que se condensan en las áreas macrológicas, aunque a menudo sea erráticamente.

Teorías de tal tipo no pueden darse el lujo de pasar por alto la categoría de la representación en sus dos sentidos. Esas teorías deben tomar nota de cómo la puesta en escena del mundo en tanto representación —es decir: la escena de la escritura (su “Darstellung”)— disimula la elección de una necesidad de “héroes”, de apoderados paternales y de agentes de poder (su “Vertetrung”).

Mi lectura consiste, entonces, en que una práctica radical presta atención a esta doble sesión de las representaciones más que a reintroducir al sujeto individual mediante conceptos totalizadores de poder y de deseo. Mi enfoque, pues, pretende hacer evidente también que, al mantener la zona de la praxis de clase en un segundo nivel de abstracción, Marx estaba manteniendo abierta, en efecto, la posibilidad de la crítica hegeliana (y kantiana) del sujeto individual como agente.[23]

Este enfoque no me obliga a mí a ignorar que, al definir por implicación la familia y la lengua materna en el nivel básico donde la cultura y la convención parecen el propio modo de la naturaleza de organizar su propia subversión, Marx mismo está ensayando un antiguo subterfugio. En el contexto de las pretensiones post-estructuralistas de ejercitar una práctica crítica, esto parece más digno de recuperar que la restauración clandestina de un esencialismo subjetivo.

La reducción de Marx a una figura benevolente pero fechada puede servir a veces a los intereses que se obstinan en lanzar una nueva teoría de la interpretación. En la conversación entre Foucault y Deleuze antes citada, lo que parece estar en juego es que no existe allí ni representación ni significante. (¿Habría que suponer que se ha liquidado al significante con anterioridad a la polémica? Es decir: ¿no habría, entonces, una estructura sígnica que estuviera manejando la experiencia, lo que conduciría, en definitiva, a que se podría mandar a dormir a la semiótica?).

Pero la teoría es un relevarse en el turno de la práctica (es decir: mandando a dormir los problemas de práctica teórica) y los oprimidos pueden saberlo y tomar la palabra por sí mismos. Esto reintroduce al sujeto constitutivo por lo menos en dos niveles: el Sujeto del deseo y del poder como una presuposición metodológica irreductible; y al sujeto aproximado a sí mismo, si no, por lo menos, al sujeto idéntico de los oprimidos.

Además, los intelectuales, que no forman parte integrante de ninguno de estos dos grupos de S/sujetos, se tornan visibles en la carrera por ocupar los puestos en los turnos sustitutivos, pues sólo pueden informar acerca del sujeto sin representación y analizar (sin analizar) las elaboraciones del poder y del deseo (del Sujeto innominado pero irreductiblemente presupuesto por ese mismo poder y deseo).

La “visibilidad” así producida marca el lugar del “interés” que se mantiene incólume por una obstinada negación: “Ahora ese papel de árbitro, de juez y de testigo universal es un rol que yo me niego absolutamente a adoptar”. Una responsabilidad de la crítica puede ser la de leer y escribir de tal modo que sea tomada con toda seriedad la imposibilidad de tales rechazos interesadamente individualistas contra los privilegios institucionales del poder conferidos al sujeto, pues el rechazo del sistema sígnico cierra el paso a una teoría desarrollada de la ideología.

En este caso, también, se puede escuchar el tono peculiar que conlleva tal negativa.

Así, respondiendo a la sugestión de Jacques-Allain Miller de que “la institución sería ella misma discursiva”, Foucault dice: “Sí, si Usted quiere, pero eso no importa demasiado en mi noción de que el aparato es capaz de decir que ella sea discursiva y no lo sea en realidad…dado que mi preocupación no es de índole lingüístico” (Foucault, 1972-1977: 198). ¿Por qué nos  encontramos con esta colisión entre lenguaje y discurso justamente en una frase del maestro del análisis discursivo?

En este punto es el momento de traer a cuento la crítica de Edward W. Said a la noción de poder foucaldiana como categoría atractiva pero mistificadora que le permitiría a Foucault  “anular las clases, el papel de la economía, el papel del levantamiento y de la rebelión”.[24]

Por mi parte, yo agrego al análisis de Said, la noción del sujeto subrepticio del poder y del deseo que aparece signado con la marca de la evidencia aportada por los intelectuales. Es curioso, por lo tanto, que Paul Bové le eche en cara justamente a Said la importancia conferida al intelectual, cuando “el proyecto de Foucault es esencialmente un reto dirigido tanto a los intelectuales hegemónicos como a los opositores”.[25]

En el curso de este trabajo, vengo sugiriendo justamente que ese “reto” es engañoso justamente porque ignora el punto sobre el que está haciendo hincapié Said: la responsabilidad institucional del crítico.

Este S/sujeto que aparece así, gracias a una serie de negativas atado a tal toma de partido, tiene que ver con la esfera de los explotadores en el campo de la división del trabajo internacional. Es imposible, entonces, para los intelectuales franceses actuales imaginar un tipo de Poder y de Deseo que encarne al sujeto innominado del Otro de Europa.

Y el problema no pasa solamente por el hecho de que cada cosa que lean —de modo crítico o acrítico— aparezca atrapado en el debate de la producción de ese Otro, colaborando a la constitución del Sujeto o criticándolo pero siempre como Europa. Se trata, también, de que constituyendo al Otro de Europa se han preocupado de anular los ingredientes textuales con los que tal sujeto podría tomar posesión de su itinerario (o realizar una “investidura”),[26] no sólo con una producción ideológica y científica, sino también por las instituciones legales.

Aunque un análisis económico sea considerado peligrosamente reduccionista, los intelectuales franceses olvidan en su propio riesgo que una empresa semejante, al hallarse en absoluto estado de sobre-determinación, se dio siguiendo el interés de una situación económica dinámica que requería que los intereses, los motivos (los deseos) y el poder (del conocimiento) fuera fracturado de modo sutil.

Invocar tal fractura ahora como un descubrimiento radical que habría de hacernos diagnosticar las condiciones económicas de existencia (que distinguen nuestras “clases” de manera descriptiva) como una pieza más de la maquinaria analítica informacional puede ser muy bien un modo de continuar la obra de fracturación y colaborar involuntariamente asegurando “un nuevo equilibrio: en las relaciones hegemónicas” (Carby, 1982: 34).

Más adelante he de retomar este aspecto de la discusión. Pero antes quiero recalcar que ante la posibilidad de que los intelectuales sean cómplices en la tarea de la persistente constitución del Otro como una sombra de sí mismos, habría una alternativa para una práctica política del intelectual si éste considerara lo económico que se halla “entre paréntesis”, pero de tal modo como para ver ese factor en su condición de insoslayable según aparece inscripto en el texto social.

No se me oculta que este enfoque debería darse aun cuando lo económico esté entre paréntesis, y aunque aparezca imperfectamente delineado, pero esa consideración debe ocurrir mientras esa esfera pida a gritos ser considerada el determinante último o el significado transcendental.[27]

II

El ejemplo más claramente presente de tal violencia epistémica es ese proyecto de orquestación remota, de largo alcance y heterogéneo para constituir al sujeto colonial como Otro. Ese proyecto representa también la anulación asimétrica de la huella de ese Otro en su más precaria Subjetividad. Es bien sabido que Foucault ubica la violencia epistémica, como una completa re-examinación de la episteme, en la redefinición de la locura a fines del siglo XVIII europeo.[28]

Pero, ¿qué sucedería si esa particular redefinición fuera sólo una parte de la narración de la historia en Europa y también en las colonias? ¿Qué ocurriría si los dos proyectos de examen epistémico funcionaran como partes fracturadas y no reconocidas de una vasta maquinaria dual?

Quizás esto no sería diferente de preguntarse si el subtexto de la narrativa del imperialismo como palimpsesto no debería ser reconocido como un “conocimiento sojuzgado”, “un conjunto de conocimientos que han sido descalificados como inadecuados para con su tarea o elaborados de modo insuficiente: conocimientos ingenuos, colocados en la base de la jerarquía, por debajo del nivel requerido para adquirir dignidad cognoscitiva o cientificidad.” (Foucault, 1972-177: 82).

Esto no significa describir las cosas “según lo que en realidad sucede” ni tampoco privilegiar la narración de la historia como un imperialismo que da la mejor versión de la historia.[29]

Más bien, se trata de ofrecer un aporte en torno a la idea de cómo una explicación y narración de la realidad fue establecida como la norma. Para trabajar esta idea, permítaseme levantar el velo para ver lo que hay debajo[30] de la codificación británica de la Ley Hindú.

Primeramente, sin embargo, quiero hacer algunas aclaraciones previas. En los Estados Unidos el tercermundismo que discurre repartido corrientemente entre varias disciplinas humanistas es a menudo abiertamente un fenómeno que implica consideración de etnias. Por mi parte, yo nací en la India, pero realicé toda mi educación en Norteamérica (que incluyen dos años como investigación de graduada).

Por lo tanto, el hecho de que tome mi ejemplificación de un continente lejano podría ser visto como una búsqueda nostálgica de las raíces perdidas de mi propia identidad. Aun cuando sé que no se puede atravesar libremente la espesura de las “motivaciones”, quiero insistir en el hecho de que mi proyecto principal es hacer notar el cariz idealista y positivista de tal tipo de nostalgia, si la hubiera.

Me dirijo hacia materiales tomados de la India, porque carente de un entrenamiento científico avanzado, el accidente de mi nacimiento y educación me proveyó de una sensibilidad hacia el entramado histórico y de un instrumental en algunos de los idiomas pertinentes que son herramientas útiles para el bricoleur, especialmente si está equipado con el escepticismo marxista de una experiencia concreta como árbitro último y crítica de las formaciones disciplinares.

Sin embargo, soy consciente de que el caso indio no puede ser tomado como representativo de todos los países, naciones y culturas, etc., que puedan ser invocados como el Otro de Europa como identidad.

En este trabajo se trata, entonces, de un sumario necesariamente esquemático de la violencia epistémica sobre la Ley Hindú. Si mi contribución ayuda a aclarar la noción de violencia epistémica, la reflexión final sobre la auto-inmolación de las viudas hindúes habrá de adquirir, por cierto, una significación adicional.

A fines del siglo XVIII, la Ley Hindú, en tanto se la pueda definir como un sistema unitario, operaba en función de cuatro textos que ponían en escena una episteme cuatripartita definida en base al uso de la memoria por el sujeto: sruti (lo oído), smriti (lo recordado), sastra (lo aprendido de otros) y vyavahara (lo realizado como intercambio). Los orígenes de lo que había sido oído y lo recordado no eran necesariamente ni continuos ni idénticos.

Cada invocación de sruti recitaba (o reabría) técnicamente el acontecimiento de la “escucha” o revelación originarias. Los dos últimos textos —lo aprendido y lo realizado— eran considerados como dialécticamente continuos. Los teóricos jurídicos y los practicantes legales no estaban para nada seguros en un caso determinado si esa estructuración estaba describiendo el cuerpo de la ley o si había cuatro modos de encarar una querella. Esta búsqueda de legitimación de la estructura polimorfa de la realización legal, no coherente “internamente” y abierta en sus extremos por una visión binaria, es, en verdad, la narración de la codificación que presento aquí como ejemplo de una violencia epistémica.

El relato de una estabilización y codificación de la Ley Hindú no es tan conocido como, por ejemplo, la historia de la educación en la India, de modo que será mejor empezar por esto último.[31] Considérense, por ello, las infamantes líneas programáticas de Macaulay, citadas tan a menudo, en sus “Minutes on Indian Education”(1835):

En este momento debemos hacer todo lo posible por formar una clase que pueda funcionar como intérprete entre nosotros y los millones a quienes gobernamos; una clase de personas, que sean indios en sangre y color, pero ingleses en gusto, en opiniones, en moral y en capacidad intelectual. A esa clase debemos dejarle que pula los dialectos vernáculos del país, que los enriquezca con términos científicos tomados de la nomenclatura occidental, y así transformarlos en el vehículo de transmisión de conocimiento para una gran masa de la población.[32]

La educación del sujeto colonial complementa, entonces, su producción jurídica. Uno de los efectos de establecer una versión del sistema británico fue el desarrollo de una separación (nada fácil) entre la formación disciplinar en estudios de sánscrito y la tradición nativa de la tradición de la “Alta Cultura” sánscrita, ahora una figura alternativa. Dentro de la primera manifestación, las explicaciones culturales generadas por eruditos de reconocida autoridad venían a confluir con la violencia epistémica del proyecto legal.

Me interesa señalar ahora que la fundación de la Sociedad Asiática de Bengala data de 1784 y el Instituto Indio de Oxford de 1883, y que de esas inquietudes nacieron los trabajos analíticos y taxonómicos de estudiosos como Arthur Macdonnell y Arthur Berriedale Keith, quienes fueron ambos administradores coloniales y organizadores de la cuestión del sánscrito.

De su fe en los planes utilitarios y hegemónicos para estudiantes e investigadores es imposible deducir una agresiva represión del sánscrito en los programas de la educación general ni un aumento de la “feudalización” del uso real del sánscrito en la vida cotidiana de la India brahmánica hegémonica.[33]

Así paulatinamente una versión de la historia de la India fue adquiriendo estado de institucionalización. En ella los brahmanes aparecían teniendo las mismas intenciones que los codificadores británicos (de modo tal que también proveían la legitimación de los colonizadores): “Con el fin de conservar a la sociedad hindú intacta los sucesores <de los brahmanes originarios> habían tenido que reducir todo a la escritura, haciéndola cada vez más rígida. Y eso fue lo que conservó a la sociedad hindú a pesar de los sucesivos levantamientos políticos y las invasiones extranjeras.”[34]

Este es el veredicto expresado en 1925 de Mahamahopadhyaya Haraprasad Shastri, un versado erudito en estudios de sánscrito y brillante representante de la élite vernácula producida por la colonización, quien fue requerido para que escribiera algunos capítulos de la “Historia de Bengala”, un proyecto nacido del deseo del secretario privado del gobernador general de Bengala en 1916.[35]

Para marcar la asimetría en la relación entre las autoridades y sus justificaciones (que dependen de la raza y clase de esas autoridades), debe compararse lo dicho con la observación realizada en 1928 por Edward Thompson, intelectual inglés: “El hinduismo fue lo que parecía ser…Se trataba de una civilización más elevada que ganó <contra sí mismo> gracias tanto a Akbar[36] ya los ingleses.”[37]

Agréguese a estos comentarios, la reflexión de un soldado y estudioso inglés a fines del siglo XIX tomada de una carta: “E1 estudio del sánscrito —‘el idioma de los dioses’— me ha procurado un gran placer durante los últimos 25 años de mi vida en la India, pero estoy agradecido de poder decir que no me ha llevado —como le ha sucedido a otros— a abandonar nuestra profunda fe en nuestra propia gran religión.” [Cursiva de la autora][38]

Estas mismas autoridades son la mejor de las fuentes posibles para los franceses no especialistas cuando penetran en la civilización del Otro.[39] Con todo, no me estoy refiriendo a intelectuales y estudiosos que hayan trabajado después de la época colonial, como Shastri, cuando sostengo que el Otro como sujeto es inaccesible a pensadores como Foucault o Deleuze.

Pienso, más bien, en las personas no especializadas en general, dentro de un amplio espectro de población no académica, para quienes la episteme opera con una función programática silenciosa. Sin considerar un mapa de explotación, ¿en qué coordenada de opresión ubicarían estas personas esta variopinta tripulación?

Pasemos ahora a considerar los márgenes del discurso (o lo que podríamos denominar también “el centro silencioso o silenciado”) de un circuito marcado por una violencia epistémica: los hombres y mujeres entre un campesinado analfabeto, las tribus, los más bajos estratos del subproletariado urbano.

Según Foucault y Deleuze (que escriben en el Primer Mundo, en condiciones de generalización y regulación de una sociedad capitalista, aunque no parecen tener conciencia de ello), los oprimidos podrían hablar y conocerían sus propios condicionamientos una vez que obtuvieran la ocasión para hacerlo (el problema de la representación no pudo ser obviado en ese punto), lo que sucedería por medio de la solidaridad a través de alianzas políticas (aclaración donde se ve cómo funciona la temática marxista).

Debemos ahora comparar semejantes opiniones con nuestra propia pregunta: ¿Puede realmente hablar el individuo subalterno haciendo emerger su voz desde la otra orilla, inmerso en la división internacional del trabajo promovida en la sociedad capitalista, dentro y fuera del circuito de la violencia epistémica de una legislación imperialista y de programa educativo que viene a complementar un texto más temprano?

La obra de Antonio Gramsci sobre las “clases subalternas” ha extendido las nociones de posición y de conciencia de clase desde los argumentos aislados aparecidos en El 18 de Brumario. Quizás porque Gramsci critica la postura vanguardista de los intelectuales leninistas, este autor se muestra especialmente preocupado por el papel del intelectual en los movimientos culturales y políticos subalternos en su búsqueda de hegemonía.[40]

Estos movimientos deberán ser los encargados de determinar justamente la producción de la historia como narración (de la verdad). En textos tales como “La cuestión meridional”, Gramsci considera el movimiento de la economía histórico-política en Italia dentro de lo que ha sido considerado como una alegoría de la lectura tomada como la división internacional del trabajo o prefigurándola.[41]

Sin embargo, un rendimiento de cuentas del desarrollo periódico de los individuos subalternos está fuera de la perspectiva posible en tanto su dimensión macrológica cultural aparezca maniobrada, aunque desde un lugar distante, por una interferencia epistémica que posee definiciones legales y científicas que acompañan al proyecto imperialista.

Cuando, hacia el fin de este ensayo, llegue a la cuestión de la mujer subalterna, se verá, entonces, por qué mi propósito es subrayar que la posibilidad de sentimiento de colectividad aparece persistentemente ocluida a causa de la manipulaciones del agenciamiento femenino.

La primera parte de mi propuesta —es decir: que el desarrollo periódico de los individuos subalternos aparece complejizado por la interferencia del proyecto imperialista— se muestra representada en los trabajos a los que se puede llamar “Subaltern Studies” (“Estudios Subalternos”), realizados por un grupo determinado de intelectuales.[42] Todos ellos formulan la pregunta: ¿Pueden hablar los individuos subalternos?

En esta área de estudios nos hallamos inmersos dentro de la propia disciplina de la historia preconizada por Foucault y entre gente que acredita la influencia de este pensador francés. Su proyecto consiste en repensar la historiografía colonial desde la perspectiva de una cadena discontinua de levantamientos campesinos durante la ocupación colonial. Éste es también el problema discutido por Said como “el permiso para narrar”.[43]

Y así lo documenta Ranajit Guha:

La historiografía del nacionalismo indio ha sido dominada por largo tiempo por un elitismo —elitismo tanto colonialista como de la burguesía nacionalista— que compartía el prejuicio de que la construcción de la nación india y el desarrollo de su conciencia —su nacionalismo— que confirmaba este proceso, eran logros que pertenecían exclusiva o predominantemente a una élite. En las historiografías colonialistas y neo-colonialistas estos logros se atribuían a la dominación británica, a los administradores coloniales, a sus agentes de control policial, a sus instituciones y a su cultura. En los escritos nacionalistas y neo-nacionalistas se atribuirían ahora a las personalidades, a las instituciones, a las actividades y a las ideas de una élite india. (Guha, 1982: 1)

Ciertos estratos de la élite india son, por cierto, el mejor tipo de informantes nativos para intelectuales del Primer Mundo interesados en la voz del Otro. Sin embargo, no se puede dejar de insistir sobre el hecho de que el sujeto subalterno colonizado es irrecuperablemente heterogéneo.

Contra esta élite vernácula se puede esgrimir lo que Guha llama “the politics of the people” (“la política del pueblo”) tanto en el exterior como en el interior del circuito de la producción colonial.[44]

Por mi parte, no puedo adscribir de modo absoluto a esta insistencia en un vigor determinado y en una autonomía completa, dado que exigencias historiográficas prácticas no permitirían aceptar privilegiar una conciencia subalterna.

Con todo, contra posibles críticas de esencialismo, Guha tiene el mérito de construir una definición de “pueblo” (como el lugar de esa esencia) que puede entenderse solamente como una identidad en la diferencia. Este autor propone también una grilla de estratificación dinámica para describir la producción social colonial en toda su amplitud. Aun el tercer elemento de la lista, el grupo amortiguador, como si fuera una fuerza que estuviera entre el pueblo y los grupos dominantes al mayor nivel macro estructural.

Este grupo intermedio sería definido por su colocación como lo que Derrida ha denominado un “antre”:[45]

“Élite”

1. Grupos dominantes extranjeros.

2. Grupos vernáculos dominantes a nivel pan-indio.

————————————————————————————————“antre” [alusión a “entre”]

3. Grupos vernáculos dominantes a niveles regionales y locales.

4. El “pueblo” y las “clases subalternas”. (Estos términos han sido empleados como sinónimos a lo largo de este trabajo. Los grupos y elementos sociales incluidos en esta categoría representan la diferencia demográfica entre la totalidad de la población india y aquellos individuos que hemos denominado la “élite”).

Consideremos ahora el tercer estrato de la lista: este “antre” de indeterminación situacional que los historiadores más escrupulosos presuponen, cuando deben responder a la cuestión emblemática de nuestro ensayo:

¿Puede hablar el individuo subalterno?

Tomada como una totalidad en abstracto (…) esta categoría (…) era muy heterogénea en su composición y, a causa del carácter desnivelado de la economía regional y el desarrollo social, era diferente de región a región. La misma clase o elemento que era dominante en una zona (…) podía llegar a estar entre las dominadas en la región siguiente.

Esto podía crear, y en rigor creó, muchas ambigüedades y contradicciones en actitudes y alianzas, especialmente entre los estratos inferiores de la nobleza rural, entre señores empobrecidos, o campesinos ricos o pertenecientes a la clase media elevada, todos los que pertenecían, hablando idealmente, a la categoría de “pueblo” o “clases subalternas” (Guha, 1982: 8). [El subrayado pertenece a Spivak y la cursiva a Guha]

“La tarea de búsqueda” proyectada en este campo consiste en “investigar, identificar y medir la naturaleza específica y el grado de desviación de los elementos <constitutivos del tercer nivel> de un punto ideal, a la vez que situarlos históricamente.”

No podría pedirse nada más esencialista y taxonómico que este programa. Sin embargo, en él funciona un curioso imperativo metodológico. Ya he explicado antes que en la conversación entre Foucault y Deleuze se escondía un proyecto esencialista detrás de un vocabulario post-representacionalista.

En los “Estudios Subalternos”, a causa de la violencia del imperialismo epistémico, así como por la inscripción social y disciplinar, todo proyecto comprendido en términos esencialistas debe circular en un circuito de prácticas radicales textuales en torno a las diferencias. En el caso de la consideración no justamente del “pueblo” como tal, sino de ese estrato social de una zona flotante amortiguadora de la élite subalterna regional el objetivo de este grupo es una desviación del ideal —el pueblo o los individuos subalternos— que, a su vez, se define como una diferencia de la élite.

La investigación está orientada justamente en contra de esta estructura. Se trata de una dificultad algo diferente de las evidencias auto-diagnosticadas que encontramos en los intelectuales radicales del Primer Mundo. ¿Qué tipo de taxonomía sería válida para determinar tal territorio? Lo perciban o no (en rigor Guha enmarca su definición de “pueblo” dentro de la dialéctica del amo y del esclavo), sus textos vienen a articular la difícil, tarea de reescribir las propias condiciones de imposibilidad como condiciones de su posibilidad:

“Si pertenecen a estratos sociales jerárquicamente inferiores a aquellos de los grupos dominantes pan-indios en los niveles regionales y locales <los grupos vernáculos dominantes> (…) siguieron actuando en interés de ellos o no en conformidad a los intereses correspondientes verdaderamente a su propio ser social.”

Cuando estos escritores toman la palabra para hablar, entonces, en su lenguaje esencialista, de un abismo entre los intereses y las acciones del grupo intermediario, sus conclusiones se hallan más cercanas a Marx que a la ingenuidad auto-consciente exhibida en las declaraciones de alguien como Deleuze. Guha, así como Marx, habla de “intereses” en el campo de lo social más que como un tratamiento del ser libidinal. La imaginería del Nombre del Padre desplegada en El 18 de Brumario puede servir para hacer resaltar que, a nivel de clase social o grupo de actividades, “la verdadera correspondencia con nuestro propio ser” es tan artificial o social como el patronímico.

Esto es lo que había que decir, entonces, acerca del grupo considerado un amortiguador social. Para el “verdadero” grupo subalterno, cuya identidad es la diferencia, no hay, en rigor, sujeto subalterno irrepresentable que pueda conocer y hablar por sí mismo. Pero la solución de los intelectuales se haya en no abstenerse a la representación.

El problema radica en que el itinerario del sujeto no ha sido trazado para ofrecerle un objeto de seducción al intelectual en su designio representacional. Por ello, en el vocabulario levemente desfasado del grupo indio la pregunta paradigmática se torna articulada en los siguientes términos:

“¿Cómo podemos arribar a la conciencia del pueblo, cuando estamos investigando su política?” “¿Con qué voz puede hablar la conciencia del individuo subalterno?”

El proyecto de este grupo, después de todo, es re-escribir el desarrollo de la conciencia de la nación india. La planeada discontinuidad del imperialismo establece rigurosamente una distinción en este proyecto, aunque su formulación esté pasada de moda, con un “hacer visible los mecanismos médicos y jurídicos que rodeaban la historia <de Pierre Rivière>”. Foucault tiene razón aquí al sugerir que “hacer visible lo invisible puede significar también un cambio de nivel, dado que uno se dirige a una capa de materiales que no había tenido antes pertinencia en la historia y a lo que no se le había acordado ningún valor moral, estético o histórico.”

Pero lo que se torna lapidariamente inquietante es este deslizamiento foucaldiano hacia el hacer visible los mecanismos para dar voz al individuo, evitando tanto “cualquier tipo de análisis <del sujeto> ya sea psicológico, psicoanalítico o lingüístico” (Foucault, 1972-1977: 49-50).

La crítica realizada por Ajit K. Chaudhury, un marxista de Bengala Occidental contra la búsqueda de Guha de una conciencia subalterna puede ser considerada una fase del proceso productivo que incluya lo subalterno. La observación de Chaudhury en cuanto a que la visión marxista de la transformación de la conciencia implica el conocimiento» de las relaciones sociales me parece, en principio, astuta. Sin embargo, la herencia de la ideología positivista lo obliga a agregar este codicilo:

“Esto no es para minimizar la importancia de la comprensión de la conciencia de los campesinos o de los obreros en su forma pura. Ello enriquece nuestro conocimiento del campesino o del obrero y, posiblemente, arroja luz sobre cómo un modo particular adquiere diferentes formas en diferentes regiones, lo que se considera un problema de segundo orden en el marxismo clásico. [Cursiva de la autora][46]

Esta variedad del marxismo “internacionalista”, que cree en una pura e irrescatable forma de conciencia para luego descartarla, al mismo tiempo que cerrando la puerta a lo que en Marx seguía siendo un aspecto de desconcierto productivo, puede ser muy bien el motivo del rechazo foucaldiano y deleuziano del marxismo y la fuente de las motivaciones críticas de los grupos que se dedican a los Estudios Subalternos.

Chaudhury, tanto como Foucault y Deleuze, está convencido de que existe una versión pura de la conciencia. En cuanto a la situación francesa, allí se da un barajar y dar de nuevo los naipes de los significantes: “el inconsciente” o “el sujeto en la opresión” llena clandestinamente el espació de “la forma pura del inconsciente”.

En el marxismo ortodoxo “internacionalista” —ya se trate del Primer Mundo o del Tercero— la forma pura de la conciencia sigue siendo una base idealista que, descartada como problema de segundo orden, se gana a menudo la fama de ser racista o sexista. Entre los grupos de Estudios Subalternos, ello necesita ser desarrollado en acuerdo con los términos de desconocimiento de su propia articulación.

Para lograr tal formulación puede ser más útil, digámoslo una vez más, una teoría desarrollada de la ideología. En una crítica como la que Chaudhury presenta, la asociación entre la “conciencia” y el “conocimiento” omite un punto medio de crucial importancia: la “producción ideológica”. Así se expresa Chaudhury:

“La conciencia, según Lenin, está asociada con el conocimiento de las relaciones entre diferentes clases o grupos; esto significa: un conocimiento de los materiales que constituyen la sociedad. (…) Estas definiciones adquieren sentido solamente dentro de la problemática en el marco de un objeto de conocimiento definido — comprender el cambio en historia, o, específicamente, el cambio de un modo a otro, conservando la cuestión de la especificidad de un modo particular fuera del enfoque.” (Chaudhury, 1984: 10).

Pierre Macherey, por su parte, nos suministra la siguiente formulación para la interpretación de la ideología:

Lo que es importante en una obra es lo que no se dice. Esto no es lo mismo que la descuidada observación de “lo que se niega a decir”, aunque ello también sería en sí interesante [conocerlo]: un método puede construirse sobre esto, con la tarea de medir los silencios, tanto de lo reconocido como de lo no reconocido. Pero más bien, lo que la obra no puede decir es lo importante, porque allí la elaboración de la expresión es realizada como una especie de jornada hacia el silencio.”[47]

Las ideas de Macherey pueden ser desplegadas en direcciones que él mismo no podría quizás seguir. Aun cuando escribe, de manera provocativa, sobre la literaturidad de la literatura de proveniencia europea, está formulando en verdad un método aplicable al texto social del imperialismo, casi en a contrapelo de su propia argumentación. Así, inclusive el lema de “lo que el texto se niega a decir” puede ser anodino para el caso de una obra literaria: algo así como un rechazo colectivo ideológico que sería detectado dentro de la práctica legal de codificación en el imperialismo.

Ello abriría el debate para una reinscripción multidisciplinariamente ideológica en ese terreno. Pero, dado que el proceso aparecería como una “universalización del mundo” [worlding of the world] en un segundo nivel de abstracción, el concepto de rechazo sería aceptable en este mismo campo. El trabajo de archivo, el historiográfico, el crítico-disciplinar e, inevitablemente, también el intervencionista[48] implicados en este movimiento son, por cierto, una tarea de “medir los silencios”.

Esa metodología podría ser también una descripción de cómo “investigar, identificar y medir la naturaleza específica y el grado de desviación hasta una distancia que es un ideal irreductiblemente diferencial.

Cuando llegamos al punto de la coherencia del problema acerca de la conciencia del individuo subalterno, ese lema de lo que no se puede decir se torna, en cambio, fundamental. En la semiosis del texto social, las elaboraciones acerca de los levantamientos populares se hallan en el lugar de “la expresión” o “el mensaje” [the utterance]. El emisor —“el campesino”— es señalado solamente como un marcador de una conciencia irrecuperable. En cuanto al receptor, deberíamos preguntarnos quién es “el verdadero destinatario” de una insurgencia.

El historiador, por su parte, al trasladar la noción de “insurgencia” a un texto hecho para el conocimiento, es solamente uno de los receptores posibles de una colectividad dada dentro de un acto de intención social. Dejando de lado toda posibilidad para la nostalgia por los orígenes perdidos de un fenómeno, el historiógrafo (y la historiógrafa) debe suspender, tanto como le sea posible, el clamor de su propia conciencia —o el efecto de la conscientización surgido en la praxis científica—, de modo tal que la elaboración de la rebelión, envuelta en una toma de conciencia del insurgente, no se congele en un frío “objeto de investigación” o, lo que es peor aun, en un modelo para imitar.

“El sujeto” implicado en los textos de la rebelión puede servir solamente como una posibilidad alternativa para las normatividades del relato garantizadas a los sujetos coloniales entre los grupos dominantes. Los intelectuales postcolonialistas aprenden así que sus privilegios son también su desdicha. En este sentido, ellos mismos son paradigmáticos como intelectuales.

Es bien sabido que la noción de lo femenino (más que lo subalterno dentro del imperialismo) ha sido utilizada de un modo similar dentro de la crítica deconstructiva y dentro de algunas ramas de la crítica feminista.[49]

En el primer caso, lo que está en juego es una figura de la mujer, pero una figura cuya mínima predicación como algo indeterminado ya ha sentado toda una tradición dentro del falocentrismo. La historiografía subalterna formula acerca del método justamente preguntas que habrían de prevenir contra el uso de tal estratagema.

Pero, puesto que la “figura” de la mujer, es decir: la relación entre la mujer y el silencio puede ser urdida por la misma mujer, las diferencias de clase y las diferencias étnicas se hallan subsumidas bajo el mismo dictamen. La historiografía subalterna, entonces, debe enfrentarse con la imposibilidad de tales gestos. La estrecha violencia epistémica del imperialismo nos brinda una alegoría imperfecta de la violencia general que sería la posibilidad de una episteme.[50]

Dentro del trayecto parcialmente borrado del sujeto subalterno, el surco de la diferencia sexual aparece doblemente desmarcado. No se trata, entonces, de una participación femenina en la rebelión, ni tampoco de las reglas básicas en la división sexual del trabajo, aunque para ambas cuestiones haya “evidencias palpables”. La cuestión es, más bien, que, en ambos problemas, tanto como objeto de una historiografía colonialista y como sujeto de la rebelión, la construcción ideológica de género [“gender”] se presenta bajo el dominio de lo masculino.

Si en el contexto de la producción colonial el individuo subalterno no tiene historia y no puede hablar, cuando ese individuo subalterno es una mujer su destino se encuentra todavía más profundamente a oscuras.

La división internacional del trabajo es un desplazamiento del imperialismo territorial del dividido campo legado por el siglo XIX. En pocas palabras: un puñado de países — especialmente del Primer Mundo— se hallan en la situación de invertir capital; otro grupo, entretanto, mayormente del Tercer Mundo, provee el terreno para invertir, tanto gracias a la existencia de una burguesía vernácula “compradora” como por su mal protegida mano de obra en estado cambiante.

Para mantener la circulación y crecimiento del capital industrial (y de la tarea concomitante de administración dentro del imperialismo territorial decimonónico), se habría llegado allí a un desarrollo en los transportes, en el sistema jurídico y en un programa de educación generalizada, aun cuando también se hayan destruido las industrias locales y se haya redistribuido la pertenencia de tierras, a la par que las materias primas hayan sido transferidas del país como territorio de experimentación a la nación colonizadora.

Con la así llamada “descolonización”, el aumento del capital multinacional y la cesión de la pesada carga de administrar la colonia, el “desarrollo” no habría de implicar ya el control de la entera legislación ni el establecimiento de sistemas educacionales, por lo menos en un modo comparable a lo que sucedía en la época colonial. Pero ello impide ahora el crecimiento del consumo en los países “compradores” del Tercer Mundo. Con la aparición de las telecomunicaciones modernas y el surgimiento de las economías de un capitalismo avanzado en los dos márgenes de Asia, mantener la división internacional del trabajo colabora en la conservación de un suministro barato de mano de obra en esos países “compradores”.

El trabajo humano no es, por cierto, intrínsecamente “barato” o “caro”. Ello va a estar asegurado, más bien, por una ausencia de leyes laborales (o su intensificación discriminatoria), un Estado totalitario (a menudo acompañado por un desarrollo y modernización en la periferia) y condiciones mínimas de subsistencia en el área obrera. Para conservar estas premisas definitorias sin variaciones, el proletariado urbano en los países “compradores” no deberá ser

entrenado en la ideología del consumo (que aparece como el paradigma de la filosofía de la sociedad sin clases), lo que, contra viento y marea, prepararía el terreno para la resistencia a través de políticas de coalición como las que menciona Foucault (1977: 216).

Este alejamiento de la ideología del consumo es exacerbado de modo creciente por los fenómenos proliferantes de un sistema de subcontratos internacionales. En ese caso, el eslabón hacia el entrenamiento para el consumismo aparece prácticamente salteado:

“Desde esta estrategia, los fabricantes de países desarrollados subcontratan los estadios de trabajo más intenso en la cadena de la producción, por ejemplo, haciendo realizar la costura o el ensamblaje en el Tercer Mundo, donde el trabajo es barato. Una vez realizada esa tarea, las multinacionales re-importan las mercancías,  gracias a generosas regalías tarifarias, a los países desarrollados en lugar de venderlas en el mercado local donde fueron producidas. / Mientras la recesión global hizo retardar el paso del comercio y de la inversión a escala mundial desde 1979, se ha producido luego, en cambio, un estallido de la actividad internacional del subcontratismo… En estos casos, las multinacionales se encuentran más libres para resistir a militantes obreros, levantamientos revolucionarios e inclusive bajas económicas.” [Cursiva de la autora][51]

La movilidad de clase aparece cada vez más agónica en el escenario de países “compradores”. No debe sorprender, por lo tanto, que algunos miembros de los grupos vernáculos dominantes en estos países, que son miembros de la burguesía local, encuentren atractivo el lenguaje de las alianzas políticas. Identificarse con formas de resistencia plausibles en países del capitalismo avanzado va de la mano, a veces, con la inclinación elitista de la historiografía burguesa como es descrita por Ranajit Guha.

La creencia en la plausibilidad de una alianza política global es también predominante entre las mujeres de los grupos sociales dominantes, interesadas en un “feminismo internacional” en los países “compradores”. Al otro extremo del espectro, las más alejadas de cualquier posibilidad de una alianza en una lista que contenga a “las mujeres, los presos, los soldados conscriptos, los pacientes de hospitales y los homosexuales” (Foucault, 1977: 216) son justamente las mujeres del subproletariado urbano. En su caso, la negativa a marchar al ritmo del consumismo y la estructura de la explotación aparecen combinadas con elementos basados en relaciones sociales patriarcales.

Hacia el otro lado de la división internacional del trabajo, el sujeto explotado no puede ni conocer ni articular el texto de la explotación femenina, aun si se logra visibilidad en lo absurdo de la falta de representación llevada a cabo por el intelectual que le está creando un espacio para que ese sujeto hable. La mujer sufre así una doble violencia.

Aun así esto no abarca la heterogeneidad del Otro. Fuera del circuito de la división internacional del trabajo (aunque no de modo absoluto), existe gente cuya conscientización no se puede aprehender si nos cerramos a la benevolencia al construir el Otro homogéneo y lo referimos solamente a nuestro propio lugar en el sitio de la Identidad o del Yo. En esta zona hay granjeros que viven de la propia subsistencia, hay trabajadores agrarios no sindicalizados, hay tribus y hay comunidades de obreros sin trabajo en la calle o en el campo.

Enfrentarse con todos ellos no significa representarlos (en el sentido de “vertreten”), sino re-presentarnos (en el sentido de “darstellen”) a nosotros mismos. Esta argumentación podría conducirnos, claro está, a una crítica de la antropología disciplinar y a una reconsideración de la relación entre la pedagogía elemental y la educación científica. Ese gesto habría de llevarnos también a cuestionar la exhortación implícita nacida entre intelectuales que han elegido un tema de opresión que estuviera “naturalmente articulado”, y que tal tema llegara a través de una historia abreviada en su modo de producción,

El hecho de que tanto Deleuze como Foucault hayan ignorado la violencia epistémica del imperialismo y de la división internacional del trabajo sería menos importante de lo que en realidad es, si al finalizar su conversación no entraran a considerar asuntos del Tercer Mundo.

Pero, en Francia, es imposible ignorar el problema del tiers monde, como a los habitantes de las colonias franco-africanas. Deleuze, naturalmente, limita su consideración del Tercer Mundo a reflexionar sobre esta élite regional vernácula, que es “idealmente subalterna”. En este contexto, las referencias a un mantenimiento de un ejército extra de trabajadores caen en una sentimentalidad étnica que causa el efecto inverso. Dado que está hablando de la herencia territorial imperialista dejada por el siglo XIX, su referencia se dirige al Estado-nación más que al centro globalizador:

El capitalismo francés necesita urgentemente un significante flotante de desempleo. En esta perspectiva, comenzamos a verla unidad de las formas de la represión; la restricción en la inmigración, una vez que se ha comprobado que los puestos más difíciles e ingratos son cubiertos por inmigrantes; la represión en las fábricas, porque los franceses deben volver a adquirir el “gusto” por un trabajo que se torna cada día más duro; la lucha contra la juventud y la represión en el sistema educativo. (Foucault, 1977: 211-212)

Este es un análisis al parecer aceptable. Sin embargo, muestra nuevamente que el Tercer Mundo puede entrar en el programa de resistencia de una política de alianzas dirigida contra la “represión unificada” sólo cuando es confinada a grupos provenientes del Tercer Mundo que tienen acceso directo al Primero.[52] Esta benevolente apropiación del Primer Mundo y reinscripción del Tercer Mundo como Otro es la característica fundacional de mucho del tercermundismo que circula en las Humanidades del mundo académico norteamericano.

Foucault, por su parte, continúa la crítica contra el marxismo invocando la discontinuidad.

La marca real de la “discontinuidad geográfica <o geopolítica>” sería la división internacional del trabajo. Pero Foucault usa el término para distinguir entre explotación (como extracción y apropiación de plusvalía; es decir, dentro del vocabulario marxista) y dominación (como noción de los estudios acerca del Poder) y sugerir así que el mayor potencial para la resistencia basada en las políticas de alianza se halla en el segundo término.

Ese autor no puede de ninguna manera reconocer que tal acceso monista y unificado a una concepción de “Poder” (que metodológicamente supone un sujeto de poder) ha sido posible gracias a un cierto estadio de explotación, dado que su visión de una discontinuidad geográfica es geopolíticamente específica al Primer Mundo.

Así afirma Foucault entonces que:

“Esta discontinuidad geográfica de la que Usted habla puede significar quizás lo siguiente: tan pronto como luchamos contra la explotación, el proletariado no sólo conduce la lucha sino que define sus blancos, sus métodos, sus lugares y sus instrumentos; y aliarse con el proletariado sería consolidar su posición, su ideología; sería alzar de nuevo las motivaciones para su combate. Esto significa la total inmersión <en el proyecto marxista>. Pero, si se trata de luchar contra el poder, entonces todos aquellos que no lo soporten pueden empezar a dar su batalla en cualquier lugar en que se encuentren y en los términos que su propia actividad (o pasividad) les dicten. Al embarcarse en esta lucha que es su propia lucha, en la que comprenden con claridad sus objetivos y donde pueden determinar ellos mismos los métodos, esas personas entrarán en el proceso revolucionario. Como aliados del proletariado, para estar seguros, puesto que el poder se maniobra de tal modo que como para que pueda prolongarse la explotación capitalista. Ellos sirven genuinamente la causa del proletariado al luchar en los lugares en que se encuentren ellos mismos en estado de opresión. Las mujeres, los presos, los soldados conscriptos, los pacientes de hospitales y los homosexuales han comenzados ahora una lucha específica contra la forma particular de poder, contra las compulsiones y controles que se hallan oprimiéndolos. “(Foucault, 1977: 216)

Éste es un programa admirable de resistencia localizada. Donde sea posible, este modelo de resistencia no se presentará, entonces, como una alternativa, sino como un complemento de lucha a nivel macrológico a los largo de las trincheras del marxismo. Sin embargo, si la situación es realmente universal, está ajustándose para dar una prioridad no admitida del sujeto. Sin una teoría de las ideologías, este gesto puede conducir a la más peligrosa de las utopías.

Foucault ha sido, por cierto, un brillante pensador en su capacidad de darle un lugar al poder, pero la conciencia de una reinscripción topográfica del imperialismo no logra dar una configuración a sus presuposiciones. Este autor, en rigor, cae en la trampa de una versión restringida de Occidente producida por la reinscripción que así ayuda a consolidar sus propios efectos.

Nótese, entonces, según se hace evidente en un pasaje posterior de sus declaraciones, la omisión del hecho de que un nuevo mecanismo de poder en el transcurso de los siglos XVII y XVIII (cuando se obtuvo la extracción de plusvalía sin la coerción extra-económica según lo desarrolla Marx), aparezca asegurado por medio del imperialismo territorial —la Tierra y sus productos— “en todas partes”.

Así para Foucault, sin embargo la representación de la soberanía sería crucial en todos esos teatros de la acción: “En los siglos XVII y XVIII nos encontramos con la aparición de un fenómeno importante, el surgimiento, o mejor dicho: la invención de un nuevo mecanismo de poder que posee un alto nivel de técnicas específicamente procesales…lo que es también, creo, absolutamente incompatible con las relaciones de soberanía. Este nuevo mecanismo de poder depende más de los cuerpos y de lo que éstos hacen que de la tierra y sus productos.” (Foucault, 1972-1977: 104).

A causa de una laguna frente a este primer embate de “discontinuidad geográfica”, Foucault puede permanecer impertérrito ante la segunda acometida ocurrida en la segunda mitad de nuestro siglo, identificándola simplemente como: “la derrota del Fascismo y la declinación del estalinismo” (Foucault, 1972-1977: 87).

Aquí conviene citar la alternativa que postula Mike Davis: “Fue más bien la lógica global de la violencia contrarrevolucionaria, la que creó las condiciones para la interdependencia económica pacífica de un imperialismo atlántico bajo la mirada amonestadora del liderazgo norteamericano…Fue la integración militar multinacional bajo el lema de la seguridad colectiva frente al peligro de la URSS lo que precedió y aceleró la interpenetración de las economías capitalistas mayores, haciendo posible a la vez la nueva era de un liberalismo comercial que floreció entre 1958 y 1973”.[53]

Allí, dentro de este surgimiento de un “nuevo mecanismo de poder”, es donde debemos leer un establecimiento en los escenarios nacionales de las resistencias a la economía y la acentuación de conceptos tales como poder y deseo que privilegian la escala microscópica.

Así, por ejemplo, se sigue expresando Davis al respecto: “Esta centralización casi absolutista del poder estratégico militar en manos de los Estados Unidos iba a permitir una subordinación ilustrada y flexible para sus sátrapas principales. En casos especiales demostró ser altamente adaptable a las pretensiones residuales imperialistas de los franceses e ingleses…quienes no dejaban de mantener alta la consigna de una fervorosa movilización contra el comunismo durante todo el período.”

Así aun tomando precauciones contra nociones peligrosamente tan homogéneas como “Francia”, debe decirse que los conceptos uniformes tales como “lucha de clases” o declaraciones lapidarias del tipo de “como el poder, la resistencia es múltiple y puede integrarse dentro de estrategias globales” (Foucault, 1972-1977: 142), pueden interpretarse en virtud de la propuesta de Davis. No estoy sugiriendo, sin embargo, como lo hace Paul Bové, que “para un pueblo desterrado y sin hogar <se refiere a los palestinos> atacado militar y culturalmente un problema tal <está aludiendo a la frase de Foucault donde éste declaraba que “meterse en política…es tratar de conocer con la mayor honestidad posible si la revolución es de desear”> es una costosa locura propia de la riqueza de los occidentales”. (Bové, 1983: [54]).

Estoy sugiriendo, más bien, que adquirir una versión sobre Occidente que se contenga a sí misma es ignorar el lugar que juega en su propia creación el proyecto imperialista.

Algunas veces parecería que la llamativa brillantez del análisis de Foucault acerca de varios siglos de imperialismo europeo produjera una versión en miniatura de ese fenómeno tan heterogéneo: la ocupación del espacio, pero llevada a cabo por los doctores; el desarrollo de la administración, pero dentro de los hospicios; las consideraciones de la periferia, pero en términos que dan el protagonismo a los locos, los prisioneros y los niños. Así, la clínica, el hospicio, la prisión, la universidad, todos parecen ser territorios de alegorías-biombo que ocultan la lectura de los relatos más amplios del imperialismo. (Se podría abrir una discusión similar en torno al bestial motivo de la “desterritorialización” en Deleuze/Guattari).

Así Foucault puede decir en tono menor: “Uno puede muy bien no hablar de algo porque no sabe nada sobre el tema” (Foucault, 1972-1977: 66). Y, con todo, ¿hay que volver a decir que existe una ignorancia sancionada que todo crítico del imperialismo tiene el deber de registrar?

III

Considerando la situación más corriente por la que los académicos norteamericanos reciben una fuerte influencia de la crítica francesa, nos encontramos con la siguiente idea generalizada: mientras que Foucault trataría de la historia, la política real y los problemas sociales reales; Derrida, en cambio, resultaría inaccesible, esotérico y “textualístico” [textualistic]. El lector de estas páginas se hallará probablemente bien familiarizado con esta idea recibida.

Terry Eagleton, por su parte, comenta: “No puede negarse que la tarea propia <de Derrida> ha sido en su mayor parte ahistórica, evasiva a nivel político y ajena a considerar, en la práctica, el lenguaje como ‘discurso’ <es decir: lenguaje como función>”. Eagleton continúa recomendando, por ello, el estudio foucaldiano de las “prácticas discursivas”.

Perry Anderson, a su vez, construye una historia similar: “En Derrida se produce la auto-anulación del estructuralismo que se hallaba latente con el recurso a la música o a la locura en Lévi-Strauss o Foucault. Sin deseo de establecer ninguna exploración de las realidades sociales, Derrida no tiene tampoco ningún empacho en deshacer las construcciones de sus dos antecesores, adscribiéndoles una ‘nostalgia por los orígenes’ —de corte rousseauniano, para el uno, y presocrático, para el otro— y cuestionando con qué derecho estos autores podrían sostener la validez de sus respectivos discursos sobre sus propios puntos de partida.”[55]

El presente ensayo tiene como objeto, en rigor, sostener la idea, ya sea en defensa de Derrida o no, de que una nostalgia por orígenes perdidos puede ser negativa para la exploración de las realidades sociales dentro de una crítica del imperialismo.

La agudeza de la lectura favoritista de Anderson no le impide a este autor, por cierto, detectar justamente los problemas que yo estoy poniendo de manifiesto en Foucault: “Foucault tocó la nota profética cuando declaró en 1966 que “El hombre se hallará en un proceso de agonía en tanto el problema del lenguaje se encuentre encandilándonos en nuestro horizonte cada vez con mayor potencia”. Pero, ¿quién es el ‘nosotros’ que percibe o posee tal horizonte?”.

Sin embargo, Anderson tampoco ve en el Foucault tardío la intrusión de un Sujeto Occidental que se halla en estado de ignorancia, un Sujeto que marca su dominio con la desaprobación. Anderson considera la actitud de Foucault del modo habitual, como la desaparición del Sujeto cognoscente como tal; y en Derrida, Anderson encuentra el desarrollo final de esta misma tendencia: “En el hueco del pronombre ‘nosotros’ yace la aporía de este proyecto” (Anderson, 1983: 52).

Considérese, finalmente, el triste dictum de Said, que deja entrever una profunda desconfianza por la noción de “textualidad”: “La tarea crítica de Derrida nos lleva hasta dentro del texto, la de Foucault se mueve dentro y fuera de él” (Said, 1983: 183).

Por mi parte, he tratado de hacer convincente la idea de que existe una preocupación mayúscula por la política de los oprimidos y que un reiterado pedido de autoridad a Foucault puede ocultar la actitud de privilegiar lo intelectual y del sujeto “concreto” de la opresión que, de hecho, es el que realiza el pedido. Mirando las cosas desde un ángulo opuesto, aunque aquí no tenga la intención de pasar revista a la opinión específica de Derrida promovida por críticos tan prestigiosos [como Eagleton, Anderson y Said], quiero dedicar la siguiente parte del debate a algunos puntos de la obra de Derrida que contienen una utilidad de largo alcance para los pueblos que se hallan fuera del Primer Mundo.

Esto no es una disculpa; Derrida es, verdaderamente, de difícil lectura y el objeto de su estudio es la filosofía clásica. Con todo, Derrida resulta menos peligroso —cuando se lo entiende— que el baile de máscaras intelectual del Primer Mundo como el ausente sin representación que deja que los oprimidos hablen por sí mismos.

Voy a considerar un capítulo que Derrida escribió en la década del 60. Se trata de “De la gramatología como ciencia positiva” (Derrida, 1967). En este capítulo, Derrida discute la idea de si la “deconstrucción” puede conducir a una práctica adecuada, ya sea ésta crítica o política.

La cuestión es, entonces, cómo lograr que un Sujeto etnocéntrico mantenga la objetividad en el propio establecimiento de sí mismo en el momento de definir selectivamente al Otro. Este no es un proyecto, en rigor, para el Sujeto como tal; más bien se trata de una plataforma para el intelectual occidental benevolente. Sin embargo, la especificidad del problema es la cuestión central para aquellos de nosotros que sienten que el “sujeto” tiene una historia y que la tarea del sujeto del conocimiento del Tercer Mundo en nuestro momento histórico es resistir y criticar el “reconocimiento” de ese Tercer Mundo cuando éste se logra por “asimilación”.

Con el objeto de proponer una crítica de los hechos más que una crítica basada en el patetismo del impulso eurocéntrico del intelectual europeo, Derrida admite que no puede formular al “Primer Mundo” las preguntas que habría que responder para establecer los límites de su argumentación. Este autor, sin embargo, en ningún momento sostiene que la gramatología pueda elevarse más allá del empirismo, según lo expone Frank Lentricchia, dado que esa categoría, como sucede con el misma empirismo no sirve para contestar a las cuestiones primeras.

En este sentido, Derrida coloca el conocimiento “gramatológico” a la par de los problemas que surgen en la investigación empírica. Por lo tanto, “la deconstrucción” no sería un nuevo término para “la desmistificación ideológica”, pues cuando la investigación empírica busca refugio en el campo del conocimiento gramatológico “debe operar con ‘ejemplos”‘ (Derrida, 1967: 98).[56]

Los ejemplos que Derrida despliega para mostrar los límites de la gramatología como ciencia positiva provienen de una auto-justificación ideológica apropiada dentro de un proyecto imperialista. En el siglo XVII, afirma este autor, existían tres tipos de “prejuicios” que, operando en la historia de la escritura constituían, un “síntoma de la crisis de la conciencia europea” (Derrida, 1967: 99): “el prejuicio teológico”, “el prejuicio chino” y “el prejuicio jeroglifista”.

El primero puede resumirse en la idea de que Dios escribió un texto primigenio y natural en hebreo o en griego. El segundo indica que el chino es el patrón perfecto para la escritura filosófica, pero es sólo un patrón, pues la escritura filosófica “es independiente con respecto a la historia” (Derrida, 1967: 105) y transformaría a la lengua china en una escritura fácil de aprender que habría de superar al idioma chino actual.

El tercer prejuicio sostiene que la escritura egipcia es demasiado sublime como para ser descifrada. El primer prejuicio mantiene la “actualidad” del hebreo o el griego, los últimos dos (“el racional” y “el místico”, respectivamente) entran en colisión con el fin de sostener al primero, donde se ubica el centro del logos visto como el Dios judeo-cristiano (la apropiación del Otro del helenismo a través de asimilación es una historia ya antigua) —un “prejuicio” todavía sostenido con el objetivo de dar a la cartografía del mito judeo-cristiano el estatuto de una historia geopolítica:

“El concepto de la escritura china funcionaba como una especie de alucinación europea. (…) …ese funcionamiento obedecía a una necesidad rigurosa. (…) No estaba perturbada por el saber, limitado pero real, del que entonces se podía disponer en relación con la escritura china, / Al propio tiempo que el “prejuicio chino”, un “prejuicio jeroglifista” había producido el mismo efecto de enceguecimiento interesado. El ocultamiento, lejos de proceder, en apariencia, del desprecio etnocéntrico, adquiere la forma de la admiración hiperbólica.

No hemos terminado aún de verificar la necesidad de este esquema. Nuestro siglo no se ha liberado de él: siempre que el etnocentrismo es precipitada y ruidosamente conmovido cierto esfuerzo se resguarda silenciosamente detrás de lo espectacular para consolidar una situación interna y extraer de él cierto beneficio de puertas adentro. (Derrida, 1967: 106) [Traducción modificada por J.A.; subrayado de la autora]

Derrida pasa, luego, a ofrecer dos posibilidades características para solucionar el problema del Sujeto Europeo, que busca presentar a un Otro que consolide la situación interna, su propio estatuto de sujeto. Lo que sigue en el texto de Derrida es un rendimiento de cuentas de la complicidad entre la escritura —la apertura de la sociedad privada y pública— y las estructuras del deseo, el poder y el devenir del capitalismo. En este momento, el autor deja fuera de consideración la vulnerabilidad de su propio deseo de conservar algo que es, paradójicamente, al mismo tiempo, inefable y no-trascendental.

Al criticar la producción del sujeto colonial, este lugar inefable y no-trascendental (“histórico”) es llenado por el sujeto subalterno.

Derrida cierra el capítulo volviendo a mostrar que el proyecto de la gramatología debe desarrollarse dentro del discurso de la presencia. Esto implica no una crítica de la presencia, sino la toma de conciencia de que el itinerario del discurso de la presencia en la propia crítica es un llamado de atención precisamente en contra de una pretensión demasiado declarada en favor de la transparencia de los motivos, la palabra “escritura” como denominación del objeto y el modelo de la gramatología es una práctica que “no podía llamarse escritura sino en la clausura [clôture: área cerrada] histórica, vale decir en los límites de la ciencia y la filosofía” (Derrida, 1967: 126).

En estos pasajes Derrida se encuentra alineándose con Nietzsche y con los discursos filosóficos y psicoanalíticos, más que con categorías específicamente políticas, con el fin de sugerir una crítica al eurocentrismo en la constitución del Otro.

Como intelectual postcolonialista, no me siento perturbada por el hecho de que esta postura no haya sido una vía para mí —como parece ser inevitablemente para los europeos— hacia la meta específica que esta crítica hace necesaria. Más importante me parece, en cambio, que, en tanto filósofo europeo, Derrida consiga expresar la tendencia del sujeto europeo de constituir al Otro como marginal al etnocentrismo y que le dé un lugar a ese proceso como problema, con todos sus empeños logocéntricos y, por lo tanto, gramatológicos (dado que la tesis central del capítulo es la complicidad entre los dos): y no como un problema general, sino europeo.

Dentro de este contexto del etnocentrismo, Derrida trata denodadamente de desjerarquizar al Sujeto del pensamiento o del conocimiento, a pesar de ser el “blanco textual” (Derrida, 1967: 126); pero lo que es pensamiento por ser “un pasaje vacío”, sigue estando en el texto y, por ello, debe ser consignado como el Otro de la historia. Este vacío [blankness] inabordable fijado en sus límites por un texto interpretable es lo que un crítico postcolonialista del imperialismo querría ver desplegado dentro del área acotada de Europa como el lugar de la producción de teoría.

Los críticos e intelectuales postcolonialistas podemos intentar desplazar su propia producción sólo presuponiendo ese vacío como inscripto en el texto. Pero dar cuenta del pensamiento o del sujeto pensante haciéndolo visible o invisible parece, en cambio, ocultar el reconocimiento implacable del Otro logrado a través de la asimilación. Con tales recaudos Derrida, entonces, no proclama que “se deje hablar al otro/ a los otros”, sino que convoca a un “llamado” al “otro por completo” (tout-autre, como opuesto al otro que se afirma a sí mismo) para “transmitir a modo de delirio esa voz interior que es la voz del otro en nosotros”.[57]

Derrida considera al etnocentrismo de la ciencia europea de la escritura en el siglo XVII tardío y temprano siglo XVIII como un síntoma de la crisis general de la conciencia en Europa.

Naturalmente que esto es parte de un síntoma más amplio, o quizás la crisis misma en el lento pasaje del feudalismo hacia el capitalismo a través de las primeras oleadas del imperialismo capitalista. Por mi parte, me parece que el trayecto de reconocimiento a través de la asimilación del Otro puede ser trazado de modo más interesante aun en la constitución imperialista del sujeto colonial que en las incursiones reiteradas hacia el psicoanálisis o hacia la “figura” de la mujer, aunque la importancia de estos dos enfoques dentro del deconstruccionismo no debería ser minimizada. Pero Derrida no entró (o quizás no pudo entrar) en ese campo de lucha.

Cualesquiera que sean las razones para esta ausencia específica, lo que me parece útil es el trabajo sostenido y en desarrollo todavía sobre la mecánica de la constitución del Otro.

Podemos usar esto con mayor ventaja analítica e intervencionista que las pretensiones de autenticidad del Otro. A este nivel, lo que sigue siendo útil en Foucault es la mecánica de la disciplinarización e institucionalización, es decir, la constitución del colonizador. Foucault no lo relaciona con ninguna versión, temprana o tardía, proto o post-imperialista. Pero ello es muy fructífero para los intelectuales preocupados por la decadencia de Occidente.

La seducción en aquéllos (y el temor en nosotros) radica en que puedan permitir la complicidad del sujeto que investiga (el profesional masculino o femenino) para disfrazarse a sí mismos detrás de una pretensión de claridad de objetivos [transparency].

IV

¿Puede hablar el sujeto subalterno? ¿Qué es lo que los círculos de élite deben hacer para velar por la continuación de la construcción de un discurso subalterno? En este contexto la cuestión de la “mujer” parece especialmente problemática. En una palabra: si se es pobre, negra y mujer la subalternidad aparece por triplicado.

Pero, sin embargo, si esta formulación se transfiere desde el contexto del Primer Mundo al del mundo post-colonial (que no es lo mismo que el Tercer Mundo), la cualidad “negro” o “de color” pierde mucho de su connotación persuasiva. La estratificación necesaria para la constitución del sujeto colonial en la primera fase del imperialismo capitalista hace de la marca “color” un elemento inútil como significante emancipador.

Enfrentados ante la feroz benevolencia normalizadora de la mayor parte del radicalismo humanista y científico en los Estados Unidos y Europa (con su reconocimiento por asimilación),y ante el creciente aunque heterogéneo cese del consumismo en la burguesía “compradora” de la periferia y la exclusión de los márgenes de esa misma articulación de los centros de la periferia (los “verdaderos y diferentes grupos subalternos”), en esta área la analogía de conciencia de clase más que conciencia de etnia parece prohibida tanto a nivel histórico, como disciplinar y prácticamente.

Y esto sucede de modo igual para los grupos de izquierda como para los representantes de las derechas. No se trata, empero, justamente de una cuestión de desfasaje doble como no lo es tampoco de encontrar una alegoría psicoanalítica que permita la adaptación de la mujer del Tercer Mundo al del Primero.

Los reparos que acabo de expresar son válidos si hablamos de la conciencia en la mujer subalterna, o de modo más aceptable, en el sujeto subalterno. Lo que se requiere hoy en día es hacer informes, o mejor dicho, participar en trabajo anti-sexista entre mujeres de color o entre mujeres bajo opresión de clase en el Primer Mundo o en el Tercero. Al mismo tiempo, habremos de recibir de buen grado todo lo que tenga que ver con el rescate de información en estas áreas silenciadas relacionada con la antropología, las ciencias políticas, la historia y la sociología.

Sin embargo, asumir y construir la conciencia y al sujeto, implica tal esfuerzo y voluntad que, a la larga, ello viene a converger con la tarea de constitución de un sujeto imperialista, entrelazando la violencia epistémica con los avances del aprendizaje y de la civilización. Y la mujer subalterna seguirá muda como siempre.[58]

En un campo tan acotado como éste, no es fácil formular la pregunta sobre la toma de conciencia de la mujer subalterna. En este sentido, resulta más urgente recordarles a los radicales pragmáticos que una pregunta semejante no es simplemente un modo idealista de desviar la atención de lo que importa. Aunque todos los proyectos feministas o anti-sexistas no pueden reducirse al mencionado, ignorarlo sería un gesto de falta de conocimiento político, que, por otra parte, tiene una larga data y que colabora con ese radicalismo masculino que hace que el lugar de enunciación del investigador sea tan evidente.

Buscando aprender a dirigirse al sujeto históricamente mudo representado en la mujer subalterna (más bien que intentando escucharla o hablar por ella), una intelectual postcolonialista “desaprende” sistemáticamente privilegios acordados a la mujer. Este desaprendizaje sistemático implica aprender a criticar el discurso postcolonialista con las mejores herramientas que él mismo puede proveer y no simplemente a sustituir la figura ya perdida del “colonizado”.

Así, cuestionar la mudez nunca cuestionada antes de la mujer subalterna dentro del proyecto antiimperialista de los estudios sobre subalternidad no es, como sugiere Jonathan Culler, “producir una diferencia difiriendo” o “apelar a…la identidad sexual definida como esencial y privilegiar las experiencias asociadas con esa identidad”.[59]

La versión de Culler del proyecto feminista es posible dentro de lo que Elizabeth Fox-Genovese ha llamado “La contribución de las revoluciones democrático-burguesas al individualismo social y político de las mujeres”.[60] Muchas de nosotras estuvimos obligadas a comprender el proyecto feminista según lo describe Culler en este momento, ya cuando estábamos, como en mi caso, todavía organizando la agitación en los centros académicos norteamericanos.[61]

Eso significó para mí un paso necesario en mi propia educación hacia un “desaprendizaje” y sirvió para consolidar la convicción de que el proyecto principal del feminismo occidental continúa y, al mismo tiempo, desplaza la batalla hacia el derecho al individualismo entre hombres y mujeres en situaciones de una movilidad social creciente.

Es posible suponer que el debate entre el feminismo de Estados Unidos y la “teoría” europea (según se la presenta generalmente entre las mujeres de Norteamérica e Inglaterra) ocupa un rincón muy importante en ese mismo campo. Yo veo con agrado la incitación a que el feminismo norteamericano se vuelque más hacia la “teoría”. Me parece, sin embargo, que el problema de un sujeto mudo en el caso de la mujer subalterna, aunque no sea solucionado por una búsqueda “esencialista” de orígenes perdidos, no puede tampoco encontrar la respuesta en más teoría dentro del ámbito anglo-americano.

La exhortación a una mayor utilización de un pensamiento teórico se presenta a menudo en nombre de una crítica del “positivismo”, que aparece en este contexto como idéntico al  “esencialismo”. Sin embargo, Hegel, el introductor moderno del “trabajo de la negación”, no se mantenía ajeno a la noción de esencias.

Para Marx, justamente, la curiosa persistencia del esencialismo dentro de la dialéctica era un problema profundo y en ebullición. Así puede considerarse espuria la estricta oposición binaria entre positivismo/esencialismo (léase EE.UU.), por un lado, y la “teoría”, (léase, la teoría francesa o franco-alemana a través de la angloamericana), por otro.

Además de ocultar la ambigua complicidad entre el esencialismo y la crítica al positivismo (puesta de relieve en el capítulo de su libro que Derrida tituló “De la gramatología como ciencia positiva”), esta corriente yerra al dar por sentado que el positivismo no es una teoría. Con esta jugada se pretende la aparición de un nombre propio, una esencia positiva: la Teoría. Y nuevamente lo que queda sin considerar es el lugar de enunciación del investigador.

Cuando esta polémica por los territorios se desplaza al Tercer Mundo, no se produce ningún cambio en la cuestión del método. La discusión no puede tomar en cuenta, en rigor, que no existen registros de elementos para constituir el itinerario de una huella del sujeto sexuado que permitan ubicar la posibilidad de la diseminación en el caso de la mujer como individuo subalterno.

A pesar de todo, veo con buenos ojos que el feminismo haga causa común con la crítica al positivismo y la desfetichización de lo concreto. Estoy muy lejos de sentir aversión por el hecho de aprender algo gracias al trabajo que realizan los teóricos occidentales, aunque también he aprendido ya a insistir en que se debe señalar el propio posicionamiento del sujeto que investiga. Dadas esas condiciones y en calidad de crítica literaria, me he dedicado, por necesidad táctica, a examinar el inmenso problema de la conciencia de la mujer como individuo subalterno.

Así reinventé el problema en una frase, transformándola en el objeto de una simple semiosis: ¿Qué significa esa proposición? La analogía pasa aquí por la victimización ideológica de un Freud y el posicionamiento de un intelectual postcolonialista como sujeto investigador.

Como ha demostrado Sarah Kofman, la profunda ambigüedad en el uso freudiano de la mujer como chivo emisario es una reacción y una formación hacia un deseo inicial y continuo de dar una voz a la histérica, de transformarla en el sujeto de la histeria.[62]

La formación masculinamente imperialista e ideológica que dio forma a este deseo moldeándolo como la “seducción de la hija” es parte de la misma formación que construye la monolítica figura de “la mujer del Tercer Mundo”. Como intelectual postcolonialista, yo tampoco he podido desligarme de esa misma influencia. Por ello, parte de nuestro proyecto de “desaprendizaje” consiste en dar articulación a esa formación ideológica — midiendo los silencios, si es necesario — para introducirla dentro del objeto de investigación.

Así, en el momento de considerar estas preguntas: ¿Puede hablar el sujeto subalterno? y ¿Puede narrar un sujeto subalterno (en tanto mujer)?, nuestros esfuerzos por dar una voz al individuo subalterno en la historia van a estar doblemente expuestos a correr el riesgo del discurso freudiano. Como resultado de estas reflexiones, ensamblé las frases del siguiente modo: “Los hombres blancos están protegiendo a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura” con un ánimo no demasiado diferente de aquél que se encuentra en las investigaciones de Freud cuando arma la frase “Ein Kind wird geschlagen” (“Le pegan a un niño”).[63]

El uso que en este caso hace Freud no implica una analogía isomórfíca entre la formación del sujeto y la conducta del colectivo social, que es también una práctica frecuente —acompañada a menudo de una referencia a Wilhelm Reich— en la conversación mantenida entre Deleuze y Foucault. De este modo, esto no significa que yo esté sugiriendo que mi frase indica una fantasía colectiva sintomática de un itinerario colectivo de represión sadomasoquista

en una empresa imperialista colectiva. Existe una simetría satisfactoria en tal alegoría, por cierto, pero yo invitaría al lector a considerar lo expuesto como un problema de psicoanálisis “salvaje” [lego o incompetente], más bien que como una solución definitivamente establecida.[64]

Del mismo modo como cuando Freud insiste haciendo a la mujer el chivo emisario de la situación descrita en “Ein Kind wird geschlagen”,[65] pero también en otros de sus textos, ello revela su interés político, aunque de modo imperfecto, también mi insistencia en la producción del sujeto imperialista en relación con mi frase pone en evidencia mi lugar político de enunciación.

Por otro lado, yo estoy tratando de imbuirme del aura que posee la metodología general freudiana en la estrategia de una frase que Freud construyó como una afirmación sacada de las muchas confesiones que su paciente le comunicó. Esto, sin embargo, no significa que yo haya de ofrecer un caso de transferencia como un modelo isomórfico para la transacción entre lector y texto (el texto sería aquí mi frase). La analogía entre transferencia y crítica literaria o historiografía no es más que una fructífera catacresis.[66]

Decir que el sujeto es un texto no autoriza a la inversión del tipo “el texto verbal es un sujeto”.

Más bien me siento fascinada por el modo en que Freud realiza el predicado de una historia de represión que conduce a la producción de la frase final. Es una historia con un doble origen, uno oculto en la amnesia de la niña[67] y el otro localizado en nuestro pasado arcaico, donde se asume de modo implícito un espacio pre-originario en el que el ser humano y el animal no se hallaban todavía diferenciados. Así nos inclinamos a imponer una homología de la estrategia freudiana al discurso marxista para explicar la disimulación de la economía política imperialista y esbozar una historia de la represión que produce una proposición como la que yo presento. Esta historia tiene también un doble origen, uno escondido en la manipulación detrás de la abolición del sacrificio de las viudas llevada a cabo por Gran Bretaña en 1829;[68] el otro se halla ubicado en el pasado clásico y védico de la India hindú: el Rg-Veda y el Dharmasãstra. Sin ninguna duda, existe también un espacio pre-originario indiferenciado que sirve de soporte a esta historia.

La proposición construida por mí es una muestra de entre los muchos desplazamientos surgidos para describir la relación entre los hombres de piel oscura y los blancos (donde a veces se hallan implicadas las mujeres de los dos grupos). Esa afirmación se ubica, por lo tanto, entre otras que expresan “admiración hiperbólica” o una culpa piadosa que Derrida comenta en conexión con el “prejuicio jeroglifista”. La relación entre el sujeto imperialista y sus temas puede ser considerada, cuando menos, ambigua.

La viuda hindú asciende a la pira del marido muerto para inmolarse sobre ella. Esto es conocido como “el sacrificio de la viuda”. (La transcripción tradicional del término sánscrito para “viuda” sería sati, pero los primeros colonizadores británicos lo habían transcripto como suttee). Este rito no tenía alcance universal ni era establecido en relación a la casta o a la clase social. Pero la abolición del rito por parte de los británicos fue algo comprendido en general dentro de la máxima “Los hombres blancos están protegiendo a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura”. Las mujeres blancas — según consta en los registros de las misionarias británicas del siglo XIX hasta el de Mary Daly — no han producido una interpretación

que valiera como comprensión alternativa del fenómeno. En contraste con esto, el argumento nativista indio se presenta como una parodia de la nostalgia por los orígenes perdidos: “Las mujeres deseaban, en realidad, la muerte”.

Las dos afirmaciones recorren un largo camino hasta encontrar su mutua legitimación.

Pero lo que no se oye es el testimonio de la propia voz de la conciencia femenina. Tal testimonio no sería, por cierto, tampoco trascendente ideológicamente o sería catalogado como “completamente” subjetivo, pero habría servido para sentar las bases de producción de una afirmación contraria. Al repasar los nombres (grotescamente mal transcriptos) de aquellas mujeres, las viudas sacrificadas, incluidos en los informes policiales de los registros de la East India Company, es imposible pensarlos emitiendo una “voz”. Lo máximo que puede deducirse es la inmensa heterogeneidad que se filtra a pesar de la ignorancia que trasunta semejante esbozo de rendimiento de cuentas (así, las castas, por ejemplo, aparecen descritas como “tribus”). Ante el entramado dialéctico que representan las dos afirmaciones: “Los hombres blancos están protegiendo a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura” y “Las mujeres deseaban, en realidad, la muerte”, la mujer intelectual postcolonialista formula la pregunta de una simple semiosis: ¿Qué significa esto?, para comenzar a tejer una historia.

Marcando el momento en que nace no sólo una sociedad civilizada, sino también una “buena sociedad” en el seno de una confusión interna, es el momento también en que se invocan a menudo acontecimientos singulares que infringen la letra de la ley para realzar en ella su espíritu. “La protección de las mujeres” llevada a cabo por varones a menudo suministra tales ocasiones. Se nos recordó, por otro lado, sin embargo, que los colonizadores hacían gala de su absoluta pretensión de no interferir en las costumbres y las leyes nativas. Es interesante, entonces, prestar atención a la invocación de esa transgresión sancionada de la letra en aras del espíritu como puede leerse en la afirmación de J.D.M.Derrett: “La verdadera primera legislación en la Ley Hindú fue llevada a cabo sin el consentimiento de un solo hindú”.

La legislación carece aquí de nombre. La próxima proposición donde la medida aparece con su denominación es igualmente muy interesante si se consideran las implicaciones de una supervivencia, después de la descolonización, de la “buena” sociedad establecida durante el dominio colonial: “La recurrencia del sati en la India independiente es un resurgimiento oscurantista que no ha de sobrevivir por mucho tiempo ni siquiera en las regiones más atrasadas del país.”[69]

En este caso lo que me interesa no es si la afirmación de Derrett es correcta o no, sino que la protección de la mujer (hoy en día de “la mujer del Tercer Mundo”) deviene un significante para el establecimiento de una buena sociedad que, en determinados momentos fundacionales, debe transgredir la mera legalidad o la justicia de las políticas legales. En este caso particular, el proceso permitió también la redefinición como crimen de lo que había sido tolerado, conocido o inclusive alabado como ritual.

En otras palabras, este ejemplo paradigmático en la legislación hindú trascendió los límites entre lo público y lo privado.

Aunque la narrativa histórica foucaldiana al ocuparse sólo de Europa Occidental, descubre nada más que tolerancia para la criminalidad hasta la fecha del desarrollo de la criminología, a finales del siglo XVIII (Derrida, 1972-1977: 41), su descripción teórica de la episteme es aquí pertinente: “La episteme es el ‘dispositivo’ que hace posible la separación no entre lo verdadero y lo falso, sino de lo que no puede ser caracterizado como científico” (1972-1977: 197); es decir, el ritual opuesto al crimen, donde lo primero cae bajo la superstición y lo segundo bajo las ciencias jurídicas.

El salto dado por el suttee de lo privado a lo público establece una clara aunque compleja relación con el momento de cambio de una presencia británica que pasa de mercantil y comercial a territorial y administrativa. Ello puede ser rastreado en correspondencia con las instituciones como los destacamentos policiales, los tribunales de primera instancia y los otros, así como los tribunales de directores y del príncipe regente, etc.

Es interesante notar, además, que desde el punto de vista de un “sujeto colonial”, también salido del feudalismo y de la transición al capitalismo, sati es un significante con una connotación social inversa:

Se trata de grupos que se han vuelto psicológicamente marginales a causa del impacto que les ha producido el contacto con la occidentalización…y se han sentido presionados a demostrar, a otros y a sí mismos, su pureza ritual y su lealtad a la alta cultura tradicional. Para muchos de ellos el rito de sati se tornó una prueba importante de su conformidad a viejas normas cuando esas mismas normas se habían vuelto vacilantes desde adentro.[70]

Si este el primer origen histórico de la frase que presento como paradigmática, ese origen se pierde en la noche de los tiempos que incluye el trabajo, el relato de la expansión capitalista, la paulatina liberación de la fuerza del trabajo como mercancía, la narrativa de los modos de producción y la transición del feudalismo pasando por el mercantilismo hasta llegar al capitalismo.

Sin embargo, la precaria normatividad de esta narración está sostenida por la supuesta constancia en la falta de cambio y en el abismo que separa el modo “asiático” de producción. Se afirma esto cada vez que se hace evidente que la historia de la lógica del capital es la historia de Occidente, que el imperialismo establece la universalidad del modo narrativo de producción y que ignorar al individuo subalterno hoy en día es, quiérase o no, continuar con el proyecto imperialista.

El origen de mi frase paradigmática se pierde, entonces, al mezclarse con otros discursos más poderosos. Dado que la abolición de sati fue en sí misma admirable, ¿es posible todavía maravillarse que su descubrimiento revelara deseos intervencionistas, considerando quién podría haber acuñado semejante frase?

La imagen del imperialismo como la instancia que estableció la buena sociedad en la India aparece acompañada por la idea de la mujer como objeto de protección desde su propio modo de ser. ¿Cómo es posible analizar la disimulación en la que incurre la estrategia patriarcal, que aparentemente le garantiza a la mujer libre elección como sujeto?

En otras palabras, ¿cómo se hace el pasaje desde lo británico a lo hindú? Aun este intento debe mostrar que el imperialismo no puede identificarse con el cromatismo o el mero prejuicio contra la gente de color. Para acercarse a esta cuestión, me referiré brevemente al Dharmasãstra (Escrituras fundamentales) y al Rg-Veda (Conocimiento de alabanza).

Estos textos representan el origen arcaico en mi homología con Freud. Por supuesto que mi tratamiento del tema no será exhaustivo. Mis lecturas son, más bien, un análisis interesado e inexperto, proveniente de una mujer salida del postcolonialismo, que se dirige al modo cómo se construye la represión con el fin de construir una narración alternativa de la conciencia femenina, es decir, del ser de la mujer, y por lo tanto, de la mujer que es buena, o sea: del deseo de la mujer buena; o sea: del deseo de la mujer. Paradójicamente, somos testigos del lugar inestable que ocupa la mujer en la inscripción de una individuación social.

Los dos aspectos en el Dharmasãstra que me interesa tratar son el discurso sobre los suicidios sancionados por la tradición y la naturaleza de los ritos fúnebres.[71] Enmarcada entre estos dos discursos, la auto-inmolación de las viudas parece una excepción a la regla. La doctrina de las Escrituras indica en general que el suicidio es reprensible. Queda un margen, sin embargo, para ciertas formas de suicidio que, en tanto realizaciones que siguen una determinada regulación, pierden la categoría de suicidios. La primera categoría de suicidios codificados surge del tatvajnãna, o conocimiento de la verdad.

En este caso el sujeto cognoscente comprende la insubstancialidad o la mera condición de fenómeno (que puede llegar a ser lo mismo que la afenomenalidad) de su propia identidad. En cierto momento, tat tva fue interpretado como “lo tú” [en inglés: “that you”], pero aun sin esta lectura, tatva significa “cosidad” [en inglés: “thatness”, “quiddity”]. Así, ese yo iluminado conoce verdaderamente la “cosidad” de su identidad. La destrucción de esa identidad no es atmãghãta (un asesinato de sí mismo). La paradoja de conocer los límites del conocimiento es que la afirmación más fuerte del operativo para negar la acción no puede ser un ejemplo de sí mismo.

De modo curioso, el auto-sacrificio de los dioses es sancionado por una ecología natural práctica para la elaboración de la economía de la Naturaleza y del Universo, más que para el auto-conocimiento. En este estadio lógicamente anterior en la cadena particular de desplazamientos, al estar habitados por dioses más que por seres humanos, suicidio y sacrificio (ãtmaghãta y ãtmadãna) se presentan con la pequeña diferenciación de una sanción “interior” (auto-conocimiento) o “exterior” (relacionado con un significado físico ecológico).

Este discurso filosófico, sin embargo, no deja lugar para el auto-sacrificio de la mujer.

Para este caso especial, buscamos la esfera de los suicidios codificados que no pretendan conocimiento de la verdad como un estado que, en todo caso, es fácilmente verificable y pertenece al área de sruti (lo que fue oído) más que smirti (lo que fue recordado). Esta excepción a la regla general sobre el suicidio anula la identidad fenoménica del auto-sacrificio, si éste aparece realizado en ciertos lugares más que en cierto estado de iluminación. En este sentido, pasamos de una sanción interior (conocimiento de la verdad) a una exterior (lugar de peregrinación). Una mujer puede, entonces, llevar a cabo este último tipo de suicidio que no es considerado tal.[72]

Sin embargo, éste no es el lugar apropiado para que la mujer anule el nombre propio de “suicidio” en virtud de la destrucción de su propio yo. Para ella se trata solamente de una autoinmolación sobre la pira de su marido muerto. (Los pocos ejemplos masculinos citados en la antigüedad hindú de auto-inmolación en otra pira, considerados prueba de entusiasmo o devoción hacia un maestro o superior, revelan la estructura de dominación dentro del rito).

Este suicidio que no es tal puede leerse como el simulacro tanto de un conocimiento de la verdad como de piedad del lugar. En el primer caso es como si el conocimiento dentro de un sujeto de su propia insubstancialidad y la mera fenomenalidad se dramatizaran de modo tal que el marido muerto deviniera el ejemplo exteriorizado y el lugar del sujeto extinguido, mientras que la viuda se tornaría el (no) agente que “dramatiza el operativo”. Si pensamos en el segundo caso de simulacro, sería como si la metonimia para todos los lugares sagrados fuera ahora ese lecho de madera ardiente, erigido en un elaborado ritual, donde se consume el sujeto femenino, legalmente desplazado de sí.

Es justamente en este marco profundamente ideológico del lugar desplazado del sujeto mujer donde entra en juego la paradoja de una libre elección. Para el sujeto masculino, se trata de la felicidad del suicidio, una felicidad que ha de anular más que establecer su estatuto como tal. Para el sujeto femenino, una auto-inmolación sancionada, aun si hace desaparecer el efecto de “caída” (pãtaka) relacionada con un suicidio no permitido, redundaría en alabanza por su propio acto de elección pero sobre otro registro. En la producción inexorablemente ideológica del sujeto sexuado, tal muerte puede entenderse desde el sujeto femenino como un significante excepcional de su propio deseo, que excedería la regla general de la conducta de una viuda.

En ciertos períodos y regiones esta reglamentación de excepción se tornó ley general en modo específico relacionada con la clase social. Ashis Nandy da testimonio justamente de su predominio muy marcado en los siglos XVIII y comienzos del XIX en Bengala, debido a factores que van desde el control de la población a una misoginia comunitaria (Nandy, 1975).

Su predominio en esas áreas durante ese período se explica, por cierto, por el hecho de que en Bengala —a diferencia del resto de la India— las mujeres podían ser herederas. Entonces, lo que los británicos leían como el caso de pobres mujeres víctimas camino al matadero es de hecho un campo de batalla ideológico. Como ha apuntado correctamente P. V. Kane, el gran historiador del Dharmasãstra, al sostener que el hecho de que:

…que en Bengala la viuda de un miembro que no tiene hijos aun en una familia hindú extensa sea poseedora de prácticamente los mismos derechos sobre el conjunto de la propiedad familiar que habría tenido su marido fallecido… debe haber conducido con frecuencia a los miembros restantes a deshacerse de esa viuda apelando, en el momento de mayor angustia, a su devoción y amor por el mando. (Kane, 1963: II.2. 635)

A pesar de ello, la mirada masculina benevolente e ilustrada consideraba y sigue considerando con simpatía el “coraje” de la libre elección femenina en este asunto. Por consiguiente, los varones aceptan la producción del sujeto sexuado subalterno:

La India moderna no justifica la práctica de sati, pero sólo una mente torcida puede censurar a los indios de hoy por expresar admiración y reverenciar el frío e indoblegable coraje de las mujeres de la India cuando se tornaban satis o realizaban el jauhar para llevar a cabo sus ideales de conducta femenina. (Kane, 1963: II.2. 636).

Lo que Jean-François Lyotard ha denominado el “différend”, como la inaccesibilidad o la intraducibilidad de un modo de discurso dentro de una polémica hacia otro modo de discurso, aparece vividamente ilustrado en estos ejemplos.[73]

En tanto el discurso que los británicos percibían como un ritual pagano aparece transformado (Lyotard diría “no traducido”) en hecho criminal, una diagnosis del libre arbitrio femenino es sustituida por otra.

La auto-inmolación de las viudas no fue, por cierto, una prescripción ritual invariable. Y, sin embargo, si la viuda realmente decide exceder la letra del ritual, echarse atrás es una transgresión para la que se estipula un tipo especial de castigo (Kane, 1963: II.2. 633). Por oposición, ser disuadida después de haberse decidido a la inmolación, ante la presencia del oficial de la policía británica quien registraba el sacrificio, era en la viuda un signo de real libre elección, una elección por la libertad.

La ambigüedad de la posición de la élite colonial india se revela en la romantización nacionalista de pureza, fuerza y amor que se colocaba en las mujeres que elegían ser víctimas. Los dos textos claves al respecto son el canto de agradecimiento de Rabindranath Tagore dedicado a “las abuelas paternas de Bengala y a su auto-renuncia” y la alabanza del suttee por parte de Ananda Coomaraswamy como “la última prueba de la perfecta unidad entre el alma y el cuerpo” (Sena, 1925: 2. 913-914).

Obviamente no estoy .aquí abogando por el asesinato de viudas en la India. Lo que pretendo es sugerir que existen dos versiones contrapuestas de libertad, y que la constitución de sujeto femenino en la vida es el lugar del “diferendo”. En el caso de la auto-inmolación, el ritual aparece redefinido no como superstición sino como crimen. La gravedad de sati consistía, en cambio, en que era ideológicamente registrado como “recompensa”, así como la gravedad del imperialismo consistía en que era considerado como una “misión social”. La explicación de Edward Thompson con respecto al “castigo” es digna, por lo tanto, de un comentario. Este autor sostiene que:

Puede parecer injusto e ilógico que los mongoles empalaran y despellejaran vivos a los enemigos sin ningún empacho y que otras naciones europeas tuvieran terribles códigos penales y que un siglo antes que el suttee empezara a producir un impacto en la conciencia de los ingleses, en Europa se escenificaran orgías de quema de brujas y persecuciones religiosas sin que los europeos se sintieran lastimados en sus sentimientos.

Pero las diferencias se basaban para ellos en esto: que las víctimas de sus crueldades eran torturadas por medio de la ley que detectaba a quienes la infringían, mientras que las víctimas del suttee no eran castigadas por una infracción, sino que era la debilidad física la que las colocaba a merced del varón. El rito venía a probar así una falla moral y una arrogancia como no se había puesto en evidencia en ninguna otra transgresión humana. (Thompson, 1928: 132)

Entre la mitad y el fin del siglo XVIII, siguiendo el espíritu de la codificación de la ley, los británicos colaboraron en la India con brahmanes letrados, consultándolos para decidir si el suttee era legal dentro de la versión homogeneizada con que presentaban la legislación hindú.

La colaboración fue a menudo muy particular, como en el caso de la importancia acordada a la disuasión ante la inmolación. A veces, como en la prohibición general sãstrica en contra de la inmolación cuando ésta iba a tener lugar entre viudas con hijos pequeños, la actitud británica parece confusa.[74]

Al comienzo del siglo XIX, las autoridades británicas —y especialmente los británicos en Inglaterra— sugerían de modo constante que esa colaboración hacía aparecer a los ingleses como avalando las prácticas de inmolación. Cuando finalmente fue aprobada la ley, se borró automáticamente la historia de un largo período de colaboración, mientras se hacía escuchar un discurso celebratorio del hindú noble que se había opuesto al hindú malvado, capaz de toda clase de atrocidades:

La práctica del suttee…es repugnante a los sentimientos de la naturaleza humana…En diferentes instancias se han perpetrado atrocidades que han escandalizado a los mismos hindúes…Actuando bajo estas consideraciones, el Gobernador General en la Asamblea —sin intentar separarse de uno de los más importantes principios del sistema británico de Gobierno en la India que consiste en que a todas las clases de la población se les garantice la observancia de sus ritos religiosos, en tanto se pueda suscribir a ese sistema sin violar los excelsos dictados de la justicia y de la humanidad— se arroga el derecho de establecer las siguientes normas… (Kane, 1963: II.2, 624-625)

Por supuesto, nadie se dio cuenta de que aquí se trataba de una ideología alternativa como codificación graduada que veía el suicidio en tanto excepción y no como rotulación pecaminosa. Quizás, en cambio, el sati debió haber sido interpretado como martirio, donde el difunto habría aparecido como el Uno trascendental, o como la Guerra, y en ese caso el marido fallecido habría simbolizado al Soberano o al Estado, por cuyo motivo habría podido ponerse en movimiento una ideología transida con la idea de auto-sacrificio.

En realidad, el rito fue caratulado como asesinato, infanticidio y exposición mortífera de las más añejas tradiciones.

Así se produjo el exitoso borramiento de la ambigua ubicación del libre arbitrio para el sujeto constituido sexuadamente en tanto mujer. Y aquí no hay modo de seguir huellas de un itinerario. Dado que los otros suicidios sancionados por la tradición no incluían la escena de esta constitución, no se adscribieron en el campo de batalla ideológico en el origen arcaico —en la tradición del Dharmasãstra— ni en el marco de la reinscripción del ritual como crimen —que estipuló la abolición británica de sati. La única transformación relacionada fue la reinscripción realizada por Mahatma Gandhi de la noción de satyãgraha, o huelga de hambre; como acto de protesta. Éste no es el lugar para discutir los detalles de este enorme cambio. Simplemente me limitaré a invitar al lector a comparar el aura que pudo rodear al sacrificio de las viudas con el que rodeó la resistencia de Gandhi. La raíz etimológica de la primera parte de la palabra satyãgraha y sati es, sin embargo, la misma.

Desde el comienzo de la Era Puránica (desde el año 400), hubo brahmanes que se hallaban debatiendo la propiedad del sati corno forma de suicidio codificado en lugares sagrados en general (Un debate que no ha cesado en el ámbito académico). A menudo entraba en la cuestión la proveniencia: de casta. Rara vez, sin embargo, se debatía la ley general para las viudas —en cuanto a la obligación de observancia de brahmacarya. En este sentido, hay que decir que no es suficiente traducir este concepto como “soltería” [pero no existiría otro término más apropiado; en inglés: “celibacy”].

Debe hacerse notar que de los cuatro años del ser en la psico-biografía normativa hindú (o brahmánica), brahmacarya es la práctica social anterior a la inscripción familiar del matrimonio. El varón —ya se trate de un hombre viudo o casado— se gradúa al pasar por el vãnaprastha (la selva de la vida) hacía la “soltería” madura y renunciación de samnyãsa (el dejar de lado).[75]

La mujer como esposa es indispensable para garhasthya, o manutención de los bienes hogareños, y ella puede acompañar a su esposo a atravesar la selva de la vida. Según la norma brahmánica ella no tiene acceso, sin embargo, a la “soltería” final de ascetismo, o samnyasa. La mujer como viuda, por la regla general de la doctrina sagrada, debe regresar a un estadio anterior transformada en lo inmóvil. Los daños institucionales que acompañan a esta ley son bien conocidos, pero lo que yo estoy considerando aquí es el efecto asimétrico de ello sobre la formación ideológica del sujeto sexuado.

Es mucho más importante que no hubiera habido, en rigor, una polémica abierta en torno a este destino no excepcional de las viudas —ni entre los hindúes mismos ni en el diálogo entre hindúes y británicos— que el hecho de que fuera condenada activamente la prescripción excepcional de auto-inmolación.[76]

En este caso, la posibilidad de recuperación de un sujeto (sexualmente) subalterno aparece una vez más en un estado de pérdida y de sobre-determinación. Esta asimetría legalmente programada en el estatuto del sujeto que efectivamente define a la mujer como objeto de un marido, opera obviamente llevando agua para el molino del status simétricamente legal del sujeto masculino. La auto-inmolación de la viuda llega a ser, por este motivo, el caso extremo de la ley general más que la excepción a ella. No debe sorprender, por lo tanto, que se hable de recompensas celestiales para sati, dado que la cualidad de ser de un objeto que tiene un poseedor único aparece realzada en virtud de una rivalidad con otras mujeres, aquellas bailarinas que danzan en el cielo en estado de éxtasis, como parangones de belleza femenina y goce masculino que cantan en su alabanza:

En el cielo, ella, dedicada tan sólo a su marido y alabada por grupos de apsaras [bailarinas celestiales], se dedica a competir con su esposo tanto tiempo como imperen los catorce Indras. (Kane, II.2. 631)

Al ubicar el libre arbitrio de la mujer en la auto-inmolación, su profunda ironía se revela una vez más en un verso que acompaña el primer pasaje: “En tanto la mujer [como esposa: stri] no se queme a sí misma en la pira por la muerte de su marido, nunca será liberada [mucyate] de su cuerpo femenino [strisarir —es decir: en el ciclo de los nacimientos]”. Aun asociando muy sutilmente una liberación general a partir del agente individual, el suicidio sancionado por la tradición especialmente para las mujeres obtiene su estrictez ideológica por medio de una identificación de ese agente con una categoría supraindividual, como si dijera: “mátese en la pira de su marido ahora y así podrá aniquilar su cuerpo femenino en el ciclo entero de la procreación del futuro”.

En una ramificación más de esta paradoja, al destacar el libre arbitrio se ratifica, al mismo tiempo, la desdicha particular de poseer un cuerpo femenino. El término usado aquí para el ser que va a arder en la pira es el vocablo corriente de “espíritu” en el más elevado de los sentidos (ãtman); el verbo “liberar”, a través de su vínculo con la raíz de “salvación” en la acepción más sublime (muc>moska), aparece en su forma pasiva (mocyate); mientras que, en cambio, la palabra de aquello que será aniquilado en el ciclo de los nacimientos es el término más común para significar “cuerpo”.

El mensaje ideológico subyacente se hace evidente en la admiración puesta de manifiesto de modo benevolente por los historiadores masculinos del siglo XX: “El Jauhar [grupo de viudas de guerra en auto-inmolación provenientes del aristocrático Rajput o viudas de guerra inminentes] practicado por las damas de Rajput en Chitor y en otros lugares con el fin de salvarse de las inenarrables atrocidades de los musulmanes triunfantes es demasiado bien conocido como para desarrollarlo con detalle” (Kane, 1963: II.2. 629).

Aunque el jauhar no es, hablando estrictamente, un acto de sati y, aunque no quiero tratar aquí tampoco el tema de la violencia sexual tradicionalmente aceptada entre los conquistadores masculinos, ya sean musulmanes o no, es importante decir que la autoinmolación femenina aparece en este marco como una legitimación de la violación en tanto hecho “natural”, y obra a la larga dentro de una visión interesada de la posesión única genital de la mujer.

Las violaciones grupales perpetradas por los ejércitos conquistadores es una celebración metonímica de adquisición territorial. Del mismo modo que la ley general en torno a las viudas de la India se presentaba sin cuestionar, así también aquel acto de heroísmo persiste entre los relatos patrióticos contados a los niños, operando, al mismo tiempo, en el nivel más craso de reproducción ideológica. Ese relato ha jugado también un enorme papel, precisamente en su calidad de significante hiper-marcado, saliendo a la escena en el momento de actuación del comunitarismo hindú.

Simultáneamente, la problemática más amplia de la constitución del sujeto sexuado aparece ocultada por la silueta más imponente de la evidente violencia del acto de sati. Así la tarea de recuperación de un sujeto (sexualmente) subalterno se pierde en la textualidad institucional en las raíces de su origen arcaico.

Corno he dicho antes, al poder transferirse transitoriamente el estatuto del sujeto legal como poseedor de una propiedad al deudo femenino, se le daba una fuerza mayúscula al autosacrificio de las viudas. Raghunandana, el fines del siglo XV y comienzos del XVI, cuyas interpretaciones prestan supuestamente la mayor autoridad a tales prácticas de realce, hace suyo un curioso pasaje del Rg-Veda, el más antiguo de los textos hindúes, el primero de los Srutis (lo que fue oído).

Al hacerlo, continúa una centenaria costumbre que conmemora una lectura errónea, que es peculiar e ingenua, como sí allí estuviera el verdadero lugar de la sanción de la tradición. Se trata de versos que ponen de relieve ciertos pasos en el decurso de los rituales fúnebres. Pero aun una simple lectura pone en evidencia que “no está dirigido de ninguna manera a mujeres que acaban de enviudar, sino a las damas que forman parte de la servidumbre del hombre fallecido, pero cuyos propios maridos se hallan con vida”; ¿por qué fue considerado, entonces, un juicio autorizado?

La transposición no demasiado realzada del individuo fallecido, que toma el lugar de los maridos vivos, pertenece a un orden diferente de misterio en el origen arcaico entre los que hemos venido presentando. El texto prosigue: “Dejad que aquellas cuyos maridos son honorables y se hallan vivos entren en la morada con claros ungüentos en sus ojos./Dejad que esas mujeres entren primeras en la morada, sin llanto, llenas de salud y magníficamente ataviadas.” (Kane, 1963: II.2. 634).

Pero esta significativa transposición no es el único error. La pretensión de autoridad está basada en un controvertido pasaje que, además, es leído de modo diferente. En la segunda línea citada, el término para “primeras” es en el texto original “agr” Algunos han leído ese vocablo como “agn” (Oh, fuego). Como el mismo Kane aclara, sin embargo, “inclusive sin ese cambio Apararka y otros relacionan el pasaje con la práctica de sati” (Kane, 1963: IV.2. 199).

En este sentido, llegamos a un punto donde se produce otra barrera protectora frente al origen de la historia del sujeto femenino subalterno.

¿Se trata de otro caso de onirocrítica histórica que deba desplegarse sobre la base de una afirmación del tipo de las que hace Kane: “Por lo tanto, hay que admitir que o bien que la letra está corrompida o que Raghunandana cometió un desliz inocente” (Kane, 1963: II.2. 634). Hay que agregar, además, que el resto del poema trata sobre la ley general de brahmacarya en estado de inmovilidad para las viudas (donde sati es una excepción) o sobre nigoya: “señalar a un hermano o a cualquier deudo cercano para despertar la atención sobre el marido difunto llevando al altar a su viuda”.[77]

Así como Kane es la autoridad en el caso de Dharmasãstra el libro Principies of Hindú Law de Mulla es su guía práctica. Este análisis de textos correspondería a lo que Freud llamaría “lógica en cadena”, puesto que el manual de Mulla aduce, de modo igualmente lapidario, que los versos Rg-Védicos considerados eran la prueba de que: “el nuevo casamiento de las viudas y el divorcio eran reconocidos en algunos de los textos antiguos”.[78]

Sólo corresponde mostrar asombro ante el papel jugado por el término yoni. En este contexto, vinculado al adverbio de lugar agré (en el frente), yoni significa “morada”. Sin embargo, este sentido no borra su primera acepción genital (aunque no necesariamente referido sólo a los genitales femeninos). ¿Por qué, entonces, habría de tomarse como autoridad para explicar la elección de las viudas en el auto-sacrificio justamente un pasaje que celebra la entrada de mujeres ataviadas en una morada que en este caso se denomina yoni cuando habría una iconicidad extracontextual que remitiría más bien a una entrada en la producción pública o en el nacimiento?

Paradójicamente, la asociación entre la idea de vagina y fuego presta cierta fuerza a la pretensión de autoridad antes comentada.[79] Esta paradoja se ve acrecentada por la modificación introducida por Raghunandana quien lee lo siguiente: “Dejad que ellas asciendan primeras a la morada fluyente [en el sentido de “origen”], oh fuego <o de fuego>“. ¿Por qué se ha de aceptar, además, lo siguiente: “Probablemente esto significa que el fuego sea para ellas tan fresco como el agua’“ (Kane, 1963: 11.2. 634)? El fluido genital del fuego, es decir, una frase salida de un pasaje corrompido, podría representar una indeterminación sexual para suministrar la metáfora a la indeterminación intelectual de tattvajnãna (Conocimiento de la verdad).

En párrafos anteriores he hablado de una narración alternativa como construcción para la conciencia femenina> que termina siendo para la mujer que es buena> y de allí para el deseo de la mujer buena> que pasa a ser para el deseo de la mujer. Este desplazamiento puede ser visto también en el propio término de sati, la forma femenina de sat. Esta última palabra trasciende toda noción específicamente sexual de lo masculino, sin embargo, para ascender a la esfera no solamente de la universalidad humana sino al dominio de lo espiritual. Se trata del participio presente del verbo ‘‘ser”, y en este sentido significa no sólo lo “que es”, sino también “Verdad”/ “Dios”/ “Justicia”.

En los textos sagrados su sentido es “esencia”, “espíritu universal”. Como prefijo también indica “apropiado”, “oportuno”, “ajustado”. Por otro lado, pertenece al estilo suficientemente elevado como para servir de traducción a los términos de la filosofía occidental moderna, como se da, por ejemplo, en el uso del “Sein” heideggeriano.

Pero sati —la forma femenina— significa simplemente “buena esposa”.

Es el momento ahora de revelar que sati o suttee, como el nombre propio del rito de auto-inmolación de las viudas en la India, guarda la memoria de un error gramatical por parte de las autoridades británicas, del mismo modo que la nomenclatura de “indio americano” conmemora un error concreto por parte de Colón. La palabra en numerosas lenguas de la India significa “el arder de sati” (es decir, de la “buena esposa”), quien así escapa a la inmovilidad regresiva de la viuda en brahmacarya. Esto ejemplifica la hiper-marcación de etnia, clase y diferencia sexual en toda la situación. Pero tal vez esta sobre-determinación sólo puede ser percibida cuando se lleva a la parodia de sí misma, al mostrar cómo se impone sobre algunas mujeres una compulsión ideológica más extensa en el acto de provocar la identificación, dentro de la práctica discursiva, de la virtud de “buena esposa” con la auto-inmolación en la pira del marido.

En la otra cara de esta constitución del objeto, la abolición de aquello que justamente daría la ocasión para el establecimiento de una buena sociedad en la India, que va más allá de una sociedad puramente de buenas costumbres, es lo que estoy tratando de debatir, en tanto implica la manipulación hindú de la constitución del sujeto mujer.

Antes he mencionado la obra de Edward Thompson titulada Suttee y publicada en 1928. Aquí no puedo, sin embargo, dedicarle a esta obra el comentario que ella se merece como perfecto ejemplo de una verdadera justificación del imperialismo en su papel de misión civilizadora. He de decir, con todo, que en ningún momento de ese libro, escrito por alguien que declara “amar a la India”, se problematiza la injerencia británica y su “beneficiosa crueldad” como caso motivado por un expansionismo territorial o una planificación de capitalismo industrializado (Thompson, 1928: 37).

El problema que se halla en este libro es, por cierto, una cuestión de representación: la construcción de un concepto continuo y homogéneo de la categoría “India” en términos de autoridades del Estado y de administradores británicos, por lo menos desde la perspectiva del sentido común, que sería la expresión clara de un humanismo razonable. “La India” puede ser representada también, en otro sentido, por sus dominadores imperiales. La razón para las referencias a suttee en este párrafo tiene que ver con la versión que presenta Thompson de esta palabra desde la primera frase de su obra donde aparece con el sentido de “leal” (faithful), una traducción inadecuada que, siendo una licencia poética, le permite insertar al sujeto femenino en el discurso del siglo XX (Thompson, 1928: 15).

Considérese también el elogio de Thompson para el General Charles Hervey en su apreciación acerca del problema de sati: “En Hervey se encuentra un pasaje donde su autor consigue provocar piedad por un sistema que buscaba solamente la belleza y la constancia de la mujer. Así Hervey registró los nombres de satis que habían muerto en las piras de Bikanir Rajas, y la lista contenía “Reina del Rayo”, “Rayo de Sol”, “Delicia de Amor”, “Guirnalda”, “Virtud Encontrada”, “Eco”, “Consuelo”, “Claro de Luna”, “Frase de Amor”, “Corazón amado”, “Juego de la Mirada”, “Nacida del Follaje”, “Sonrisa”, “Capullo de Amor”, “Sino feliz”, “Vestida de Niebla” o “Salto de Nube”, siendo el último el más repetido”.

En esta cita, Thompson no hace más que imponer una vez más el mandato típico de la alta clase inglesa de la época victoriana sobre lo que el llama preferentemente “his woman”, tomando posesión de la mujer hindú para salvarla en contra del sistema. Además, Bikanir pertenece al área de Rajasthan, y allí cualquier discusión en torno al tema de la auto-inmolación, especialmente si se daba dentro de la clase dominante, se hallaba íntimamente vinculada a la construcción positiva o negativa del comunitarismo hindú (o ario).

Una consideración en cuanto a la transcripción erróneamente patética de los nombres de satis provenientes del artesanado, del campesinado, de la clase sacerdotal pueblerina, de prestamistas o del clero y de grupos sociales en el área de Bengala, donde el auto-sacrificio era más común, seguramente no hubiera proporcionado la misma cosecha florida. (Y es de notar que para Thompson los bengalíes son “imbéciles”). O quizás sí. Pues no hay más peligroso juego que transponer nombres propios a sustantivos comunes, para usarlos después como evidencia sociológica. He tratado de reconstruir los nombres de esa lista y así empecé a percibir la arrogancia que ocultaba la estratagema de Hervey y Thompson.

¿Cómo pudo haber sido el nombre Consuelo [Comfort] en hindú? ¿Era acaso Shanti? Se recomienda a los lectores de este artículo recordar el último verso de “La tierra baldía” (The Wast Land), de T.S.Eliot. Allí esa palabra, “comfort”, porta la marca de connotación de una de las formas de los estereotipos sobre la India: la magnificencia de las ecuménicas Upanishad. ¿O acaso “Consuelo/Comfort” estaba traduciendo el nombre más doméstico de “Swasti” (“comodidad”)? Y entonces habría que relacionarlo con la “swastika”, la marca ritual brahmánica para el bienestar hogareño (del tipo “Dios bendice nuestro Hogar”), llevado hasta el estereotipo como parodia criminal de una hegemonía aria. Entre estas dos apropiaciones, Shanti y Swasti, ¿dónde quedó nuestra viuda bella y constante quemada en la pira? El aura de los nombres propios les debe mucho a escritores como Edward FitzGerald, traductor de las Rubayyat de Omar Khayyam, quien colaboró a construir cierta imagen de la mujer oriental, bajo el presupuesto de la objetividad de su versión, que era entendida, por ello, como una pintura exactamente sociológica.[80]

Gracias a este tipo de reconocimiento, los nombres de pila traducidos al azar de una serie de filósofos franceses contemporáneos o el cuerpo de directores de cualquier prestigioso consorcio sureño norteamericano habría de servir de prueba de una feroz adscripción a una teocracia angelical y hagiocéntrica. Tales deslizamientos de la pluma pueden naturalmente transferirse también a los sustantivos comunes, pero el nombre propio es el más susceptible para la trampa. Y es este singular misterio de sati desde el punto de vista inglés lo que estamos discutiendo aquí.

Después de semejante domesticación del sujeto y del tema, Thompson puede escribir bajo el título de “La psicología de “Sati” lo siguiente: “He tratado de examinar esta cuestión, pero la verdad es que cesó de intrigarme” (Thompson, 1928: 137).

Entre el patriarcado y el imperialismo, entre la constitución del sujeto y la formación del objeto, lo que desaparece es la figura de la mujer, pero no esfumada en la Nada prístina, sino que ella sufre un violento traslado basado en una figuración desplazada de “la mujer del Tercer Mundo” atrapada entre tradición y modernización. Estas consideraciones pueden servir, pues, para revisar cada uno de los detalles de los juicios que parecen valederos para una historia de la sexualidad en Occidente:

Tel serait le propre de la répression, et ce qui la distingue des interdits que

maintient la simple loi pénale: elle fonctionne bien comme condamnation à disparaître, mais aussi comme injonction de silence, affirmation d’inexistence, et constat, par conséquent, que de tout cela il n´y a rien à dire, ni à voir, ni à savoir.

Esto sería la cualidad propia de la represión y lo que la distingue de las prohibiciones mantenidas por la simple ley penal: funciona bien en tanto condena que insta a desaparecer, pero también como exhortación al silencio, como afirmación de inexistencia, y constatación, por lo tanto, de que de todo eso no hay nada que decir, ni ver ni saber.[81]

El caso de suttee como ejemplo de la mujer en el imperialismo podría significar un reto y, como tal, reconstruiría esta oposición entre sujeto (la ley) y el objeto del conocimiento (la represión), marcando el lugar de la “desaparición” con algo diferente que el silencio o la no existencia, como una violenta aporía entre el estatuto del sujeto y del objeto.

“Sati” es un nombre propio muy difundido hoy en día en la India. El dar a una niña el nombre de “buena esposa” encierra una ironía en su prolepsis. Y esta ironía es tanto mayor en el sentido de que en esta cultura el significado de los sustantivos comunes no es un principio de gestación de los nombres propios.[82]

Detrás de este procedimiento se instala en este caso la Sati de la mitología hindú: Durga como manifestación de “buena esposa”.[83]

En una parte de la historia, Sati —que es mencionada ya bajo este nombre— llega a la corte de su padre sin haber sido invitada y careciendo de una invitación para su divino esposo Shiva. Su padre comienza a hablar mal de Shiva, por lo que Sati muere de pena. Shiva, por su parte, arriba a la corte enfurecido y danza sobre el universo transportando sobre sus hombros el cadáver de Sati. Vishnu provoca el desmembramiento de su cuerpo de modo que partes de él se dispersen por el mundo. En torno a cada pieza de ese cuerpo desmembrado se gesta un gran lugar de peregrinación.

Estas figuras, como la diosa Atenea —“hijas de sus padres y como tales declaradamente no contaminadas por el útero materno”— son de utilidad en el momento de establecer la autohumillación ideológica de las mujeres, que debe separarse de una actitud deconstructiva frente a un sujeto esencialista.

La historia de la Sati mítica, al invertir cada narratema del rito, realiza una función similar: el marido vivo venga la muerte de su esposa, de modo que una transacción entre los grandes dioses masculinos lleve a cabo la destrucción del cuerpo femenino que pasa a inscribirse en la tierra como geografía sagrada.

Pero ver esto como una prueba del feminismo del hinduismo clásico o considerar que si la cultura india aparece centrada en una diosa se trata, por lo tanto, de un sistema feminista, es, sin embargo, una contaminación tan ideológica dentro del nativismo o de un etnocentrismo inverso como lo fue para el imperialismo el proceso de borrar la imagen de la preclara Madre Durga en su lucha, connotando el nombre propio Sati sólo con el significado de la pira de auto-inmolación de la viuda desprotegida que, por consiguiente, debe y puede ser salvada. En este movimiento no hay margen para que el sujeto sexuado subalterno pueda hablar.

Si los oprimidos en una sociedad capitalista no tienen necesariamente acceso inmediato a una resistencia que pueda considerarle “correcta”, ¿puede, entonces, la ideología del rito de sati, en tanto proveniente de la periferia, ser subsumida a un modelo de práctica intervencionista? Me corresponde proceder por vía de ejemplos en este momento, dado que este trabajo opera con la premisa de considerar tales sospechosas nostalgias como contornos bien perfilados hacia orígenes perdidos —especialmente como base para una producción ideológica contra-hegemónica.[84] (Debe quedar claro, además, que el ejemplo que ofrezco no va a abogar por la instauración de una hermandad violenta de auto-destrucción entre las mujeres. Para la comprensión de estos ejemplos hay que recordar, por otra parte, que la definición de la ley indobritánica como “Ley Hindú” es una de las marcas de la guerra ideológica contra las autoridades Mughal musulmanas en la India. Una llamativa escaramuza en esa guerra todavía inacabada fue la división del subcontinente indio. Y lo que es más: en mi opinión estos ejemplos individuales de una situación se manifiestan como fracasos trágicos en tanto modelos de una práctica intervencionista, en la medida en que yo misma cuestiono la producción de modelos en su condición de tales.

Por otra parte, como objetos de análisis discursivo para todo intelectual que no baje los brazos, pueden iluminar un aspecto del texto social, aunque más no sea de modo azaroso).

Una joven de 16 o 17 años, Bhuvaneswari Bhaduri, se ahorcó en la modesta casa de su padre en 1926 en el Norte de Calcuta. El suicidio se presentó como un enigma, pues dado que la joven se hallaba menstruando en el momento de su muerte resultaba claro que la motivación de su acto no provenía de un embarazo involuntario. Aproximadamente una década después, se descubrió que Bhuvaneswari era miembro de uno de los muchos grupos envueltos en la lucha armada por la independencia de la India. Como se supo luego, se le había asignado a esa joven cometer un crimen político. Incapaz de llevar adelante esa tarea, pero, al mismo tiempo, consciente de su responsabilidad, Bhuvaneswari puso fin a su vida.

Ella sabía también que su suicidio habría de ser interpretado como resultado de una pasión ilícita. Por ese motivo, esperó hasta el momento de aparición de su menstruación. En este acto de espera, Bhuvaneswari, en tanto brahmacãrini, que sin duda pensaba en la cualidad de “buena esposa”, reescribió quizás el texto social del suicidio por sati de una manera intervencionista. (Una explicación alternativa de su acto enigmático había sido una posible

melancolía originada en las ofensas de su cuñado que le hacía ver que ella estaba superando la edad en la que otras jóvenes ya estaban casadas). Con su resolución, Bhuvaneswari llevó a condición general el motivo sancionado para los suicidios femeninos, pero tomándose el terrible trabajo de desplazar (no solamente negar) un signo, inscribiéndolo de manera fisiológica en su cuerpo, para borrar todo aprisionamiento que apuntara a una pasión por un hombre en particular.

En el contexto inmediato, su acto fue visto como absurdo, como un caso de delirio más que de cordura. Pero el gesto de desplazamiento —esperar hasta el momento de la menstruación— es la primera inversión de una prohibición que impedía a las viudas el derecho a inmolarse: la viuda impura debía esperar públicamente hasta que el baño purificador del cuarto día mostrara que su período menstrual había terminado, para así poder reclamar su dudoso privilegio.

En mi lectura, el suicidio de Bhuneswari Bhaduri es una escritura subalterna, sin alharaca y ad hoc, del texto social del suicidio como sati, pero, al mismo tiempo, es también el relato hegemónico de esa Durga, destellante, luchadora y familiar. Las posibilidades del disentimiento que surge en el relato hegemónico de la madre luchadora se hallan bien documentados y son recordados muy bien a nivel popular a través del discurso de los líderes y participantes masculinos en el movimiento independentista. El individuo subalterno como mujer no puede ser escuchado o leído todavía.

Por mi parte, me enteré de la vida y muerte de Bhuvaneswari por vía de relaciones familiares. Antes de ponerme a investigar el caso más exhaustivamente, le pedí a una mujer bengalí —una filósofa y especialista en sánscrito cuya producción intelectual temprana es casi idéntica a la mía— que iniciara la búsqueda. Sus dos respuestas fueron: 1. ¿Por qué está usted interesada en la vida desdichada de Bhuvaneswari, cuando sus dos hermanas —Saileswari y Rãseswari— llevaron una vida tan completa y maravillosa?; 2. Les pregunté a sus nietas. Les parecía que su caso estuvo signado por un amor clandestino.

En este artículo he tratado de utilizar la deconstrucción derrideana, pero, al mismo tiempo, traspasarla, en el sentido de que no la presento como una celebración del feminismo como tal. Sin embargo, en el contexto de la problemática tratada, considero la morfología de Derrida más concienzuda y útil que las de Foucault y Deleuze, dado que la del primero aparece relacionada de modo inmediato y sustantivo con los planos “políticos” (pienso en la invitación deleuziana a “devenir mujer”), lo que hace que su influencia pueda ser más peligrosa para la academia norteamericana así como también es radicalmente entusiasta.

Derrida señala, en efecto, una crítica radical, pero ello se acompaña del peligro de apropiarse del otro por asimilación. Derrida lee la catacresis en los orígenes; exhorta a la reescritura de un impulso estructural utópico “reproduciendo como delirante la voz interior que es la voz del otro en nosotros”. En este sentido, quiero expresar aquí mi reconocimiento por la unidad en sentido macroestructural de los textos de Jacques Derrida que ya no encuentro en los autores de Historia de la sexualidad y Mil mesetas.[85]

El individuo subalterno no puede hablar, pues no existe mérito alguno en la lista completa de la lavandería donde la “mujer” sea vista como una prenda piadosa. La representación no se ha marchitado. La mujer intelectual tiene como intelectual una tarea circunscripta que ella no puede desheredar poniendo un florilegio en su firma.


[1] [Nota del traductor: La autora hace aquí un juego de palabras con el término inglés “subject”, que significa tanto “sujeto” como “tema”].

[2] Michel Foucault, Language, Counter-Memory, Practice: Selected essays and interviews, (trad. de D. F. Bouchard y Sherry Simon), Ithaca, Cornell University Press, 1977, pp. 205-217. Es importante notar que la gran “influencia” de los intelectuales de Europa Occidental sobre la academia norteamericana se canaliza a través de colecciones de ensayos más bien que a través de extensos libros traducidos. Y es comprensible que en estas antologías sean las contribuciones más diferenciadas las que ganen mayor difusión. Como ejemplo de esto puede citarse el trabajo de Derrida “Structure, sign and play”. Orbis Tertius, 1998, III (6)

[3] Existe una explícita referencia a la ola de maoísmo en Francia después de Mayo de 1998. Para este punto véase: Michel Foucault, “On Popular Justice: a discussion with Maoists”, en idem: Power/Knowledge: Selected interviews and other writings (trad. Colin Gordon), N. York, Pantheon, 1972-1977, p. 134. Este tipo de explicación refuerza mi convicción al poner al descubierto los mecanismos de la apropiación. El estatuto de China en este sentido es paradigmático: Mientras que, por una parte, Foucault aclara su postura diciendo “No sé nada sobre China”, sus interlocutores muestran sobre el tema lo que Derrida ha llamado “el prejuicio chino”.

[4] [Nota del traductor: Se ponen entre ángulos las aclaraciones de la autora que aparecen entretejidas en textos de otros].

[5] Esto es parte de un síntoma más amplio como lo ha demostrado Eric Wolf en Europe and the People without History, Berkeley, University of California Press, 1982. Orbis Tertius, 1998, III (6)

[6] Walter Benjamin, Charles Baudelaire. Ein Lyriker im Zeitalter des Hochkapitalismus, en idem: Gesammelte Schriften, bajo el cuidado de R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, Francfort, Suhrkamp, 1974-1989, Tomo I. 2, pp. 514-515.

[7] [Nota del traductor: Se han colocado corchetes para indicar aportes en otros idiomas o aclaraciones de traducción].

[8] Gilles Delleuze/Félix Guattari, L’anti-Oedipe. Capitalisme et schizophrénie, París, Minuit, 1972/1973, p. 34 (“Les machines désirantes”). Orbis Tertius, 1998, III (6)

[9] El diálogo con Jacques Alain-Miller es revelador a este respecto (Foucault: 1972-1977).

[10] Louis Althusser, Lenin and Philosophy and Other Essays, (trad. de B. Brewster), N. York, Monthly Review Press, 1971, pp. 132-133. [Nota del traductor: Por la índole de la publicación la traducción no pudo ser hecha en este caso del original francés].

[11] Para un ejemplo de los muchos que se pueden encontrar, véase Foucault, 1972-1977: 98.

[12] No debe sorprender, pues, que la obra de Foucault, en cualquier período de su producción, esté basada en una simplista concepción de represión. En este punto el antagonista no es Marx, sino Freud. Así Foucault declara: “Tengo la impresión de que ello <la noción de represión> es completamente inadecuado para el análisis de los mecanismos y efectos del poder que aparece de modo tan agudizado en las caracterizaciones que se usan hoy en día” (Foucault, 1972-1977: 92). La delicadeza y sutileza de la idea freudiana, que consiste en que bajo la represión la identidad fenoménica de los afectos aparece indeterminada porque algo desagradable puede ser deseado como placentero, de modo de provocar así una reinscripción radical en la relación entre deseo e “interés”, aparece en Foucault completamente debilitada. Para una elaboración’; acerca de la idea de represión, véase Jacques Derrida, De la gramatología (1967), ed. castellana trad. por Oscar del Barco, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971; y del mismo autor: Limited inc: abc , trad. de S. Weber, en: Glyph, 2, 1977, p. 215.

[13] [Nota del traductor: La autora alude aquí a una frase de Walter Benjamin en su quinta tesis “Sobre el concepto de la historia” (Benjamin, 1974-1989: 695) que satiriza la postura de quien cree que existe una sola manera de hacer historiografía como le sucedía al maestro de escuela Knoche].

[14] La versión althusseriana de esta situación particular puede parecer demasiado esquemática, pero, sin embargo; se muestra más cuidadosa en su programa que la argumentación de Deleuze y Foucault. Así Althusser declara: “El instinto de clase es subjetivo y espontáneo. La posición de clase es objetiva y racional.  Para llegar a posiciones proletarias de clase, el instinto de clase del proletariado necesita sólo ser educado; el instinto de clase de la pequeña-burguesía —y por lo tanto de los intelectuales— necesita, en cambio, ser revolucionarizado”. (Althusser, 1971: 13).

[15] La subsiguiente explicación de Foucault de esta afirmación deleuziana (Foucault, 1977: 145) se acerca a la propia noción de Deleuze de que la teoría no puede ser una taxonomía exhaustiva y de que está siempre formada por la praxis.

[16] Cf. las nociones sorprendentemente acríticas de “representación” que surgen en otro texto de Foucault (1972-1977: especialmente 141 y 188). Mis observaciones al final de esta sección de mi artículo donde critico las representaciones que se hacen los intelectuales de los grupos subalternos deberían distinguirse rigurosamente de una política de coalición que tome en cuenta su marco dentro de una sociedad capitalista que una al pueblo no porque son oprimidos sino en su calidad de explotados. Por supuesto que este esquema funciona bien en el caso de una sociedad democrática, donde la representación no sólo no está prohibida sino que aparece matizadamente elaborada

[17] Karl Marx, El 18 <de> Brumario de Luis Bonaparte, (trad. de O. P. Safont), Barcelona, Ariel, 1971, p. 145.

[18] Karl Marx, Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie, Francfort, Marxistische Blätter, 1972, Tomo 1, p. 167.

[19] Karl Marx: Das Kapital, op. cit., p. 101: “In ihrer Verlegenheit denken unsre Warenbesitzer wie Faust. Im Anfang war die Tat. Sie haben daher schon gehandelt, bevor sie gedacht haben” (En su incomodidad nuestros comerciantes [lit: poseedores de mercancías] piensan como Fausto: Al comienzo estuvo la acción. Por ello ya han hecho la transacción antes de pensarla).

[20] Véase al respecto la excelente breve definición de “common sense” y el debate que el concepto ha generado en el artículo de Errol Lawrence, “just plain common sense: the ‘roots’ of racism”, en: H. V. Carby, The Empire Strikes Back: Race and racism in 70s Britain, Londres, Hutchinson, 1982, p. 48.

[21] El valor de uso (Gebrauchswerf) podría ser considerado en Marx una “ficción teórica”, así como también un oxímoron potencial del “intercambio natural”. He tratado de desarrollar esta idea en un artículo titulado “Scattered speculations on the question of value”, en Diacritics: A Review of Contemporary Criticism, 15:4, 1985, pp. 73-93.

[22] La contribución de Derrida sobre el Círculo Lingüístico de Ginebra puede proveer un método para evaluar el lugar irreductible de la familia en la morfología de Marx en torno a la formación de clase. Véase J. Derrida, Marges de la philosophie, París, Minuit, 1972; esp. pp. 165-184.

[23] Soy consciente de que la relación entre marxismo y neo-kantianismo está connotada políticamente. Por mi parte, sin embargo, no veo cómo podría establecerse una línea de continuidad entre los propios textos de Marx y la ética kantiana. A pesar de ello, me parece que el cuestionamiento de Marx sobre el individuo como agente de la historia debería ser leído en el contexto de una ruptura con el sujeto individual inaugurado en la crítica kantiana frente a Descartes.

[24] Edward W. Said, The World, the Text, and the Critic, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1983, p. 243.

[25] Cf. Paul Bové, “Intellectuals at war: Michel Foucault and the analysis of power”, en Sub-Stance, 36/37, 1983, p. 44.

[26] [Nota del traductor: La autora utiliza en este pasaje un vocabulario freudiano que apunta a la idea de “ocupación” o “toma de posesión”, en el sentido de conquista de un territorio (imaginario), como “Besetzung” (en inglés: “cathexis”; y en francés: “investissement”), término con el que Freud describía el monto de energía libidinal que el individuo coloca en una meta imaginaria; véase al respecto: Anthony Wilden, Speech and Language in Psychoanalysis. Jacques Lacan, Baltimore/Londres, The Johns Hopkins University Press, 1968, p. 1991].

[27] Este punto de vista es defendido por mí en el artículo ya mencionado bajo el título de “Scattered speculations…”. Debe decirse que una vez más el Anti-Edipo no pasa por alto los textos económicos, aunque su tratamiento sea quizás demasiado alegórico. En este sentido, no ha sido muy feliz el pasaje recorrido en Mille plateaux (París, Seuil, 1980) por sus autores desde un esquizoanálisis a un rizoanálisis.

[28] Michel Foucault, Histoire de la folie à l’âge classique, París, Gallimard, 1972

[29] Aunque considero el libro de Fredric Jameson, Polítical Unconscious; Narrative as a socially symbolic act (N. York, Cornell University Press, 1981), como una obra de gran peso crítico, o quizás porque lo hago, me gustaría que mi propuesta en este trabajo fuera distinguida de un intento de recuperar los restos de una narración privilegiada. Pues como dice Jameson: “Es detectando las huellas de esa narración ininterrumpida, recuperando hacia la superficie del texto la realidad reprimida y enterrada de la historia fundamental, como la doctrina de un inconsciente político encontrará su función y su necesidad.” (Jameson, 1981: 20).

[30] [Nota del traductor: La autora hace, en su calidad de feminista, un llamativo juego de palabras intraducible en español gracias a la ambigüedad del vocablo inglés “underpinnings” (1. lo que está en la base a modo de sostén, y 2. las prendas interiores femeninas)].

[31] Entre los muchos libros posibles, me interesa citar el de Bruse Tiebout McCuily, English Education and the Origin of Indian Nationalism, N.York, Columbia University Press, 1940.

[32] Thomas Babington Macaulay, Speeches by Lord Macaulay: With his minute on Indian Education, a cargo de G.M.Young, Oxford, Oxford University Press/AMS Edition, p. 359.

[33] Keith, uno de los compiladores del Índice Védico, así como autor de Sanskrit Drama in Its Origin, Development, Theory, and Practice, y responsable de la edición crítica de Krsnayajurveda, para la Harvard Universitv Press, publicó también los cuatro volúmenes de Selected Speeches and Documents of British Colonial Policy (1763 a 1937) y de International Affairs (1918 a 1937) y de British Dominions (1918 a 1931). Keith escribió también libros sobre la soberanía de la dominación británica y una teoría acerca de la sucesión estatal, con especial referencia a las leyes británica y colonial.

[34] Mahamahopadhyaya Haraprasad Shastrï, A Descriptive Catalogue of Sanskrit manuscripts in the Government Collection under the Care of the Asiatic Society of Bengal, Calcutta, Society of Bengal,1925, vol. 3, p. VIII.

[35] Dinesachandra Sena, Brhat Banga, Calcutta, Calcutta University Press, 1925, vol. 1, p. 6.

[36] [Nota del traductor: Akbar (1556-1605) fue el más grande de los emperadores Mughal de la India, reconocido por su capacidad de amalgamar el territorio bajo el principio de unidad].

[37] Edward Thompson, Suttee, A historical and philosophical enquiry into the Hindu rite of widow burning, Londres, George Alien & Unwin, 1928, pp. 130 y 47.

[38] Carta hológrafa (de G. A. Jacob dirigida a un corresponsal innominado) agregada a la solapa interior de la Sterling Memorial Library (Yale University) como copia de la obra del Coronel G.A.Jacob (comp.),

Mahanarayana-Upanishad of the Atharva-Veda with the Dpipika of Narayana, Bombay, The Government Central Books Department, 1888. Las oscuras referencias a los peligros de un aprendizaje por medio de aberraciones anónimas hace más firme la asimetría.

[39] He tratado este tema en todo detalle en mi comentario acerca del libro de Julia Kristeva, Des chinoises (1974), en “French feminism in an international frame”, Yale French Studies, 62, 1981.

[40] Véase especialmente Antonio Gramsci, Gli intellettuali e l’organizazioni della cultura, (textos compilados por Valentino Gerratana), Turín, Editori Riuniti, 1975.

[41] Utilizo el término “alegoría de la lectura” en el sentido desarrollado por Paul de Man en su libro Allegories of Reading: Figural language in Rousseau, Nietzsche, Rilke and Proust, N. Haven, Yale University Press, 1979.

[42] Véanse los trabajos de Ranajit Guha (comp.), Subaltem Studies I: Writing on South Asian History and society. N. . Delhi, Oxford University Press, 1982; Subaltern Studies II. , 1983; y Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India, N. Delhi, Oxford University Press, 1983.

[43] Cf. E. W. Said, “Permission to narrate”, en Review of Books, 16 de febrero de 1984.

[44] Para el primer caso, “éste era un dominio autónomo, ni originado desde una política elitista ni dependiente en su existencia de ella”, y para el segundo caso, “continuaba operando vigorosamente a pesar del colonialismo, pero adaptándose a las condiciones prevalecientes bajo el Raj y, en muchos casos, desarrollándose completamente gracias a nuevos impulsos tanto en forma como en contenido” (Guha,1982: 4).

[45] Véase: J. Derrida: “La double séance”, en La dissémination, París, Seuil, 1972.

[46] A,K. Chaudhury, “New wave social science”, en Frontier, 16-24, 28 de enero de 1984, p. 10.

[47] Pierre Macherey, Pour une théorie de la production littéraire, París, Maspero, 1966. Citado de la edición inglesa: A Theory of Literary Production, (trad. de G. Wall), Londres, Routledge, 1978, p. 87.

[48] [Nota del traductor: Habría que hacer notar aquí que en los estudios nacidos a partir de la influencia de Foucault, la palabra “intervención” aparece connotada como aquellas contribuciones que provocan un cambio en la fijeza de la tradición].

[49] He trabajado con este tema en “Displacement of the discourse of the woman”, en: Mark Krupnick (comp.), Displacement: Derrida and After, Bloomington, Indiana University Press, 1983; y “Love me, love my ombre, elle: Derrida’s ‘La carte póstale’, en Diacritics, 14, 4, 1984, pp. 19-36.

[50] Esta violencia, en el sentido general, es la posibilidad de una episteme y lo que remite al concepto derridiano de “escritura”, en sentido amplio. La relación entre la escritura en un sentido lato y escritura en un sentido restringido (como algo marcado sobre una superficie) no puede ser formulada de manera muy clara. La tarea de la gramatología (en la deconstrucción) es proveer un modo de notación de estos elementos huidizos de la relación. En cierto sentido, entonces, la crítica del imperialismo es como tal una deconstrucción.

[51] Cf. “Contracting poverty”, en Multinational Monitor, 4, 8, agosto de 1983, p. 8. Este informe fue redactado por John Cavanagh y Joy Hackel, quienes trabajan en el Proyecto de Consorcios Internacionales (International Corporations Project) en el Institute for Policy Studies.

[52] Estos mecanismos de invención del Tercer Mundo como un significante son susceptibles de un tipo de análisis dirigido a la constitución de la etnia como un significante en Carby (1982).

[53] Mike Davis, “The political economy of late-imperial America”, en New Left Review, 143, Enero-Feb, 1984, p. 9.

[54] Terry Eagleton, Literary Theory: An Introduction, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1983, p. 205.

[55] Perry Anderson, In the Tracks of Historical Materialism, Londres, Verso 1983. p. 53.

[56] [Nota del traductor: La paginación dada aquí pertenece a la edición castellana].

[57] J.Derrida, “Of an apocalytical tone recently adapted in philosophy”, en Semia, p. 71.

[58] Aun en un texto tan bueno de entrevistas y análisis como el de Gail Omvedt titulado We Will Smash This Prison! Indian women in struggle (Londres, Zed Press, 1980), la premisa de que un grupo de mujeres Maharashtri en situación de proletariado urbano al reaccionar contra una violenta mujer blanca que “las había estigmatizado haciéndolas símbolo del destino de la India” trasunta en el fondo esencialismo, dado que se la considera representativa de las “mujeres de la India” o que toca “la conciencia de las mujeres de la India”. Estas afirmaciones no son de poca consideración si se tiene en cuenta que en una formación social del Primer Mundo la difusión de la comunicación en una lengua internacional hegemónica registra y documenta instantáneamente información a quienes no están preparados para recibirla.

La observación de Norma Chinchilla, expresada en una mesa redonda bajo el título de “Feminismos del Tercer Mundo: diferencias de forma y contenido”(University of California, Los Angeles, 8 de marzo de 1983), acerca de que el trabajo antisexista en el contexto de la India no es genuinamente anti-sexista sino anti-feudal, merece otro comentario. Esto implicaría que se podrían elaborar definiciones de sexismo sólo después que una sociedad determinada haya entrado en el modo de producción capitalista, dado que así se vería una conveniente continuidad entre el capitalismo y el patriarcado. Esto también trae a colación las cuestiones tan traídas y llevadas sobre el papel del “modo de producción ‘asiático’“, afirmando el poder explicativo de la narrativización normativa de la historia a través del registro de los modos de producción, al mismo tiempo que, sin embargo, se construye esa historia de una manera marcadamente elaborada.

El curioso papel del nombre “Asia’’ no es ajeno en este asunto: esto no se limita a un asentimiento o desaprobación de la existencia empírica del modo actual (un problema que se tornó objeto de una intensa manipulación dentro del comunismo internacional), sino sigue siendo crucial aun en el trabajo de tal sutileza teórica e importancia como el de Barry Hindess y Paul Hirst titulado Pre-Capitalist Modes of Production (Londres, Routledge, 1975) o el de Fredric Jameson, The Political Unconscious.

Especialmente en este último estudio todavía sigue obrando una antigua idea; aunque la morfología de los modos de producción aparezca rescatada de cualquier sospecha de determinismo histórico y haya sido situada en una teoría postestructuralista del sujeto, el modo “asiático” de producción aparece bajo la máscara de “despotismo oriental” como la formación concomitante de un Estado. También juega un papel significativo en el modo de producción narrativa grotescamente transformada en el Anti-Edipo de Deleuze/Guattari, o, a cierta distancia de esta polémica de los proyectos teóricos contemporáneos, en el debate soviético, como la suficiencia doctrinaria del “modo asiático de producción’5, que se colocó en un plano de duda al producir para ese esquema varias versiones y nomenclaturas que incluían los modos feudal, esclavista y comunitario. (El debate es presentado en todo detalle en el libro de Stephen F. Dunn, The Fall and Rise of the Asiatic Mode of Production, Londres, Routledge, 1982). Sería interesante relacionar esto con la represión del “aspecto” imperialista en la mayoría de las discusiones sobre la transición del feudalismo al capitalismo que ha tenido lugar durante mucho tiempo en las izquierdas de Occidente. Lo que es más importante es que observaciones como la de Norma Chinchilla representan una jerarquización muy difundida dentro del feminismo del Tercer Mundo (más que dentro del marxismo occidental), que resulta ubicada dentro de una corriente muy sólida que maneja el concepto metafórico contenido en el término “Asia”. Debo agregar, sin embargo, que todavía no he leído el libro In Search of Answers: Indian womens voices from Manushi, compilado por Madhu Kishwar y Ruth Vanita (Londres, Zed Press, 1984).

[59] Jonathan Culler, On Deconstruction: Theory and criticism after structuralism, Ithaca, Cornell University Press, 1982, p. 48.

[60] Elizabeth Fox-Genovese, “Placing women’s history in history”, en New Left Review, 133, Mayo-Junio 1982, p. 21.

[61] He tratado de desarrollar esta idea en un modo hasta cierto punto autobiográfico en “Finding feminíst readings: Dante-Yeats”, Ira Königsberg (comp.), American Criticism in the Postestructuralist Age, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1981.

[62] Sarah Kofman, L´énigme de la femme: La femme dans les textes de Freud, París, Galilée, 1980.

[63] El texto se halla en la edición alemana en el tomo XII (Sigmund Freud, Gesammelte Werke, chronologisch geordnet, Londres, Imago Publishing Co., 1952).

[64] El texto titulado “Über ‘wilde’ Psychoanalyse” se encuentra en el Tomo VIII de la edición alemana de las Obras completas de Freud ya citadas, pp. 118-125.

[65] [Nota del traductor: Para una mejor comprensión del texto habría que acotar que el título elegido por Freud es “bivocálico”, dado que aparece como una cita ya entrecomillada por el autor].

[66] [Nota del traductor: La catacresis es definida en retórica como el tropo que produce la denominación no a través de un verbum proprium, sino basándose en la costumbre; un ejemplo de ello sería el llamar “patas” a las extremidades de una mesa o silla. Véase: Heinrich Lausberg, Elemente der literarischen Rhetorik, Munich, 1963, p. 65. La autora parece aludir aquí, por otra parte, al tratamiento de este tropo por Paul de Man, quien considera bajo “catacresis” el acto mismo de nombrar; cf. Paul de Man, The Resistance to Theory, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1986, p. 48]

[67] [Nota del traductor: La niña en cuestión profiere en el texto de Freud la frase que da título al ensayo y que le sirve a su autor para construir su argumentación].

[68] Véase Lata Mani, “The production of colonial discourse: sati in early nineteenth-century Bengal” (tesis de maestría, University of California at Santa Cruz, 1983), texto que es un excelente rendimiento de cuentas de cómo la “realidad” de la auto-inmolación de las viudas se constituyo y “textualizó” durante la época colonialista. Por mi parte, saqué gran provecho de una discusión con la autora durante la preparación del presente artículo.

[69] J.D.M.Derrett, Hindú Law Past and Present: Being an account of the controversy which preceded the enactment of the Hindu code, and text of the code as enacted, and some comments thereon, Calcutta, A.Mukherjee and Co., 1957, p. 46.

[70] Ashjs Nandy, “Sati: a nineteenth-century tale of women , violence and protest”, en: VC. Joshi (comp.), Rammohun Roy and the Process of Modernization in India, N.Delhi, Vikas Publ.House, 1975, p. 68.

[71] La información utilizada aquí proviene mayormente de Pandurang Varman Kane, History of Dharmasastra, Poona, Bhandarkar Oriental Research Institute, 1963.

[72] Upendta Thakur, The History of Suicide in India: An Introduction, N. Delhi, Munshi Ram Manohan Lal, 1963, p. 9. Este libro suministra una lista muy útil de las fuentes primarias en sánscrito sobre lugares sagrados, aunque, al mismo tiempo, a pesar de la laboriosidad de la investigación realizada, revela todos los signos de la esquizofrenia en que se halla el sujeto colonial con su nacionalismo burgués, su comunalismo patriarcal y su “iluminada razonabilidad”.

[73] Jean-François Lyotard, Le Différend, París, Minuit, 1984

[74] En este ejemplo, así como en el caso del debate de los brahmanes sobre sati, véase Mani, 1983: 71 y ss

[75] Estamos hablando aquí de las normas regulativas del brahmanismo, más que “de las cosas como fueron realmente”. Véase: Robert Lingat, The Classical Law of India, Berkeley, University of California Press, 1973, p. 46.

[76] Tanto la posibilidad rastreable de un nuevo matrimonio de la viuda en la antigua India como la sanción legal en 1856 de un nuevo casamiento son transacciones realizadas por hombres. La nueva boda de una viuda es una excepción completa, quizás porque deja sin rozar el programa de la formación del sujeto. En toda la tradición “folklórica” acerca del nuevo casamiento de una viuda se trata siempre del padre o del marido, pues ellos son alabados por su coraje hacia la innovación y por su deposición de todo egoísmo.

[77] Sir Monier Monier-Williams, Sanskrit-English Dictionary, Oxford, Clarendon Press, 1899, p. 552. Los historiadores se muestran a menudo irritados cuando investigadores “modernos” se atreven a introducir juicios “feministas” dentro de antiguas estructuras patriarcales. Lo que realmente está en juego, por supuesto, es por qué las estructuras de dominación patriarcal han de ser registradas sin esbozos de crítica. Las sanciones históricas para acciones colectivas en relación con la justicia social sólo puede ser desarrollada si la gente que se halla fuera de la disciplina cuestiona las pautas de “objetividad” conservada como tal por la tradición hegemónica. No parece, pues, inapropiado señalar que un instrumento tan “objetivo” como un diccionario puede usar una expresión explicativa tan profundamente enraizada en un partidismo sexista como “to raise up issue to a deceased husband” (para despertar la atención sobre un marido difunto).

[78] Véase al respecto: Sunderlal T. Désai, Mulla: Principies of Hindú Law Bombay, N.M.Tripathi, 1982, p, 184.

[79] Agradezco a la Profesora Alison Finley del Trinity College (Hartford, CT) por discutir conmigo este pasaje. La Profesora Finley es una experta en el Rg-Veda. Me apresuro a agregar, sin embargo, que ella encontraría mi lectura tan irresponsablemente “crítico-literaria” del mismo modo como los historiadores tradicionales la encontrarían “moderna”.

[80] El texto más autorizado sobre el tema es el libro de Edward Said, titulado Orientalism de 1978.

[81] Michel Foucault, Histoire de la sexualité, I. La volunté de savoir. París, Gallimard, 1976, p. 10.

[82] Además el hecho de que el término haya sida utilizado como forma de vocativo dirigido a una mujer de buena familia (en el sentido de “lady”) no hace sino complicar las cosas.

[83] Debe agregarse, sin embargo, que está atribución no agota sus funciones dentro del panteón hindú.

[84] Una propuesta en contra de la nostalgia como base de una producción ideológica contra-hegemónica no implica una utilización negativa. Dentro de la complejidad de la economía política contemporánea, sería altamente cuestionable, por ejemplo, imponer la idea de que el extendido crimen entre la clase obrera, por el cual se produce el sacrificio por el fuego de la novia que aporta una dote insuficiente, disfrazando el asesinato como suicidio es el uso de un abuso de la tradición de la auto-inmolación de sati. Lo más que se puede exigir es un desplazamiento en la cadena semiótica con el sujeto femenino como el significante, lo que nos retrotraería al discurso inicial de nuestro trabajo. Es evidente, además, que se debe hacer todo lo posible para detener el crimen del sacrificio por el fuego de las novias en todo sentido. Sin embargo, si esa tarea es cumplida mediando una nostalgia no revisada o, con su opuesto, el desdén por el pasado, el operativo va a colaborar ayudando a establecer la noción de raza / etnia o la más crasa genitalidad como el significante que ocuparía el lugar del sujeto femenino.

[85] No había leído el trabajo de Peter Dews, “Power and subjectivity in Foucault”, aparecido en New Left Review 144, 1984, al comienzo de la redacción de este artículo. Espero ansiosamente la aparición de su próximo trabajo sobre la misma temática [Peter Dews: The Logic oí Desintegraron: Post-strucutralism thought and the claims of critical theory, Londres, Verso, 1987]. Existen muchos puntos en común entre su postura crítica y la mía. Sin embargo, lo que puedo decir a partir del breve artículo de 1984 es que Dews escribe desde una perspectiva acrítica sobre la teoría crítica y la norma intersubjetiva que puede ser confundida de modo demasiado fácil con “individual” o con “sujeto” en la manera en que sitúa al “sujeto epistémico”. La lectura que hace Dews de la relación entre “la tradición marxista” y “el sujeto autónomo” no es la mía. Además su relato del “callejón sin salida de la segunda fase del post-estructuralismo como una totalidad” aparece, a mi juicio, viciado por la no consideración de la figura de Derrida, quien se ha promovido en contra de privilegiar el lenguaje desde su obra más temprana (cf. su traducción del libro de Edmund Husserl, El origen de la geometría, que aparece con una introducción suya con el título de E. Husserl: L’origine de la géométrie, París, Presses Universitaires de France, 1962). Lo que coloca el excelente análisis de Dews en una posición muy alejada de la mía es, por cierto, que para él el Sujeto dentro de cuya Historia ubica la obra de Foucault es el Sujeto de la tradición europea (pp. 87-94).

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