Gran Bretaña y España en América
Imperios contrastantes
por John Elliott
John Elliott ha llevado a cabo un titánico y penetrante estudio comparativo entre la América española y la América británica, de capital importancia para entender el desarrollo posterior de sus pueblos. Las siguientes son las líneas con las que cierra su panorámica de los imperios del mundo atlántico.
A principios de la década de 1770, J. Hector St. John de Crèvecoeur, quien ganaría fama con sus Cartas a un granjero americano, escribió un “Bosquejo de contraste entre las colonias españolas e inglesas” que no se publicó. Así comenzaba: “Creo que, de contar con una representación perfecta, los usos y costumbres de las colonias españolas revelarían una asombrosa diferencia al ser equiparados con los de estas provincias” –las colonias de la Norteamérica británica.
Crèvecoeur se abocaba entonces a delinear los contrastes, y optaba por conceder a la religión un sitio de honor. Comparó, por ejemplo, los excesos barrocos de las iglesias de Lima con la sobriedad de los templos cuáqueros: “¡Qué distinto, qué sencillo es el sistema de leyes religiosas establecido y acatado en este país!” Al referirse a la América británica en general, advirtió que “de la indulgencia y justicia de sus leyes, de su tolerancia religiosa, de la facilidad con que los extranjeros pueden moverse aquí, se deriva esa pasión, ese espíritu de constancia y perseverancia” que ha permitido “erigir tantas ciudades espléndidas”, desplegar “tal ingenio en el comercio y las artes” y asegurar “una permanente circulación de libros, periódicos, provechosos descubrimientos de todas partes del orbe”. “Este noble continente –concluía– no necesita más que tiempo y habilidad para convertirse en la quinta gran monarquía que cambiará la actual faz política del mundo”.
El contraste con la América hispana, tal como Crèvecoeur lo exponía, era alarmante:
El grueso de su sociedad se compone de los descendientes de antiguos conquistadores y conquistados, de esclavos y de una variedad de castas y matices como nunca antes se había visto en la tierra y que al parecer jamás podrán vivir en la armonía suficiente para desarrollar exitosos programas industriales… En Sudamérica el gobierno opresivo no ha sido diseñado para generar crecimiento sino, por el contrario, para contribuir al empobrecimiento; se piensa que la obediencia de unos pocos es más valiosa que el ingenio de muchos… En resumidas cuentas, la languidez que corroe y debilita a la madre patria afecta también a sus bellas provincias.
La denuncia que Crèvecoeur hizo de España y sus territorios americanos, tan sólo un modo trivial de resumir los prejuicios y conjeturas de la Europa dieciochesca, sigue resonando hasta hoy. Durante los siglos XIX y XX, la historia de las repúblicas construidas sobre las ruinas del imperio americano de España sirvió únicamente para subrayar las fallas y deficiencias señaladas por Crèvecoeur. La historia de la Latinoamérica independiente terminó por verse como una crónica de atraso económico y fracaso político, y se minimizó todo logro o se lo pasó por alto.
Algunas de las carencias económicas y políticas que detectaron los especialistas tanto extranjeros como latinoamericanos fueron resultado de la coyuntura internacional y del equilibrio de fuerzas globales en los dos siglos posteriores a la emancipación respecto de España. Algunas fueron producto de la propia lucha de independencia, una pugna mucho más sangrienta y prolongada que la que los estadounidenses libraron contra sus “opresores” británicos. Otras se derivaron de los rasgos geográficos y ambientales que distinguen una masa de tierra vasta e infinitamente heterogénea; otras más pueden adjudicarse con tino a las características particulares –culturales, sociales e institucionales– de las comunidades coloniales y su soberano imperial.
Sin embargo, una cosa es apuntar que ciertos rasgos específicos de la sociedad colonial hispanoamericana, por ejemplo la corrupción endémica, arrojaron una sombra funesta sobre la historia de las repúblicas poscoloniales, y otra hacer la denuncia generalizada de que “la herencia española” fue la raíz de sus tropiezos y tribulaciones. En varios sentidos esta denuncia no es más que el modo en que se ha perpetuado hasta la era poscolonial el solemne mecanismo de “la leyenda negra”, cuyos orígenes se pueden ubicar en los años tempranos de la conquista y colonización ultramarina. Construida a partir de los múltiples relatos de atrocidades cometidas por los ejércitos españoles en Europa y por los conquistadores en América, tal leyenda recibió posteriormente una vigorosa inyección de fervor anticatólico mientras la Europa protestante intentaba mantener a raya al dominio español. Durante el siglo XVII, conforme un coloso vulnerable reemplazaba la figura de un poder global que aspiraba a constituirse en monarquía universal, España adquirió las connotaciones de atraso, superstición y pereza que la Europa de la Ilustración se deleitó en condenar. Éstas fueron las imágenes que se grabaron en la mente de los líderes de los movimientos de independencia, quienes se solazaron culpando al legado español de no poder alcanzar sus elevados ideales. En opinión de Bolívar, España había creado sociedades constitucionalmente incapaces de beneficiarse con los frutos de la libertad.
Por su parte, el joven Estados Unidos parecía destinado al éxito desde su nacimiento.
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Incluso antes de que las colonias británicas se liberaran, Crèvecoeur y sus contemporáneos auguraban un brillante futuro a las sociedades que en apariencia cumplían con los requisitos de la Ilustración para obtener la dicha individual y la prosperidad colectiva. Mientras la república recién salida del cascarón empezaba a ejercitar sus alas a principios del siglo XIX, las cualidades que según los contemporáneos prometían un vuelo espectacular se validaron y reforzaron. Una América británica idealizada, cuyos pobladores indígenas y africanos eran eliminados del cuadro con suma facilidad, contrastaba de forma llamativa con su contraparte ibérica, que iba en picada. Un legado colonial relativamente benigno, por un lado, y uno esencialmente maligno, por el otro, parecían ser la clave para comprender dos destinos tan disímiles.
Es inevitable que la lectura retrospectiva de la historia de las sociedades coloniales oculte o distorsione aspectos de un pasado que se debe entender en sus propios términos y no a la luz de prejuicios y preocupaciones posteriores. Estudiar las sociedades en el contexto de su tiempo, más que desde un punto privilegiado y ventajoso concedido por una percepción tardía, no equivale a disculpar o mitigar sus crímenes y locuras. Como lo demuestra con claridad la suerte de los pobladores indígenas y provenientes de África, los registros de la colonización del Nuevo Mundo por parte de británicos y españoles están manchados de horrores innumerables.
Una revisión del expediente de ambos poderes imperiales a la luz de hipótesis, actitudes y capacidades de la época, y no posteriores, sugiere que España poseía las ventajas y desventajas vinculadas por lo común con el papel del pionero. Al ser los primeros en llegar a América, los españoles tuvieron más oportunidades de maniobrar que sus rivales y sucesores, los cuales debieron contentarse con territorios no ocupados aún por súbditos de la Corona Española. El hecho de que las tierras tomadas por España incluyeran enormes asentamientos indígenas y ricos depósitos minerales impuso una estrategia imperial que aspiraba tanto a traer la cristiandad y la “civilidad” europea a estas poblaciones como a explotar sus recursos minerales, de acuerdo con la ecuación de aquel entonces –no del todo descabellada– que asociaba los metales preciosos con la riqueza.
En su calidad de pioneros, no obstante, los españoles enfrentaron grandes problemas, sin contar con antecedentes que guiaran sus respuestas. Tuvieron que confrontar, someter y convertir a numerosas poblaciones que aún no existían para Europa. Tuvieron que explotar los recursos humanos y naturales de los territorios conquistados de tal forma que se afianzara la viabilidad de las nuevas sociedades coloniales que buscaban establecer, asegurando al mismo tiempo un flujo continuo de capital hacia el núcleo metropolitano; tuvieron que instituir un sistema de gobierno que les permitiera llevar a cabo su estrategia imperial en tierras repartidas a lo largo de una inmensa área geográfica, y conforme se apartaban de su país natal merced a un viaje marítimo que duraba ocho semanas o más.
Como es obvio, la Corona Española y sus enviados cometieron errores tremendos al emprender su tarea. Primero sobrestimaron y luego menospreciaron la disposición de los pueblos indígenas para asimilar los obsequios religiosos y culturales que creían brindarles. En lo que se refiere a gobierno, la decisión de idear una estructura institucional, concebida para que la Corona tuviera garantizadas la sumisión de sus oficiales y la obediencia de sus súbditos ultramarinos, fomentó la creación de mecanismos burocráticos extremadamente elaborados que subvirtieron los propósitos originales para los que se los diseñó. Con el afán de obtener ganancias de sus dominios ultramarinos, la Corona dio prioridad a la explotación de la insospechada riqueza mineral del territorio americano, lo que distorsionó el desarrollo de las economías locales y regionales, y encerró a España y su Imperio en un sistema comercial tan estrechamente reglamentado que resultaría contraproducente.
Las políticas españolas concordaban con las nociones europeas de inicios del siglo XVI acerca del carácter de los pueblos no europeos, de la naturaleza y las fuentes de la riqueza y del impulso de los valores civiles y religiosos de la cristiandad. Una vez adoptadas, sin embargo, tales políticas no se pudieron modificar fácilmente. Los reformadores Borbones pagarían el precio de invertir demasiado esfuerzo en establecer un nuevo rumbo de partida que, a la larga, les impidió hacer cambios de planes. En consecuencia, y al igual que uno de los grandes galeones que participaban en la carrera de las Indias, el Imperio Español navegó majestuosamente hacia su meta mientras lo cercaban los depredadores extranjeros.
Al principio, en un segundo plano, entre esos depredadores se hallaban los ingleses. Gracias a una mezcla de elección y necesidad, su embarcación era más pequeña y por ende más fácil de manejar. Los ingleses isabelinos y bajo la Casa de Estuardo tenían otra ventaja invaluable: podían tomar España primero como modelo y después como advertencia. Si bien, en un principio, buscaron imitar los métodos y logros españoles, la naturaleza radicalmente distinta del ámbito americano en que se encontraron, además de las transformaciones en la sociedad y el gobierno de Inglaterra, engendradas por la Reforma protestante y por cambios en la concepción de la riqueza y el poder nacional, acabaron por encauzarlos en una ruta propia.
Dicha ruta, resultado de múltiples decisiones individuales y locales y ya no de una estrategia imperial orientada hacia la metrópoli, condujo a fundar una cantidad de comunidades coloniales notablemente disímiles que, no obstante, compartían ciertos rasgos fundamentales. Entre los más importantes se hallaban las asambleas representativas y la aceptación, a menudo de mala gana, de una pluralidad de credos y doctrinas. Como había demostrado la República Holandesa, y como llegó a descubrir la Inglaterra del siglo xvii, combinar el consenso político y la tolerancia religiosa era una fórmula insuperable para acceder al desarrollo económico. Protegidas por el creciente poder militar y naval de Inglaterra, las colonias de la América continental confirmaron de nuevo la eficacia de la fórmula en el siglo XVIII, al avanzar con celeridad hacia la expansión demográfica y territorial y exhibir una productividad en ascenso.
La bonanza progresiva de sus colonias fue un obvio estímulo para que la Inglaterra del siglo XVIII capitalizara con mayor habilidad los esperados beneficios del imperio. Mientras que España siempre vio en las colonias americanas una fuente potencialmente valiosa de productos que no podían generarse en casa, Inglaterra empezó a evidenciar poco a poco que gastaba más dinero en la administración y la defensa colonial del que obtenía a cambio. Adam Smith expuso bien el dilema cuando en 1776 escribió:
Desde hace más de un siglo, los gobernantes de Gran Bretaña han vendido a la gente la idea de que poseen un enorme imperio en el margen occidental del Atlántico. Tal imperio, sin embargo, ha existido sólo en la imaginación. Hasta ahora ha sido, pues, no un imperio sino un proyecto de imperio… Si no se puede consumar, el proyecto debe abandonarse. Si no se ha conseguido que las provincias del imperio británico contribuyan al sostén de todo el imperio, sin duda es hora de que Gran Bretaña se libere del gasto que implica defender esas provincias en época de guerra, cancele todo apoyo a sus instituciones civiles o militares en tiempos de paz y trate de ajustar opiniones y planes futuros a la verdadera mediocridad de sus circunstancias.
Las tentativas modernas de analizar la relación de costo beneficio suelen ratificar la percepción de Smith, aunque es lógico que los cálculos ceñidos únicamente a lo que se puede medir y cuantificar no tomen en cuenta imponderables como la contribución de las colonias americanas al poder y prestigio internacional de Gran Bretaña, y la gama de opciones que habría tenido la economía británica de no haber existido un imperio americano.
Al menos en apariencia, la proporción entre costo y beneficio fue mucho más favorable para España. A lo largo de tres siglos, las colosales reservas de plata de México y el Perú le permitieron no sólo cubrir los gastos de la administración y la defensa americana, sino también embarcar frecuentes remesas a Sevilla o Cádiz que constituyeron entre el quince y el veinte por ciento del ingreso anual de la Corona en el reinado de Carlos iii, tal como había ocurrido dos siglos antes durante el reinado de Felipe ii.
Así pues, a diferencia de la América británica, la América española era autosuficiente y no representó un agujero en el bolsillo del contribuyente peninsular.
Con todo, no hay que soslayar el altísimo precio que la España metropolitana debió pagar por ser dueña de un imperio americano rico en plata. A la vez que mantuvo a la monarquía española como el poder dominante del orbe occidental de mediados del siglo XVI a mediados del XVII, la riqueza proveniente de las Indias fomentó que la Corona y la sociedad castellana gastaran en firme más de lo que ganaban. La ambición imperial se empeñó en exceder los recursos imperiales, una situación que los Borbones intentaron corregir al lanzar su programa de reformas, el cual resultó al menos parcialmente exitoso: los ingresos por parte de América permitieron que el erario español pudiera cubrir, durante unas tres décadas, la cuota por sostener el poderoso estatus del país. En una época en que Francia y Gran Bretaña enfrentaban una deuda pública que crecía con rapidez, las finanzas de España evitaron pérdidas serias durante el reinado de Carlos III (1759-1788) gracias a la enorme contribución que realizaban los erarios de Nueva España y el Perú; una contribución que al final, no obstante, demostró ser insuficiente. La solvencia menguó y desapareció bajo la presión de las guerras casi continuas en los años posteriores a 1790.
Aunque las frecuentes inyecciones de plata americana sirvieron para mantener a flote las finanzas de la Corona Española, a largo plazo las ganancias del imperio de las Indias nutrieron más a Europa en general que a la madre patria. El estímulo inicial que la economía peninsular recibió merced a la conquista y colonización de América empezó a disminuir conforme los productos castellanos dejaron de ser competitivos en el mercado internacional, una secuela de las presiones inflacionarias que se pueden atribuir al menos parcialmente a la afluencia de plata americana. Pese a que siguió generando algunos incentivos para el desarrollo de la riqueza española, América no logró impulsar la economía metropolitana, en parte porque el grueso de las utilidades del Imperio se destinaba a sostener sistemas dinásticos ajenos que eran adversos, o mayormente desfavorables, al crecimiento de la economía doméstica. A su vez, esos sistemas reforzaron instituciones y estructuras sociales y políticas tradicionales, cosa que redujo la capacidad de innovación de España.
Imposibilitada para hacer uso efectivo de los frutos del Imperio, de modo que incrementaran la productividad nacional, España también vio cómo esos frutos se le iban de las manos. “No hay nada más común –escribió en 1741 un historiador británico del Imperio Español en América– que oír a España comparada con un cedazo: por más que recibe, nunca se llena”. La plata de las Indias se escurrió por el cedazo gracias a que los consumidores españoles la emplearon para financiar la compra de lujos exóticos, y la Corona la desplegó para respaldar sus guerras en el extranjero. Ya que la economía doméstica era incapaz de cubrir las necesidades de un mercado colonial en expansión, España compensó su déficit con artículos extranjeros que se enviaban en las flotas que cada año partían de Sevilla o Cádiz, o bien lograban filtrarse directamente en territorio americano a través de una operación internacional de contrabando que ningún conjunto de leyes mercantiles podía prevenir o controlar. En consecuencia, la plata colada por el cedazo español nutrió las economías de Europa y Asia, y originó en el camino un sistema monetario internacional cuyo desarrollo facilitó la difusión global del comercio.
Sin embargo, el imperio americano de España era mucho más que un simple mecanismo para extraer y exportar los metales preciosos que reabastecerían las arcas reales y alentarían el comercio global. También constituía un intento consciente, racional y centralizado –al menos en teoría– por incorporar e integrar las tierras recién descubiertas a los dominios del rey español. Esto implicaba cristianizar y someter a los pueblos indígenas a los estándares europeos, aprovechar su mano de obra y sus habilidades para cubrir las necesidades imperiales y establecer, en el margen más lejano del Atlántico, nuevas sociedades compuestas por conquistadores y conquistados que fueran auténticas extensiones de la madre patria y emularan sus valores e ideales.
Inevitablemente, este magno diseño imperial se logró llevar a cabo sólo en parte. Había demasiadas diferencias entre el ámbito americano y el europeo, que se conocía mejor; los múltiples intereses opuestos que intervenían en el proyecto no podían garantizar el funcionamiento de un sistema unificado; y, para rematar, la presencia de los sobrevivientes de las comunidades indígenas anteriores a la Conquista forjó sin remedio el carácter de las sociedades sucesoras, para desconcierto de los españoles peninsulares, que se inquietaron ante el aumento de poblaciones que se habían mestizado racial y culturalmente al mezclarse la sangre de conquistadores y conquistados. A esto se sumó el hecho de haberse llevado a América grandes cantidades de africanos. El resultado de esta hibridación fue el nacimiento de comunidades integradas, según señaló Crèvecoeur en tono despectivo, “por una variedad de castas y matices como nunca antes se había visto en la tierra”.
Dada la proporción y complejidad de los desafíos que enfrentaron, sorprende que los españoles hayan materializado su sueño imperial hasta donde pudieron. Mediante la violencia y a través del ejemplo lograron cristianizar y españolizar a enormes sectores de los pueblos nativos hasta un punto que quizá no los satisfizo, pero que dejó una huella decisiva y perdurable en las creencias y prácticas indígenas. Fundaron las instituciones de un imperio americano que perduró trescientos años y, con un alto precio que pagaron los súbditos nativos y la mano de obra traída de África, rehicieron las economías de los territorios sometidos de acuerdo con patrones ajustados a las necesidades europeas. Esto les granjeó un superávit constante para exportar a Europa y, a la vez, creó las condiciones idóneas para el desarrollo de una civilización urbana, peculiar y creativa, en los dominios americanos.
Tal civilización, cuya diversidad étnica aumentó con el paso de las generaciones, se cohesionó gracias a varios factores: las instituciones eclesiásticas y gubernamentales en común, una religión y un idioma compartidos, la presencia de una elite de descendientes españoles y un conjunto de nociones fundamentales alrededor del ejercicio del orden político y social que los neoescolásticos españoles en el siglo XVI reformularon y articularon. Su concepción orgánica de una sociedad regida por mandato divino y consagrada a alcanzar el bien común tenía un enfoque más incluyente que excluyente. Como consecuencia, los pueblos indígenas de Hispanoamérica tuvieron un espacio limitado pero propio dentro del nuevo orden político y social. Al aprovechar las oportunidades religiosas, legales e institucionales que se les brindaban, los individuos y las comunidades lograron fincar derechos, consolidar identidades y moldear un flamante universo sobre las ruinas del orbe destruido sin remedio por el golpe de la conquista y ocupación europea.
Luego de un incómodo periodo de convivencia, y enfrentados a pueblos nativos más escasos, que no se dejaban movilizar tan fácilmente como mano de obra, los colonizadores ingleses asumieron una postura más excluyente que incluyente en los términos ya establecidos en Irlanda. Sus indígenas, a diferencia de los de los españoles, fueron relegados al margen de las nuevas sociedades coloniales o expulsados más allá de sus fronteras. Cuando los colonos siguieron el ejemplo ibérico y empezaron a importar africanos para cubrir sus necesidades laborales, el espacio concedido a los esclavos por ley y religión fue aún más restringido que en Hispanoamérica.
Aunque redundaría en un legado terrible para las generaciones futuras, la negativa de incluir a los indios y los africanos dentro de sus comunidades ficticias dio a los colonizadores ingleses mayor libertad de movimiento para hacer que la realidad encajara en los moldes de su imaginación. Como no querían que la población indígena se integrara en las nuevas sociedades coloniales, no necesitaban adquirir los compromisos que sus contrapartes hispanoamericanas habían tenido que aceptar. De igual manera, tampoco eran esenciales los mecanismos externos de control a través del gobierno imperial que los españoles habían adoptado para promover la estabilidad y la cohesión social en colectividades mestizas.
La autonomía que la Corona Británica otorgó a las comunidades trasatlánticas para llevar una vida desprovista casi por completo de restricciones externas reflejó la ausencia, en la América continental del norte, de las obligaciones inherentes a la existencia de riqueza mineral y de vastos grupos indígenas que empujaron a la Corona Española a asumir un sistema intervencionista. También reflejó el equilibrio cambiante entre las fuerzas políticas y sociales de la Inglaterra de los Estuardo. La relativa debilidad de los Estuardo dio rienda suelta a grupos de hombres y mujeres ingleses para que se establecieran más o menos a sus anchas en las costas más remotas del Atlántico, con una interferencia esporádica y en cierto modo inútil por parte del gobierno imperial. Como resultado, la Gran Bretaña del siglo XVIII despertó tardíamente para descubrir, en palabras de Adam Smith, que su imperio americano había “existido sólo en la imaginación”.
Si se mide, de acuerdo con el fracaso del Estado británico a la hora de apropiarse de más riqueza generada por las sociedades coloniales y de intervenir con mayor eficacia en el manejo de sus asuntos domésticos, la fragilidad imperial demostró ser a largo plazo una fuente de energía para esas mismas sociedades. Abandonadas a su suerte, pudieron labrar su propio camino en el mundo y desarrollar sus propios mecanismos de supervivencia. Esto les dio flexibilidad para enfrentar las desgracias y una creciente confianza en su capacidad de crear instituciones y patrones culturales propios que cubrieran mejor sus necesidades particulares. Como hubo múltiples razones para fundar colonias específicas, y como éstas se crearon en distintas épocas y distintos ámbitos en un lapso de más de un siglo, sus respuestas y el carácter que sus sociedades llegaron a asumir variaron enormemente. Esta diversidad las enriqueció a todas.
Pese a su diversidad, las colonias poseían muchos rasgos en común. Éstos, sin embargo, y a diferencia de lo que ocurrió en el imperio americano de España, no fueron fruto de la imposición por parte del gobierno imperial de estructuras administrativas y judiciales uniformes y una misma religión, sino de una cultura gubernamental y legal compartida que dio prioridad al derecho a la representación política y a un conjunto de licencias amparadas por la legislación consuetudinaria. Tener tal cultura inauguró el camino que conduciría a las colonias a desarrollar sociedades basadas en el consenso y la inviolabilidad de los derechos individuales. En las décadas críticas de 1760 y 1770, esa cultura política liberal confirmó ser suficientemente fuerte para apoyar la defensa de una causa común. Al unirse para proteger sus privilegios ingleses, las colonias garantizaron la continuidad de la pluralidad creativa que las había caracterizado desde el principio.
Con todo, la historia podría haber sido muy distinta. Si Enrique VII hubiera aceptado patrocinar el primer viaje de Cristóbal Colón, y si una expedición de campesinos occidentales hubiera conquistado México para Enrique VIII, podríamos imaginar un guión distinto y que incluso podría haberse realizado: un colosal incremento de la riqueza de la Corona Británica debido al creciente flujo de plata americana en las arcas reales, el desarrollo de una estrategia razonable para explotar los recursos del Nuevo Mundo, la creación de una burocracia imperial con miras a gobernar las comunidades de colonos y sus pueblos súbditos, el declive de la influencia parlamentaria en la vida nacional y el establecimiento de una monarquía absolutista financiada por la plata de América.
Pero todo sucedió de otra forma. El conquistador de México era un fiel súbdito del rey, no de Inglaterra, sino de Castilla, y una compañía mercantil no española sino inglesa fue la que fundó en Virginia la primera colonia exitosa de la Norteamérica continental. Tras los valores culturales y las exigencias económicas y sociales que moldearon los imperios Británico y Español del orbe atlántico, acechaban las huestes de las decisiones personales y las insospechadas consecuencias de los eventos fortuitos.