El islam jacobino

Entrevista a Santiago Alba Rico (pertenece al Comité de Apoyo de Attac)

No se puede aprender nada bueno de una “civilización” a la que se asocia a bombardeos, torturas, masacres de inocentes

La siguiente entrevista es la versión íntegra de la publicada en los números 29, 30 y 31 de la publicación bimestral “Masala-Periódico de información y denuncia de Ciutat Vella (Barcelona)” entre mayo y septiembre de 2006

1. La mirada de occidente construyendo al enemigo
«El dantesco “golpe de efecto” de Ben Laden el 11-S y la dinámica rígidamente especular del “choque de civilizaciones”, han borrado de un plumazo, como respondiendo a los deseos de Bush, la riqueza islamista»

– Igual que el desarrollo de Al-Qaeda tiene una íntima relación con los servicios secretos estadounidenses, en su momento la existencia de Hamás fue respaldada por Israel ¿Que sectores u organizaciones tienen un pasado relacionado con la política de la guerra fría, y hasta que punto reclaman sus derechos en el mapa político y económico, después de haber hecho parte del trabajo sucio?
Como el espíritu hegeliano, el imperialismo carece de escrúpulos y contra el comunismo –según esa flexible definición estadounidense que incluía también nacionalistas como Mussadaq en Irán, Nasser en Egipto o los partidos «baaz» de Siria e Iraq- todo estaba y está permitido. A los casos citados de Ben Laden o Hamas hay que añadir el caso ejemplar del islamismo egipcio, alimentado y apoyado, contra nasseristas y socialistas, por el presidente Anwar Al-Sadat, asesinado luego por la criatura que él mismo había contribuido a fortalecer. En el marco de la guerra fría, Afganistán se convirtió no sólo en la última batalla de la Unión Soviética y en la escena final de su derrota; fue también el taller donde los EEUU fabricaron el enemigo que sustituiría a los soviéticos tras la demolición del comunismo. Son los “retornados” de la guerra de Afganistán, financiada por el gobierno de Washington, los que extenderán y organizarán el islamismo militante a finales de los 80 y principios de los 90, de Pakistán a Mauritania, de Sudán a Argelia, de Arabia Saudí a Marruecos, en países minados por la dependencia, la miseria y/o la dictadura política. No hay que olvidar tampoco la intervención de estos «retornados» de Afganistán, ligados a Ben Laden, en las guerras balcánicas, concretamente en Bosnia y Kosovo, donde resultaron también muy funcionales para la OTAN (incluso después de que Ben Laden se convirtiera en el terrorista número uno para los EEUU) contra la Yugoslavia federal en ruinas. El islamismo chií se ha desarrollado quizás de un modo más independiente, notoriamente –claro- a partir de la revolución iraní de 1979, y ha influido en el islamismo sunní sobre todo gracias al prestigio de Hizbullah como la única fuerza que ha sido capaz de infligir una derrota a Israel. Pero incluso en el caso del chiísmo vemos a qué atolladeros puede conducir la falta de escrúpulos del imperialismo y su necesidad de poner en hora ininterrumpidamente el reloj en escenarios variables y con un margen de maniobrabilidad cada vez más pequeño: EEUU ha basado la invasión y ocupación de Iraq en su alianza con los grupos religiosos chíies más «fundamentalistas» y, contra la resistencia patriótica, ha acabado por poner el país en manos de su archienemigo iraní. – En «El islam jacobino», dices que no es el islam el que ha invadido la sociedad sino que es la sociedad la que ha invadido el islam, que en realidad el “integrismo” está laicizando las sociedades musulmanas, que ha roto con la religiosidad sumisa anexa a los sistemas de gobierno, y que es una “alternativa de modernización”. Resumes que “el islam es sabio, el islam es moderno y el islam es laico”. Espero no haber simplificado demasiado, pero ¿como explicar esto en la sociedad occidental?
Me gustaría recordar de entrada dos cosas: la primera es que no soy arabista ni historiador ni especialista en el islam. La segunda es que «El islam jacobino», que utiliza fuentes originales y trata de ajustarse a un mínimo rigor académico, es sobre todo un panfleto y lo digo con conciencia y en su defensa. Está dirigido de un modo intencionadamente provocativo a esos lectores occidentales que siguen contemplando el legado y la historia de Europa como una diferencia positiva, ejemplar, olímpica, y que olvidan que la «libertad de conciencia» y el «laicismo» fueron el resultado —todavía hoy mal asentado— de unas devastadoras guerras de religión, auténticas guerras entre fundamentalismos cristianos; y que el paso a una dudosa modernidad —en realidad al capitalismo— estuvo marcado por el Terror, tanto en su versión revolucionaria como contrarrevolucionaria. En mi texto trato de iluminar algunos de los parentescos filosóficos entre los movimientos europeos que llevaron a la ruptura con el Antiguo Régimen y un amplio espectro de corrientes de renovación islámica —desde la «nahda» a principios del siglo XX hasta organizaciones o figuras tan diferentes entre sí como los Hermanos Musulmanes, Hizbullah, Hassan al-Turabi, Adil Hussayn o Al-Ghanushi—: corrientes todas ellas de inspiración letrada, legalista, moralista, típicamente “modernas” y enfrentadas por eso, al mismo tiempo, a los gobiernos dictatoriales de la zona y al islam supersticioso y popular, ritualista e “idólatra”, ideológicamente muy funcional para el poder. Durante todo el siglo XX —digamos— socialistas y panarabistas por un lado e islamistas jacobinos por el otro ofrecieron dos vías posibles de «modernización» del mundo árabo-musulmán y la hegemonía provisional de los últimos se debe en gran parte, como se dijo en la anterior pregunta, a la utilización de estos movimientos de inspiración islámica, por parte de EEUU y sus regímenes títeres en la región, contra el marxismo y el nacionalismo laico. En todo caso, mi tesis era la de que los movimientos islamistas se podían interpretar como reacciones «modernas» frente a la postmodernidad del mercado y a su relativización radical de leyes, valores y vidas humanas. Algo así como una reforma «moderna» del capitalismo en nombre de conceptos, si se quiere, muy rousseaunianos y legitimada por un Dios secularizado, socializado —lo que forma parte de la constitución misma del islam como religión de salvación y como contrato social—, inscrito como un límite legal en el corazón de un orden económico que por lo demás no cuestionan.
Pero dicho esto, añadiré enseguida que «El Islam Jacobino» fue escrito antes del 11-S y completado inmediatamente después y lo que ha ocurrido desde entonces invalida parte de sus argumentos. Es un texto del siglo pasado. Quiero decir que ahora empezamos a adivinar también, tras la derrota definitiva del socialismo y del nacionalismo laico, la derrota del islam jacobino como «vía alternativa a la modernidad». Aunque si su análisis me parece sólo a medias acertado, Olivier Roy tiene razón al hablar del fracaso del islamismo. El dantesco «golpe de efecto» de Ben Laden el 11-S y la dinámica rígidamente especular del «choque de civilizaciones» preparado e inducido por el imperialismo estadounidense, han borrado de un plumazo, como respondiendo a los deseos de Bush, la riqueza islamista a la que me refiero en mi texto. También los islamistas jacobinos están a punto de convertirse en figuras del siglo pasado en favor de ese wahabismo irracionalista construido a la medida del fundamentalismo sionista, del integrismo protestante y de la contrarreforma católica del Vaticano. El capitalismo va transitando muy rápidamente de la postmodernidad a la pre-modernidad (a un nuevo Antiguo Régimen de libertades sociales y garantías legales muy limitadas y de supersticiones trascendentales y bárbaras) y arrastra consigo a un mundo árabo-musulmán al que no se había permitido edificar todavía su propia “modernidad”. – La polémica en torno a las caricaturas de Mahoma ha demostrado entre otras cosas, la total permeabilidad de la sociedad árabe respecto a los hechos y la información construida desde occidente, y la opacidad de occidente ante cualquier discurso crítico construido desde allí. ¿La superioridad tecnológica ha cogido el relevo los relatos novelescos y de la antropología colonial, que entre el siglo XIX y el siglo XX se dedicaron a definir «Oriente» desde la mirada de «Occidente»?

Creo que la superioridad tecnológica transporta y presupone esa “mirada” nihilista de la que he hablado tantas veces y que implica un tranquilo, natural y hasta elegante desprecio por el otro, pero el imaginario de la hegemonía occidental sigue necesitando y construyendo relatos “orientalistas”, y mucho más desde que se han restablecido esas condiciones del dominio colonial directo que llevaron en el siglo XIX a la perfección del género. Daniel Pipes, Huntington, Serafín Fanjul, Gabriel Albiac, César Vidal, Oriana Fallaci, Vargas Llosa, por citar sólo a algunos, junto a decenas de periodistas y de políticos, reproducen hoy los mismos clichés agresivos y justificatorios, completamente normalizados, que Balfour, Macaulay, Cromer, Hegel o Renan usaban en el siglo XIX, con la diferencia de que entonces los judíos formaban parte, junto con los musulmanes, de los pueblos dormidos, atrasados, insalvables para la razón, necesitados de un empujón civilizatorio, y hoy han pasado a ser «occidentales» con todo derecho y, aún más, a convertirse en la cabeza de puente de Occidente —con sus valores democráticos y moralidad superior— en el Oriente adormilado, fanático, primitivo y sin remedio. Esta pequeña «variación» debería servir al menos para hacernos pensar sobre la nula consistencia de los conceptos de «occidente», «oriente», «islam», y para examinar los intereses políticos y económicos que subyacen a las categorías culturalistas.
En cuanto a tu observación sobre el efecto de las caricaturas de Mahoma en el mundo musulmán y la desigualdad en la recepción de información de un lado y de otro, señala antes que nada una paradoja del (neo)colonialismo. La desproporción misma de las fuerzas implica que el mundo colonizado, por mucho que quiera cerrarse y contraerse, permanece siempre abierto, expuesto, al borde de la realidad, mejor informado, mientras que la potencia colonial, volcada al exterior, se mantiene cerrada, impermeable, clausurada en su propio imaginario. El poder de someter al otro es asimismo el poder de construir el propio yo y de construirlo de tal manera que no pueda irrumpir ahí nada que conmueva, modifique o desmienta la propia imagen (aunque se trate, paradójicamente, de la ilusión de la propia «apertura» frente a la «cerrazón» del otro). En un paralelismo psiquiátrico, podríamos decir que el mundo colonizado es paranoico mientras que el mundo colonizador es neurótico. La diferencia, claro, es que Iraq está siendo realmente bombardeado, que Palestina está siendo realmente ocupada, que el mundo árabo-musulmán está siendo realmente agredido y si finalmente sus poblaciones responden de un modo más sensible a la provocación de un periódico fascista danés que a la agresión real de los misiles y del FMI se debe (más allá de a las manipulaciones de sus clases dirigentes) a esta particular sensibilidad simbólica del colonizado, que a su vez es utilizada por la neurosis del colonizador para justificar y afianzar su dominio. Precisamente es el conocimiento de esta relación de fuerzas y de sus efectos psicológicos, la que explica la provocación de las caricaturas como una maniobra premeditada de construcción y apuntalamiento del propio poder neurótico: la sensibilidad simbólica del colonizado refuerza la imagen narcisista del colonizador. La paranoia, no lo olvidemos, es un exceso de apertura al mundo mientras que la neurosis consiste básicamente en su abolición. No es difícil imaginar cuán lejos puede llegar en su proyecto de abolición del mundo una neurosis armada al mismo tiempo con misiles, mucho dinero y medios de comunicación.

2. Apuntes sobre la Guerra de civilizaciones
«La inmigración es resultado de la occidentalización armada del planeta: significa tener permanentemente ante nuestros ojos lo que hemos hecho con el mundo» – ¿Como funciona y cual es el daño del discurso de la guerra de civilizaciones?
Por las razones arriba citadas y en una pendiente amenazadora para la supervivencia misma del planeta, el discurso de la «guerra de civilizaciones» se ha naturalizado neuróticamente como la vía occidental normalizada para no abordar las propias responsabilidades políticas. De hecho, como bien explica Starobinski, el concepto de «civilización» nace al hilo de la expansión colonial europea como relevo natural de la evangelización cristiana. Es, pues, un concepto teológico que sirve para justificar el propio dominio y para cortar el paso a los planteamientos políticos y en este sentido la propuesta de Zapatero de una «alianza de civilizaciones», aceptada con entusiasmo por una ONU incapaz de hacer acatar sus propias resoluciones, respeta la misma lógica teológica y apolítica de los que atizan o invocan la «guerra de civilizaciones»: de lo que se trata es de no enfrentarse a la verdadera naturaleza del problema y de impedir además que los otros lo hagan. Nuestra neurosis alimenta la paranoia de nuestras víctimas y nuestras buenas intenciones reproducen el marco de nuestra injusticia. Y se olvida que los discursos son capaces de hacer mucho daño, pero absolutamente incapaces de remediarlo; para el mal, son armas, pero para el bien son sólo magia. Es absurdo pretender corregir con magia lo que destruimos con armas. – A pesar de su carácter pedagógico y propagandístico de consumo interno ¿porque prácticamente nunca se habla del significado que adquiere el término «guerra de civilizaciones» en el interior de la propia sociedad occidental, como cala en nuestra mentalidad política y cultural, como incide en relación a la inmigración?
En cuanto a la inmigración, es un tema complejísimo sobre el que habría que escribir centenares de páginas, pero me limitaré a señalar una cuestión. La inmigración es un fenómeno occidental, el resultado de la occidentalización armada del planeta y puede definirse como la penetración visible en nuestras ciudades de la verdad de Occidente (de la verdad, más exactamente, del capitalismo): significa tener permanentemente ante nuestros ojos lo que hemos hecho con el mundo, lo que le hemos hecho al mundo; significa tener que cargar de un modo visible, dentro de nuestros propios muros, con el fracaso del modelo colonial capitalista. Contra este fracaso, la neurosis colonial no puede reaccionar cuestionándose a sí misma sino combatiendo a sus víctimas, culpabilizándolas, proyectando freudianamente la responsabilidad sobre los que lo soportan (el fracaso). La «guerra de civilizaciones», una vez más, se presentará como la explicación teológica más sencilla para «resolver» el problema; es decir, para seguir creyendo que nosotros no somos el problema, autosugestión que es la solución neurótica a todos los problemas. Pero una vez más, esa neurosis tiene mecanismos legales, propagandísticos y policiales para imponerse; y una especie de estructura empírica —la presencia inmigrante asociada al paro, la delincuencia y ahora al terrorismo— que garantiza el apoyo de la población. Al mismo tiempo, y eso aumenta el peligro general, esta neurosis armada activa la paranoia defensiva del inmigrante, la cual, por su parte, reproduce y legitima todas las medidas tomadas contra ella. – ¿Qué importancia tiene el desarrollo de los acontecimientos en Oriente Medio en el futuro político, militar y diplomático internacional a medio y largo plazo?
Como quiera que, por razones obvias, mientras el futuro político de la humanidad se construye en Latinoamérica su destino material –su supervivencia misma- se decide en el mundo árabo-musulmán, nuestra tarea en estos momentos debe ser la de desmontar la falsa y desgraciadamente real «confrontación civilizacional» y repolitizar, remodernizar el conflicto. Precisamente en Iraq y Palestina –más que en Afganistán- está en juego esta posibilidad y es responsabilidad de la izquierda occidental buscar interlocutores que frenen la deriva fundamentalista —ellos contra nosotros— que buscan imponer tanto Bush como Ben Laden. Lavarse las manos, ceder a la propaganda criminalizadora de los gobiernos y los medios de comunicación, es condenar a las poblaciones árabo-musulmanas, humilladas y masacradas, a buscar refugio en el victimismo identitario. Hay que inscribir los movimientos de resistencia de esa zona del mundo –socialistas, nacionalistas e islamistas jacobinos y moderados- en el marco de la lucha anti-imperialista global. Por eso hay que agradecer a Carlos varea y a la CEOSI la labor que están haciendo. – El proceso de paz palestino-israelí, renunciando al derecho de retorno de los refugiados, olvidando las fronteras anteriores a 1967 y haciendo tabla rasa de las sucesivas resoluciones de la ONU, de alguna manera quiso borrar la historia, convertir el proceso en un fin en sí mismo mas que en la resolución del conflicto histórico. ¿La victoria de Hamás volverá introducir la historia dentro de la negociación, y hasta que punto Israel o al menos buena parte su sociedad y su élite política estarán dispuestos a aceptarlo?
En primer lugar hay que decir que la victoria electoral de Hamas expresa sobre todo la resistencia del pueblo palestino frente a esa voluntad que tú mencionas de borrar la historia, voluntad de la que había acabado por hacerse cómplice el propio movimiento de Al-Fatah. Pero soy más pesimista respecto de la posibilidad de que Hamas pueda reintroducirla con alguna esperanza de éxito. La victoria de Hamas es sin duda una contrariedad seria para EEUU e Israel, pero los dos terribles gemelos van a intentar encajar ese dato nuevo en un esquema prácticamente inamovible al menos desde 1967. Eso implica sólo dos alternativas: o Hamas se adapta al juego, acepta las condiciones impuestas por Tel Aviv, se “rehabilita” a los ojos de sus enemigos y traiciona por tanto a su pueblo –lo que difícilmente puede ocurrir- o justificará, con su sola existencia, la continuidad de la política de hechos consumados, limpieza étnica y terrorismo cotidiano de Israel, ahora a mayor escala y con la complacencia absoluta de EEUU. La victoria de Hamas es una declaración de resistencia del pueblo palestino y eso tiene que alegrarnos; pero cualquier declaración de resistencia del pueblo palestino es una declaración de guerra a ese proyecto de Israel compartido por la mayor parte de la población israelí y por la totalidad de sus fuerzas políticas (incluida la presunta izquierda del Meretz). La radicalización e islamización de la resistencia palestina es la respuesta a la radicalidad fundacional del Estado de Israel y a su fundamentalismo tolerado, alentado y reivindicado por EEUU y la UE. De momento Israel ha logrado su primer objetivo, que era el de alejar definitivamente la solución al mismo tiempo real e imposible de un único Estado laico, democrático y plurinacional en Palestina; Hamas es objetivamente mucho más moderado que Kadima, los laboristas o el Likud en el campo israelí, pero su islamonacionalismo representa sin duda un retroceso en el buen camino. Ahora se trata de hacer inviable también la inestable solución de los dos Estados mediante políticas depredadoras de anexión territorial, desplazamientos de población, fijación unilateral de fronteras y división de Cisjordania en «reservas» palestinas sin continuidad geográfica. Israel es una bomba adherida al pecho de Oriente Medio y del mundo entero y sólo un imposible cambio de posición de EEUU, o una improbable política realmente europea de la UE, pueden desactivarla. El Estado de Israel debe ser disuelto y reconstituido democráticamente para que haya interlocutores dispuestos a hacer una paz justa con los palestinos; pero para eso habría que obligar a Israel y ninguna de las tres fuerzas capaces de hacerlo —la propia población judía, los EEUU y la UE— parecen dispuestas a presionar en ese sentido. Más bien todo lo contrario. Y en este contexto —contra el horizonte de un imperialismo cada vez más global y agresivo— la combinación de soledad, debilidad militar y espíritu inquebrantable de resistencia de los palestinos sólo augura más violencia, más muertes y más ignominia general. ¿El pesimismo más sombrío es compatible con la alegría más pura? Creo que gran parte de la población palestina —y muchos de los que apoyan desde fuera su lucha— sintieron precisamente eso tras la victoria electoral de Hamas. Alegría por esa lección de democracia y resistencia ofrecida a la hipocresía y crueldad del mundo occidental y a sus vasallas instituciones internacionales. Pesimismo porque –ojalá me equivoque- la moderación de Hamas (que ha aceptado ya las fronteras del 67 y en cuyo movimiento militan nacionalistas cristianos) pone radicalmente en cuestión la existencia misma del Estado judío de Israel. Sencillamente la historia —por mínima que sea— e Israel son incompatibles. Casi a uno le entran cobardemente ganas de que los palestinos se rindan de una vez porque todo parece indicar que la única alternativa a la rendición —en el precarísimo contexto árabo-musulmán y planetario— es el Apocalipsis. Es este el chantaje totalitario (el de generar un Apocalipsis de consecuencias imprevisibles) con el que viene

3. Mujeres en el Islam
«El feminismo occidental olvida que sus conquistas fueron el resultado de un proceso secular muy largo y agotador» – La marroquí Nadia Yassin, del movimiento Justicia y Espiritualidad, dice: «La mujer musulmana está marginada en nombre del Islam. La pregunta esencial es si son los textos originales o nuestro alejamiento de las fuentes» (Masala nº28, Febrero-Marzo 06). ¿Que diferencias hay en la situación de las mujeres en países tan distintos como Marruecos, Jordania o Palestina, y en general, que papel juegan o que representan las mujeres en el islam político?
Debemos partir de dos presupuestos básicos. Uno: la emancipación femenina es un principio universal objetivo no relativizable. Dos: el islam no es una doctrina esencialista inmutable sino un “marco”, dentro del cual no han dejado de operar fuerzas históricas, económicas y políticas que desbordan, atraviesan y reelaboran ese “marco”, adaptado a lo largo de los siglos a contenidos sociales muy diferentes, según el contexto geográfico y geopolítico mundial. La historia del islam es también la historia de sus librepensadores —cuatro o cinco siglos antes de que los hubiera en Europa—, de sus herejes, de sus mujeres sufíes; y de su funcionalidad capitalista, tal y como demuestra Maxime Rondinson a aquéllos que todavía creen que el islam no puede adaptarse a diferentes tipos de infierno. Por otro lado y por esta misma razón, hay que decir que, de la misma manera que Europa salió –relativamente- del cristianismo desde dentro del cristianismo, también es posible –si es que hay otra vía- superar el islam desde el interior del islam. Como la emancipación femenina es un principio universal no sujeto a discusión, no debemos aceptar que se someta a la mujer ni en nombre del islam ni del socialismo ni de la etnología, pero debemos apoyar por eso mismo cualquier iniciativa que conduzca a su liberación. Quizás una interpretación del Corán en ese sentido puede ser mucho más eficaz que la imposición de una plantilla ilustrada occidental que ignore la consistencia antropológica y cultural de los países musulmanes y multiplique así los malentendidos y las resistencias. Históricamente está demostrado que no importa cómo se inicie o cómo se vehicule este proceso: la propia liberación de la mujer acaba liberando a la mujer –sujeto ya de su emancipación- de las fuerzas y las doctrinas en que se apoyó inicialmente. Liberar a la mujer desde el islam puede ayudar inesperadamente a liberarse también del islam.
Pero hay muchos «islam» y al final la propia beligerancia feminista occidental, por muy bien intencionada que se quiera, acaba sirviendo al propósito unificador sobre el que descansa la propaganda imperialista.
— En su momento, grupos de mujeres nigerianas criticaron las campañas llevadas a cabo en occidente contra el juicio y la lapidación de Amina Lawal, planteando que estaban plagadas de prejuicios culturales y que interferían y perjudicaban el trabajo de los colectivos locales. ¿Hasta que punto las buenas intenciones del feminismo occidental pueden estar resultando perjudiciales a la liberación de las mujeres en países musulmanes?
El feminismo occidental olvida a veces que sus conquistas –aún insuficientes- fueron el resultado de un proceso secular muy largo y agotador y que sus avances estuvieron siempre limitados por las representaciones y presiones de sus sucesivos contextos históricos, trascendidos milímetro a milímetro pero en ningún caso suspendidos de un solo golpe; y olvida que el «marco» llamado islam impone también un tempo, unos márgenes, unas fronteras –ideológicas y culturales- que deben ser desplazadas desde dentro y a empujones, pero que no se pueden superar de un salto. No se puede volar y hay una cierta arrogancia etnocentrista en no querer darles tiempo. El feminismo occidental olvida además que ese «marco» al que llamamos islam alberga decenas de países y situaciones diferentes que utilizan medios semejantes para expresar significados no sólo distintos sino contradictorios entre sí.
— ¿Hasta donde es verdad y hasta donde es mentira el «conflicto del velo islámico?
No acabamos de aceptar que la arbitrariedad del signo lingüístico establecida por Saussure es aplicable también al campo social y que los recursos indumentarios y corporales, bastante reducidos, se activan semánticamente según el contexto político y social. Nuestros medios son finitos; nuestras ideas infinitas. Los hombres podemos dejarnos o no barba y la barba ha funcionado de muchas maneras: como símbolo de los revolucionarios de Sierra Maestra en Cuba, de los “progres” antifranquistas en España u hoy también, en el mundo árabo-musulmán, de la militancia de diferentes grupos islamistas. Lo mismo pasa con el velo. Mientras aceptamos la desemantización del signo indumentario en Europa, como resultado de una autonomía relativa —y quizás lamentable— del ámbito «estético» (no se sacan conclusiones de un pearcing: puede llevarlo también un joven votante del PP), seguimos interpretando de un modo unívoco y estrecho el uso del velo en el mundo árabo-musulmán. Esto forma parte ya de ese «orientalismo» fuertemente ideológico que quiere construir a toda costa un otro manejable, aunque sea fantástico y aunque así lo pongamos además en peligro. Pero el velo se lleva por motivos muy diferentes y expresa afiliaciones muy distintas —desde la pura integración consentida o forzada a la subversión consciente— en una teocracia como la de Arabia Saudí o en una dictadura laica como la que existe en Túnez. En Arabia Saudí, donde la mujer acaba de ser autorizada a conducir un coche y donde los bomberos se niegan a salvar de un incendio a escolares con la cabeza descubierta, el velo es la marca al fuego en el lomo de una bestia, el hierro de la esclavitud, la imposición brutal de ese wahabismo irracionalista que las potencias occidentales incluyen entre los «regímenes moderados». El caso de Túnez es muy distinto: allí donde es el laicismo el que reprime, encarcela, silencia y amordaza y donde la vestidura occidental de la clase media-alta suele ir acompañada de aculturación, acomodamiento, indiferencia ante los problemas del mundo y colaboracionismo con el régimen, el velo declara al contrario una toma de conciencia y un desafío político asumido libre y a veces heroicamente (contra leyes más severas que la Sarkozy en Francia). En ausencia de un laicismo democrático –exiliado o desarticulado y ninguneado desde Occidente-, el velo en Túnez, como la barba “progre” antifranquista, expresa públicamente la resistencia al mismo tiempo contra el régimen de Ben Ali y contra el imperialismo occidental en el que se apoya. Lo que hay que lamentar –o, aún más, imputar jurídicamente- es el retroceso que en este sentido ha experimentado un país como Iraq como consecuencia directa de la ocupación estadounidense: lo único que ha “liberado” la invasión de EEUU es el irracionalismo de los sectarios y el miedo de las mujeres.
Para ilustrar mejor esta cuestión, suelo contar siempre dos experiencias personales, una de Egipto y otra del Líbano. Viví en El Cairo entre 1988 y 1994 y allí conocí a dos jóvenes egipcias, Mona y Hoda, a las que llegué a admirar mucho. Eran dos mujeres extraordinarias en todos los sentidos: por su belleza física, por su formación intelectual, por su compromiso ideológico, por su conciencia de género. Eran, por así decirlo, de las nuestras. Habían estudiado en la Universidad Americana de El Cairo, eran muy sensibles a la situación social de su país y querían hacer algo por transformarlo. Les angustiaba particularmente –porque afectaba además a su vida cotidiana- el machismo tranquilo, asumido, capilar, que atravesaba y reproducía otras relaciones de dominio. Así que decidieron no conformarse con disfrutar de las ventajas relativas de las mujeres de su clase. Acometieron una acción heroica. En la plaza de Bab-al-Luq, en el centro de la ciudad, hay un café de nombre irónico, Hurriya, «libertad», uno de los pocos locales donde los clientes pueden al mismo tiempo beber cerveza y fumar la shisa (la conocida pipa de agua árabe) y donde, precisamente por esta razón y como en el resto de los cafés cairotas, el acceso está tácitamente prohibido a las mujeres. Yo no sé si se puede imaginar el ambiente: un centenar de hombres solos, cuarentones y altivos, envueltos en densas nubes de humo y con una enorme botella de cerveza Stela sobre la mesa; un público particularmente áspero en una sociedad en la que el consumo del alcohol se asocia al «baltagui»” (el matón) y el delincuente. Pues bien, Hoda y Mona, vestidas a la occidental, con sus jeans y sus mangas cortas, entraban en el café y pedían al camarero una shisa y una cerveza. Tras un minuto de silencio, que parecía interrumpir la seguridad varonil de los clientes, se imponía la lógica social que su presencia había activado y las miradas, los gestos, las notitas insinuantes, las proposiciones más desvergonzadas y explícitas, los insultos más ignominiosos llovían sobre mis amigas. Ellas aguantaban unos minutos, desafiantes y en tensión, y salían finalmente perseguidas por dos o tres o cuatro hombretones que habían interpretado sin vacilaciones su gesto como una oferta sexual y que no aceptaban ahora una retirada. Lo repitieron varias veces, pues eran valientes y orgullosas, pero al final tuvieron que rendirse: la presión era tan insostenible que salían del Libertad asqueadas, humilladas y psicológicamente deshechas. Poco tiempo después Hoda y Mona decidieron aceptar una beca para estudiar en Bélgica y EEUU y abandonaron Egipto.
La otra historia es algo así como la figura incusa de ésta. En septiembre del 2002 estuve en el Líbano, con ocasión del 20 aniversario de las matanzas de Sabra y Chatila, y acudimos en Beirut a una Asociación de Mujeres gestionada por Hizbullah y dedicada a impartir enseñanzas y prestar protección y asesoramiento a las jóvenes chiíes del barrio. Yo asistía al encuentro en calidad de intérprete como único hombre en un grupo de mujeres del Estado español a las que preocupaba particularmente la cuestión de género, pero escasamente familiarizadas con el mundo árabe y el islam. Y creo que todos nos quedamos muy sorprendidos, y hasta desarmados, ante las maneras y el discurso de nuestra anfitriona, la directora del centro, una «fanática fundamentalista», perteneciente a un grupo «terrorista», que eliminó inmediatamente todas las distancias –con su manera franca de abordar los temas más comprometidos- y nos impuso incluso una suave superioridad política e intelectual. La imagen preconcebida de una «fundamentalista» encerrada en la Edad Media chocó con la de esta mujer muy culta, muy preparada, muy acostumbrada a tratar en pie de igualdad con hombres e imponerles su criterio; una mujer que conocía nuestra cultura y nuestras fuentes mucho mejor –claro- de lo que nosotros conocíamos las suyas y que aceptaba con mucha más naturalidad que nosotros la “diferencia” del interlocutor. Esta mujer (le pido disculpas por haber olvidado su nombre) llevaba cubierta la cabeza con un velo. Y le preguntamos, claro, por la cuestión del velo, todavía con una cierta condescendencia etnocentrista, desde la posición un poco arrogante de las «liberadas» occidentales. Su respuesta fue más o menos la que sigue: «Vivimos en una sociedad muy machista y eso no tiene que ver, o no sólo, con el islam. Con arreglo a las representaciones de esa sociedad, la mujer pertenece a la naturaleza y el hombre a la cultura y el paso de la naturaleza a la cultura está reglado también por mecanismos muy machistas. Ese es el paso de la no-humanidad a la humanidad, de lo privado a lo público, de la pasividad invisible a la intervención decisoria, del ámbito familiar al ámbito político. El velo es una elección estratégica. Mediante él nos humanizamos, nos convertimos en sujetos de razón, nos volvemos “audibles” e influyentes, dejamos de ser un objeto amenazador o despreciado para pasar a ser “iguales” a los hombres, a los que podemos así disputar el espacio político y al mismo tiempo –y por eso mismo- imponer otro modelo de relación con las mujeres. En estas condiciones sociales y antropológicas, el velo es nuestra única posibilidad de participar en la vida pública, la única vía para transformar la sociedad y cambiar también a los hombres y pensamos por tanto en un futuro en el que podremos salir, hablar y hacer política sin él. Pero para quitarnos el velo primero tenemos que ponérnoslo».
Las admirables Hoda y Mona acometieron un gesto heroico y se desgastaron muy rápidamente, poniendo fuera de juego –al menos de momento- su talento, su formación, su energía, como instrumentos de transformación social. La «feminista» de Hizbullah –pues a su manera lo era sin duda- decidió aceptar conscientemente el velo como el vehículo contextualmente inevitable a través de cual podía introducir su talento, su formación y su energía como instrumentos de transformación social de su comunidad. No creo que un partido chií inspirado en la doctrina de Jomeini vaya a permitir cambios realmente decisivos en términos de emancipación femenina, pero puede facilitar sin querer la toma de conciencia de muchas mujeres, la presencia de mujeres en espacios de decisión política y, a la larga, la erosión de la relación de dominio patriarcal en los medios chiíes libaneses. En todo caso, desde occidente no podemos eludir el incómodo dilema que proponen las dos historias que acabo de contar; y me pregunto si nuestros movimientos feministas no deberían plantearse la posibilidad de trabajar e intercambiar experiencias –quizás se esté ya haciendo- con mujeres de organizaciones no sólo musulmanas sino islamistas, lo que puede redundar en beneficio de todos, individual y colectivamente.

— Entre los regímenes políticos y el islam hegemónico y el interesado discurso occidental, un feminismo árabe e islámico tiene un margen escaso
Quiero aclarar en cualquier caso dos cuestiones. La primera es que el peligro —muy claramente delineado en el horizonte de la «guerra de civilizaciones»— es el de acabar reivindicando el velo en sí mismo, no como un instrumento sin el cual, en determinadas condiciones, es imposible intervenir en el mundo, sino como una marca identitaria y como el signo neurótico de una «liberación» invertida. He querido aquí ilustrar la polisemia social del velo en un contexto muy rico, muy variado, y también el «orientalismo» que sigue presidiendo nuestra relación –la de la izquierda occidental- con el mundo musulmán. Ni podemos reivindicar el velo sumariamente, como una diferencia cultural postmoderna, ni podemos convertir el velo, también sumariamente, en una expresión del horror medieval en el que vive el islam. Defender el velo desde un relativismo fascinado o incluso intimidado es dar la razón a quien no queremos dar lecciones e invierte la relación de poder, sin suspender su lógica, excluyendo por tanto el terreno común de una discusión política en pie de igualdad. Pero defender la prohibición o abolición del velo como condición de la liberación femenina en el mundo árabo-musulmán (o entre los inmigrantes de nuestras ciudades europeas) es en estos momentos casi más peligroso; es casi como pretender que, para liberar a las mujeres musulmanas de la tiránica superstición de la virginidad, hay que mandar algunos aguerridos marines a que las violen a los dieciséis años.
La segunda cuestión es de algún modo el resumen de todo lo dicho hasta ahora. La posibilidad enunciada de una liberación del islam desde el interior del islam es impedida no sólo por los irracionalismos sectarios en la región sino por las fuerzas exteriores que los alimentan y cortan toda salida a sus ciudadanos. Todos los retrocesos en materia de género son inseparables de la intervención imperialista, directa o por vía interpuesta, en los países de la zona, intervención que tiende a esquematizar y radicalizar la separación entre el mundo occidental y el mundo musulmán y a cerrar toda posibilidad de enseñanza recíproca. Una sociedad como la nuestra, que identifica cada vez más islam y terrorismo, no puede exigir a sus víctimas que sean más finas a la hora de hacer distinciones. Es difícil aceptar que se pueda aprender erotismo de un violador; es difícil aceptar que se puede aprender algo bueno (en el terreno político o cultural) de una «civilización» a la que se asocia a bombardeos, torturas, masacres de inocentes, invasiones, humillaciones, saqueo de recursos y dictadura política. El terreno está abonado en ambas partes para las demagogias, pero sigue siendo un misterio por qué sigue habiendo menos demagogia –con toda la que ya hay- precisamente del lado de los que más sufren. Quizás porque hace falta siempre más demagogia para agredir que para defenderse.

  • Esta entrevista fue realizada antes de la invasión de Gaza y del linchamiento del Líbano, nuevos crímenes israelíes que desgraciadamente han venido a confirmar las reflexiones aquí desarrolladas por el autor.

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