4 de septiembre de 2003
¿Un imperio estadounidense?
por Leon Hadar
Leon Hadar es académico de investigación en Estudios de Política Exterior del Cato Institute y autor de Quagmire: America in the Middle East(Cato Institute, 1992).
No hace mucho, durante los cambiantes años noventa, estábamos celebrando la llegada de la era de la globalización. Los “proveedores de contenido” de la década escribieron libros y artículos con títulos como Ascenso y Caída del Estado-Nación y El Mundo sin Fronteras. Predijeron que el ciclo económico desaparecería y que el índice Dow Jones alcanzaría los 12.000 puntos (¿o eran 24.000?), que el poder pasaría del Estado a las empresas y que la fusión entre Time Warner y AOL cambiaría el mundo hasta entonces conocido.
En realidad, una relectura de dichas predicciones debería proporcionarnos cierta perspectiva ante los vaticinios que hoy se plantean, a veces a cargo de los mismos expertos, y que prevén el ascenso de un imperio mundial estadounidense en el que este país, aprovechando su inigualable potencial militar, acomodará el mundo a sus intereses e ideales.
Teclee “imperio estadounidense” en su buscador de Internet y encontrará enlaces con cientos de páginas, columnas periodísticas, artículos de revistas y libros que analizan y debaten el nuevo papel imperial de Washington en todo el mundo. Un influyente grupo de intelectuales neoconservadores estadounidenses ha formulado la idea de que Estados Unidos debería disfrutar de un prolongado “periodo unipolar”, y de que así lo hará. Especialistas de dentro y fuera de Estados Unidos han criticado este enfoque unilateralista. La guerra contra Irak sirve de argumento para ambos bandos.
Pero seguramente todo este parloteo sobre el imperio estadounidense en la primera década del siglo XXI sonará muy parecido al que escuchamos sobre la globalización en la última década del XX: una moda intelectual producida por especialistas que buscaban expresiones pegadizas y metáforas vistosas para explicar la compleja realidad.
No es que este cambio no sea real.
El desplome del comunismo, la liberalización económica en todo el mundo y el avance de la tecnología de la información han afectado a la política planetaria y a los sistemas sociales. Pero el ciclo económico no ha desaparecido. Las tendencias bajistas han vuelto a Wall Street. La fusión entre AOL y Time Warner fracasó. Y el Estado-nación está vivo y goza de buena salud, su poder incluso ha sido fortalecido como respuesta a ataques externos tan variados como el terrorismo o el SRAS (síndrome respiratorio agudo severo). La realidad—y la complejidad—resulta mordaz.
Ahora, consideremos la idea de que el duopolio de la guerra fría, Estados Unidos frente a la Unión Soviética, será sustituido por un monopolio: el imperio estadounidense. Que Estados Unidos es la mayor potencia militar del sistema internacional es un hecho, de la misma forma que algunos elementos de la globalización son una realidad.
Pero, al igual que la globalización no ha eliminado al Estado- nación, probablemente la supremacía militar estadounidense no transformará a este país en un imperio. Los costos económicos, la oposición de la opinión pública y los potenciales desafíos planteados por otros actores planetarios se interpondrán en su camino.
Ésta fue la experiencia de Gran Bretaña durante el siglo XX, cuando intentó sin éxito asegurar las bases de su imperio. En el Medio Oriente, llevado por sus intereses petrolíferos y estratégicos, el Reino Unido intentó establecer un nuevo orden. Puso en el poder a los hachemíes en Jordania y en Irak, creó el reino saudita, mantuvo su influencia en Egipto e intentó poner fin a la violencia entre árabes y judíos en Tierra Santa. ¿Suena familiar?
Sabemos cómo acabó la película. Los costos del Imperio Británico en el Medio Oriente y en otros lugares demostraron ser mayores que los beneficios. La resistencia de los actores regionales, incluidos terroristas; las ofensivas de potencias mundiales, incluido su aliado estadounidense, y el declive económico y la oposición interna condujeron a una lenta y dolorosa retirada británica de la región, que culminó con el desastre de Suez en 1956.
El nuevo guión estadounidense añade una banda sonora democrática de estilo wilsoniano a la producción imperial británica, pero las contradicciones entre el modo de pensar realista, partidario de la estabilidad, y los sentimientos idealistas favorables a la democracia harán aún más difícil mantener este proyecto de imperio democrático estadounidense.
La situación sólo invitará a los actores regionales y planetarios a oponerse a los intentos estadounidenses de monopolizar el poder en el Medio Oriente y en todo el mundo.
En lugar de imperio y monopolio, los estadounidenses deberían pensar más en términos de oligopolio. Para hacer progresar sus intereses legítimos en el Medio Oriente y en la región que algunos han denominado el “Creciente de la Inestabilidad“—que se extiende desde los Balcanes hasta la frontera china—Estados Unidos debería desempeñar un papel protagonista en un grupo formado por grandes potencias.
El único planteamiento realista que permitiría que los intereses estadounidenses prosperasen tendría que basarse en la cooperación con la Unión Europea, Rusia, China e India, además de varias potencias intermedias como Brasil, Nigeria e Indonesia.
Dicho sistema de cooperación diplomática y militar no sólo ayudaría a contener el terrorismo y a superar la inestabilidad en el Medio Oriente y en su periferia, sino que también contribuiría a introducir en mayor medida a China e India en el sistema internacional, convirtiéndolas en potencias estables y partidarias del statu quo.
Por supuesto, el “grupo de grandes potencias” no está tan de moda y no resulta tan atractivo como la noción de imperio. Pero, en un mundo complejo, esta situación está en muchos aspectos más acorde con la tradición de la realpolitik que las fantasías imperiales presentadas por los intelectuales neoconservadores, quienes se tildan a sí mismos de realistas.
Después de todo, las modas intelectuales pasajeras, como el imperio—o el triunfo total de la globalización—no pueden convertirse en una base para una política a largo plazo. En la mayoría de los casos los acontecimientos las echan por tierra y finalmente son rechazadas por aquellos que en otro tiempo las habían celebrado.
Traducido por Juan Carlos Hidalgo para Cato Institute.