Q uién sabe si, como dijo Joseph Ratzinger en Polonia, Dios permaneció
en silencio cuando los nazis asesinaban a millones de eslavos, judíos,
comunistas, socialistas, liberales, homosexuales y gitanos, entre otros.
Sus designios, ya se sabe, son inescrutables: tal vez El Altísimo quería
poner en evidencia los límites de la maldad humana o la inexistencia de
ellos, o acaso se expresó, pero lo hizo por las bocas de los cañones
soviéticos e ingleses y por el trabajo de los grupos de la resistencia
antifascista, o puede ser que anduviera arreglando asuntos más
importantes, que los nazis lo pillaran distraído, que no haya estado on
line en ese momento, o nunca. A fin de cuentas, Su condición es un
misterio inmarcesible hasta para quienes la pregonan, empezando por el
que este domingo abrió la boca en el centro de exterminio. Podría ser
también que las diversas caras de Dios -la inescrutable del Jehová de
los hebreos, el severo e implacable rostro del Señor de los
protestantes, el Dios Padre bonachón e indulgente de los católicos- no
se hubieran puesto de acuerdo sobre cómo reaccionar ante la carnicería.
Lo cierto es que el horror tuvo lugar y que unos 50 o 60 millones de
seres humanos soviéticos, hebreos y alemanes, principalmente fueron
exterminados por el Tercer Reich, por las guerras que provocó y por el
gatillo alegre de los Grandes de Yalta, quienes no consideraron
necesario proteger a la población civil del poder de sus bombas. Pero
Dios tampoco estuvo disponible (o sí lo estaba, pero pensó que así debía
ser, o no le importó, o quién sabe) cuando estadunidenses e ingleses
achicharraron a los habitantes de Dresde y a los de Hiroshima, o cuando
los soviéticos permitieron que los soldados alemanes despedazaran a los
judíos insurgentes en Varsovia.
La proyección del nazismo en Europa y la Segunda Guerra Mundial fueron
precedidas por muchos signos ominosos. El alzamiento franquista en
España, en el que los fascistas ensayaron algunas de las atrocidades que
perpetrarían después en muchos otros países, recibió el respaldo apenas
disimulado de casi todos los obispos y los arzobispos y los cardenales.
Los pontífices romanos aseguran que representan a Dios en la Tierra. Si
eso fuera cierto, entonces El Señor habría sido cómplice de los
bombardeos de Barcelona, Madrid y Guernica. Pero también es posible que
los Papas mientan y que su supuesto representado no haya tenido nada que
ver en el asunto: tal vez, simplemente, consideró necesario y bueno el
alzamiento de Franco con toda su secuela de muerte, destrucción y
sufrimiento; o tal vez estaba atendiendo asuntos más importantes; o
habrá sido que no Está y que no Es, o Sus razones tendrá, y éstas son
inescrutables.
Las acciones humanas, a diferencia de las divinas, son susceptibles de
comprensión racional. Y los que sí andaban por ahí cuando los nazis
secuestraban, apaleaban, despojaban, explotaban y exterminaban a los
hijos de David, y a muchos otros, eran Ratzinger y su antecesor en el
cargo, Pío XII. Ante el exterminio, el segundo guardó un silencio muy
próximo a la complicidad. El primero, el actual pontífice Benedicto XVI,
se paseaba con un uniforme de las juventudes hitlerianas mientras
Auschwitz, Dachau, Treblinka y otros mataderos funcionaban a toda su
capacidad en la tarea de destruir judíos y gentiles. Acaso más tarde, en
su fuero interno, Ratzinger se haya disculpado ante Dios, pero nunca ha
pedido perdón a los mortales. A lo más que ha llegado su humildad es a
la explicación de que haber sido nazi no fue su culpa.
Si no hay memoria personal tampoco puede haber memoria histórica. Dijo
el pontífice en su visita a Auschwitz: “Al destruir a (el pueblo de)
Israel, (los nazis) querían en última instancia destrozar la fuente de
la fe cristiana”. O sea que los judíos fueron bajas colaterales, que en
realidad se cruzaron en un tiroteo entre el Tercer Reich y la
cristiandad y que era ésta el objetivo real de la maquinaria hitleriana
de destrucción. Pero qué mala leche (o cuánta ignorancia) la de este
pontífice: ocurre que la máxima “fuente de la fe” antisemita a lo largo
de la historia ha sido la Iglesia católica, y que lo que Hitler puso en
práctica, en escala industrial, en los años 40, fue política regular del
Santo Oficio durante varios siglos: perseguir, torturar y asesinar a
judíos y a judaizantes (y a muchos otros), fabricarles calumnias
monstruosas, echarlos del Sefarad, quemarlos en leña verde.
Más difícil es entender cómo Dios puede guardar silencio cuando su
presunto delegado abre la boca. Pero Sus actos son inescrutables.