ALAI AMLATINA, 29/03/2006, Sao Paulo.- Mi abuela decía que
el mal del mundo era la falta de carácter. Aunque yo
demostrara estar de acuerdo, consideraba la desigualdad
social más grave. Con el tiempo, madure convicciones, sobre
todo al profundizar el tema de la más seductora tentación
humana: el poder.
Pocos saben lidiar con funciones de poder. No me restrinjo
al poder político. Me refiero a cualquier poder: directora
de escuela, gerente de banco, policía, síndico de edificio,
etc. Al revestirse de un cargo, la mayoría se desprende de
su individualidad. La función pasa a ser más importante
que la persona. Ésta, despojada de la función, se siente
humillada. Por eso se encariña a ella como un náufrago a
la boya que flota entre las olas.
Hay quienes de tal modo se agarran al poder -cuales andas
que le sostiene el ego-, que ya no les basta indicar el
nombre al ser socialmente presentados. Es preciso
enfatizar el cargo, la prominencia del título grabado en la
tarjeta de visitas, trofeo inestimable. Conocí quien, una
vez nombrado, cambió de postura física, de casa, de hábitos
sociales, de mujer y de carácter. Y engordó la propia
cuenta bancaria.
Bebida fuerte, el poder embriaga. Y, como todo borracho,
se pierde el sentido de realidad y proporción. Como dije a
un amigo alcohólico, “felices los ebrios porque verán a
Dios en dosis doble”. Lo peor es cuando el delirio sube a
la cabeza y lleva a la persona a dar paso a su prepotencia:
humilla subalternos, grita a funcionarios, nombra parientes,
exige privilegios, rompe la fila y, a sangre y fuego,
reduce la distancia entre lo deseable y lo posible. Y
aplica la “carteirada”(*): “¿Sabe con quién está
hablando?” En un país civilizado oiría: “Quién piensa ese
señor que es?”
El nepotismo es una forma execrable de ese perverso
síndrome de auto-divinización. El poderoso actúa con la
parentela como Calígula al nombrar cónsul a su caballo
Incitatus. No se toman en cuenta los criterios objetivos
que norman la selección en cargos públicos. Se ignoran
concursos, calificaciones, igualdad ante la ley. Se
abominan la ley y sus fundamentos jurídicos. Vale la
voluntad del poderoso que, de lo alto de su exorbitancia,
transforma la familia en succionadora de recursos públicos.
Prueba de eso es el nepotismo -figura inadmisible en la
iniciativa privada, excepto en empresas familiares, lo que
es otra historia-.
Mi padre, Vieira Christo, fue juez, con dos hijos y una
nieta formados en Derecho. Jamás meneó el dedo meñique
para colocarlos en un puesto de trabajo. Ni cuando fundó,
a pedido del gobernador Magalhães Pinto, la compañía de
seguros del Estado de Minas Gerais. Mi padre decía alto y
duro: “Nombrar pariente es indecente”.
Su hermano, el general Campos Christo, todas las tardes
regresaba a pie de la misa en la Iglesia São José, en el
centro de Belo Horizonte. Cierto día, vio un aglomerado en
torno a un coche de policía en la intercesión de la calle
Alagoas y Avenida Afonso Pena. A la paisana, mi tío se
acercó a los policías que golpeaban a un muchacho, supuesto
ladrón, arrastrándolo al coche de policía.
Indignado, mi tío los advirtió que no tenían el derecho de
agredir un hijo de Dios, aunque fuera delincuente. Uno de
los policías le respondió que no se meta, caso contrario
iría juntos. Como no se calló ni evocó su patente militar,
el general fue empujado y, en compañía del sospechoso,
llevado a la Secretaría de Seguridad Publica, en la Plaza
de la Libertad. Al sacar a los presos, mi tío fue
reconocido por el Delegado General del Estado, para
infortunio de los policías y suerte del muchacho que, en la
confusión, se lanzó a correr y escapó.
Mi abuela tenía razón: este país tribal no tendrá carácter
mientras no se revoquen las leyes de Gerson, de la selva y
del perro. Y bien decía mi padre, ciertos jueces no tienen
juicio.
– Frei Betto es escritor, autor de “Gosto de Uva”
(Garamond), entre otros libros.
(*) NDLR: “carteirada” es una expresión brasileña para
referirse a la práctica de exhibir, en situaciones de la
vida cotidiana, la carta de identidad, en cual consta la
calificación profesional del portador, para tratar de
obtener un trato diferenciado con relación a los demás
ciudadanos/as.