LIBERTAD Y DESARROLLO
– DONATO NDONGO BIDYOGO –
Los países africanos son ahora independientes, pero los pueblos no son tan libres como soñaron, ni tan desarrollados como quisieran. La mayoría de los ciudadanos ya saben una cosa:la libertad, los derechos humanos y el desarrollo caminan juntos.
En este mítico 2000 se cumplen los 40 años del boom de las independencias africanas. En efecto, aunque sólo 17 países de los 53 estados africanos alcanzaron su soberanía formal en 1960, ese año marcó la frontera entre el nacionalismo y la libertad, consolidando una tendencia que con el paso del tiempo se haría irreversible. Y aunque acontecimientos como el inicio de la guerra de Argelia en 1952 o la independencia de Ghana en 1957 habían marginado a un continente –marginado ya de por sí por 400 años de esclavitud y un siglo de dominación extranjera–, en 1960 los pueblos africanos tomaron conciencia de que podían reasumir la dirección de sus propias vidas, sin que otros tomaran las decisiones por ellos.
La rebelión anticolonial era una necesidad vital, y por tanto, un objetivo prioritario irrenunciable. La situación colonial había dejado al africano en la frontera, entre lo animal y lo humano, pues no existía más que en función de las necesidades del colonizador. Lo de menos era el modelo de colonización; como escribió Albert Memmi en Retrato del colonizado, un sistema social que perpetuó tantas miserias –suponiendo que no las creara– que podía mantenerse mucho tiempo: “¿Cómo puede alguien atreverse a comparar las ventajas e inconvenientes de la colonización? ¿Qué ventajas, aunque fueran mil veces mayores, podrían hacer admitir tales catástrofes, interiores y exteriores?”. Esta idea la resumió Jean-Paul Sartre en Colonialismo y neocolonialismo: “No es cierto que haya colonos buenos y malos: hay colonos, y eso basta”.
Un repaso de los textos de los líderes africanos del momento, como Kwame Nkrumah, Patrice Lumumba, Jomo Kenyatta, Tom Mboya, Julius Nyerere, el tan olvidado como influyente Frantz Fanon, indica con claridad que la soberanía no era un fin en sí mismo, sino un medio. Las independencias fueron concebidas y reclamadas como primer paso para alcanzar la libertad y el desarrollo, puesto que los negros venían sufriendo no sólo una marginación histórica, sino continuas vejaciones.
El diseño elaborado por los padres de las independencias estaba destinado a devolver al africano su condición plena de ser humano y el completo disfrute de sus derechos y libertades. Fanon escribió en Los condenados de la tierra: “Lo que exigen (las masas colonizadas) no es el estatus del colono, sino el lugar del colono. Los colonizados, en su inmensa mayoría, quieren la finca del colono. No se trata de entrar en competencia con él. Quieren su lugar”.
Pero el anticolonialismo no se puede reducir sólo a la dimensión economicista o clasista. Se funda, sobre todo, en la idea humanista de la recuperación de la dignidad del africano, negada por la realidad colonial. La discriminación racial era transmitida a través de todas las instituciones de la sociedad colonial, determinando el comportamiento individual y social de colonizadores y colonizados.
Mecanismos de compensación
El mundo colonial estaba caracterizado por el dominio y la explotación, pero también por la aceptación de la cultura y la civilización extranjera, negando la propia como “salvaje”. Por lo que el conflicto individual era inevitable. Las normas extranjeras, inoculadas a través de la escuela, los medios de comunicación, los libros, las películas, los anuncios comerciales y las prédicas de las distintas confesiones religiosas, crearon un estereotipo hecho por el colonizador. Ante el dilema, el colonizado reaccionó con mecanismos de compensación. Por ejemplo, la enérgica y a veces violenta huida hacia las viejas tradiciones que se puede observar en ciertas sociedades africanas, desposeídas de sus funciones vitales desde hace mucho tiempo, tienen un carácter regresivo, reivindicativo.
Al aferrarse al mundo tradicional, estancado durante la intervención colonial se produce un rechazo genérico de la civilización colonial, y, con ella, también del progreso técnico, de lo que conocemos como “modernidad”. Para el africano, con mentalidad del colonizado resulta imposible distinguir entre la tendencia represiva y la tendencia general del progreso humano. Y ello es la consecuencia de la inseguridad que dejó en el africano la situación colonial, que condiciona su conducta completamente ambivalente hacia todas las normas e instituciones de ese sistema. Es una reacción de rechazo inconsciente por parte del colonizado, que cuestiona el colonialismo en bloque y teme manifestar un tácito entendimiento con la opresión al permitirle concesiones.
Esa es la situación que, a los 40 años de las independencias, todavía paraliza al africano, constreñido entre la tradición y la modernidad, impidiéndole el progreso. Pero, con todo, y de modo general, podemos atribuir al colonialismo una función positiva, como un medio de lucha contra la discriminación racial y cultural, cuya aportación a la transformación del pensamiento de los modos de vida en este umbral del nuevo milenio resulta evidente.
Partido único y corrupción
Cuarenta años después de las independencias asistimos a la quiebra de los valores primigenios que sustentaron el anticolonialismo, como la libertad y la prosperidad de los africanos, o la cohesión económica y política del continente. ¿Qué ha pasado en estas cuatro décadas para que el optimismo inicial se haya trocado en una decepción generalizada, rayana en la desesperanza? ¿Es cierto que, como arguyen algunos observadores foráneos, los africanos se han mostrado incapaces de articular sus propios estados, de autogobernarse?
Para responder a estas preguntas, es necesario situar primero el contexto. Las independencias africanas se obtuvieron durante la “guerra fría”, lo cual impidió el desarrollo de modelos genuinamente africanos, consagrándose a nivel continental la doctrina de “quien no está conmigo, está contra mí”. Se implantaron entonces en Africa una serie de regímenes de partido único, en los que se suprimieron las libertades individuales y colectivas; un solo líder asumió el mando único de la nación, sólo secundado por los miembros de su tribu o clan; se sacralizó el Estado; la corrupción fue institucionalizada, a la par que el nepotismo y el clientelismo; la exacerbada ambición fue estimulada por potencias extranjeras, y la política se convirtió en la única industria, a través de la cual se podían conseguir no sólo poder, sino dinero y un mínimo de seguridad. Todo ello bajo el pretexto de la construcción de la Nación, la afirmación de la personalidad africana y el anticolonialismo.
Este modelo ha servido tanto para las dictaduras de derechas como para las de izquierdas, y a menudo se confunden los lenguajes de los diversos regímenes, de tal forma que la retórica ha llegado a ser perfectamente intercambiable, ambivalente, y casi no se puede distinguir un modelo político de otro si nos limitamos a leer los discursos o a examinar las Constituciones y demás leyes. Apenas existe diferencia conceptual entre el “nacionalismo de derechas” de un Mobutu Sese Seko, del antiguo Zaire, o de un Gnassingbé Eyadema, de Togo, y el “nacionalismo de izquierdas” de un Sékou Touré en Guinea-Conakry o de un Menghistu Haile Mariam en la Etiopía que siguió al derrocamiento del emperador Haile Selassie, en 1974.
Al mismo tiempo, Africa produjo una serie de líderes inclasificables e incalificables, como Francisco Macías en Guinea Ecuatorial, Idi Amín en Uganda o Jean-Bedel Bokassa en la República (Imperio) Centroafricana, cuyo denominador común fue la barbarie que implantaron en sus países ante la pasividad de la comunidad internacional, con independencia de la supuesta ideología en que trataron de disfrazar su locura destructora.
En busca de un modelo propio
Africa viene debatiéndose en busca de un modelo propio de desarrollo político y económico. Así, se acuñaron diversas teorías supuestamente salvadoras, como el “socialismo africano”, “la comunocracia” o la “autenticidad”, ninguna de las cuales, pese a su atractiva formulación teórica, ha servido para que el africano encuentre el camino que le lleve al progreso y a la libertad.
Al contrario, el africano se ha encontrado, al hilo de estas propuestas, privado de sus derechos fundamentales, más empobrecido material y espiritualmente, al secuestrar el poder constituido las ideas básicas del anticolonialismo y convertirlas en estandartes demagógicos que lo justifican todo, incluso las más espantosas violaciones de los derechos humanos.
Los dictadores que se suceden en nuestros países se han apropiado, prostituyéndolo, del lenguaje y de los símbolos de la lucha anticolonial para ponerlos al servicio de sí mismos y de los intereses foráneos que les respaldan, en contra de las aspiraciones de sus pueblos.
Ese mismo contexto de rivalidad entre las superpotencias (o de los bloques económicos y sociales, como se prefiera) que dominó la política internacional desde el final de la Segunda Guerra Mundial generaría, o prolongaría, conflictos africanos como las guerras de liberación en las colonias portuguesas y su subsiguiente degeneración en guerras civiles; la frustrada independencia del Sahara Occidental, o condicionaría la solución en falso de la independencia de países como Zimbabue, o impediría el establecimiento en Suráfrica de una democracia, prolongando artificialmente la vigencia del régimen segregacionista blanco.
Tampoco conviene olvidar que las independencias africanas fueron otorgadas bajo el condicionamiento de que los nuevos países siguieran sirviendo a Europa y Norteamérica como fuentes de materias primas a un precio verdaderamente exiguo. Por eso la antiguas potencias coloniales colocaron en el poder en cada capital a sus hombres de confianza, bautizados como presidentes de Repúblicas, y se aprestaron a reprimir con toda contundencia cualquier aspiración autonomista o democratizadora.
Es el caso de Patrice Lumumba en la República Democrática de Congo, asesinado por Mobutu en nombre de los intereses políticos y económicos de Occidente, o el de Kwame Nkrumah en Ghana, derrocado para que su país no pasara a la órbita comunista; pero también es el caso de la represión de numerosos movimientos populistas en países como Benín, Togo, Camerún, Senegal, Burkina Faso o Gabón, donde las tropas francesas impusieron a sus hombres en contra de la voluntad de los pueblos sublevados.
El neocolonialismo provocó también guerras, como las de Biafra o Katanga, o condenó a países como Níger, Burkina Faso, Congo-Brazzaville o Nigeria a la inestabilidad crónica. Y, como consecuencia de todo ello, Africa pasó a ser gobernada no por los dirigentes elegidos por sus pueblos respectivos, sino por potencias extranjeras; no por sus ciudadanos más capacitados, sino por los que mejor aseguraban los intereses foráneos. Esa estrecha alianza entre las dictaduras civiles o militares y las empresas explotadoras de los recursos naturales africanos es la que caracteriza la política continental en estas cuatro décadas, impidiendo cualquier intento de desarrollo.
Ricos pero empobrecidos
Salvo en contados países, la industria africana es sólo subsidiaria de las firmas multinacionales, y no se le ha permitido un desarrollo autónomo; las inversiones en Africa están viciadas por la pretensión de unas ganancias fáciles e inmediatas, bajo el pretexto de la inestabilidad política; el comercio no se rige allí por las leyes liberales internacionales, sino que está sometido a un estricto proteccionismo, heredado de las antiguas zonas exclusivas de la época colonial.
Además, no se ha potenciado el intercambio económico interafricano, pese a la proliferación de organismos de integración subregionales, que son más bien estructuras burocráticas carentes de contenidos reales y alejados de las necesidades de la gente; a pesar de que 20 de las 53 naciones africanas tiene menos de cinco millones de habitantes, debilidad demográfica que condiciona la economía de los países, y más si tenemos en cuenta la poca capacidad adquisitiva de las poblaciones.
En lugar de fomentar la agricultura y promover el autoabastecimiento con los productos locales, se sigue primando el monocultivo de los productos de exportación, y la población es obligada a acostumbrarse a consumir productos importados. Este es el caso del arroz en países como Senegal; importa 400.000 toneladas, que cuestan anualmente al país unos 136 millones de euros. ¿Consecuencias? Además de esa sangría en divisas, la dependencia alimentaria y las hambrunas. Según cálculos del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, publicados a principios de abril, más de 12 millones de africanos corren peligro de morir de hambre si no se les suministra con urgencia 940.000 toneladas de ayuda.
Con sus recursos económicos controlados por extranjeros, su política mediatizada por el intervencionismo neocolonialista, sojuzgados por una pléyade de tiranos, empobrecidos, enfermos e ignorantes, ¿cómo puede esperarse que los africanos se desarrollen y vivan sus vidas con normalidad?
No resulta extraño, pues, que Africa esté como está, con los índices de desarrollo humano más bajos del planeta, pese a las inmensas riquezas del continente. Los demás pueblos del mundo se han acostumbrado al cliché de un Africa famélica, inestable, de donde nunca procede una noticia agradable, cliché que viene siendo alimentado desde hace al menos un siglo, y que ha tomado estado de naturaleza desde las dos últimas décadas. Por eso es tan importante decir que, pese a lo que difunden a diario los medios de comunicación, no existe un solo país africano pobre.
Níger, Burkina Faso o Mozambique suelen ocupar los últimos lugares de las estadísticas de desarrollo mundial; pero ¿dice alguien que Níger produce importantes cantidades de uranio, que Burkina Faso exporta algodón, oro y manganeso, o que los 18,4 millones de mozambiqueños podrían sobrevivir con sus fondos pesqueros, su hierro, su bauxita, sus piedras preciosas, entre otros productos agrícolas y minerales?
Ahora que todo el mundo habla, con razón, de las fantochadas del dictador zimbabuo Robert Mugabe, tampoco está de más recordar que la raíz del problema se halla en que los 4.500 granjeros blancos poseen el 70 por ciento de las tierras fértiles del país, situación que no fue resuelta por los acuerdos de Lancaster House de 1979, mediante los cuales el país accedió a la independencia un año después. ¿Hasta cuándo se puede mantener esa situación, que confinó en las tierras improductivas a los 12 millones de zimbabuos negros?
Es evidente que se le pueden reprochar a Mugabe muchas cosas –su demagogia, su afán de perpetuarse en el poder o su recurso al terrorismo de Estado para afrontar una situación que no quiso o no pudo resolver en 20 años de mandato–, pero también es claro que urge una reforma agraria en Zimbabue, y en otras partes de Africa, que restablezcan la equidad después de más de un siglo de injusticias consagradas por el colonialismo.
Libertad y desarrollo
A la vista de la situación del continente africano, se hace necesaria una nueva definición de las políticas locales, y también de las internacionales. Palabras como “nacionalismo” y “anticolonialismo”, de las que tanto se ha abusado desde los años 50, tienen que recuperar su sentido primigenio y servir de base para que el africano recobre su dignidad y su libertad. “Libertad y desarrollo” debería ser la consigna para el Africa del nuevo milenio: una libertad basada en la idea de la persona humana como centro de toda acción política, y un desarrollo que venga a dignificar las vidas de los negros.
El Africa del mañana, para que no siga fracasando como la del pasado y la actual, debe asumir los valores éticos de nuestro tiempo, como el indeclinable respeto de los derechos humanos y el pluralismo como valores políticos y sociales. Pero también debe conquistar la independencia económica sobre la base de un intercambio comercial más justo y una explotación más racional de sus recursos naturales, invirtiendo los beneficios de sus exportaciones en infraestructuras: sanitarias educativas, viviendas, comunicaciones, etc.
Ello requiere que la cultura africana, convenientemente dinamizada, sea el eje que articule las nuevas transformaciones. Para lo cual los intelectuales africanos deben recuperar ese papel que apenas han podido ejercer en sus sociedades, de intermediarios entre el pasado y el futuro. Así como no todas las tradiciones son válidas ahora mismo, tampoco deben ser desechadas aquellas que constituyen la médula de nuestro ser. Esa labor de criba es necesaria para que las sociedades africanas no terminen siendo aniquiladas por una modernidad a menudo alienante, que ha perdido los valores humanos. Pero, para que todo ello sea posible, también es necesario que las demás culturas se acerquen a Africa con respeto, y no como si todo lo africano debiera ser barrido.
Excluidos
– GERARDO GONZÁLEZ CALVO –
Hace poco más de diez años se desmoronó el muro de Berlín y en Africa, al rebufo del nuevo viento de libertad que sacudió los países del Este, cayeron en cascada regímenes militares y partidos únicos, que habían crecido bajo el manto protector de las potencias occidentales y, en menor grado, de la Unión Soviética y sus satélites, según el lenguaje de la época. En el Africa subsahariana proliferaron las Asambleas constituyentes, se multiplicaron los medios de comunicación social, sobre todo la prensa, algunos dirigentes absolutistas plagiaron aquella famosa declaración de principios de nuestro rey Fernando vii:“Vayamos todos juntos y yo el primero por la senda constitucional”. Desgraciadamente, también con escaso fervor y convicción;porque muy pronto percibieron que no hay mieles más dulces que las elaboradas en los panales del poder ni cuentas corrientes tan abultadas como las que se amasan en los aledaños de la Hacienda Pública.
Asistimos ahora en Africa a una devaluación democrática, a más guerras que nunca, a más conflictos e inestabilidad, a más éxodos. Y, por ende, también a más barbarie. ¿Qué ocurrió para que esta década de los noventa no haya podido ser tan prodigiosa como se preveía? Hay dos factores claves:intervencionismo foráneo –escandalosamente patético en Ruanda, los dos Congo y Angola– y bandidismo de los gobiernos locales.
Africa no se ha hecho a sí misma;la han hecho a su antojo quienes primero la despoblaron durante la ignominosa trata de esclavos y después la exploraron, fragmentaron y colonizaron con el único propósito de esquilmar sus recursos. De la musculosa mano de obra para las plantaciones de caña de azúcar, de maíz y de algodón en América hasta las excavaciones en busca de minerales media sólo una estrategia que, a la postre, se resume en interés.
Africa ha contribuido al desarrollo de Estados Unidos y de Europa mucho más de lo que se difunde en los libros de Historia. Ylos africanos asisten hoy, sobrecogidos, al nuevo desorden mundial, que tiene ya marcadas las líneas divisorias del desarrollo y del progreso bajo la batuta de la globalización, que señala, además, quiénes tienen derechos y quiénes no, quiénes son objeto de injerencia humanitaria y quiénes no.
¿Qué papel juega el Africa negra en esta nueva oleada de intereses, qué pinta en este mallazo tejido a los acordes del pensamiento único? Mucho y nada. El continente sigue conservando el atractivo del subsuelo, ese escándalo geológico que fascina con el brillo de los diamantes, del cobalto, del uranio, del petróleo… Y, al mismo tiempo, su mejor contenido –los ya casi 800 millones de africanos– son tratados como mercancía no ya barata, sino desahuciada.
La “aldea global” es un concepto comunicacional, que intuyó Marshall McLuhan ante el avance de las tecnologías, que dio paso a la telemática y ahora a la red de redes: internet. Todos intercomunicados en un espacio sin barreras, consumiendo información y mensajes cada vez más sugestivos, seleccionados astutamente para que el negocio no decaiga.
Pero en esta “aldea global” no hay corralas con vecindarios avenidos y solidarios sino corralizas segregadas. Cayó el muro de Berlín y se presumió que se derrumbaba la intolerancia, pero al mismo tiempo se levantaron barreras inaccesibles para quienes no pudieran demostrar el pedigrí de visas, que es el nuevo rasero de la globalización. Los africanos, antes explotados, son ahora los segregados, los excluidos.
Le pregunté una vez a un obispo africano, con cierto candor periodístico:¿qué pecado ha cometido Africa para merecer esto? Se me quedó mirando unos segundos, y me respondió con aplomo: “El mayor pecado no lo han cometido los africanos, sino ustedes los europeos;los africanos estamos pagando la consecuencia de sus pecados, los pecados de antes y de ahora”. Me dio una magnífica lección.
Efectivamente, Africa es un continente muy rico con países muy empobrecidos. Esta paradoja es posible por muchas razones, las mismas que explican la guerra de Angola, la guerra de Sudán, la guerra de los Grandes Lagos… Son guerras de expolio de recursos, de proliferación del mercado de armas y de un canallesco incremento de niños soldados: unos 120.000 en estos momentos. Las armas se fabrican en el Norte y matan en el Sur.
Los recursos brotan en el Sur y enriquecen al Norte.
Estas paradojas terribles son las que abastecen los cementerios, las que propician los campos de refugiados, las que inducen a miles y miles de jóvenes a subir a cualquier patera, a cualquier tren de aterrizaje, a cualquier camión, incluso jugándose la vida, para huir hacia el Norte.
Estos grandes excluidos tienen poco que perder en el intento. ¿La vida? Saben que la tienen perdida de antemano, si no encuentran un refugio en los países de la superabundancia, aunque sea para olisquear sus despojos. Así se lo han hecho ver y creer.