La salvadoreña Neris González utiliza su programa Ecovida para sanar del trauma físico y mental que significó para ella el conflicto civil en su país
Joseph Dits
Associated Press
1 de enero de 2007
SOUTH BEND, Indiana.— Las quemaduras de cigarrillo, marcadas en el brazo de la salvadoreña Neris González, parecen estrellas benignas de luz.
Otras cicatrices están en zonas más íntimas de su cuerpo. Todas ellas le generan dolor cuando ve imágenes de tortura o violencia. Las cicatrices recuerdan. Eso es lo que le dice su psicoterapeuta.
Recuerdan cómo sus torturadores en El Salvador pinchaban y arrancaban las uñas de sus manos, la violaban, la mojaban con agua helada y maltrataban al niño que llevaba en su vientre. Estas cicatrices de hace 27 años significaron para dos generales salvadoreños una demanda de 54.6 millones de dólares en los tribunales estadounidenses.
González, que ahora tiene 51 años, se encuentra en un sótano de la Iglesia St. Adalbert en una tarde de un día cualquiera de la semana. Vestida con colores brillantes en su camiseta y en su cinta del cabello, arrastra una tina plástica azul con abono como si fuera un remedio casero.
La terapia comienza.
Levanta la tina hasta una mesa donde una decena de jóvenes está jugando. Le quita la tapa para dejar que la tierra pura respire y se descomponga.
Luego anuncia a sus visitantes de honor, un grupo de gusanos delgados de color rojo que se encuentran sobre la tierra negra.
“¡Uh, lombrices!”, gritan los niños.
González sonríe.
“¿Podemos tocarlas?”, pregunta uno de los niños.
“Uh, no voy a comer lombrices”, dice otro.
“Comeré una si ustedes se atreven a comer una”.
Las lombrices captaron la atención de los niños, especialmente de las niñas, a quienes les encanta recogerlas en tazas plásticas.
“Están descubriendo”, dice una de ellas en español.
Y entonces González cura. Ella da pequeños pasos para conectar a los niños de la ciudad con la tierra, para ofrecerles alternativas más saludables que la violencia.
Así, y ofreciendo su testimonio en protestas o a quien quiera escucharla, es como ella denuncia la violencia de la que fue objeto hace más de 20 años.
“Siempre vivo con trauma”, sostiene.
González llama a su programa Ecovida, importado junto con esa tina de tierra con abono de la Iglesia de la Santa Trinidad, donde la cultivó en el vecindario Pilsen de Chicago.
Las lecciones se remontan a El Salvador, a las tierras ricas de su pueblo de San Nicolás Lempa. Alentada por su abuela, una mujer indígena que cultivaba plantas medicinales, González comenzó su carrera trabajando con agricultores.
Se convirtió en una educadora de salud de una iglesia católica, y viajaba por el estado de San Vicente para llegar a los trabajadores y visitar la capital, San Salvador, con el fin de pedir al gobierno escuelas e iniciativas sanitarias.
En San Nicolás, se dio cuenta que los comerciantes estafaban a los trabajadores con el peso de los productos que vendían. Entonces, les enseñó a los obreros a contar hasta 100. El problema se resolvió.
Pero esto le generó problemas más adelante. A mediados de los años 70 el país estaba empobrecido por la guerra con Honduras de 1969. Las tensiones crecieron con el nacimiento de partidos opositores y milicias guerrilleras. González vio cómo los soldados de la Guardia Nacional se instalaban en las granjas. Vio los cadáveres de sindicalistas, trabajadores de salud y estudiantes en las calles.
Mientras hacía compras en un mercado el día después de la Navidad de 1979, los soldados de la Guardia Nacional la capturaron y la llevaron por la fuerza hasta su puesto. Le preguntaron si estaba relacionada con los guerrilleros. Ella respondió que no.
De acuerdo con una demanda presentada en un tribunal federal del estado de Florida, la violaron, le pegaron con fusiles, colocaron clavos debajo de sus uñas, cortaron su piel, la conectaron a la electricidad para provocarle descargas, mientras estaba con ocho meses de embarazo. Colocaron el marco de una cama de metal sobre su abdomen y se balancearon sobre él como si fuera un columpio. Todo esto se sucedió durante cerca de dos semanas. Luego la dejaron en medio de una pila de basura, inconsciente, y un residente del área la encontró.
Dio a luz a su hijo, que tenía varios huesos quebrados, cortaduras y hendiduras en su rostro. El bebé murió dos meses después.
En la guerra civil de 12 años, murieron cerca de 75 mil personas. Fue, según González, su “segundo trauma, la segunda tortura”.
En 1997, se mudó a Estados Unidos en busca de asilo político y comenzó una terapia en Chicago, en el Centro Marjorie Kovler para Tratamiento de Sobrevivientes de Tortura.
Un año después, surgieron los planes de Ecovida, porque “necesitaba hacer algo con mis manos para que pudiera tener lugar la terapia de mi mente”.
Mientras tanto, González se hizo de valor para enfrentar a dos generales salvadoreños que, según considera, supervisaron sus abusos. Ambos vivían en Florida tras la guerra: José Guillermo Carlos y Carlos Eugenio Vides Casanova. Se unió a otras dos víctimas de la tortura en una demanda de 1999 contra los militares, con la ayuda del Centro para la Justicia y Responsabilidad de San Francisco.
Un jurado federal falló en contra de los generales en 2002, obligándolos a pagar 54.6 millones de dólares a González y las otras dos víctimas.
Hasta ahora, han recibido cerca de 300 mil dólares.
González dice que sus dos hijas, que se mudaron a Estados Unidos entre 2000 y 2003, viven con un “gran temor” de que sea perseguida nuevamente.
Sin embargo, González sigue relatando en público su historia y cree que El Salvador y su gente necesitan la misma terapia intensiva que ella ha tenido. Le gustaría que gocen nuevamente de todo el ciclo natural que ella ve en la caja de tierra abonada, explicando: “Dios nos da la vida, la vida vuelve a la tierra. Muy hermoso