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La religión de Egipto “Los egipcios son los más religiosos de los hombres”, dijo Herodoto. En efecto, todos los monumentos que nos han legado son templos para el culto de los dioses o sepulcros para el culto de los muertos. Estas dos ideas, la divinidad y el más allá, dominaron su vida, informaron su literatura y penetraron en todas sus instituciones. Estatuas de dioses, sarcófagos y momias, muebles funerarios y amuletos, todo nos presenta al hombre adorando y sacrificando. De las viviendas privadas y palacios de los reyes no resta casi nada, porque los consideraban como lugares de tránsito, posadas donde se descansa unos días. La piedra se reservaba para los templos y las tumbas. Los textos hallados en las pirámides constituyen uno de los primeros productos religiosos del espíritu humano. Fueron grabados en espléndidos jeroglíficos y contienen fórmulas litúrgicas y plegarias aplicables a distintas personas con sólo cambiar el nombre propio. Un caudillo poderoso, Manes, consiguió extender su hegemonía sobre toda la llanura del Nilo, fundó una nueva capital en el delta, Memfis, y reunió al país en un solo reino. Aunque cada pueblo conservó sus dioses y sus ritos locales, desde Heliópolis, Memfis, Hermópolis y Abydos, las doctrinas unificadoras se extendieron por todo Egipto y al lado del dios local se comenzó a venerar también al faraón. Entonces los sacerdotes se esforzaron por refundir en un cuerpo de doctrina los diversos elementos preexistentes, asociando las divinidades entre sí y estableciendo una jerarquía de poder y dignidad. Ra era el dios de Heliópolis; Phtad, de Memfis; Thot, de Hermópolis; Amón, de Tebas, etc. La religión egipcia, pues, no se presentó cono un cuerpo doctrinal, firme e invariable, sino como una mezcla de creencias y de cultos yuxtapuestos.
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DECADENCIA. Al final del Imperio Nuevo, la grandeza de Egipto declinó y las revoluciones que trastornaron el país hasta su incorporación al Imperio Romano, repercutieron en la Religión. Bajo la XXVI dinastía, la espada victoriosa de Psammético restableció por algún tiempo la unidad política. Fue un corto renacimiento. Los artistas y los sacerdotes quisieron hacer revivir las antiguas instituciones, pero el nivel de las ideas había bajado y las prácticas religiosas degeneraron e la zoolatría. Los animales subieron a los altares. Serpientes, cocodrilos, aves, gatos y carneros sagrados eran más respetados que las estatuas de Amón-Ra o de Osiris. No hay exageración en lo que refiere Herodoto sobre este particular, pues es incalculable el número de animales sagrados hallados en sepulturas tan lujosas, que solamente los más ricos personajes las hubieran podido costear en otros tiempos. Inmensos cementerios de animales se hallan al lado de las antiguas necrópolis de señores y de reyes; gatos momificados, con la cabeza disecada, familias enteras de cocodrilos, ibis, gavilanes, incluso peces surgen de los cántaros hallados entre los escombros. Los hombres de aquellas generaciones, víctimas de la más extraña aberración del espíritu, pusieron más solicitud en la sepultura de un gato que en la de sus mismos padres. Esta decadencia se precipitó bajo los Tolomeo, pues los nuevos soberanos de Egipto comprendieron la fuerza que podían hallar en la religión nacional para afianzar su poder y le concedieron plena libertad. Respetaron las prerrogativas de la clase sacerdotal, tomaron parte en las procesiones y ritos sagrados, restauraron los templos y los enriquecieron con decoraciones suntuosísimas. Y, sin embargo, estas manifestaciones no llegaron a renovar una religión que moría falta de la sinceridad que viene de lo íntimo de las almas. Egipto entero se sumergía más y más en el culto zoolátrico. Por un extraño cambio de papeles, el hombre se había convertido en servidor del animal. Era mejor dejarse morder por las serpientes o devorar por los cocodrilos, que causarles el menor daño. Diodoro cuenta de un romano a quien el pueblo condenó a muerte por haber matado a un gato. Los habitantes del nomo cinopolita del Egipto Medio, se comieron un pez venerado por los habitantes del nomo vecino de Oxyrrinchus. Éstos les declararon la guerra y como venganza se apoderaron del perro adorado por los cinopolitas y lo degollaron, según cuenta Plutarco. Estrabón relata los dispendios ocasionados por la alimentación de los cocodrilos en los lagos sagrados. Tal era la religión del pueblo. Mas en Alejandría y otras poblaciones, donde dominaba el elemento griego, se desprendieron de las antiguas creencias y los dioses del Olimpo entraron en la sociedad de los dioses egipcios: Zeus tuvo su trono en los templos al lado de Osiris y de Amón; Afrodita, junto a Isis, etcétera. En el primer siglo de nuestra Era, la religión egipcia era una mezcla incoherente de elementos griegos e indígenas. En el siglo III, la mayor parte de la población egipcia era ya cristiana. Los egipcios fueron buenos por temperamento, juiciosos, rectos y muy sufridos, dotados de una imaginación soñadora, incitada por el espectáculo de su cielo siempre azul, y por una vida pacífica y serena. Se elevaron al conocimiento de Dios y en algún momento se formaron de Él un concepto bastante justo. Tuvieron conciencia de la existencia del alma y del juicio final ante un juez incorruptible, de otra vida donde merecerían una sanción. Verdades tan nobles, no supieron reunirlas y encaminarlas a un solo Ser, y cayeron como casi todos los pueblos de la antigüedad, en el politeísmo, y lo que es peor, en la idolatría.
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EL CULTO A LOS MUERTOS. Para los egipcios, el hombre era un compuesto de cuerpo, alma y otro elemento que ellos llamaban Ka, el doble. A éste se le concebía como una especie de genio invisible o sombra que acompañaba a cada persona, que nacía con ella, pero le sobrevivía después de la muerte. Los egipcios creían en la otra vida y, por consiguiente, en la supervivencia de una parte esencial del hombre. Caldea, Asiria, Grecia, pueden ufanarse también de sus templos; mas si hay algo único en el mundo, y especial del valle del Nilo, son esas tumbas gigantescas, las pirámides, las mastabas; las cavidades abiertas en la roca a 20 y 25 m de profundidad, como en Saqqarah, hipogeos tallados en la montaña, que penetran hasta 200 m, como en Tebas, y momias tan bien preparadas, que se han conservado durante 4.000 años. Esfuerzo tan gigantesco sólo tiene una explicación y es la creencia obsesionante en la vida de ultratumba. Los textos de las pirámides son muy expresivos y nos describen al faraón triunfando con los dioses: ¡Oh, Unas, no; tú no has muerto; lleno de vida has ido a sentarte en el trono de Osiris! ¡El cetro está en tu mano, y tú das las órdenes a los vivientes! El Libro de los Muertos traduce aún mejor esta universal creencia. Éste era tan útil en la otra vida que cada uno quería llevarlo consigo a la tumba y regalar un ejemplar de este libro era prestar al difunto un señalado favor. Su contenido era una colección de instrucciones para que el alma supiera orientarse en el otro mundo y salvar todos los obstáculos por medio de encantamientos, plegarias y recitaciones de fórmulas ante los dioses y los genios custodios de las moradas subterráneas. Él les enseñaba la manera de procurarse una barca para atravesar los canales, y los senderos hasta el campo de la felicidad, llevando el plano de los pasajes más difíciles y el retrato de los enemigos. En fin, era una guía ilustrada del mundo de los espíritus. Los mastabas de la VI dinastía contienen amenazas contra los violadores de la mansión sagrada del difunto: Si un hombre entra en esta tumba para robar como un ave de rapiña, será juzgado por el dios grande, señor de Amenti, en el lugar de la justicia, e inmediatamente después, el difunto comienza su propio panegírico, como si estuviera compareciendo ante el juez: Yo no he mentido ante el tribunal, yo no he pronunciado juramento en falso, etcétera. En una época remota, el más allá era la tumba misma. En ella vivía el cuerpo, el espíritu, el alma, el doble, comiendo y bebiendo de las ofrendas que le habían dejado los piadosos supervivientes. Bajo la influencia de esta idea, se construyeron las magníficas mastabas de Saqqarah. Más tarde, en la VI dinastía, aparecen concepciones más extensas y elevadas: Que vaya por buenos caminos, que le acompañen sus dobles, que sea acogido por el dios y guiado por los senderos excelentes por donde marchan los bienaventurados, que llegue, por fin, a reunirse con el gran soberano de Occidente. Más tarde se creyó que los muertos iban a reunirse ante Osiris y formaban un reino semejante a la sociedad terrestre, y sólo en último lugar apareció la obligación de comparecer ante el tribunal de Osiris. En el juicio, éste se hallaba sentado en su trono, asistido de 42 jueces. Delante de él había una balanza, en uno de cuyos platillos se hallaba una hoja erecta que simbolizaba la justicia y en el otro estaba el corazón. Thot, el secretario de los dioses, anotaba el resultado de esta pesada. En un ángulo, un monstruo esperaba para ejecutar la sentencia. El difunto asistía a la escena, mas no como espectador indiferente, sino con derecho a hablar y a proclamar su inocencia, y entonces tenía lugar, la llamada confesión negativa, es decir, la defensa. Cuando el faraón, envuelto en mil vendas, perfumado y preparado su cuerpo momificado, había sido depositado en su última morada en el centro de la montaña de piedra, numerosos laberintos y barreras cerraban para siempre su salida al mundo exterior. Para las ofrendas del pan, de la cerveza y de las víctimas era necesario un templo. En el Imperio Antiguo se le encuentra adherido a la faz oriental de la pirámide, comunicando con el valle por un largo corredor. En los mausoleos de los señores, las “mastabas”, la momia reposaba en una cavidad profunda, ricamente adornada. Encima se levantaba el templo, que comprendía varias salas, con paredes revestidas de finos bajo o altorrelieves. En el Imperio Nuevo en Tebas, los faraones, en vez de pirámides hicieron labrar sus tumbas en la roca viva de las montañas, verdaderos palacios subterráneos, y se aseguraron un servicio religioso por medio de fundaciones análogas a las de los templos.
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LA MAGIA. En los textos de las pirámides es posible leer fórmulas mágicas para evitar la mordedura de las serpientes. Los sacerdotes y los escribas hacían profesión de la magia, actividad lucrativa que podía llevarles hasta los cargos más elevados porque el faraón gustaba de rodearse de magos. Cuando éstos le presentaban algún portento, aquél les colmaba de regalos. En la Biblia, se les describe a su servicio a propósito de Moisés y de las plagas de Egipto. El secreto del mago consistía en estar en connivencia con un dios, y en conocer las palabras secretas capaces de obrar prodigios. Se cuenta que Satni-Khanois, hijo de Ramsés II, era un mago sin rival en el valle del Nilo. De él se dice que gracias a la intervención de un anciano misterioso llegó a adquirir el libro de Thot, guardado en un cofre séxtuple y custodiado por terribles monstruos. El anciano le había dicho: Dos fórmulas hay allí escritas; si recitas la primera encantarás la tierra, el cielo, el mundo de las sombras, las aguas y las montañas, interpretarás el lenguaje de los pájaros del cielo y sabrás lo que dicen los reptiles; también verás todos los peces, pues una fuerza divina les hará salir a flor de agua. Si lees la fórmula segunda, aunque estuvieras en el sepulcro volverás a tomar la forma que tenías sobre la tierra. En el Imperio Medio los magos, para sus hechizos, se valían de varitas, muchas de las cuales han sido halladas en las excavaciones. Son de marfil, terminadas en una cabeza de chacal o de león. Entre los efectos de la magia, uno de los más curiosos era el hechizo. En tiempos de Ramsés III, un funcionario real fue convicto de crimen porque se había procurado un escrito mágico sacado de los libros secretos del rey, y llegó a fascinar a los palaciegos. La magia de protección estaba al alcance de todos por medio de amuletos, pequeños objetos de tierra barnizada, de vidrio, de metal o de piedra, brazaletes, collares, zarcillos, etc. El pueblo se entregó de lleno a los oráculos, adivinos y magos, de tal modo que la Religión perdió gran parte de su valor para convertirse en una serie de prácticas supersticiosas.
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LOS INNUMERABLES DIOSES. Las representaciones de la divinidad estaban tomadas del escenario maravilloso en que se desenvolvía su vida. Para ellos, el Sol, tan poderoso como necesario, era la manifestación más espléndida del Creador. Habituados a viajar sobre la aguas del Nilo, representaban al Sol en una barca. Con ella atravesaba durante el día el océano celeste, y durante la noche bajaba por un río desconocido y misterioso para visitar el reino de los muertos. Al amanecer volvía por Oriente. El Sol era también un halcón que cruzaba el espacio (Horus), un escarabajo y el ojo derecho de algún dios, mientras la Luna era el ojo izquierdo, etc. Ra (el Sol) fue el dios principal durante el Imperio Antiguo y se le rindió culto en Heliópolis, en el delta. Su fama se extendió pronto por todo el valle y los reyes de la V dinastía le construyeron un templo espléndido. Shou era el dios de la atmósfera, que sostiene el firmamento. Thot, dios lunar, recibía culto en el Egipto Medio y era representado con cabeza de ibis. Se le hizo escriba o secretario de los dioses, inventor de palabras divinas (los jeroglíficos) y, por tanto, el maestro de toda sabiduría. De él derivó el dios griego Hermes. Nout, la soberana del cielo, madre de las estrellas, era esposa del dios terrestre Queb. Hathor, con cuerpo de vaca, simbolizaba la paz, y era la soberana de todos los dioses. Bastit, con cabeza de gata, presidía el baile, los juegos y la música. Sokhunit, con cabeza de leona, terminada por un disco, se complacía en los combates y en las guerras. Isis, la más célebre de las diosas egipcias, por la extensión de su culto en el Imperio Romano, fue la esposa de Osiris, el señor de las cosechas. Cuando el Nilo ha regado las tierras y ha crecido el trigo, es la vida de Osiris que se manifiesta; cuando amarillean las mieses y las aguas se agostan y todo se seca, es Osiris que muere. También era el rey del mundo inferior, de la mansión de los muertos, y ante su tribunal debía comparecer todo hombre para oír su sentencia. Sobak, con cabeza de cocodrilo, era el señor de las cataratas. El miedo que causaba aquel temible reptil fue, seguramente, lo que indujo a los habitantes de este país a representarlo con emblemas divinos. Amón era el gran dios de Tebas, desconocido en la época de las pirámides. Seth, uno de los dioses más antiguos del Egipto, con cabeza de animal fabuloso, hocico largo y orejas tiesas, era hermano de Horus, el dios solar, y de Osiris. Con uno y con otro estaba en lucha desde el principio porque Seth era el perverso, el enemigo de la luz. Éste era el panorama de la Religión en la época antigua, pero aún aparecieron otros dioses llegados de Oriente: Baal, asimilado a Seth, Astarté la siria, Rescheph, el dios de la fuerza, Kadesch, etc. Sin embargo, lo que caracterizó el Imperio Nuevo fue la preponderancia que adquirió Amón de Tebas, con el nombre de Amón Ra, apelación legítima en su fondo, pues Ra y Amón, bajo dos nombres diferentes y en dos regiones rivales, significaban el mismo ser supremo, creador de todas las cosas. En el Imperio Nuevo, Tebas, residencia real, fue la primera ciudad de Egipto, y Amón el primer dios. El valle entero proclamó su grandeza, que fue la del faraón mismo. El poeta que cantó las empresas asiáticas de Thoutauthmés III atribuía su gloria a Amón Ra. Heme aquí; yo te doy poder para que aplastes a los príncipes de Fenicia; yo los arrojo para que hollen tus pies a través de sus dominios. Yo les hago ver tu majestad rodeada de luz, mientras brillas delante de ellos como imagen mía. Ramsés II invocó al dios Amón como a padre suyo en los momentos de peligro en Kadesch, y cuando regresó a Tebas victorioso, le ofreció a los prisioneros y el botín de sus campañas. A él está dedicado el famoso templo de Karnak. Pero un día el Sol se eclipsó. Había llegado a ser tan grande la influencia del sumo sacerdote de Amón, que su sombra oscurecía al mismo faraón. Amenofis IV abandonó Tebas con toda su corte y fundó en el Egipto Medio una nueva capital llamada hoy Tell-el-Amarna. Amón quedó destronado, se borró su nombre en todos los monumentos y en su lugar reinó como dios supremo y único el disco solar Atón. El rey mismo cambió el nombre y se llamó Khounatón, “luz de Atón”. Pero muerto él, los sacerdotes reconquistaron rápidamente el poder, la corte volvió a Tebas y Amón recuperó su lugar cumbre manteniéndose en él hasta el día en que los predicadores de la “buena nueva”, los primeros monjes cristianos, anunciaron al pueblo, cansado de idolatrías y supersticiones, las grandezas del verdadero Dios. Las estatuas de los reyes llevaban emblemas divinos; no obstante, el faraón, en vida, no recibió culto oficial. Sólo después de su muerte le consagraban un templo, donde se le rendía culto funerario, porque la divinidad de los faraones no era un punto esencial de la religión egipcia.
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LOS TEMPLOS. Quizás en ningún pueblo de la antigüedad sea posible hallar templos tan bellos y grandiosos como en Egipto. Tres elementos se encuentran en todos ellos: un patio rectangular tras un alto pilón, la sala hypóstila y el santuario. El pilón era la fachada, una construcción maciza, de gruesas paredes que se elevaban en disminución de la base a la cima, como una especie de muralla que dominara el conjunto separando el lugar santo del mundo profano. El patio, rectangular, estaba cerrado a derecha e izquierda por hileras de columnas formando pórticos. Enfrente se levantaba la sala hypóstila, separada del patio por una simple columnata y por un muro de la altura de un hombre. Esta sala era la pieza más sorprendente del templo egipcio. Dispuesta a manera de basílica romana, constaba de una nave central más elevada que las otras, que eran dos o cuatro laterales. Sus columnas solían representar un tallo de papiro con la yema y la flor. En la base se distingue hasta la mata de hierba de donde se eleva la planta, ofreciendo así el aspecto de una vegetación gigante, súbitamente petrificada. Más adentro se hallaba el lugar secreto e inviolable del templo: el santuario, una sala cuadrada de pequeñas dimensiones, sin abertura al exterior, que recibía únicamente una luz discreta por la puerta. En el centro, sobre su pedestal de piedra, inmóvil y silencioso, se erguía el señor de esta morada sombría, el dios de la localidad, que a veces en lugar de piedra era de madera, para ser llevado más cómodamente en procesión. Las estatuas tenían ojos incrustados de materias brillantes. Unicamente en los últimos tiempos y en plena decadencia, los egpicios sustituyeron las estatuas por animales vivientes: gatos, serpientes, cocodrilos… Cada templo tenía sus servidores y sus bienes propios. Al frente estaba el gran sacerdote, jefe supremo de las ceremonias y administrador de las propiedades, que no dependía sino del rey y a quien asistían numerosos ministros, un portasellos o lector encargado de recitar las fórmulas sagradas de los papiros, profetas, oráculos, escribas, directores de procesión, etc. Las dignidades eran, por su naturaleza, hereditarias, de suerte que cada ciudad importante tenía su tribu sacerdotal y los bienes sagrados llegaron a alcanzar proporciones colosales. Bajo Ramsés III, el templo de Amón, en Tebas, poseía la cuarta parte de Egipto y ésta era una ciudad santa, con un régimen de favor. Se han encontrado varios decretos reales del Antiguo Imperio, concernientes a estas ciudades, como la de Abydos. Son cartas de inmunidad, eximiendo al dominio sagrado, personas y bienes, de toda clase de impuestos, prestaciones o contribución por cualquier título que fuere. Las penas más severas amenazaban a los violadores de templos. El culto se practicaba según un ritual preciso. El sacerdote entraba solo en el santuario y encendía el fuego, recitando una fórmula, echaba incienso sobre las ascuas y mientras se elevaba el perfume, se acercaba a la “naos”, cerrada hasta entonces, la abría rompiendo el sello de arcilla que la víspera le había puesto, e inmediatamente, al aparecer el dios al descubierto, se postraba ante él y le adoraba, levantábase y se postraba nuevamente, con la frente tocando el suelo y, después de haber repetido muchas veces estos movimientos, puesto en pie recitaba himnos: Honor a ti, Amón Ra, dios poderoso, existente desde un principio, dueño de la eternidad, único Señor, autor de los dioses, autor de los hombres. El holocausto no fue de uso frecuente en Egipto y los alimentos ofrecidos al templo servían para la manutención de los sacerdotes. La práctica de sacrificios humanos no se ha podido probar con documento alguno claro y auténtico. Una idea simple de moralidad necesidad de hacer el bien y evitar el mal para agradar a Dios y llegar a la felicidad estaba profundamente grabada en el alma egipcia. El hombre, aunque fuese el faraón, no entraba por derecho propio en el cielo; antes debía cumplir ciertos ritos y purificaciones, lo cual afirmaba su condición de servidor que ha de comparecer ante un juez supremo. He aquí algunos pasajes de las famosas sentencias de Phtahotep, moralista, ministro de un faraón de la quinta dinastía. Oh rey, mi señor, permite que yo atienda a la educación de mi hijo, que le enseñe la sabiduría de aquellos que han oído los consejos de los ancianos que, a su vez, fueron enseñados por los dioses. Un hijo obediente es como un servidor de Horus: se encuentra bien después de haber obedecido. Cuando haya crecido y llegado a la vejez, hablará también a sus hijos para renovar las enseñanzas de su padre.
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ZOOLATRIA. Herodoto y Diodoro de Sicilia describieron a los egipcios como grandes adoradores de animales. En el Antiguo Imperio sólo tres animales sagrados fueron objeto de culto: el buey Apis, de Memfis; el buey Meenvis, venerado en Heliópolis, y el carnero de Mendes, en el Egipto Inferior. En Asquarah existía una rica necrópolis subterránea con soberbios sarcófagos de granito donde eran sepultados los bueyes sagrados. La necesidad de hacer sensible la idea de la divinidad y de sus atributos, introdujo en los himnos y en la poesía comparaciones con los animales más conocidos por los egipcios. Para algunos, se encontró una característica humana: Anhour con su cuerda, Osiris con su atef, Phtah estrechando el cetro sobre su pecho, pero la imagen tomada del reino animal era más a propósito para satisfacer las exigencias de la devoción popular. ¡Cuánta gente de nuestros campos reconoce a San Roque únicamente por su perro! Del símbolo se pasó con facilidad a la adoración del propio animal y nació la zoolatría. Al visitar hoy las ruinas de esta civilización grandiosa y terrible a la vez, el viajero se siente impresionado. No pudo ser simplemente la tiranía o una masa de esclavos aterrorizados lo que levantó las majestuosas columnas de Luxor y Karnak, los obeliscos o la esfinge. Fue la creencia irresistible, una fe capaz de impulsar a los faraones, y también de sugestionar a millares de esclavos, a millones de trabajadores, comerciantes y artistas. No obstante, exceptuando la tentativa de introducir el culto único a Amón-Ra, la religión egipcia se debatía en una mescolanza de ideas poéticas, verdades trascendentes y supersticiones absurdas.