Dentro del marco general de la crisis multidimensional en que nos encontramos, agravada ahora por el estímulo que supone la reciente victoria electoral de Trump para el ascenso de una extrema derecha a escala global, parece más evidente si cabe que asistimos a una profunda crisis del (des)orden geopolítico internacional, así como de las reglas básicas del Derecho Internacional que se han ido estableciendo desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
La manifestación más trágica de esta crisis (que pone en cuestión incluso el futuro de la ONU) se encuentra en la guerra genocida contra Gaza (Awad, 2024), a la que se suman actualmente alrededor de 56 guerras en el conjunto del planeta.
En ese contexto, el sistema jerárquico imperialista basado en la hegemonía estadounidense se halla abiertamente cuestionado y desafiado por otras grandes potencias, como China y Rusia, así como por otras a escala regional, como Irán.
Esa competencia geopolítica global se muestra claramente de manifiesto en determinados conflictos bélicos, de cuya evolución va a depender una nueva configuración de las relaciones de fuerzas dentro de ese sistema, así como de los bloques en presencia o en formación, como los BRICS.
Ante este nuevo escenario, en este artículo me centraré en la descripción sumaria del panorama actual para, a continuación, caracterizar las distintas posiciones que aparecen en el seno de las izquierdas en esta nueva fase e insistir en la necesidad de construir una izquierda internacionalista contraria a todos los imperialismos (principales o secundarios) y solidaria con las luchas de los pueblos agredidos.
Policrisis y neoliberalismos autoritarios
En las izquierdas existe un amplio consenso en torno al diagnóstico que podemos hacer de la crisis global por la que atraviesa el mundo actual, con la crisis ecosocial y climática como telón de fondo. Una policrisis que podemos definir con Pierre Rousset como “polifacética, resultado de la combinación de múltiples crisis específicas. Así que no estamos ante una simple suma de crisis, sino ante su interacción, que multiplica su dinámica, alimentando una espiral de muerte para la especie humana (y para una gran parte de las especies vivas)” (Pastor, 2024).
Una situación que está estrechamente relacionada con el agotamiento del régimen de acumulación capitalista neoliberal iniciado a mediados de los años 70, que tras la caída del bloque hegemonizado por la URSS dio un salto adelante hacia su expansión a escala mundial.
Un proceso que condujo a la Gran Recesión abierta en 2008 (agravada por las políticas austeritarias, las consecuencias de la crisis pandémica y la guerra de Ucrania), que terminó frustrando las expectativas de ascenso social y estabilidad política que había generado la prometida globalización feliz, principalmente entre sectores significativos de las nuevas clases medias.
Una globalización, hay que recordarlo, que se fue expandiendo bajo el nuevo ciclo neoliberal que a lo largo de sus distintas fases: combativa, normativa y punitiva (Davies, 2016), ha ido construyendo un nuevo constitucionalismo económico transnacional al servicio de la tiranía corporativa global y de la destrucción del poder estructural, asociativo y social de la clase trabajadora.
Y, lo que es más grave, ha convertido en sentido común la civilización de mercado” como la única posible, si bien todo este proceso ha adquirido distintas variantes y formas de regímenes políticos, generalmente basados en Estados fuertes inmunes a la presión democrática (Gill, 2022; Slobodian, 2021). Un neoliberalismo que, sin embargo, está mostrando hoy su incapacidad para ofrecer un horizonte de mejora para la mayoría de la humanidad en un planeta cada vez más inhóspito.
Por tanto, nos hallamos en un periodo, tanto a escala estatal como interestatal, lleno de incertidumbres, bajo un capitalismo financiarizado, digital, extractivista y rentista que precariza nuestras vidas y busca a toda costa sentar las bases de una nueva etapa de crecimiento con un papel cada vez más activo de los Estados a su servicio.
Para ello recurre a nuevas formas de dominación política funcionales a ese proyecto que, cada vez más, tienden a entrar en conflicto no sólo con libertades y derechos conquistados tras largas luchas populares, sino también con la democracia liberal.
De ese modo, se va extendiendo un neoliberalismo cada vez más autoritario, no sólo en el Sur sino cada vez más en el Norte, con la amenaza de una “aceleración reaccionaria” (Castellani, 2024).
Un proceso estimulado ahora por un trumpismo que se está convirtiendo en marco discursivo maestro de una extrema derecha en ascenso, dispuesta a constituirse como alternativa a la crisis de gobernanza global y a la descomposición de la viejas élites políticas (Urbán, 2024; Camargo, 2024).
El sistema jerárquico imperialista en disputa
Dentro de ese contexto, sucintamente expuesto aquí, asistimos a una crisis del sistema jerárquico imperialista que ha predominado desde la caída del bloque soviético, facilitada precisamente por los efectos generados por un proceso de globalización que ha conducido al desplazamiento del centro de gravedad de la economía-mundo del Atlántico Norte (Europa-EE UU) hacia el Pacífico (EE UU, Asia del Este y Sureste).
En efecto, tras la Gran Recesión iniciada en 2007-2008 y la consiguiente crisis de la globalización neoliberal, se ha abierto una nueva fase en la que se está produciendo una reconfiguración del orden geopolítico global, tendencialmente multipolar pero a su vez asimétrico, en el que EE UU sigue siendo la gran potencia hegemónica (monetaria, militar y geopolítica), pero se encuentra más debilitada y desafiada por China, la gran potencia en ascenso, y Rusia, así como por otras potencias subimperiales o secundarias en diferentes regiones del planeta.
Mientras tanto, en muchos países del Sur, enfrentados al expolio de sus recursos, al aumento de la deuda soberana y a las revueltas populares y guerras de distinto signo, el fin del desarrollo como horizonte a alcanzar está dejando paso a populismos reaccionarios en nombre del orden y la seguridad.
Así, la competencia geopolítica global y regional se está viendo acentuada por los diferentes intereses en pugna, no sólo en el plano económico y tecnológico, sino también en el militar y en el de los valores, con el consiguiente auge de los etnonacionalismos estatales frente a los presuntos enemigos internos y externos.
Con todo, no hay que olvidar el alto grado de interdependencia económica, energética y tecnológica que se ha ido materializando en el conjunto del planeta en el marco de la globalización neoliberal, como se puso abiertamente de relieve con ocasión tanto de la crisis pandémica global como de la falta de bloqueo efectivo a Rusia en el plano energético a pesar de las sanciones acordadas.
A esto se suman dos nuevos factores fundamentales: por una parte, la posesión actual de armas nucleares por parte de grandes potencias (existen cuatro puntos calientes nucleares actualmente: uno en Oriente Próximo (Israel) y tres en Eurasia (Ucrania, India-Pakistán y la península de Corea); y, por otra, la crisis climática, energética y de materiales (¡estamos en tiempo de descuento!), que diferencian sustancialmente esta situación respecto a la que se daba antes de 1914.
Estos factores condicionan la transición geopolítica y económica en marcha, marcando unos límites a una desglobalización que probablemente sea parcial y que, desde luego, no se anuncia feliz para la gran mayoría de la humanidad. A su vez, estos factores también alertan sobre el aumento de los riesgos de escalada en los conflictos bélicos en los que se ven directa o indirectamente implicadas potencias con armas nucleares, como ocurre en los casos de Ucrania o Palestina.
Esta especificidad de la actual etapa histórica nos lleva, de acuerdo con Promise Li, a considerar que la relación entre las principales grandes potencias (sobre todo si nos referimos a la que se da entre EE UU y China) se da mediante un equilibrio inestable entre una “cooperación antagónica” y una “rivalidad interimperialista” creciente. Un equilibrio que podría romperse a favor de la segunda, pero que también podría normalizarse dentro de la búsqueda común de una salida al estancamiento secular de un capitalismo global en el que ahora se han insertado China (Rousset, 2021) y Rusia (Serfati, 2022), aunque con evoluciones muy diferentes.
Un proceso, por tanto, lleno de contradicciones, que es extensible a otras potencias, como India, que forman parte del BRICS, en el que los gobiernos de sus países miembros tampoco han llegado hasta ahora a cuestionar el papel central de organismos como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, que siguen bajo hegemonía estadounidense (Fuentes, 2023; Toussaint, 2024).
No obstante, es evidente que el debilitamiento geopolítico de EE UU -sobre todo tras su fiasco total en Irak y Afganistán y, ahora, la crisis de legitimidad que está suponiendo su apoyo incondicional al Estado genocida de Israel- está permitiendo un mayor margen potencial de maniobra por parte de diferentes potencias globales o regionales, en particular las que cuentan con armas nucleares. Coincido por eso mismo con la descripción que hace Pierre Rousset:
El declive relativo de Estados Unidos y el ascenso incompleto de China han abierto un espacio en el que las potencias secundarias pueden desempeñar un papel significativo, al menos en su propia región (Rusia, Turquía, Brasil, Arabia Saudí, etc.), si bien son claros los límites de los BRICS. En esa situación, Rusia no ha dejado de presentar a China una serie de hechos consumados en las fronteras orientales de Europa. Al actuar de común acuerdo, Moscú y Pekín fueron en gran medida los amos del juego en el continente euroasiático. Sin embargo, no hubo coordinación entre la invasión de Ucrania y un ataque real contra Taiwán (Pastor, 2024).
Esto, facilitado sin duda por el peso mayor o menor de otros factores relacionados con la policrisis, explica el estallido de conflictos y guerras en muy distintas partes del planeta, pero en particular los que se dan en tres epicentros actuales muy relevantes: Ucrania, Palestina y, aunque por ahora en términos de guerra fría, Taiwán.
Ante ese panorama, hemos visto cómo EE UU aprovechó la injusta invasión de Ucrania por Rusia como coartada para relanzar la expansión de una OTAN en crisis hacia otros países de Europa del Este y del Norte. Un objetivo estrechamente asociado a la reformulación del “nuevo concepto estratégico” de la OTAN, como pudimos comprobar en la cumbre que esta organización celebró en Madrid en julio de 2022 (Pastor, 2022) y más recientemente en la celebrada en julio de este año en Washington.
En esta última se ha reafirmado esa estrategia, así como la consideración de China como el principal competidor estratégico, mientras que se ha eludido toda crítica al Estado de Israel. Esto último es lo que está mostrando el doble rasero (Achcar, 2024) del bloque occidental en lo que respecta a su implicación en la guerra de Ucrania, por un lado, y su complicidad con el genocidio que está cometiendo el Estado colonial de Israel contra el pueblo palestino, por otro.
De nuevo, también hemos visto el creciente interés de la OTAN en el flanco Sur con el fin de proseguir su necropolítica racista contra la inmigración ilegal mientras sigue aspirando a competir por el control de recursos básicos en países del Sur, especialmente en África, en donde los imperialismos francés y estadounidense están perdiendo peso frente a China y Rusia.
De ese modo, se ha ido produciendo una redefinición de la estrategia del bloque occidental, dentro del cual se ha visto reforzada la hegemonía estadounidense en el plano militar (gracias, sobre todo, a la invasión rusa de Ucrania) y a la que se encuentra claramente subordinada una Unión Europa más dividida y con su viejo motor alemán debilitado.
Con todo, tras la victoria de Trump, ésta parece decidida a reforzar su poder militar en nombre de la búsqueda de una falsa autonomía estratégica, ya que seguirá vinculada al marco de la OTAN. Mientras tanto, aumenta el distanciamiento de muchos países del Sur respecto a ese bloque, si bien con distintos intereses entre ellos, lo cual diferencia las posibles alianzas que puedan ir formándose de la que en el pasado caracterizó al Movimiento de Países No Alineados.
En todo caso, es probable que tras su victoria electoral Donald Trump vaya a dar un giro importante a la política exterior estadounidense con el fin de llevar a la práctica su proyecto MAGA (Make America Great Again) más allá del plano geoeconómico (intensificando su competencia frente a China y, aunque a un nivel distinto, con la UE), en relación especialmente con los tres epicentros de conflictos antes mencionados: respecto a Ucrania, reduciendo sustancialmente la ayuda económica y militar y buscando alguna forma de acuerdo con Putin, al menos, sobre un alto al fuego; en relación con Israel, reforzando su apoyo a la guerra total de Netanyahu; y finalmente rebajando su compromiso militar con Taiwan.
¿Qué internacionalismo antiimperialista desde la izquierda?
En este contexto de ascenso de un neoliberalismo autoritario (en sus distintas versiones: la reaccionaria de la extrema derecha y la del extremo centro, principalmente) y de conflictos geopolíticos varios, el gran desafío para las izquierdas se encuentra en cómo ir reconstruyendo fuerzas sociales y políticas antagonistas ancladas en la clase trabajadora y capaces de forjar un antiimperialismo y un internacionalismo solidario que no estén subordinados a una u otra gran potencia o bloque regional capitalista.
Una tarea que no será fácil, porque en la fase actual estamos asistiendo a profundas divisiones dentro de la izquierda en relación a la posición a mantener ante algunos de los conflictos antes mencionados. Tratando de sintetizar, con Ashley Smith (2024), podríamos distinguir cuatro posiciones:
La primera, sería la que se alinea con el bloque imperial occidental en la defensa común de unos presuntos valores democráticos frente a Rusia, o con el Estado de Israel en su injustificable derecho a la autodefensa, como ha manifestado un sector mayoritario de la izquierda social-liberal. Una posición que oculta los verdaderos intereses imperialistas de ese bloque, no denuncia su doble rasero e ignora la deriva cada vez más desdemocratizadora y racista que están conociendo los regímenes occidentales, así como el carácter colonial y ocupante del Estado israelí.
La segunda, sería la que se suele calificar como campista, que se alinearía junto con Estados como Rusia o China, a los que considera aliados contra el imperialismo estadounidense por considerar a éste como el enemigo principal, obviando los propios intereses geopolíticos expansionistas de esas dos potencias. Una posición que nos recuerda la que en el pasado mantuvieron muchos partidos comunistas durante el periodo de la Guerra Fría en relación con la URSS, pero que ahora se convierte en caricatura teniendo en cuenta tanto la naturaleza reaccionaria del régimen de Putin como el despotismo estatal-burocrático persistente en China.
La tercera, sería la de un reduccionismo geopolítico, que se refleja ahora en torno a la guerra de Ucrania, limitándose a considerar que ésta es sólo un conflicto interimperialista. Esta actitud, adoptada por un sector del pacifismo y de la izquierda, implica negar la legitimidad de la dimensión de lucha nacional contra la potencia ocupante que tiene la resistencia ucraniana, sin que por ello haya que dejar de criticar el carácter neoliberal y proatlantista del gobierno que la encabeza .
Por último, estaría la que se sitúa en contra de todos los imperialismos (ya sean principales o secundarios) y contra todo doble rasero, mostrándose dispuesta a solidarizarse con todos los pueblos agredidos, aunque éstos puedan contar con el apoyo de una u otra potencia imperial (como EE UU y la UE respecto a Ucrania) o regional (como Irán en relación con Hamás en Palestina).
Se trata de una posición que no acepta el respeto a las esferas de influencia que las distintas grandes potencias aspiran a proteger o ampliar, y que se solidariza con los pueblos que luchan contra la ocupación extranjera y por el derecho a decidir su futuro (en particular, con las fuerzas de izquierda que en esos países apuestan por una alternativa contra el neoliberalismo), y no alineada con ningún bloque político-militar.
Esta última es la posición que considero más coherente desde una izquierda anticapitalista. En realidad, salvando la distancia histórica y reconociendo la necesidad de analizar la especificidad de cada caso, coincide con los criterios que trató de aplicar Lenin cuando analizaba la centralidad que estaba adquiriendo la lucha contra la opresión nacional y colonial en la fase imperialista de inicios del siglo XX. Así quedó reflejada, a propósito de conflictos que estallaron entonces, en varios artículos suyos como, por ejemplo, en “La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación”, escrito en enero-febrero de 1916, en donde sostenía que:
La circunstancia de que la lucha por la libertad nacional contra una potencia imperialista pueda ser aprovechada, en determinadas condiciones, por otra ‘gran’ potencia para conseguir fines igualmente imperialistas no puede obligar a la socialdemocracia a renunciar a reconocer el derecho de las naciones a la autodeterminación, de la misma manera que los repetidos casos de utilización de las consignas republicanas por la burguesía con fines de fraude político y de saqueo financiero (por ejemplo, en los países latinos) no pueden obligar a los socialdemócratas a renunciar a su republicanismo (Lenin, 1976) .
Una posición internacionalista que ha de ir acompañada de la movilización contra el proceso de remilitarización en marcha por parte de la OTAN y la UE, pero también contra el de otras potencias como Rusia o China. Y que ha de apostar por volver a poner en el centro de la agenda la lucha el desarme nuclear unilateral y por la disolución de los bloques militares, recogiendo el testigo del potente movimiento por la paz que se desarrolló en Europa durante los años 80, con las activistas feministas de Greenham Common e intelectuales como Edward P. Thompson al frente. Una orientación que obviamente deberá insertarse dentro de un proyecto global ecosocialista, feminista, antirracista y anticolonial.
Jaime Pastor es politólogo y miembro de la redacción de viento sur
* Este artículo es una versión actualizada del publicado en la revista Nuestra Bandera, 264, pp. 55-62, 2024.
Referencias
Achcar, Gilbert (2024) “El antifascismo y la caída del liberalismo atlántico”, viento sur, 19/08/24.
Awad, Nada (2024) “Derecho Internacionalismo y excepcionalismo israelí”, viento sur, 193, pp. 19-27.
Camargo, Laura (2024) Trumpismo discursivo. Madrid: Verbum (en prensa).
Castellani, Lorenzo (2024) “Avec Trump, l’ère de l’acceleration réactionnaire”, Le Grand Continent, 8/11/24.
Davies, William (2016) “Neoliberalismo 3.0”, New Left Review, 101, pp. 129-143.
Fuentes, Federico (2023) “Entrevista a Promise Li: Rivalidad EE UU-China, ‘cooperación antagónica’ y antiimperialismo”, viento sur, 191, 5-18.
Gill, Stephen (2002) “Globalization, Market Civilization and Disciplinary Neoliberalism”. En Hovden, E. y Keene, E. (Eds.) The Globalization of Liberalism. Londres: Millennium. Palgrave Macmillan.
Lenin, Vladimir (1976) “La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación”, Obras escogidas, Tomo V, pp. 349-363. Moscú: Progreso.
Pastor, Jaime (2022) “El nuevo concepto estratégico de la OTAN. ¿Hacia una nueva guerra global permanente?», viento sur, 2/07/22.
—(2024) “Entrevista a Pierre Rousset: Crisis mundial y guerras: ¿qué internacionalismo para el siglo XXI?”, viento sur, 16/04/24.
Rousset, Pierre (2021) “China, el nuevo imperialismo emergente”, viento sur, 16/10/21.
Serfati, Claude (2022) “La era de los imperialismos continúa: así lo demuestra Putin”, viento sur, 21/04/22.
Slobodian, Quinn (2021) Globalistas. Madrid: Capitán Swing.
Smith, Ashley (2024) “Imperialismo y antiimperialismo hoy”, viento sur, 4/06/24.
Toussaint, Eric (2024) “La cumbre de los BRICS en Rusia no ofreció ninguna alternativa”, viento sur, 30/10/24.
Urbán, Miguel (2024) Trumpismos. Neoliberales y autoritarios. Barcelona: Verso.