La crítica de Nicolás
Krassó al pensamiento y las actividades políticas de Trotsky nos ofrece una
buena ocasión para debatir algunas
concepciones erróneas y algunos prejuicios que siguen preocupando a buen
número de intelectuales de izquierda no alineados. Las raíces de estas concepciones falsas son fáciles de descubrir. La
revelación y denuncia públicas de los peores crímenes de Stalin por parte de
los dirigentes soviéticos actuales no se ven acompañadas en absoluto por la
adopción de la política por la que Trotsky luchó durante los últimos quince
años de su vida. Ni en la organización interna de los países “socialistas” ni
en su política internacional (excepción
hecha de Cuba) han vuelto los dirigentes de esos países a los principios de
la democracia soviética y del internacionalismo proletario defendidos por
Trotsky.
Sin embargo, históricamente, el hecho de que Stalin haya
sido derribado de su pedestal y de que muchas de las acusaciones lanzadas
contra él por Trotsky se reconozcan como ciertas constituye una formidable rehabilitación histórica para quien
fuera asesinado por un agente de Stalin, el 20 de agosto de 1940, en Coyoacán.
Todos aquellos que
permanecen fuera de la lucha por hacer triunfar finalmente el programa de Trotsky – por su completa
rehabilitación política – tratarán, por consiguiente, de justificar su
abstención en base a los fallos, errores y debilidades de este programa. Para
ello, no irán a repetir las burdas exageraciones y falsificaciones forjadas por
los estalinistas en los años treinta, cuarenta y cincuenta, según las cuales
Trotsky fue un contrarrevolucionario y un agente del imperialismo,
y deseó, o, al menos favoreció objetivamente la restauración del capitalismo en
la URSS.
Tendrán que decantarse,
pues, por los argumentos propuestos por los adversarios más refinados e
inteligentes, que reprochaban a Trotsky, durante los años veinte, de no ser en realidad un bolchevique,
sino un socialdemócrata de izquierda que no había comprendido en
absoluto las particularidades de Rusia, ni las sutilezas de la teoría leninista
de la organización ni la dialéctica compleja de la lucha proletaria tanto de
Occidente como de Oriente. Esto es precisamente lo que está haciendo Krassó.
1. Clases, partidos y autonomía de las instituciones
políticas
La tesis central de
Krassó es sencilla: el pecado capital de
Trotsky era su falta de comprensión del papel de un partido revolucionario;
creía que las fuerzas sociales podían, directa e inmediatamente, modelar la
historia, que eran transportables, tal cual, en organizaciones políticas. Esto,
según parece, le impidió llegar nunca a comprender la teoría leninista de la
organización, y le condujo a un
sociologismo vulgar y al voluntarismo.
Su salida del bolchevismo en 1904, su papel en la revolución de octubre,
su creación del Ejército rojo, su derrota
en las luchas internas del partido en 1923-27, su concepción de la historia, su
“vano intento” de edificar la IV
Internacional, todo ello está condicionado
por el sociologismo y el voluntarismo. El marxismo de Trotsky, según
Krassó, “forma una unidad coherente y característica desde la primera juventud
hasta la vejez”.
Nadie discutirá que, antes de 1917, Trotsky rechazó lo esencial
de la teoría de la organización de Lenin[1].
No discutiremos que el partido, la ideología y la psicología de las clases
sociales pueden adquirir un determinado grado de autonomía en el proceso
histórico, ni que el marxismo, por citar a Krassó (y no sólo el marxismo-leninismo,
sino todas las demás interpretaciones fieles a la doctrina de Marx), “queda, en
verdad, definido por la noción de una totalidad compleja en la que todos los niveles
– el económico, el social, el político y el ideológico – son siempre operacionales
y se relevan como foco principal de las contradicciones”.
Pero ésta es una base muy pobre para justificar
la tesis de Krassó. Si tratamos de analizar el verdadero pensamiento de
Trotsky y su desarrollo a lo largo de casi cuarenta años, tropezaremos, a cada
paso, con la insuficiencia y la
infidelidad del cuadro esbozado por Krassó.
Ante todo, es falso que Trotsky, al rechazar la
teoría leninista de la organización, tomara
su propio modelo del partido socialdemócrata alemán en tanto que “partido que englobaba a la clase obrera en
su conjunto”. Históricamente, sería
mucho más exacto sostener lo contrario, y poner de relieve que la teoría leninista de la organización fue
tomada en gran medida de los teóricos de la socialdemocracia alemana y austríaca,
Kautsky y Adler[2].
La oposición injustificada de Trotsky a la teoría de Lenin se basaba en su
desconfianza frente al aparato social-demócrata occidental, considerado
como esencialmente conservador. El propio Krassó admite, unas páginas más
adelante, que Trotsky, ya en 1905, tenía una actitud más crítica que Lenin
respecto a la socialdemocracia occidental. ¿Cómo hubiera podido calcar su idea
del partido sobre esa socialdemocracia[3]?
En segundo lugar, es totalmente falsa la insinuación de que
Trotsky siguió haciendo caso omiso o rechazando la teoría leninista de la
organización tras haber reconocido, en 1917, que, finalmente, Lenin había
tenido razón. Esta hipótesis carece de fundamento; el propio Lenin declaró –
tras haber comprendido Trotsky que la unión con los mencheviques era imposible[4] –
que “no había mejor bolchevique que Trotsky”[5].
Todos los escritos de Trotsky posteriores a 1917 insisten en
el papel decisivo, en nuestra época, del partido revolucionario.
En todos los puntos de inflexión de su
carrera: en 1923, con Lecciones de octubre y Nuevo curso; en
1926, con la Plataforma de la oposición de izquierda; en su crítica a la
desastrosa política de la Comintern en China, en Alemania, en España y en
Francia; en el curso de los años treinta, en su Historia de la revolución
rusa y en sus testamentos políticos,
el Programa de transición
de la IV Internacional y el Manifiesto de la conferencia extraordinaria
de la IV Internacional (mayo de 1940), subrayó,
incansablemente, que la cuestión de la construcción de los partidos
revolucionarios era el problema clave de esta época:
“La crisis histórica de la humanidad se resume
en la crisis de la dirección revolucionaria.” [6]
Extraño modo, en verdad, de “olvidar” el papel de la vanguardia y de creer que
las fuerzas sociales pueden modelar directa e inmediatamente la historia…
Es cierto que, para
Trotsky, una vanguardia revolucionaria no era simplemente una máquina política
hábilmente construida y bien engrasada. Semejante concepción – que, como se
sabe, tiene su origen en la política burguesa americana, a menudo difícil de
distinguir del gangsterismo – era totalmente extraña a Lenin, al bolchevismo y
a todo el movimiento obrero internacional, hasta el día en que Stalin la
introdujo y la puso en práctica en la Comintern.
Para Trotsky, así como
para Lenin y para toda tendencia marxista, un partido revolucionario de
vanguardia debe juzgarse objetivamente, ante todo, a la luz de su programa explícito y de su política real. En todos
los casos en que el partido, por bien que funcione, por fuerte que sea, se pone
a actuar contra los intereses de la revolución y de la clase obrera, hay que
desarrollar una lucha para enderezarlo.
Cuando sus acciones se
convierten en contrarias, de modo no episódico y durante todo un período, a los
intereses del proletariado, no puede de ningún modo ser considerado como un
partido revolucionario de vanguardia, y entonces se impone inmediatamente la
tarea de construir uno nuevo.[7]
Naturalmente, ni Lenin
ni Trotsky identificaron nunca un partido revolucionario con un programa
correcto. Lenin declaró explícitamente que una política correcta no podía
demostrar su justeza, durante un largo período, más que por su capacidad para ganarse a una parte importante de la
clase obrera, o, de hecho, a su mayoría.[8]
Pero ambos elementos
son los complementos indispensables para la construcción de un partido
revolucionario de vanguardia. En
ausencia de un programa y una política correcta, un partido puede convertirse
objetivamente en contrarrevolucionario, sea cual sea la amplitud de su
influencia en la clase obrera. Si no adquieren, a la larga, una influencia
de masas en el seno de la clase obrera, los revolucionarios armados con el
mejor de los programas degenerarán en una secta estéril.
Vemos, pues, en tercer
lugar, que, lejos de resolver el problema con la afirmación de “la autonomía de
las instituciones políticas”, que, según se nos dice, Trotsky no comprendió,
Krassó plantea sencillamente una pregunta sin aportar ninguna respuesta. Ya que
el problema consiste precisamente en comprender a la vez la autonomía de las
instituciones políticas y el carácter relativo de esta autonomía. Después de
todo, fueron Marx y Engels, y no Trotsky, los que dijeron que toda historia es,
en último análisis, la historia de la lucha
de clases.[9]
Las instituciones
políticas son organismos funcionales. Si se separan de las fuerzas sociales a
las que supuestamente sirven, pierden muy rápidamente su eficacia y su poder, a
menos que otras fuerzas sociales las utilicen.[10]Esto
fue precisamente lo que ocurrió con Stalin y su fracción en el seno del Partido
bolchevique.
La “pura” política de poder que tanto parece
admirar Krassó degrada a sus protagonistas hasta el punto de que pierden todo
control sobre sus propias acciones. El vínculo entre los fines conscientes y
las consecuencias objetivas de estas acciones se difumina y finalmente desaparece.
Los marxistas, por el contrario, conceden la mayor importancia a la acción
consciente; y tal conciencia implica
reconocer el papel decisivo de las fuerzas sociales y de los límites que
este papel impone inevitablemente a la acción de todo individuo. La incomprensión por parte de Krassó de esta
relación dialéctica entre partido y clase, su desconocimiento del problema,
están en el origen de la debilidad fundamental de su ensayo.
La clase obrera no puede triunfar sin partido de vanguardia. Pero el
partido de vanguardia es, a su vez, producto de la clase obrera, aunque no tan
sólo de ella. No puede desempeñar su papel más que si cuenta con el apoyo de la
parte más activa, de esta clase.[11]
Por otra parte, en ausencia de condiciones favorables,
la clase obrera no puede producir ese partido de vanguardia, ni el partido de
vanguardia puede conducir a la clase obrera a la victoria. Por último, a falta
de una clara comprensión de estos problemas, no surgirá ningún partido de
vanguardia, aun cuando las condiciones sean favorables, y se perderán
irrevocablemente, por largo tiempo, las oportunidades de victoria de la
revolución.
Desde 1916, Trotsky
comprendió perfectamente esta relación dialéctica y la aplicó a distintas
situaciones concretas de un modo tan magistral que es absurdo afirmar, como hace Krassó, que “no supo discernir el poder autónomo de las
instituciones políticas”. El propio Krassó define los ensayos de Trotsky sobre
el fascismo alemán como “los únicos
escritos marxistas de aquella época, en los que se prevén las catastróficas consecuencias del nazismo y de la
política demente que la Comintern, en su Tercer Período, practicó al
respecto”. Pero, ¿cómo pudo Trotsky alcanzar un análisis tan correcto de la
evolución de la sociedad alemana entre 1929 y 1933 sin un examen detallado y
sin una comprensión no sólo de las clases sociales y de las fracciones de
clase, sino también de sus partidos? ¿No demuestran esos brillantes escritos su
capacidad de apreciar correctamente la importancia de los partidos, sobre todo
de aquellos que ejercen influencia sobre la clase obrera? ¿No quedan resumidas
sus advertencias en este grito de Casandra: ”O bien el partido comunista y la
socialdemocracia combatirán juntos a Hitler, o bien Hitler aplastará a la clase
obrera alemana por un largo período”? ¿No se basaba este llamamiento,
precisamente, en la comprensión por parte de Trotsky de la incapacidad de
la clase obrera para enfrentarse a la amenaza fascista sin la unión de los partidos
obreros? ¿No iba emparejado todo este análisis con un estudio, igualmente
minucioso, de la evolución de las instituciones políticas burguesas, análisis
que permitió a Trotsky descubrir el valor universal, en nuestra época, de la categoría marxista del bonapartismo? A
la luz de todos estos hechos, ¿qué queda de la tesis de Krassó según la cual
Trotsky ”subestimó el poder autónomo de las instituciones políticas” hasta el fin
de sus días?
2. La lucha por el poder y los conflictos sociales en la
Unión Soviética (1923-1927)
Al estudiar la ”lucha
por el poder” en el seno del partido comunista soviético entre 1923 y 1927,
Krassó se divide en dos líneas de pensamiento contradictorias. Por un lado, pretende que Trotsky cometió error tras
error por subestimar la autonomía de las instituciones políticas. No quiso
aliarse con la derecha de Stalin y, con ello, le proporcionó a Stalin la
victoria, ya que el único medio de impedir tal victoria era el de unir contra Stalin
a todos los viejos bolcheviques.
Por otro lado, sostiene
que Trotsky no tenía ninguna posibilidad de victoria, dada la actitud de toda
la vieja guardia bolchevique, virtualmente unida contra él en 1923: ”En efecto,
Stalin era ya dueño de la organización del partido en 1923.” Estas dos líneas de pensamiento son
contradictorias. En el primer caso, la victoria de Stalin es consecuencia
de los errores de su adversario; en el segundo, esta victoria es inevitable.
La debilidad del análisis de Krassó se evidencia claramente por el
hecho de que ninguna de las dos versiones aporta ninguna explicación;
los hechos – o, mejor dicho, la interpretación parcialmente falsa que Krassó da
de ellos –, sencillamente, se presuponen. Según la primera versión, y quién
sabe por qué razón, no sólo Trotsky, sino también todos los viejos bolcheviques
desatendieron las advertencias de Lenin sobre el poder de Stalin, y se unieron
a éste contra Trotsky en vez de unirse a Trotsky en su lucha contra Stalin.
Según la segunda versión, sin que se sepa tampoco por qué, Stalin se adueña
repentinamente del partido ya en 1923, estando aún en vida Lenin. ¿Obedeció
ello tan sólo a su habilidad para maniobrar en el seno del partido, a su “capacidad
de persuadir a los individuos y a los grupos para que aceptaran la política que
preconizaba”, o, incluso, a su “gran paciencia”? Pero si así fue, eso quiere
decir que Stalin surgió como un gigante entre enanos, y que incluso Lenin se
dejó manipular por el astuto secretario general…
En este caso, la
historia se hace completamente incomprensible para la ciencia social, y se
reduce, en un vacío social, a un escenario por la “conquista del poder”. Los
millones de víctimas de la colectivización forzosa y de la Yejovchtchina;
la conquista del poder por Hitler; la derrota de los republicanos españoles y
los cincuenta millones de víctimas de la segunda guerra mundial, todo ello
parece deberse al accidente genético de la concepción de José Djugashvili.
Vemos aquí el resultado
final de la insistencia en una autonomía absoluta de las instituciones
políticas, separadas de las fuerzas sociales, y de la negativa a considerar las
luchas políticas como reflejo, en último análisis, de los intereses
contradictorios de las fuerzas sociales. Marx, en su prefacio a la segunda
edición de El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, señala que Víctor Hugo,
al considerar la toma del poder por Luis Bonaparte como golpe de fuerza de un
individuo, “lo engrandecía en vez de disminuirlo, atribuyéndole un poder de
iniciativa personal sin precedente en la historia”.[12] Y
las consecuencias de la toma del poder por Luis Bonaparte parecen minúsculas en
comparación a las que tuvo la toma del poder por Stalin.
El método correcto para
comprender y explicar lo que ocurrió en Rusia entre 1923 y 1927, o, más
bien, entre 1920 y 1936, consiste en exponer, tal como sugiere Marx en el
prefacio antes mencionado, “cómo la
lucha de clases ha podido crear unas circunstancias y una situación en que un
personaje mediocre” pudo convertirse en héroe y dictador.
En este contexto, lo
importante, según el método no marxista de Krassó, no es únicamente el que
considere las luchas internas del partido “focalizadas en el ejercicio del
poder como tal”, es decir, en cierta medida, separadas incluso de las
cuestiones políticas que suscitaron. Lo importante es, sobre todo, el negarse a
vincular, directa o indirectamente, las contradicciones sociales con la lucha
política tal como se expresa, especialmente, cuando entran en juego ideas o programas divergentes. Aquí, la idea
de autonomía de las instituciones políticas es llevada hasta un punto en que se
hace incompatible con el materialismo histórico.
De hecho, cuando Krassó
echa en cara a Trotsky el haber escrito que “incluso divergencias episódicas y
matices de opinión pueden expresar la presión oculta de intereses
sociales distintos” (subrayado nuestro), ¡lo que le echa en cara es ser marxista!
Ya que esta frase en concreto no plantea, como parece suponer Krassó, ninguna
”identidad” eventual entre los partidos y las clases, sino sencillamente el hecho de que los partidos, en último
análisis, representan intereses sociales, y no pueden ser entendidos
históricamente más que como portavoces de distintos intereses sociales. Esto
es, a fin de cuentas, lo que Marx expuso detalladamnte en La lucha de clases en Francia, 1848-1850, y en El 18 de
Brumario de Luis Bonaparte, por no citar más que las obras más
conocidas.
Nada tiene de
sorprendente que, en estas condiciones, Krassó no mencione ni siquiera una sola
vez a la capa social que convierte en inteligible, en términos sociohistóricos, toda la historia rusa de los años veinte: la
burocracia. No debe considerarse como una idiosincrasia personal la
reiterada insistencia de Trotsky sobre
el papel de la burocracia como fuerza social con intereses separados[13]
de los del proletariado. Ya en 1871, Marx y Engels, en sus escritos sobre la
Comuna de París, llamaron la atención
sobre el peligro de que una burocracia pudiera dominar un Estado proletario,
y enumeraron una serie de normas sencillas para eludir este peligro[14].
Kautsky, en el mejor período de su madurez, cuando Lenin se consideraba su
discípulo, señaló este peligro, en 1898, de modo profético.[15]
Lenin, en El Estado y la revolución y en el primer programa bolchevique
tras la revolución de octubre, subraya la gravedad de este problema.[16]
Hubiera podido
esperarse que un escritor como Krassó, que se considera un gran admirador de
Lenin, prestara, al menos, alguna atención a aquello que se convirtió en el principal combate final de Lenin, en la
preocupación obsesiva de la última parte de su vida: la lucha contra la
burocracia. Ya en 1921, se negaba a definir a la Unión Soviética como
Estado obrero, declarando, en cambio, que Rusia era un “Estado proletario con
deformaciones burocráticas”. Su aprensión y su inquietud fueron creciendo mes a
mes. Puede seguirse esta evolución de artículo en artículo en todos sus últimos
escritos, hasta llegar a las sombrías profecías de su último ensayo y de su Testamento.[17]
Lenin comprendió, sin
la menor duda, la interacción concreta entre el proceso social –pasividad
política creciente de la clase obrera y poder creciente de la burocracia en el aparato del partido y en la
sociedad, junto a una creciente burocratización del aparato del partido – y las luchas internas en el partido.
Trotsky, empleando el mismo método, comprendió, indudablemente – al cabo de
cierto tiempo –, esta interacción, y actuó en consecuencia.[18]
Lo trágico fue que los
demás miembros del Partido bolchevique no vieron a tiempo el peligro de la burocracia y de la ascensión
de Stalin como representante de la burocracia soviética. Todos acabaron por
ver el peligro, en un momento u otro, pero no lo hicieron ni a la vez ni lo
bastante pronto. Esta es la razón
fundamental de la aparente facilidad con que Stalin conquistó el poder.
Está fuera de toda duda
de que Trotsky cometiera errores tácticos en la lucha, errores particularmente
evidentes hoy para autores como Krassó, dotados
de esa fuente única de inteligencia política que es la perspicacia
retrospectiva.[19]
Pero también Lenin cometió errores.
Después de todo, fue Lenin el que creó
el aparato del partido que ahora empezaba a degenerar.
Fue Lenin el que no se opuso a la elección de
Stalin para el cargo de secretario general. Fue Lenin el que avaló con su
autoridad personal una serie de medidas institucionales y administrativas que
favorecieron poderosamente la victoria de la burocracia, y que hoy sabemos –
también por perspicacia retrospectiva – que hubieran podido evitarse sin
destruir la revolución: la norma de la autoridad única del director de fábrica;
la excesiva importancia concedida a los
estímulos materiales; la exagerada identificación entre el partido y el
Estado; la supresión de los vestigios de partidos o agrupamientos soviéticos
que no fueran el Partido bolchevique cuando ya la guerra civil había terminado
(y cuando esos mismos agrupamientos habían sido tolerados, durante la guerra
civil, a condición de no pactar con la contrarrevolución); la supresión del
derecho tradicional de los miembros del Partido bolchevique a formar
fracciones.[20]
Puede decirse, de forma
mucho más general, que, después de la guerra civil y al comienzo de la NEP, Lenin exageró el peligro inmediato que
podía resultar del relajamiento de la disciplina en el partido, y que subestimó el peligro de que la supresión de
las libertades civiles (de las que hasta entonces gozaban las tendencias no
bolcheviques) y la reducción de la democracia
interna del partido aceleraran el proceso de burocratización que tan
justificadamente temía.
El origen de este error
reside, precisamente, en una identificación demasiado estrecha entre el partido
y el proletariado, y en la creencia de que el partido defendía de modo autónomo
las conquistas del proletariado. Algunos años más tarde, Lenin comprendió hasta
qué punto se había equivocado; pero era ya tarde para eliminar el germen del
peligro de burocratización del aparato del partido.
Krassó se equivoca por
completo cuando opina que Trotsky subestimó la autonomía del poder de las
instituciones políticas durante su dramática lucha en el seno del partido entre
1923 y 1927. Lo cierto es todo lo contrario. Su estrategia política, en el
curso de aquel período, sólo puede entenderse a la luz de cómo entendió la
relación dialéctica particular entre las condiciones objetivas de la sociedad
soviética, rodeada de Estados capitalistas hostiles, la fuerza correspondiente
de los agrupamientos sociales en la sociedad soviética y el papel autónomo del
Partido bolchevique en ese período particular y en esas condiciones concretas.
Debido a que Krassó no
comprende esta estrategia, y que desea, evidentemente, explicar las posiciones
de Trotsky a través de su supuesto pecado original de éste, se sorprende y denuncia
su total incoherencia. “Trotsky, nos dice, nunca abordó de modo concreto el
problema de la puesta en práctica de su política económica en el curso de los
años veinte.” Esta política económica, según Krassó, no era más que el
resultado del “talento administrativo” de Trotsky, y no el de una elaboración
política correcta que tomara en cuenta las diferentes fuerzas sociales de la
URSS.
Además, esta política
no provenía de su teoría de la revolución permanente, que implicaba que ”no es
viable el socialismo en un solo país” ya que sucumbiría bajo los efectos de la
”subversión” que desencadenara el mercado mundial y de la agresión imperialista
extranjera… Ante tantas deformaciones de la historia, nos preguntamos si
acaso las incoherencias que Krassó imputa a Trotsky no existirán tan sólo en la
mente de Krassó.
Resulta incoherente, en
efecto, contraponer el programa económico de urgencia de Trotsky a su concepto
de “revolución permanente”.[21]
¿Cómo podía un marxista, que, según Krassó, les daba a las ideas tanta
preponderancia y las vinculaba de forma tan ”inmediata” a las fuerzas sociales,
luchar por un crecimiento económico acelerado de la Unión Soviética y, al mismo
tiempo, sostener que todo dependía de una revolución internacional inminente
sin la cual la Unión Soviética se hundiría? ¿Acaso la segunda afirmación no
convierte en ilusoria la lucha económica? He aquí una contradicción implícita
de la versión falsificada de la teoría de la revolución permanente, que
ni los críticos estalinistas de ayer y de hoy ni algunos estúpidos seudodiscípulos de extrema izquierda han sido
nunca capaces de resolver. El misterio es de fácil elucidación cuando se
plantea el problema en unos términos correctos: todo lo que afirmó Trotsky en
su tercera “ley de la revolución permanente” fue que una sociedad socialista acabada, es decir, una sociedad sin clases, sin
comercio, sin moneda y sin Estado, nunca podrá ser realizada dentro de las
fronteras de un solo Estado (entonces más atrasado que la mayoría de los
Estados capitalistas avanzados de la época.[22]
Ni por un solo instante negó la necesidad de empezar a edificar el socialismo o
de lograr, con este objeto, un crecimiento económico acelerado que debería
proseguirse durante todo el tiempo en que la revolución sólo se hubiera
realizado en un único país. Al fin y al cabo, él fue el primero en proponer concretamente una política de aceleración de
la industrialización.
Si todo el debate se
redujera al problema teórico abstracto de la terminación del socialismo
(distinto del comunismo, que se caracteriza por la desaparición total de la
división social del trabajo), cabría entonces preguntarse: ¿por qué fue la
discusión tan encarnizada? ¿No cometería Trotsky un grave error táctico al
entrar personalmente en un combate tan difícilmente comprensible para la gran
mayoría de los miembros del partido?
Lo cierto es que no fue
ni mucho menos Trotsky el que levantó el problema, sino Stalin y su fracción.
Se trató, sin duda, de un “hábil” movimiento táctico orientado a separar a
Trotsky y sus partidarios de los más pragmáticos de los cuadros bolcheviques.
Sin embargo, la mayoría de la vieja guardia, incluyendo a la viuda de Lenin, se
alineó con la oposición de izquierda unida; Zinoviev y Kamenev, en particular,
se lanzaron a la batalla. La oposición
de Trotsky a la teoría del “socialismo
en un solo país” se convirtió, de este modo, en el terreno de su más
estrecha colaboración con la vieja guardia después de la guerra civil.
Ni los malabarismos
ideológicos de Stalin ni la resistencia que les opuso la vieja guardia fueron accidentales.
En la teoría del “socialismo en un solo
país”, la burocracia expresaba la conciencia naciente de su poder, y volvía
arrogantemente la espalda a los principios elementales del marxismo-leninismo.
Se “emancipaba” no sólo de la revolución
mundial, sino también de toda la herencia
teórica de Lenin, e incidentemente pensaba tener otras cosas por hacer que
contar con la acción consciente de la clase obrera soviética y mundial. Al oponerse
a este rechazo de la más elemental teoría marxista, la vieja guardia demostraba
sus cualidades fundamentales.
Estaba dispuesta a
seguir a Stalin para “preservar la
unidad del partido”, para “no comprometer la dictadura del proletariado”; pero
se resistía a llegar hasta el abandono de los principios básicos de la teoría
de Lenin. Tal como antes hemos dicho, la tragedia
de los años veinte fue, de hecho, la tragedia de esta vieja guardia, es decir,
del partido de Lenin sin Lenin. Pero Stalin
le rindió el supremo homenaje de un total exterminio físico, revelando con
ello su convicción de que la vieja guardia era, por naturaleza, “irrecuperable”
para la siniestra dictadura burocrática
de los años treinta y cuarenta.
Allí donde Krassó
fragmenta el pensamiento de Trotsky, en el curso de los años veinte, en otros
tantos pedazos dispersos e incoherentes, lo que hay en realidad es unidad
dialéctica y coherencia. Trotsky estaba convencido de que la sociedad
soviética, que estaba pasando del capitalismo al socialismo, no podría, en el
marco de la NEP, resolver gradualmente sus problemas.
Rechazaba la idea de la
coexistencia pacífica entre una pequeña producción mercantil y una industria
socialista, anverso ya conocido de lo que era la “coexistencia pacífica” del capitalismo
y el Estado obrero en el escenario mundial. Estaba convencido de que, tarde o
temprano, las fuerzas sociales antagónicas se enfrentarían en los planos
nacional e internacional. Su política puede resumirse de este modo: favorecer
toda tendencia que, en el plano nacional
o en el internacional, fortalezca al proletariado, su poder numérico y cualitativo,
su confianza en sí mismo y su dirección revolucionaria; debilitar todas las
tendencias que, en el plano nacional o en el internacional, tiendan a dividir a
la clase obrera o a disminuir su capacidad y su voluntad de autodefensa.
Desde esta óptica, todo
se vuelve coherente y desaparece todo misterio. Trotsky es partidario de la
industrialización porque es indispensable para el fortalecimiento del
proletariado en el seno de la sociedad soviética. Es partidario de la
colectivización gradual del campo para atenuar la presión de los campesinos
ricos sobre el Estado proletario y el chantaje que pueden llegar a ejercer
sobre las ciudades con la amenaza de cortar las entregas de grano. Es partidario
de combinar la industrialización acelerada con la colectivización gradual de la
tierra porque es preciso crear la infraestructura técnica de las granjas
colectivas (tractores y maquinaria agrícola[23]),
sin la cual la colectivización podría llegar a provocar el hambre en las
ciudades.
Es partidario de una
ampliación de la democracia de los soviets con objeto de estimular la actividad
y la conciencia políticas de la clase obrera. Es partidario de eliminar el paro
y de aumentar los salarios reales porque la industrialización, si va acompañada
de un descenso del nivel de vida de los obreros, hace bajar la actividad
política autónoma del proletariado en vez de aumentarla.[24]
Es partidario de una línea de la Comintern que saque provecho de todas las
condiciones favorables para la victoria proletaria en otros países, porque ello
mejoraría la relación internacional de fuerzas a favor del proletariado. La
combinación de estas medidas no hubiera evitado una primera prueba de fuerza
con el enemigo; pero hubiera tenido lugar en unas condiciones mucho más favorables
que en 1928-32, en el interior, y en 1941-45 en el exterior.
¿Era ””irreal” este
programa? No, ya que existían las
condiciones objetivas para su realización. Ningún historiador sin
prejuicios puede hoy dudar de que si se hubiera seguido esa otra línea, el
proletariado y el pueblo soviéticos se hubieran ahorrado innumerables
sacrificios y sufrimientos, y que la humanidad se hubiera evitado, sino una
guerra, sí al menos el azote del fascismo victorioso extendido por Europa, con
sus decenas de millones de muertos. Pero este programa sí era irreal en el
sentido de que las condiciones subjetivas para su realización eran
inexistentes. El proletariado soviético
estaba pasivo y fragmentado. Veía con simpatía el programa de la oposición
de izquierda, pero no tenía la suficiente energía militante para luchar por él.
En contra de lo que parece pensar Krassó, Trotsky
no se hizo jamás la menor ilusión al respecto.
Abandonar de inmediato
el Partido bolchevique, fundar un nuevo partido (ilegal), significaba contar
demasiado exclusivamente con una clase obrera cada vez más pasiva. Contar con
el ejército, organizar un golpe de Estado, significaba, de hecho, sustituir un aparato burocrático por otro y
condenarse a convertirse en prisionero de la burocracia. Aquellos que echan
en cara a Trotsky el no haber adoptado una de estas dos vías no
comprenden la situación en términos de fuerzas sociales y políticas
fundamentales. La tarea de un revolucionario proletario no consiste en “hacerse
con el poder” empleando los medios que sean y en las condiciones que sean, sino en tomar el poder para poner en
marcha un programa socialista.
Si el poder no puede
obtenerse más que en unas condiciones que nos alejan de los objetivos de tal
programa en vez de acercarnos a ellos, es preferible mil veces permanecer en la
oposición. Los admiradores no marxistas del poder en abstracto, desvinculado de
la realidad social, ven ahí una “debilidad”. Cualquier marxista convencido verá
en ello, por el contrario, la mayor fuerza de Trotsky y su aportación a la
historia, y no la grieta de su coraza.
¿Fue acaso la lucha de
Trotsky durante los años veinte tan sólo una “pose” que adoptó ante la
historia, con objeto de ”salvar el programa”? Dicho sea de paso, aunque así
hubiera sido, Trotsky quedaría, históricamente, totalmente justificado. Hoy,
debería resultar evidente que la reapropiación del auténtico marxismo por parte
de la nueva vanguardia revolucionaria mundial se ve enormemente facilitada por
el hecho de que Trotsky, casi solo, salvara la herencia y la continuidad del marxismo
durante los ”oscuros años treinta”.
En realidad, sin
embargo, la lucha de Trotsky tuvo un objetivo más concreto. La clase obrera soviética estaba pasiva, pero
no estaba predeterminada su pasividad durante un largo período. Cualquier
impulso de la revolución internacional, cualquier modificación en la relación
entre las fuerzas sociales en el interior podía determinar un renacimiento. Los
instrumentos inmediatos para emprender estos cambios no podían ser otros que la
Comintern y el Partido comunista de la Unión Soviética. Trotsky luchó para que el partido detuviera el proceso de degeneración
burocrática, cosa que Lenin le había encomendado.
La historia ha
revelado, a posteriori, que el aparato del partido se había burocratizado ya
hasta el punto de actuar como motor y no como freno en el proceso de
expropiación política del proletariado. A priori, el resultado de esta
lucha dependía de las opciones políticas concretas de la dirección del PCUS, de
los viejos bolcheviques. Un giro hacia la orientación correcta, en el momento
oportuno, hubiera podido invertir el proceso; no hasta el punto de eliminar por
completo a la burocracia (lo cual era imposible en un país subdesarrollado y
amenazado por el capitalismo), pero sí hasta el de disminuir su nefasta
influencia y reinfundir confianza en sí mismo al proletariado.
El ”fracaso” de Trotsky
fue también el de la vieja guardia, que comprendió demasiado tarde la verdadera naturaleza del monstruoso parásito
que la revolución había engendrado. Pero este mismo “fracaso” evidencia que
Trotsky había comprendido las relaciones complejas entre fuerzas sociales,
instituciones políticas e ideas durante los años veinte.
3. ¿Era imposible una extensión
internacional de la revolución entre 1919 y 1949?
Llegamos ahora al
tercer panel de la crítica de Krassó, el más importante, pero también el más
débil: su reproche a Trotsky de haber esperado y previsto revoluciones
extranjeras después de 1923.
Toda esta parte del
ensayo de Krassó está dominada por una curiosa paradoja. Krassó empieza por acusar a Trotsky de haber subestimado el papel del
partido. Ahora, sin embargo, Krassó declara que la esperanza de Trotsky en
revoluciones victoriosas en Europa occidental se basaba en su incapacidad “para comprender las diferencias
fundamentales entre las estructuras sociales rusas y las de Europa occidental”.
En otros términos, las
condiciones objetivas hacían imposible una revolución mundial, al menos entre
las dos guerras. Por oposición al “voluntarismo” que le echa en cara a Trotsky,
Krassó defiende en este punto un burdo determinismo económico y social: puesto
que las revoluciones no han triunfado (hasta el momento) en Occidente, esto
quiere decir que no podían vencer; y si no podían vencer, ello se debe a unas
”estructuras sociales específicas” de Occidente.
El papel del partido,
de la vanguardia, de la dirección, la “autonomía
de las instituciones políticas”, todo ello es ahora borrado del mapa; y por el
propio Krassó, polemizando contra Trotsky. Una curiosa inversión de términos,
la verdad…
Pero, ¿y Lenin? ¿Cómo
explica Krassó que Lenin, el cual, por citar a Krassó, ”estableció la teoría de
la relación necesaria entre partido y sociedad”, estuviera tan apasionadamente
convencido como Trotsky de la necesidad de fundar partidos comunistas y una
Internacional Comunista? ¿Considera Krassó esta posición de Lenin como un “vano
voluntarismo”? ¿Cómo explica que, años después de Brest-Litovsk (en este punto, Krassó deforma la historia,
insinuando lo contrario), Lenin siguiera pensando que era inevitable una
extensión internacional de la revolución hacia Occidente y hacia Oriente? [25]
Krassó es incapaz de
establecer una diferencia entre la posición de Lenin y la de Trotsky en lo que
se refiere a la relación dialéctica entre la Revolución de octubre y la
revolución internacional como no sea atribuyendo a Trotsky tres ideas
mecanicistas e infantiles: la de que era ”inminente” que hubiera revoluciones
en Europa; la de que en todos los países capitalistas (o al menos en los de
Europa) se cumplían las condiciones para una revolución; y la de que era
”indudable” la victoria de estas revoluciones. No hace falta decir que Krassó
no podría apuntalar ni una sola de estas alegaciones. Es fácil encontrar
pruebas abrumadoras de lo contrario.
Ya en el tercer congreso de la Comintern (1921),
Trotsky y Lenin (ambos estaban en el “ala derecha” de ese congreso) declaraban,
con razón, que, tras la primera oleada revolucionaria de la posguerra, el
capitalismo había logrado un respiro en Europa. No era la ”revolución inmediata”
la que estaba a la orden del día, sino
la preparación de los partidos comunistas para la revolución futura, es
decir, la elaboración de una política justa destinada a conquistar la mayoría
de la clase obrera y a crear unos cuadros y una dirección capaces de conducir a
esos partidos a la victoria cuando se presentaran nuevas situaciones
revolucionarias.[26]
Criticando el Proyecto de programa de la Internacional
Comunista de Bujarin y Stalin, Trotsky declaró explícitamente, en 1928: “El
carácter revolucionario de la época no consiste en que permita, en todo momento, realizar la revolución, es decir, tomar el
poder. Este carácter revolucionario viene dado por unas oscilaciones profundas
y bruscas, por unos cambios frecuentes y
brutales: se pasa de una situación francamente revolucionaria, en que el
partido comunista puede aspirar a arrebatar el poder, a la victoria de la contrarrevolución fascista o semifascista, y de
esta última al régimen provisional de justo medio (‘bloque de izquierda’,
entrada de la socialdemocracia en la coalición, acceso al poder del partido de
MacDonald, etc.), que hace que luego las contradicciones se afilen como una
navaja de afeitar y plantea claramente el problema del poder).” [27]
En sus últimos
escritos, describe una y otra vez nuestra época como una rápida sucesión de revoluciones, de contrarrevoluciones y de
”estabilizaciones temporales”, sucesión que crea, precisamente, las
condiciones objetivas para la edificación de un partido revolucionario de vanguardia de tipo leninista.
Ahí está, naturalmente,
el nudo de la cuestión, que Krassó no ha planteado siquiera; he aquí por qué no
podía, evidentemente, darle respuesta. ¿Cuál es la hipótesis de base sobre la
que se fundamenta el concepto de la organización de Lenin? Como con tanta
exactitud dijo Georg Lukacs, es la hipótesis de la actualidad de la revolución[28],
es decir, la disposición consciente y
deliberada del proletariado para tomar el poder cuando se presenten
condiciones revolucionarias, y la
convicción profunda, basada en las leyes objetivas de la evolución de la
sociedad rusa, de que tales situaciones tienen que presentarse tarde o
temprano.
Lenin, cuando escribió
su libro sobre el Imperialismo, influenciado por el Finanzkapital de Hilferding[29],
y cuando hizo un inventario de la primera guerra mundial, extendió, justamente,
esta noción de la actualidad de la revolución al conjunto del sistema del mundo
imperialista; los eslabones más débiles
serán los primeros en romperse, y toda la cadena iría rompiéndose
progresivamente.[30]
Ésta era la justificación de su
llamamiento para la formación de la III Internacional. Tal era el programa de
la naciente Comintern.
Ahora bien, ésta es una
concepción central con la que no se puede jugar. O bien es teóricamente exacta
y está confirmada por la historia, y, en este caso, no sólo es exacta la “tercera
ley de la revolución permanente”, sino que las derrotas de la clase obrera
entre 1920 y 1943 deben imputarse resueltamente a las insuficiencias de la
dirección revolucionaria; o bien aquello que fue la concepción fundamental de
Lenin después del 4 de agosto de 1914 era erróneo, viniendo la experiencia a demostrar que no estaban maduras las
condiciones objetivas para la aparición periódica de situaciones
revolucionarias en el resto de Europa, y, en este caso, no es tan sólo la “tercera
ley de la revolución permanente” la que, según dice Krassó, es un ”error
teórico”, sino que también todos los esfuerzos de Lenin para edificar partidos
comunistas y organizarlos con objeto de conducir al proletariado a la conquista
del poder tendría que condenarse entonces como una criminal actividad
escisionista.
Después de todo, ¿no es
acaso esto lo que los socialdemócratas han sostenido desde hace más de
cincuenta años, empleando el mismo argumento de que las ”condiciones
político-sociales” en Occidente no estaban ”maduras” para la revolución, y de
que Lenin era incapaz de comprender las diferencias fundamentales entre las
estructuras sociales de Rusia y las de Europa occidental?
Puede hacerse un
inventario muy rápidamente, al menos en lo que se refiere a las experiencias
históricas. Si dejamos de lado a las pequeñas naciones, hubo situaciones revolucionarias, en Alemania, en 1918-19, en 1920 y
1923, y grandes oportunidades para que una defensa victoriosa contra la amenaza
nazi derivara en una nueva situación revolucionaria a comienzos de los años 30; en España, hubo situaciones
revolucionarias en 1931, 1934, 1936 y 1937; hubo situaciones revolucionarias en Italia en 1920, en 1945 y en 1948
(en el momento del atentado contra Togliatti); hubo situaciones revolucionarias en Francia en 1936 y en 1944 y 1947.
Incluso en Gran Bretaña
hubo una huelga general, en 1926… Numerosos escritos, incluso de no
comunistas y no revolucionarios, atestiguan que, en todas las situaciones, la
negativa de las masas a seguir soportando el sistema capitalista y su deseo
instintivo de tomar en sus manos el destino de la sociedad coincidían con la
confusión, la división, por no decir la parálisis, de las clases dirigentes, lo
cual, según Lenin, es la definición misma de una situación revolucionaria
clásica.
Si aplicamos el esquema
al resto del mundo, para poder incluir en él a la revolución china de los años veinte, la insurrección vietnamita de comienzos de los años treinta, y la onda
expansiva de una y otra, al final de la segunda guerra mundial, en dos
revoluciones poderosas que estimularon el movimiento revolucionario en todos
los países coloniales, entonces la
definición de ese medio siglo como la ”era de la revolución permanente” –
título elegido por Isaac Deutscher y George Novack para una antología de textos
de Trotsky[31]
– da cuenta perfectamente de este balance histórico.
Vayamos ahora a la
afirmación más extravagante de Krassó: los fracasos de la revolución europea en
los años veinte, treinta y comienzos de los cuarenta demuestran, según parece,
que “es innegable la superioridad de la
óptica de Stalin respecto a la de Trotsky”. Y ello debido a que Trotsky preveía
revoluciones victoriosas, mientras que Stalin “no hacía demasiado caso de las
posibilidades de victoria de las revoluciones en Europa”.
Pero, ¿la situación no
era a la inversa? Trotsky no creía en absoluto en revoluciones automáticamente
victoriosas, ni en Europa ni en ningún sitio. Nunca dejó de luchar por una
política correcta del movimiento comunista, que, a fin de cuentas, hubiera
hecho posible – si no en la primera ocasión, sí al menos en la segunda o la
tercera – la transformación de situaciones revolucionarias en victorias
revolucionarias. Stalin, al sostener una
política incorrecta, contribuyó enormemente al fracaso de esas revoluciones.
Prescribió a los
comunistas chinos la confianza en Chang Kai-chek y, en un discurso público, en
la misma víspera de la matanza de los trabajadores de Shangai, ordenada por
Chang Kai-chek, expresó su entera confianza en su verdugo, calificándolo de
”aliado fiel”.[32]
Decretó que la socialdemocracia era el
peor enemigo de los comunistas alemanes, y que Hitler o bien sería incapaz
de conquistar el poder, o bien de conservarlo, no sería sino por unos pocos
meses: pronto los comunistas serían los auténticos vencedores. Aconsejó a los
comunistas españoles que detuvieran su revolución y que se “ganara antes la
guerra” mediante una alianza con la burguesía ”liberal”. Aconsejó a los
comunistas franceses e italianos que edificaran una ”nueva democracia” que no
sería ya totalmente burguesa por cuanto habría algunos ministros comunistas y
algunas nacionalizaciones.
Esta política se saldó
en todas partes con desastres. Sin embargo, Krassó, incluso cuando hace balance
de las catástrofes, concluye que la visión de Stalin era innegablemente
superior a la de Trotsky, ¡porque Stalin
“no hacía demasiado caso de las posibilidades de victoria de las
revoluciones en Europa”! Tal vez la dirección por parte de Stalin de la III
Internacional, la transformación de la
Comintern, originariamente instrumento de la revolución mundial, en herramienta
diplomática del gobierno soviético, y la teoría del socialismo en un solo
país tuvieron algo que ver con el fracaso de las revoluciones en Europa, ¿no es
cierto? ¿O acaso Krassó podría llegar a decir que Stalin organizó deliberadamente
estas derrotas para “demostrar” la ”superioridad”
de sus puntos de vista respecto a los de Trotsky?
Como marxistas, hemos
de plantear una última pregunta. No se pueden explicar los “errores” cometidos
por Stalin en la dirección de la Internacional Comunista diciendo que fueron
resultados accidentales de su ”falta de comprensión” o de su “provincialismo
ruso”, como tampoco pueden explicarse los desastrosos resultados de su política
interior por la fórmula esencialmente no
marxista del ”culto de la personalidad”.[33]
Nunca coincidieron sus “errores”
tácticos con los intereses del proletariado soviético o internacional. Costaron
millones de vidas que hubieran podido salvarse, años de sacrificios inútiles, y
horribles sufrimientos bajo la opresión fascista. ¿Cómo puede explicarse que,
durante treinta años y en todas partes, excepto en la zona de influencia del
ejército rojo, Stalin se opusiera sistemáticamente a todas las tentativas de
los partidos comunistas de adueñarse del poder, o las saboteara?[34]
Existe, indudablemente,
una explicación social de este curioso hecho. Una política tan
sistemática no puede explicarse más que como expresión de los intereses particulares de un grupo social
determinado en el seno de la sociedad soviética: la burocracia.
Este grupo no es una nueva clase.
No desempeña ningún papel particular ni objetivamente necesario en el proceso
de producción. Es una casta privilegiada
del proletariado, nacida después de la conquista del poder, en unas
condiciones objetivamente desfavorables para el florecimiento de la democracia
socialista. Igual que el proletariado,
está fundamentalmente apegado a la propiedad colectiva de los medios de
producción y en oposición al capitalismo: por esto Stalin acabó por
aplastar a los kulaks y se levantó contra la invasión nazi. La
burocracia no ha destruido las conquistas socioeconómicas fundamentales de la
Revolución de octubre sino que, por el contrario, las ha conservado, aun cuando
lo haya hecho por medios cada vez más opuestos a los objetivos fundamentales
del socialismo.
El modo de producción
socializado nacido de la Revolución de octubre ha resistido con éxito todos los
asaltos del exterior y todos los sabotajes del interior. Ha demostrado su
superioridad ante cientos de millones de hombres. Es este hecho histórico
fundamental el que también explica por qué la revolución mundial, en lugar de
retrasarse por varios decenios – como afirman los pesimistas –, pudo resurgir
con tanta facilidad y lograr victorias importantes después de la Segunda Guerra
mundial.
Pero a diferencia del proletariado, la
burocracia es esencialmente conservadora y le tiene miedo a cualquier nuevo impulso de la revolución mundial,
que, al estimular la combatividad obrera en el interior, podría amenazar su
poder y sus privilegios. La teoría y la práctica del “socialismo en un solo país”, y luego la
teoría y la práctica de la ”coexistencia pacífica”, reflejan perfectamente la naturaleza, socialmente contradictoria, de
esta burocracia. Se defiende resueltamente cuando se ve amenazada de
exterminio por el imperialismo; intenta extender su zona de influencia cuando
con ello no pone en peligro el equilibrio social de fuerzas a escala mundial. Pero está fundamentalmente apegada al statu
quo. Los estadistas americanos han terminado por darse cuenta de ello.
Krassó debería, por lo menos, dar cuenta de esta continuidad de la política
exterior soviética después de la muerte de Lenin, y tratar de darle una
explicación social. No encontrará otra que la formulada por Trotsky.
La burocracia y sus
defensores pueden, indudablemente, tratar de racionalizar esta política y sostener
que sólo perseguía la defensa de la Unión Soviética contra la amenaza de todos
los países capitalistas, que se hubieran coligado contra ella si se hubieran
sentido ”provocados” en uno u otro sitio por revoluciones. De igual modo los
socialdemócratas han ido sosteniendo que sólo se oponían a las revoluciones
para defender las organizaciones y conquistas de las clase obrera, que se
verían aplastadas por la reacción si la burguesía se sintiera “provocada” por un activismo revolucionario.
Pero Marx nos ha
enseñado precisamente a no juzgar a los partidos y grupos sociales por lo que
dicen de sí mismos ni por sus intenciones, sino por su papel objetivo en el seno de la sociedad y por los resultados
objetivos de sus acciones. También la verdadera naturaleza social de la
burocracia queda reflejada en la suma de sus acciones; y de igual modo, según
Lenin, la verdadera naturaleza social de la burocracia sindical y de los
cuadros superiores pequeñoburgueses de la socialdemocracia en los países
imperialistas explica su oposición lógica a la revolución socialista.
Y hemos vuelto ahora a
nuestro punto de partida. Los marxistas comprenden la autonomía relativa de las
instituciones políticas, pero esta comprensión implica una análisis constante
de la raigambre social de estas instituciones y de los intereses sociales a los
que sirven en último análisis: Esto implica que cuanto más se elevan estas
instituciones por encima de las clases sociales a las que supuestamente sirven
en un principio, más tienden a la
autodefensa y a la autoconservación y más fácilmente entran en conflicto
con los intereses históricos de la clase de la que han surgido.
Así fue como
entendieron el problema Marx y Lenin. En este sentido, cuando Krassó acusa a
Trotsky de haber ”subestimado” la posibilidad de autonomía de los ”partidos” y
las ”naciones”, le acusa, en definitiva, de haber sido marxista y leninista,
Estamos convencidos de que Trotsky hubiera aceptado sin quejarse esta
acusación.
[1]
[2]
El programa de Hainfeld de la socialdemocracia austríaca, de 1889, afirma
claramente que la “conciencia socialista
es, por consiguiente, algo que debe introducirse desde el exterior a la lucha
de clase proletaria”. Kautsky dedicó un artículo en Die Neue Zeit del 17 de
abril de 1901 (“Akademiker und Proletarier”) al problema de la relación entre
intelectuales y obreros revolucionarios, en el que formuló la mayor parte de
los conceptos de la organización leninista. Es indudable, dada su fecha de publicación, que este artículo (uno
de una serie de dos) inspiró
directamente el ¿Qué hacer? de Lenin.
[3]
Habría que añadir que la desconfianza
instintiva de Trotsky hacia los intelectuales dilettantes que entran en un
partido obrero, desconfianza que
heredaba de Marx, se veía totalmente compartida por Lenin, punto que Krasso
olvida hábilmente. Cf. Marx-Engels, carta circular a Bebel, Liebknecht, Bracke,
etc., del 17-18 de septiembre de 1879 (Marx-Engels, Ausgewählte Schriffen, vol.
II, pp. 45556, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1950), así como V. I.
Lenin, Un paso adelante, dos pasos atrás, donde estigmatiza a ”los
intelectuales burgueses que temen la disciplina y la organización del
proletariado”. Krasso ve una “ironía
suprema” en el hecho de que Trotsky, al final de su vida, tuviera que discutir
con ”intelectuales de salón”, a los que siempre había detestado, como Burnham y
Shachtman; se olvida de que Engels tuvo que discutir con Dühring, y Lenin con
Bulgakov, que, ciertamente, no eran superiores a Burnham o Shachtman. Es Krasso
el que no entiende la función que tienen estas polémicas educativas en la
construcción del partido, función que ha sido bien comprendida por todos los
maestros del marxismo.
[4]
Tal como evidencia claramente el texto de Trotsky citado por Krasso, Trotsky
comprendió que “la unión con los mencheviques era imposible” a partir del
momento en que tomó conciencia de la
política conciliadora de los mencheviques durante la revolución de 1917.
[5]
Isaac Deutscher, El profeta armado, Ed. Era, México.
[6] The Founding Conference of the
Fourth International, publicado por el Socialist Workers Party, New York, 1939,
p. 16.
[7]
Ya el 7 de noviembre de 1914, Lenin escribía : ”La II Internacional ha muerto,
vencida por el oportunismo… La III Internacional tiene el deber de organizar
las fuerzas del proletariado con vistas al asalto
revolucionario contra los gobiernos capitalistas.” (Lenin-Zinoviev, Gegen den Strom, p. 6, Verlag
der Kommunistischen Internationale, 1912.)
[8]
Ya en 1908, Lenin escribe: ”La condición previa fundamental para este éxito es,
naturalmente, que la clase obrera, cuya
élite ha creado la socialdemocracia, se distinga de todas las demás clases
de la sociedad capitalista, por razones económicas objetivas, por su capacidad
para organizarse. Sin esta condición previa, la organización de los
revolucionarios profesionales no sería otra cosa que un juego, una aventura…”
El folleto ¿Qué hacer? subraya constantemente que la organización de los
revolucionarios profesionales que en él se preconiza no tiene sentido más que
en relación con “la clase realmente
revolucionaria que surge de modo elemental para la lucha”.
[9]
“Fue precisamente Marx el primero en descubrir la ley según la cual todas las
luchas históricas, ya se libren en el plano político, religioso, filosófico o
en cualquier otro terreno ideológico, no son, de hecho, más que expresión más o menos clara de la pugna
entre clases sociales : ley en virtud de la cual la existencia de esas
clases y, consiguientemente, también sus enfrentamientos, están, a su vez,
condicionados por el grado de desarrollo de su situación económica, por su modo
de producción y de cambio…” (Engels, prefacio a la 3a. edición alemana de El
18 de brumario de Luis Bonaparte.)
[10]
Uno de los documentos más patéticos de los años veinte es precisamente el
folleto de Stalin Preguntas y respuestas, escrito en 1925, en el que declara
que la degeneración del partido y del Estado son posibles, ”si es que” la
política exterior del gobierno soviético abandona el internacionalismo
proletario, reparte, junto con el imperialismo, el mundo en esferas de
influencia, o disuelve la Comintern; eventualidades que, por supuesto,
descartaba completamente, pero que él mismo realizaría al cabo de dieciocho
años.
[11]
En El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, Lenin insiste en la
necesidad, para la vanguardia comunista, de conquistar el apoyo de “la clase
trabajadora entera”, de las “más amplias
masas”, antes de poder conquistar
victoriosamente el poder.
[12] Marx-Engels, Selected Works, vol. I, p. 244,
Ed. en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1958.
[13]
No totalmente separados, sin embargo, como tampoco la burocracia fascista puede
llegar a separarse por entero del capitalismo monopolista. Sin embargo, en
ambos casos, la defensa de los intereses históricos de clase (propiedad
colectiva en el primer caso, propiedad privada en el segundo) se combina con
una profunda expropiación política de la clase, e incluso con grandes
sufrimientos individuales de muchos de sus miembros.
[14]
Marx-Engels, La guerra civil en Francia, introducción de Engels a la edición
alemana de 1891.
[15]
Kautsky, Der Ursprung des Christentums, 13.a edición, Dietz Verlag, Stuttgart,
1923, p. 499
[16]
En su discurso sobre el programa del partido, antes del VIII congreso del
Partido comunista de la Unión Soviética (19 de marzo de 1919), Lenin recuerda
varias veces el problema de la burocracia: ”La carencia de cultura de Rusia… corrompe
el poder soviético y recrea la burocracia… la burocracia se camufla en
comunistas… combatir el burocratismo hasta el fin, hasta la victoria total,
es imposible si el pueblo entero no participa en la administración del país…”
[17]
Ejemplos: ”Vemos surgir el mal ante nosotros (el burocratismo) de un modo más
claro, más preciso y más amenazador” (21 de abril de 1921); ”el recurso de la
huelga en un Estado en que el poder político pertenece al proletariado no puede explicarse ni justificarse más que
por las deformaciones burocráticas del Estado proletario…” (17 de enero
de 1922); ”sin embargo, si consideramos Moscú – 4.700 responsables comunistas
–, y si consideramos esta máquina burocrática, esta montaña, ¿quién gobierna y
quién es gobernado? Dudo mucho que pueda decirse que los comunistas gobiernan
esta montaña. En realidad, no gobiernan, sino que son gobernados” (2 de marzo
de 1923). En el tercer codicilo añadido a su Testamento, redactado el 26 de
diciembre de 1922, Lenin propone que entren en el Comité central varias decenas
de trabajadores, y que no se elijan entre aquellos que han trabajado ya en el
aparato soviético, ya que estarían ya infectados por el virus burocrático.
[18]
Es inexacto que, como dice Krasso, Lenin, en su Testamento, “no le concediera
una especial confianza” (a Trotsky). El Testamento presenta a Trotsky como el
miembro más capaz del Comité central. Subraya, eso es cierto, lo que según
Lenin constituyen sus debilidades, pero también pronostica un agudo conflicto
entre Trotsky y Stalin, y propone eliminar a Stalin de su posición central en
la organización.
[19]
La enumeración de estos errores es inexacta en muchos aspectos. Krasso atribuye
falsamente a Trotsky la idea de la “militarización de la mano de obra”, que
fue, en realidad, una decisión colectiva del partido, adoptada en el IX
congreso del PCUS. Alega que Trotsky no luchó por la publicación del Testamento
de Lenin; en realidad, en este punto, Trotsky fue derrotado por la dirección
del partido, y no quiso quebrantar la disciplina por razones que veremos más
adelante. Trotsky, afirma Krasso, “fue totalmente incapaz de ver que Stalin
estaba decidido a separarlo del partido”. Puede que esto fuera cierto en 1923,
pero entonces nadie se daba cuenta de ello, ni, probablemente, siquiera Stalin
debía pensar en recurrir a esta medida extrema. En cambio, Trotsky se dio
cuenta antes que ningún otro dirigente bolchevique de la gravedad de la
situación en el partido y en el Estado, situación que, dado el carácter de
Stalin, tenía que conducir a expulsiones, y luego a represiones sangrientas.
Krasso escribe que Trotsky no le prestó atención alguna a la ruptura de la
troika Stalin-Kamenev-Zinoviev. Se olvida de añadir que fue de esta ruptura de
donde nació la oposición conjunta de la izquierda entre Trotsky, por un lado, y
Zinoviev y Kamenev por otro, y que este frente unido no fue roto, en 1927-28,
por Trotsky y sus amigos, sino por los partidarios de Zinoviev.
[20]
Para hacer justicia a Lenin, hay que añadir que, al mismo tiempo que cometía
estos errores, trataba de introducir una serie de medidas cautelares destinadas
a frenar el proceso de burocratización del Estado y del partido. El sistema de
la troika limitó realmente la autoridad de los directores en las fábricas. Los
derechos de los sindicatos fueron aumentados (en este punto, Lenin criticó
justificadamente las propuestas de Trotsky referentes a los sindicatos). Se
mantuvo el principio de “salario máximo” para los cuadros del partido. Al mismo
tiempo que se suprimían las fracciones, se consolidó el derecho a formar
tendencias, y Chliapnikov recibió la promesa de que sus ideas opositoras se
imprimirían en cientos de miles de ejemplares. Pero la historia ha demostrado
que cuanto más pasivo se hace el proletariado tanto más se extiende el poder de
la burocracia, y tanto más fácil le resulta a ésta abolir estas medidas
cautelares mediante algunos ataques-relámpago; cosa que hizo entre 1927 y
comienzos de los años treinta.
[21]
Krasso dice que la fórmula de “revolución permanente” es ”impropia e indica una
falta de precisión científica incluso en sus más profundas intuiciones”. Parece
ignorar que esta fórmula la inventó el propio Marx.
[22]
En uno de los capítulos de su crítica del Proyecto de programa de la Comintern,
Trotsky expone muy detalladamente el hecho de que Stalin y sus aliados han
confundido deliberadamente el problema de la posibilidad de una victoria de la
revolución socialista en un solo país – que implica la necesidad de un inicio
de organización socialista y de construcción socialista de la economía – con el
problema de la victoria final del socialismo, es decir, el establecimiento de
una sociedad socialista plenamente desarrollada (Cf. La Internacional Comunista
después de Lenin; ed. de PUF, París, 1969, pp. 94-129). Resulta interesante
observar que, aún en 1924, en la primera edición rusa de Lenin y el leninismo,
el propio Stalin escribía: “Para la victoria final del socialismo, para la
organización de la producción socialista, son insuficientes los esfuerzos de un
solo país, en especial de un país campesino como Rusia.” Las razones económicas
expuestas por Trotsky sobre la imposibilidad del “socialismo en un solo país”,
confusas en Krasso, se hacen perfectamente inteligibles si se las considera
desde el punto de vista de la ”victoria final” y no del ”comienzo de la
edificación”. Evidentemente, una economía socialista llegada a la madurez debe
poseer una productividad del trabajo mayor que las economías capitalistas más
avanzadas; en este punto, incluso Stalin y Bujarin estuvieron de acuerdo.
Trotsky sostenía, sencillamente, que, en una economía esencialmente autárquica,
sería imposible alcanzar un nivel de productividad superior al que los países
imperialistas alcanzan gracias a su división internacional del trabajo. En
ningún momento pretende que esto deba conducir a una inevitable “subversión” de la economía planificada de la
Unión Soviética. Declara, sencillamente, que esto podría convertirse en una
fuente de conflictos violentos y de contradicciones que no permitirían a la
Unión Soviética la realización de una sociedad sin clases. La historia ha
confirmado plenamente este diagnóstico.
[23]
Este no es más que un ejemplo del hecho de que Stalin no adoptó el programa de
Trotsky, sino tan sólo partes de tal programa, sin consideración a su lógica
interna. A partir de 1923, la oposición luchó por la construcción de una
fábrica de tractores en Tsaritsyn. El proyecto fue aceptado. Pero la fábrica no
se construyó hasta 1928. Si se hubieran producido tractores desde 1924-25, y
los koljoses se hubieran desarrollado gradualmente, atrayendo a los campesinos
pobres, en base a la voluntariedad, gracias a la más elevada productividad del
trabajo y a los ingresos más altos en el sector cooperativo, la combinación de
la industrialización y de la colectivización de la agricultura hubiera llevado
a una situación totalmente distinta de la trágica situación de los años
1928-32, de la que la Unión Soviética sigue hoy sufriendo los efectos.
[24]
La oposición propuso, como otras fuentes de acumulación, que, en vez del
inexorable descenso del nivel de vida de los obreros y de los campesinos
ordenado por Stalin, se gravara con un impuesto especial tan sólo a los
campesinos ricos, y que se decidiera una reducción radical de los gastos
administrativos, todo ello hubiera supuesto un ahorro de mil millones de
rublos-oro anuales. Si los objetivos del primer plan quinquenal se hubieran
extendido a ocho o diez años a partir de 1923-24, en vez dé a cinco años,
hubieran impuesto unas restricciones mucho menos pesadas para las masas
populares.
[25]
Dos citas tan sólo: “la primera revolución bolchevique liberó al primer
centenar de millones de hombres de la opresión de la guerra imperialista, de la
opresión del mundo imperialista. Las futuras revoluciones liberarán a la
humanidad entera de la opresión de esas guerras y de ese mundo” (14 de octubre
de 1921). ”Tenéis que aprender de un modo especial a entender realmente la
organización, la construcción, el método y el contenido del trabajo
revolucionario. Si lo conseguís, entonces estoy convencido de que la revolución
mundial no sólo será buena, sino excelente” (15 de noviembre de 1922). (Cit.
según Oeuvres, Moscú-París, t. 33, pp. 50 y 444).
[26]
He aquí un ejemplo típico de “subestimación de la autonomía de las
instituciones políticas”, sin duda…
[27]
Trotsky, La Internacional Comunista después de Lenin, cit., p. 179.
[28]
Georg Lukacs, Lenin. Cit. según la ed. de EDI, París, 1965, pp. 28-29.
[29] Rudolf Hilferding, Das
Finanzkapital, Wiener Volksbuchhandlung, Viena. En pág. 447 de
esta edición, Hilferding concluye con un párrafo sobre las finanzas como
dictadura perfecta de las grandes empresas, y predice “una formidable colisión
de intereses [sociales] antagónicos” que, finalmente, transformará la dictadura
de las grandes empresas en dictadura del proletariado.
[30]
El panfleto El hundimiento de la Segunda Internacional, escrito por Lenin en
1915, está centrado en la idea de que se desarrolla en Europa una situación
revolucionaria, y que los socialistas deben actuar con objeto de estimular los
sentimientos y las acciones revolucionarias de las masas. Sus declaraciones a
los dos primeros congresos de la Internacional Comunista extienden este
análisis a todos los países bajo régimen colonial o semicolonial.
[31] Ed. Laurel, Dell Publishing
Company, New York, 1964.
[32]
La dirección maoísta del Partido comunista chino, deformando deliberadamente la
verdad histórica, sigue presentando a Chen Du-siu, jefe del Partido comunista
chino en el período 1925-27, como responsable de estos ”errores”; omite decir
que actuaba bajo las indicaciones directas y apremiantes de la Internacional
Comunista y, ante todo, bajo las del propio Stalin.
[33]
Muchos se preguntan (como Krasso) si la política de Stalin no queda justificada
por la victoria de la URSS en la Segunda Guerra mundial. Ver así las cosas
significa presentar un cuadro falseado de la realidad y pasar completamente por
alto el precio espantoso que se tuvo que pagar por esta victoria, las
innumerables víctimas innecesarias, las innumerables derrotas (incluyendo las
derrotas militares: en la Unión Soviética ha surgido toda una literatura sobre
este tema). Un hombre que vive en un quinto piso no quiere ni tomar el ascensor
ni apretar el botón de la escalera para tener luz. Tropieza, tal como era de
esperar, pero, gracias a su robusta constitución, no se rompe el cráneo, sino
tan sólo los brazos y las piernas, y, al cabo de cuatro años, puede ya andar
con muletas. Esto demuestra, evidentemente, una fuerte constitución; pero,
¿sirve de argumento para no usar los ascensores?
[34]
Ahora sabemos que Stalin también intentó influenciar a los comunistas
yugoslavos y chinos, desaconsejándoles la toma del poder. Dio instrucciones al
partido comunista vietnamita para que permaneciera en el seno del imperio
colonial francés, rebautizado con el nombre de
“Unión francesa”. El partido cubano, educado por él, rehusó
obstinadamente, durante años, comprometerse con Fidel Castro con vistas a una
revolución socialista victoriosa en Cuba. ¿Necesitan estos hechos una
explicación sociológica, o tan sólo sicológica?