Derechos humanos y diversidad individual

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DERECHOS HUMANOS Y DIVERSIDAD INDIVIDUAL

Eva Martínez Sampere
Universidad de Sevilla

I. Introducción. II. Referencia a la modernidad. III Los seres humanos y las culturas. IV. La influencia del “culturalismo” en las ciencias humanas. V. Universalidad y diferencia para convivir humanamente.

-I. Introducción

La igual dignidad humana de cada persona y, por consiguiente, la igualdad entre los sexos un universal, pues toda persona es mujer u hombre, junto con otros particulares como la igualdad entre personas de diferente etnia, religión, etc. es un mínimo ético para toda la especie, contenido en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948. Este logro, fruto de un pacto alcanzado por primera vez en la historia de la convivencia humana, y por primera vez plasmado jurídicamente a escala internacional, se está cuestionando en las últimas décadas por un cierto número de antropólogos, sociólogos y politólogos de uno y otro sexo, en nombre de lo que llaman el respeto a las diferentes creencias y prácticas sociales o costumbres de los seres humanos que, viviendo en sociedad, pueblan el planeta -en su denominación, “culturas”, tanto para las tres primeras como para el propio concepto de sociedad. Cuando existen todavía grandes obstáculos para llevar a la práctica los objetivos de la Declaración, surgen nuevas contestaciones teóricas a este indudable avance, que afirman una supuesta inconmensurabilidad de las “culturas”, como si los seres humanos vivieran en compartimentos estancos sin posibilidad de interacción. Esta concepción regresiva, que quiere fragmentar a la especie humana en guetos preconcebidos, arbitrarios, se presenta bajo el término, que aparenta ser neutro e igualitario, de “multiculturalismo”, que esconde, en realidad, una aceptación del sexismo contra las mujeres y del racismo. La tesis que defiendo, y que pretende rebatir sus argumentos, aboga por el respeto imprescindible a la diversidad individual, que constituye la mayor riqueza de la especie humana.

-II. Referencia a la modernidad

A lo largo de los milenios de la convivencia humana, por los datos que se conocen, unas personas han dominado sobre las otras, no a título individual, sino en razón de su nacimiento en un determinado linaje, i.e., llevaban una determinada sangre; de su sexo, generalmente el masculino sobre el femenino; de su raza; de su religión, por pertenecer a una u otra tribu, etc. Esto significa que las personas contaban no por ellas mismas, sino por su pertenencia a un entramado comunitario previamente decidido y que se presentaba como inmodificable. El concepto de individuo, él o ella, no era entonces intelectualmente pensable y, por lo tanto, no era concebible que una persona pudiera tener una voluntad propia para vivir del modo que creyera más conveniente, aunque fuera diferente del de la mayoría de las personas de su entorno. Todo ello, como es sabido, sobre el fondo constante de la escasez de recursos vitales, lo cual colocaba a los seres humanos en una posición muy precaria frente a las fuerzas de la naturaleza.

Esto empieza a modificarse lentamente con la modernidad, aun con todas sus carencias iniciales en la implantación efectiva de sus postulados teóricos, pues primero empieza a operar para los varones, no para las mujeres; para las personas de piel más clara, no para las demás; para las que tuvieran un determinado patrimonio, excluyendo al resto, que eran las más numerosas; para las que vivieran en ciertas zonas del planeta y no para otras; a pesar de todas estas exclusiones, el reconocimiento de la personalidad individual como soporte y sujeto de derechos, aunque al principio tuviera un alcance tan reducido, supone una revolución en la convivencia humana que libera a las personas de las ataduras que las condicionaban desde el nacimiento a someterse a la voluntad de otras personas. Su vida, salvo en el caso de los y las muy poderosas, estaba ya, y lo resalto otra vez, predeterminada. No tenían libertad, ni siquiera teórica, de elección.

Lamentablemente, este cambio en la percepción de la realidad y la concepción de la convivencia humana como humanamente modificable, llevó a graves excesos en las relaciones de unas personas con otras en los diferentes territorios de la Tierra. Pero, ¿todas las calamidades para la especie humana provienen de la modernidad? ¿no existían antes la esclavitud, el poder despótico, la tortura, la explotación despiadada de los seres humanos… por las personas más cercanas a ellos? ¿Quién trata peor a las niñas y a las mujeres africanas que sus propias familias y tribus, que las condenan en muchos casos a una existencia infrahumana, mutilándolas física y espiritualmente? ¿Es que llevar la misma sangre y pertenecer a la misma sociedad o “cultura” es una garantía de respeto y seguridad? Todo lo contrario. Las mayores atrocidades se comenten en todas las latitudes del planeta con las personas más cercanas. De ahí el horror de los castigos y venganzas familiares, tribales, el espanto de las guerras civiles… Lo que puede hacer brotar el mayor cariño entre las personas es lo mismo que puede engendrar la aversión y el odio más feroz: la proximidad, el contacto, la relación entre los seres humanos, es decir, la interacción de unas personas con otras, hoy para algunos/as, la llamada “interculturalidad”, usando un término procedente también de la antropología, por oposición al concepto de “multiculturalismo”.

Es precisamente con la modernidad y la separación entre la religión y el poder político, la invención de nuevos objetos que transforman la vida cotidiana, el desarrollo de los medios de transporte, la mayor facilidad para las comunicaciones, y el comercio, todo ello propiciado por el despliegue de la libertad individual aun reducida y precaria cuando en Europa se acrecienta el interés por “otras personas”, “otras costumbres”, “otros territorios”, puesto que ya se puede llegar físicamente hasta ellos en mejores condiciones que antes. El problema es que, al igual que dentro de esas sociedades existían todas las lacras antes dichas, iban a plantearse de nuevo en relación con las personas que llegaban de países remotos. Y se continuaron cometiendo graves injusticias, pero eso sí, con los nuevos medios técnicos y en una zona mayor, se amplía el número de personas sobre las que se comete. Cualitativamente, sin embargo, la proporción es la misma. ¿No existían en siglos anteriores las guerras de exterminio, las masacres de inocentes? ¿No es entonces cuando empieza a discutirse, e incluso a considerarse injusto el asesinato en masa, la reducción forzosa a la esclavitud de poblaciones enteras, como ocurría con toda tranquilidad en épocas pasadas? ¿Y no es justamente a partir de esos momentos en los que sobrevive al menos una parte de la población de esos territorios, cosa que antes no sucedía, cuando se empiezan a plantear los problemas de coexistencia entre personas con un grado de desarrollo humano muy distinto? ¿Por qué pasa eso? Por lo que anticipaba más arriba, por la mayor posibilidad de relación entre personas que vivían en zonas muy alejadas del planeta [1] .

Después de la Primera Guerra Mundial se empieza a pretender en algunos países occidentales que la dualidad sexual constitutiva de la especie humana, integrada por mujeres y varones, construida socialmente no por la naturaleza como opresiva y discriminatoria para las mujeres, se transforme en una política de sexos igualitaria, tarea en la que hay que continuar trabajando. Con más ahínco, se procura que las diferencias económicas no impidan un mínimo desarrollo humano con la implantación de la sanidad gratuita -además de la educación universal, gratuita y obligatoria, que se alcanzó en algunos países, como Gran Bretaña, Alemania, Francia, Japón, a finales del siglo XIX. Tras la Segunda Guerra Mundial, con la derrota del nazismo, queda por completo rechazado el concepto de “raza” como discriminatorio. La recién creada ONU prohíbe el uso del fenotipo para discriminar a las personas. Y entonces, precisamente como reacción al racismo totalitario, los antropólogos de uno y otro sexo usan el término “etnia” para designar a un grupo de humanos, que compartiera más que características físicas, “culturales”. Por tanto, hablar de grupos “etnoculturales”, como se hace últimamente, sería un pleonasmo.

En consonancia con la esperanza en un futuro mejor surgida tras la derrota de los totalitarismos, la ONU impulsa los procesos de descolonización para que grupos humanos amplios, los pueblos, puedan decidir si quieren continuar dentro de la metrópoli o prefieren la independencia. En este contexto, van a adquirir de nuevo relevancia, si bien modificadas para hacerlas aceptables conceptos propios de finales del siglo XIX, como reacción romántica a la Ilustración cosmopolita: la sangre, el espíritu del pueblo (das Volkgeist), mi cultura, frente a la cultura universal patrimonio de la especie humana, como ya se indignaba con razón Julien Benda en 1926 [2] , todo ello adobado con las aportaciones de un cierto número de antropólogos de uno y otro sexo que, como antes indicaba, preferían hablar de etnia y “cultura”, dada la proscripción del término raza y del fundamento biologicista que implicaba.

III. Los seres humanos y las “culturas”

Estas pretendidamente nuevas construcciones tenían la ventaja de poder aplicarse de principalmente a las sociedades de otras latitudes: África, América, Asia y Oceanía. Lo curioso es que fueran justamente las y los europeos -hubo muchas exploradoras, que, además, se preocuparon por la vida y la salud de sus guías y porteadores [3] – quienes sintieran atracción e interés por conocer a otros seres humanos, mientras que las y los pobladores de otros territorios no lo experimentaran tanto; y que algunas de esas sociedades, como bastantes personas en Europa, se consideraran a sí mismas las únicas civilizadas: en China, hace milenios, a quienes no lo fueran se les consideraba bárbaros; los inuit o esquimales se llamaban a sí mismos “pueblo de los hombres” (¿y los demás no lo eran?); y, posterior en la historia, pero quizá más conocido, los antiguos griegos igualmente denominaban bárbaros a quienes no lo fueran, pero como éstos eran europeos, i. e., occidentales, sí es criticable…

Pero todo eso no arredraba a los pensadores, ellas y ellos, que, tras el desprestigio de la clase y la raza, no así del sexismo contra las mujeres, como más adelante se verá, descubrieron un nuevo filón, “las culturas”, para compartimentar a la especie humana, mientras se olvidaban de que la pobreza, la privación de la educación, de la sanidad, de la protección social, de unas condiciones de vida digna, en suma, era la única y verdadera frontera entre los seres humanos -lo que llevaría al famoso e infundado “choque de civilizaciones” de Huntington y a que los pensadores comunitaristas de uno y otro sexo estén con el presidente Bush jr. en su propósito de hacer la guerra a Irak.

Esta concepción de las “culturas” como bloques impermeables proviene de la antropología cultural norteamericana de entreguerras, y de un sector de la antropología social británica, como escribe Michael Carrithers. Ruth Benedict comenzó a hablar de la “diversidad de culturas” en su libro del mismo nombre, publicado en 1935. Ella se interesaba en la disposición no de las personas, sino de las ideas y de los valores: “el tejido completo de los valores y de las creencias de su pueblo”. Las ideas del libro eran suyas, aunque habían nacido con esa nueva disciplina en Estados Unidos en los años anteriores, a cargo del profesor Franz Boas y de sus colegas y discípulos. Pero el libro tuvo una gran influencia. Para unas y otros autores, como Radcliffe-Brown en Gran Bretaña si bien éste se interesaba por una “disposición de personas”, por una “estructura social” lo decisivo era el trabajo de campo, como la fuente definitiva del conocimiento. Este estudio se llevaba a cabo, como quiere poner muy de relieve Carrithers, en “presente”, como si esos pueblos existieran en una urna de cristal, desgajados de su base histórica [4] .

Bajo la denominación de “cultura”, empero, otros antropólogos de uno y otro sexo hacen referencia a una realidad distinta. Carrithers considera con razón desde mi punto de vista la “cultura” como resultado de la acción humana, i.e., de las formas en que las personas se relacionan entre sí [5] , en una interacción constante, relaciones que ellas mismas modifican, transforman, y que cambian también su percepción de sí mismas, de su entorno y la relación que tienen con él mismo. “Cultura” se opone así a lo natural, a lo que es fruto de la naturaleza: división de la especie humana en dos sexos, determinadas características físicas en los seres humanos: piel, cabello, ojos, etc. La “cultura” así considerada sería lo que hace que la sociedad humana sea eso, humana, a diferencia de los otros animales no humanos. En ese sentido, cualquier sociedad crea “cultura”, puesto que los seres humanos se relacionan entre sí innovando en un proceso continuo, de modo no predeterminado genéticamente, como hacen los demás animales.

Para continuar con su recorrido, Michael Carrithers refiere otro enfoque diferente al de Benedict y Radcliffe-Brown. El que hace Eric Wolf en Europe and the People without History, publicado en 1982, casi cincuenta años después del libro de Benedict. Como ella, Wolf realiza su aportación al mismo tiempo que depura el trabajo de otros colegas, y contribuye a una visión muy diferente de la diversidad humana. El autor pone el énfasis en que no hay ninguna sociedad conocidad pura o incontaminada, producto exclusivo de su propia historia. El cambio o la evolución cultural no actúa sobre sociedades aisladas sino que siempre lo hace sobre sistemas interconectados en los que las sociedades están vinculadas de forma variable con “campos sociales” más amplios. Rechaza el punto de vista que dota “a naciones, sociedades, culturas, con las cualidades de homogeneidad interna y “distintividad” externa y de objetos delimitados”, porque así “creamos un modelo del mundo como un escenario global en el que las entidades se entrechocan como duras y redondas bolas de billar. De ese modo resulta fácil dividir el mundo en bolas de colores diferentes” [6] . Esas relaciones, estudia Wolf, se hicieron más intensas con la modernidad -como ya se ha mencionado.

Wolf, continúa Carrithers, subraya que todos los pueblos, en todas partes, incluso los que pudieran considerarse primitivos y aislados tienen poder sobre su destino, que no son meramente pasivos sino también agentes activos. Así, el punto de vista sobre la diversidad que adopta Wolf es uno que resalta la relación entre pueblos o poblaciones:

“La afirmación central de este libro es que el mundo de la humanidad es múltiple, constituyendo una totalidad de procesos interconectados, e investiga si descomponer esa realidad en piezas y dejarlas luego sin reagrupar no significa falsear la realidad. Conceptos como “nación”, “sociedad” y “cultura” designan piezas y amenazan con convertirse de nombres en cosas. Sólo comprendiendo estos nombres como manojos de relaciones y resituándolos en el ámbito del que fueron abstraídos podemos evitar inferencias desorientadoras e incrementar nuestra cuota de entendimiento” [7] .

Como explica Carrithers, Wolf desplaza su foco de atención desde los centros de las culturas y las sociedades a sus periferias y las relaciones entre ellas; y de una descripción más o menos estática de sus características a una descripción dinámica de los procesos en que están implicadas. Wolf no coincide en todo con Benedict y Radcliffe-Brown. Concibe la cultura como una “serie de procesos que construyen, reconstruyen y desmontan materiales culturales (tales como los valores sociales o las formas de categorización del mundo)”. La sutil distinción de Wolf, resalta Carrithers, supone un proceso de desmontaje y montaje. De un lado, es importante desmontar el sistema dinámico global y ver cómo funcionan las “sociedades” o “culturas” particulares. Pero a esta etapa de desmontaje debe seguir otra de montaje de modo que, al final Wolf cita a Alexander Lesser veamos las sociedades como “sistemas abiertos…inextricablemente implicados con otros agregados, próximos y lejanos, con conexiones entretejidas, reticulares”. Por eso afirma Carrithers que mucha de las sociedades que los antropólogos han desmontado esperan todavía su montaje correlativo, alguna demostración de cómo han surgido y cambiado en las “conexiones entretejidas, reticulares” de nuestra más extensa vida humana [8] .

Por todo ello, Carrithers afirma que de este modo cambia nuestra concepción de la diversidad humana. Apunta como moraleja que la vida humana es metamórfica. Y emplea este término técnico para captar la mutabilidad incesante de la experiencia humana, la temporalidad de que están forjadas todas las instituciones y relaciones humanas. No se puede concebir a los seres humanos, como hacían Radcliffe-Brown y Benedict, ignorando esa mutabilidad y esa temporalidad, lo que no deja de ser irónico, indica Carrithers, pues la noción de diversidad cultural que Benedict ejemplifica se orientaba desde el principio a confirmar que los humanos cambian, y que varían enormemente más allá de los estrechos dictados de la selección natural. Pero ella, y otros como ella, han rechazado desde el inicio la tarea de proporcionar una explicación real de las variaciones: la noción de cultura no sólo era ahistórica sino, en realidad, antihistórica. Toda cultura tenía su propia fuerza causal y de conservación que subrayaba en cada generación y en cada ser humano concreto su peculiar carácter distintivo. La consecuencia fue, continúa Carrithers, que en una teoría de este tipo “los patrones sociales y culturales tienen un carácter determinante que deja poco espacio a la voluntad, al accidente, al cambio o la combinación de circunstancias. De algún modo todo llega a parecer siempre lo mismo [9] “. Y refuerza su tesis Carrithers añadiendo que, como observó J.D.Y. Peel, tan ahistórico punto de vista “no es consistente con un concepto realista de lo que es la sociedad y la experiencia humana en el interior de la misma” porque “elimina el cambio, la imperfección y la potencialidad, los recuerdos y las intenciones -en una palabra, la historicidad [10] .

Michael Carrithers sigue explicando la segunda enseñanza que, a su juicio, formula Wolf con gran rigor: la vida humana es causal y son las relaciones entre los humanos las que moldean esa causación. Y Carrithers acentúa su fuerza parafraseando a Maurice Godelier “el hecho es éste: los seres humanos, a diferencia de otros animales sociales, no sólo viven en relación, sino que crean [relaciones] para vivir. En el curso de su existencia inventan nuevas formas de pensamiento y de acción, tanto respecto de ellos mismos como en relación con la naturaleza que los rodea. De este modo crean la cultura y hacen historia [11] “.

Escribe Carrithers que la frase que subraya Godelier, los humanos “crean relaciones (sociedades, en su terminología) para vivir” va al núcleo de su tesis. Tiene, primero, un significado material según el cual los humanos se ganan la vida colectivamente, no de modo individual. Esto es evidente en las sociedades urbanas contemporáneas, en las que las personas dependen recíprocamente unas de otras para todos sus bienes materiales. Pero también es cierto para las sociedades tecnológicamente más simples del registro etnográfico: “Auto-suficiente” nunca ha querido decir que cada individuo haya podido tener una vida al margen de vínculos con otras personas, sino que un grupo puede vivir de sus esfuerzos aunados [12] .

Hace hincapié Carrithers que la frase “para vivir” tiene un significado más amplio. Las personas viven a través de las relaciones emocional e intelectualmente. El lenguaje que aprendemos sólo cobra sentido en razón de aquellos otros seres humanos de quienes lo aprendemos y a quienes nos dirigimos. Los valores de conducta que adquirimos sólo lo hacen en la perspectiva de los otros, o en nuestra propia concepción de la perspectiva que los demás tienen. En realidad, la cultura, entendida aquí en sentido amplio de categorías mentales, formas de conocimiento y valores con los que vivir, aprendidos o creados, es comprensible únicamente en su uso por las personas y en relación con otras personas. En otros términos, las culturas presuponen relaciones [13] . No se trata de un individuo, él o ella, aislado en una relación abstracta con su “cultura”.

Wolf sugirió que las relaciones funcionan a gran escala, continúa Carrithers, y que las mismas conforman un medio, el de las condiciones básicas en que la vida se lleva a cabo. Así, por ejemplo, tanto los traficantes de esclavos de los estados predadores africanos como las y los esclavos mismos se enfrentan a un medio creado por personas pero que éstas experimentan, sin embargo, como algo dado, ineluctable y por completo inevitable. Lo mismo ocurría con las personas sometidas a esclavitud por los aztecas o los árabes durante muchos siglos. Otro ejemplo es el hambre. La gran hambruna bengalí del año 1943, durante la cual murieron alrededor de tres millones de personas, fue producida por los humanos, no por la naturaleza, y lo mismo ocurre actualmente. Como ha estudiado Amartya Sen, cuando hay democracia no hay hambrunas. Esa causación humana es esencial para la comprensión de la naturaleza humana.

Pero Carrithers sostiene, asimismo, que las relaciones humanas también poseen una textura fina, una pequeña escala. Así, uno de los cambios más importantes en la humanidad que se asoció de modo significativo con el tráfico de esclavos de uno y otro sexo, fue la industrialización de Gran Bretaña. Es importante una vez más referir aquí la explicación de Carrithers. La exportación de mercancías manufacturadas a las Indias occidentales y a África contribuyó al desarrollo de las fábricas. Imitando el estilo de Wolf, podríamos hablar de las fuerzas y condiciones que dieron lugar al surgimiento de la Revolución industrial y al desarrollo de la clase obrera en Inglaterra y, al hacerlo así, nos referimos a una categoría característica de causación de la vida humana. El lenguaje empleado para referirnos a dicha causación puede ser impersonal y compelernos a hablar de movimientos de sistemas o de otros patrones a gran escala. Pero ninguno de estos cambios, enfatiza Carrithers, se habría producido si la gente no hubiera sido capaz de poner en práctica las nuevas formas de relación incorporadas al trabajo fabril o, más tarde, a la versión modificada del mismo por la mediación de los sindicatos. Habían de crearse nuevas instituciones, lo que a su vez trajo la creación de nuevas actitudes en común, recíprocas intenciones y comprensiones o incomprensiones entre todos. El autor usa la palabra “interactivo” para referirse a esta fina textura, a esta naturaleza recíprocamente constructiva de la vida humana. La misma reflexión, añado yo, puede aplicarse a grupos humanos de otras épocas y otras zonas del planeta cuando inventaron la agricultura, la rueda, la canoa, la rueca, o la caña de pescar, etc.

Esta caracterización de la vida humana como metamórfica, causal, interactiva, escribe Carrithers, aporta a nuestras ideas iniciales matices más amplios. Se trata de un problema de desmontaje y montaje, como señalara Wolf. Ruth Benedict, interesada en las sociedades amerindias, intentaba reconstruir el estado anterior de sociedades y culturas previamente transformadas, y constató el olvido de la época precolonial. Dos generaciones después, pone de relieve Carrithers, los antropólogos de uno y otro sexo dan cuenta de la creación y la recreación de nuevas identidades sociales y culturales (cursiva mía), sea entre los grupos étnicos de Estados Unidos, en países como el Irán revolucionario o en la ya desaparecida Unión Soviética. Y qué decir de Centro y Sudamérica. Como ha puesto de relieve Ulf Hannerz, “el sistema mundial, más que crear una masiva homogeneidad cultural a escala global, está sustituyendo una diversidad por otra y esta nueva diversidad se basa comparativamente más en las interrelaciones y menos en la autonomía” [14] .

Michael Carrithers desarrolla en su excelente libro la respuesta al problema central de la antropología ¿Por qué los humanos tenemos culturas? demostrando que la diversidad de las formas de vida humana, se asienta sobre el fondo común de la sociabilidad de las personas. La capacidad de ellas para la interacción social, entre individuos o a gran escala, es el impulso al continuo proceso de innovación de la humanidad. La inteligencia humana, que es una inteligencia social, inventa posibilidades, imagina, concibe, modifica, y ha creado la extensa y compleja red de diferentes sociedades, culturas e historias que existen en la actualidad.

Ahora bien, como es evidente, la especie humana está formada por personas de uno y otro sexo, todas ellas, puesto que son humanas, con la necesidad y la capacidad de relacionarse con otras personas, de vivir en sociedad. Los seres humanos se relacionan socialmente, crean como se ha resaltado, relaciones para vivir, y mediante esas relaciones como ya se ha explicado, cambian su modo de vida. Si todos los seres humanos integran la especie, comparten, por tanto, su humanidad. ¿Por qué negarles entonces la dignidad humana, a cada una y cada uno de ellos? ¿Por qué condenarlos a someterse para siempre a la voluntad de otras personas, definida como costumbres o “cultura” de esa sociedad o “cultura”, definida así por una o varias personas, con carácter inmutable? Se les está negando su capacidad humana de pensar, de valorar, de inventar, de modificar…, en suma, de relacionarse de otro modo, para encerrarlas dentro de una horma prefijada de antemano, histórica pues, pero que se pretende ahistórica y, por eso mismo, más allá de su voluntad. A lo largo de la historia, empero, ha habido muchas personas que han pensado de modo diferente a su entorno y se han rebelado: Aspasia, a quien Pericles trataba como a una igual, Hypatia, Espartaco… Y en nuestros días, Waris Dirie, por ejemplo, que sufrió la mutilación genital a los cinco años, y, como ella misma cuenta, ya entonces decidió que quería vivir de otro modo, y ahora lucha, rompiendo el tabú pues sí se cambian las reglas de la tribu, para la abolición de una costumbre que atenta contra la dignidad humana. ¿Y quienes se esforzaron por acabar con el canibalismo?…, por poner otro ejemplo. Afortunadamente, la lista de rebeldes sería interminable.

Parece difícil concebir una teoría tan cruel que priva a los seres humanos de la posibilidad de pensar por sí mismos y cambiar. Y, sin embargo, eso es lo que se pretende por investigadores de uno y otro sexo, cuando despojan de esa capacidad a cada una de las personas de la especie, únicas, concretas e irrepetibles, y se la atribuyen a un grupo más o menos amplio en realidad, no lo olvidemos, sólo a ciertas personas de ese grupo que decidiría lo que es adecuado o no para su “cultura”. Como esa concepción contempla a las “culturas” en “presente”, las considera inmutables, fuera de la interacción humana y de la historia, todo lo que existe, parafraseando a Hegel, es lo que debe existir. Y, como además, se mezclan y confunden, en muchos supuestos de modo interesado, los dos conceptos de “cultura” a que me refería más arriba: uso, práctica social o costumbre, con el de conjunto de formas de conocimiento, valores con los que vivir o creencias que, en ciertos casos, merece ser preservado, cualquier aberración no occidental, se sobreentiende para esta corriente habría de respetarse. Llegamos así al relativismo cultural. Curiosamente, aunque este relativismo sea una invención genuinamente occidental, no se discute como una imposición por algunas personas de otras zonas del planeta interesadas en que el actual estado de cosas no cambie. Una vez más, se toma o no lo que convenga a lo que se quiere defender en cada momento: si es un nuevo tipo de arma, se acepta y se quiere disponer de ella enseguida, si es una modificación que implique una ampliación de la escasa libertad de las mujeres, se rechaza como contraria a su “cultura” tradicional. Increíble pero cierto.

-IV. La influencia del “culturalismo” en las ciencias humanas

Desgraciadamente, la concepción que está triunfando es la que defendía Benedict y Radcliffe-Brown, con la inestimable ayuda de Claude Lévi-Strauss y Frantz Fanon, entre otras personas.

Lévi-Strauss escribe en 1951 Race et histoire, por encargo de la Unesco. A tono con la época, priva al concepto de raza de cualquier valor operativo, pero, como pone de relieve Alain Finkielkraut, añade que no basta con diferenciar la herencia social del patrimonio hereditario, librar a los estilos de vida de cualquier predestinación genética, combatir la biologización de las diferencias, hay que saber oponerse también a su jerarquización. Hay que completar la crítica de la raza con la nueva puesta en duda de la civilización. Existe multiplicidad, pero no es racial; existe civilización, pero no es única. Por consiguiente, sigue Finkielkraut, el etnólogo Lévi-Strauss habla de “culturas” en plural, y en el sentido de “estilos de vida especiales, no transmisibles bajo formas de producción concretas técnicas, costumbres, instituciones, creencias más que de capacidades virtuales, y que corresponden a valores perceptibles en lugar de a verdades o pseudoverdades” [15] .

Así pues, Lévi-Strauss, como dice Finkielkraut, aprovecha el noble objetivo de los fundadores de la Unesco iluminar a la humanidad para evitar los peligros de la regresión a la barbarie pero para usarlo contra la filosofía de las Luces. La ignorancia será vencida el día en que, en lugar de querer extender a todas las personas la cultura que la especie humana posee, se aprenda a celebrar los funerales de su universalidad. Para Lévi-Strauss, el bárbaro no es el negativo del civilizado, “es fundamentalmente el hombre que cree en la barbarie” [16] y el pensamiento de las Luces es culpable de haber instalado esta creencia en el corazón de Occidente, critica Finkielkraut. A lo cual se podría añadir que “el machista que asesina a su pareja o ex pareja no es machista es que cree en el machismo”, “el racista no es racista es que cree en el racismo”, y lo mismo con el estalinista, el nazi, etc., hasta la saciedad. Claro que eso lo escribió el mismo hombre que se opuso en 1980 al ingreso de Marguerite Yourcenar en la Academia francesa, ¡la primera mujer! aduciendo que “no se cambian las reglas de la tribu”. Bueno, si eso fuera así, ¿por qué no podrían tener las personas de piel clara como esclavas a otras de piel oscura, castrando a los varones en muchos casos, para mantener la tradición? Sólo si se parte de la igual dignidad humana de cada persona, como creo que hay que hacer, todo ello son aberraciones.

Lévi-Strauss hizo escuela, continúa Finkielkraut. Siguiendo el ejemplo de la antropología estructural y cada una de ellas en su propio terreno, todas las ciencias humanas condenan el “etnocentrismo”. Que precisamente es lo que creo que el relativismo cultural trata de implantar desplazando al ser humano concreto en aras de grupos étnicos previamente delimitados . La historia, la sociología, la ciencia política, la filosofía, empiezan a dar relevancia por encima de cada persona a la “comunidad”, no en el sentido de que quiera o no quiera formar parte de ella, de que elija asociarse con un conjunto de personas en un sitio concreto para vivir como decida la Gesellshaft de Tönnies, sino como “comunidad” a la que se pertenece la Gemeinschaft del mismo autor y en la cual, a menos de ser alguien predeterminado, no se puede influir y mucho menos salir de ella, pues las otras “comunidades” serían tan cerradas y graníticas como ésta y no permitirían la entrada de un elemento “extraño” a la misma. Llegamos así al ideal del comunitarismo multiculturalista de los guetos, como modelo de relación, o mejor dicho, de no relación humana.

Igualmente, esta noción de inconmensurabilidad de las culturas impregna el feminismo cultural norteamericano, que considera a mujeres y hombres como dos realidades “inconmensurables”. Cualquier varón sería, por el simple hecho de serlo, desde ese punto de vista, un opresor en acto o en potencia. Otro absurdo esencialismo que hay que rechazar. Muy distinto de otras corrientes feministas como la ilustrada, que dan valor al ser humano concreto y, por esa común humanidad, tienen en cuenta la división de la especie humana en dos sexos, su naturaleza mixta.

Y en el ámbito jurídico se empieza a hablar de “derechos de las minorías”, en lugar de derechos de las personas que integran esas minorías; de “derechos de los pueblos”, por ejemplo de los pueblos indígenas, en vez de derechos de las personas que los componen; y que los tienen como seres humanos concretos frente a, si llega el caso, sus propias familias, su tribu, su aldea, su “comunidad”. Se llega a la vieja noción, convenientemente reformulada bajo el nombre de “derechos colectivos”, de que ciertas personas tendrían más derechos o “privilegios” que otras o, a veces, todos los derechos o “privilegios” frente a otras, noción muy conocida, pues es la que ha estado en vigor durante la mayor parte de la historia de la convivencia humana. Así, la niña que nacía ya con el destino impuesto de dedicarse a la prostitución, el niño que era arrancado de su familia como tributo de sangre para pasar a servir en un ejército. Todo eso, quiero resaltarlo de nuevo, es inadmisible sólo si se considera a cada persona como portadora de igual dignidad humana.

Por eso hay que defender el humanismo y la invención cultural más relevante para la convivencia humana, la democracia, que está en sus inicios, que hay que perfeccionar constantemente…, pero que es mejor que cualquier otro sistema conocido. Con plena razón escribe Fernando Savater sobre la necesidad del “humanismo impenitente” [17] , latente en toda su excelente obra. Desgraciadamente para la especie humana, nos encaminan al relativismo cultural que justifica cualquier barbarie…en zonas donde se criticaba que las cometieran otras personas, por ejemplo en los países que fueron colonizados.

Así, escribe Alain Finkielkraut, el concepto de cultura que había sido el emblema del Occidente imperialista se volvía contra él. La identidad cultural permitía a los colonizados la afirmación de su diferencia y transformar en motivo de orgullo las maneras de ser con las que pretendían avergonzarles. Esa misma idea, no obstante, les privaba de cualquier poder frente a su propia comunidad. Los Estados así nacidos trataron de unir sólidamente los individuos a lo colectivo. Garantizar fuertemente la integridad y la cohesión del cuerpo social. Velar para que, bajo el nombre de cultura, ninguna crítica intempestiva turbara el culto a los prejuicios seculares (cursivas suyas). En suma, asegurar el triunfo definitivo del espíritu gregario sobre las restantes manifestaciones del espíritu [18] .

Como muestra Hélé Béji en Désenchantement national, y pone de relieve Finkielkraut, la misma fuerza de resistencia que representaba la identidad cultural bajo el reino de los colonos, se reconvierte, a partir de su marcha, en instrumento de dominación. Devueltos a sí mismos, los antiguos colonizados se descubren cautivos de su pertenencia, pasmados en la identidad colectiva que les había liberado de la tiranía y de los valores europeos. “Nosotros”, que era el pronombre de la autenticidad recuperada, ahora es el de la homogeneidad obligatoria [19] .

Por eso, continúa Alain Finkielkraut, el gobierno de partido único es la traducción política más adecuada del concepto de identidad cultural. La independencia de las antiguas colonias no ha llevado al desarrollo del derecho sino a la uniformación de las conciencias, la hinchazón de un aparato y de un partido. Ello se debe a los mismos valores de la lucha anticolonial, y no a su traición por la burguesía autóctona o a su confiscación en favor de las potencias europeas. El desencanto nacional, tan lúcidamente descrito por Hélé Béji, es imputable en primer lugar a la idea de nación que ha prevalecido en el combate emprendido contra la política imperialista de Occidente [20] .

Basta con releer Les damnés de la terre de Frantz Fanon, publicado en 1961, explica Finkielkraut. Fanon sitúa al individualismo en la primera fila de los valores enemigos. Al abdicar de cualquier pensamiento propio, los hombres regresan al seno de la comunidad. Cada cual se siente semejante a los demás, portador de la misma identidad. Fanon se especializa en repudiar a Europa…, pero toma partido por el Volkgeist, en su traducción moderna de identidad cultural. Considero que la concepción de nación derrotada en la Segunda Guerra Mundial revive de ese modo. Los movimientos de liberación, sigue Finkielkraut, han construido regímenes de opresión con una regularidad sin excepciones precisamente porque, a ejemplo del romanticismo político, han fundado las relaciones interhumanas en el modelo místico de la fusión, y no en el jurídico del contrato, y han concebido la libertad como un atributo colectivo, nunca como una propiedad individual [21] .

Igualmente, resalta Finkielkraut, atribuye Fanon al cosmopolitismo, la otra bestia negra de la identidad cultural, la debilidad de la conciencia nacional de los países subdesarrollados, que también sería el resultado de la pereza de la burguesía nacional, de la formación profundamente cosmopolita de su espíritu (cursivas de A.F). De ahí, la inconmensurabilidad de las maneras de ser. Pero como afirma Finkielkraut, con la sustitución del argumento biológico por el argumento culturalista, el racismo no ha sido eliminado: ha vuelto de nuevo bajo otro nombre [22] .

Y la Unesco, en 1971, invita a Lévi-Strauss inaugurar el año internacional de la lucha contra el racismo con una gran conferencia en la cual el determinismo que se atribuía anteriormente a la raza, lo va a asignar, como más arriba anticipé, a la “cultura”: “…la raza o lo que se da a entender generalmente con ese término es una función entre otras de la cultura.” [23] Provocó escándalo, escribe Finkielkraut, pero el pensamiento racista se reconstruyó bajo el irreprochable concepto de cultura, olvidando que eso es el antiguo Volkgeist. En las resoluciones actuales de la Organización se dice que los seres humanos extraen toda su sustancia de la comunidad a la que pertenecen (cursiva mía). Y que el objetivo de la educación no es dar a cada cual los medios para hacer una selección entre la enorme masa de creencias, de opiniones, de rutinas y de tópicos que componen su herencia, sino muy al contrario sumergirle en ese océano, hundirle en él de cabeza (cursiva de A.F): promoviendo y reforzando la identidad cultural [24] . Se llega así a la conclusión de que un periodista occidental es un occidental antes de ser un individuo. La aniquilación del ser humano concreto recibe el nombre de libertad; y el vocablo cultura sirve como estandarte humanista de la división de la humanidad en entidades colectivas, insuperables e irreductibles [25] .

V. Universalidad y diferencia para convivir humanamente.

Frente a esta concepción del multiculturalismo comunitarista, profundamente regresiva, sexista contra las mujeres y racista, que pretende establecer una homogeneidad intragrupal, a la vez que afirma las diferencias con otros grupos previamente delimitados, compartimentando a la especie humana en guetos, en fragmentos supuestamente inconmensurables, hay que defender la igual dignidad humana de cada persona, de alcance universal, y la diversidad individual de cada ser humano, aquello que lo hace único, concreto e irrepetible, considerando, por tanto, a cada una y cada uno sujeto de derechos, en lugar de condenarlos a ser aplastados por una losa inamovible, la “identidad cultural”.

Hay que educar para formar el carácter, para posibilitar el acceso a la cultura, patrimonio común de la especie humana. Dotar a cada persona de la formación que le permita pensar por sí misma y decidir, participando, en las diversas escalas que componen los niveles de relación humana: familia, amistades, sociedades más amplias, etc. Promoviendo los lazos humanos solidarios, no un vínculo preestablecido irrompible. Reforzar la personalidad individual para que, cooperando con otros seres humanos en una constante interacción social, no haya que recurrir a la identidad colectiva como expresión del miedo a abandonar una adolescencia perpetua [26] . Hay que salir del peligro de la intolerancia tribal, del fanatismo étnico, de una afirmación sectaria de la identidad que impida la identificación del individuo, él o ella, con una sociedad y una cultura común [27] .

En el fondo, quien defiende el relativismo cultural es alguien pesimista sobre la posibilidad del cambio de creencias, como ha estudiado Antonio Valdecantos [28] , y no se da cuenta de que él o ella son un exponente de la mudanza de las mismas. ¿Por qué negar esa capacidad a las demás personas?

Es necesario afirmar la igual dignidad humana de cada persona, de alcance universal, y la riqueza de las diferencias individuales especialmente en esta época que, con razón Anthony Giddens, califica de “alta modernidad” [29] , en la cual por el rapidísimo cambio que vivimos a escala mundial por el incremento de la interrelación y de la consiguiente posibilidad de mudanza se quieren resaltar los particularismos y volver a unos supuestos orígenes puros, a las tradicionales exclusiones localistas. Cuenta Michael Carrithers, en su tantas veces citado libro, como quiso acercarse a una comunidad budista que supuestamente había mantenido su “pureza” a través del tiempo…, y descubrió que tenía sólo veinte años de antigüedad, pues como es lógico, las personas habían ido modificando su modo de vida a lo largo de los siglos. Los seres humanos han podido existir en el planeta gracias a su capacidad para cooperar [30] , para relacionarse, para actuar conjuntamente. Esto demuestra que compartimos nuestra común humanidad y que ésta se despliega en toda su variedad y riqueza mediante la articulación política y jurídica del pluralismo democrático.

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[1] Sobre los intentos de considerar la modernidad como el origen de todos los males de la convivencia humana y su refutación, vid. el magnífico libro, si bien con algunos excesos, de Juan José Sebreli, El asedio a la modernidad, Ariel, 1992.

[2] La trahison des clercs, cit. en Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, Anagrama, 1987, pp.9 y 10.

[3] Vid. Cristina Morató, Viajeras intrépidas y aventureras, 2001.

[4] Vid. Michael Carrithers, ¿Por qué los humanos tenemos culturas?, pp.30 y ss. Alianza, 1995.

[5] Op. cit., passim.

[6] Vid. Carrithers, op. cit., pp.46-47.

[7] Europe and the People without History, p.3.En Carrithers, op. cit. p.48.

[8] Vid. Carrithers, op. cit., pp.48-9.

[9] Op. cit., p.52.

[10] “History, Culture and the Comparative Method: A West African Puzzle”, 108-9. En ídem.

[11] The Mental and the Material, I, cit. por Carrithers, p.52.

[12] Op. cit., p.53.

[13] Op. cit., p.53.

[14] Vid. Carrithers, op. cit., pp.54-5.

[15] Lévi-Strauss, Le regard éloigné, Plon, 1983, p.50, en Finkielkraut, op. cit., p.60.

[16] Race et histoire, p.384, en Finkielkraut, op. cit., p.61.

[17] Humanismo impenitente, Anagrama, 1990.

[18] Op. cit., pp.71-2.

[19] Op. cit., p.72.

[20] Íd., p.73

[21] Op. cit., pp.74-75.

[22] Íd., pp.79 y ss.

[23] “Race et culture”, en Le regard éloigné, Plon, 1983, en Finkielkraut, op. cit., p.84.

[24] Íd, pp.85-6.

[25] Íd, pp.87 y 89-90.

[26] Vid. La derrota del pensamiento, cit., pp.130 y ss.; Pascal Bruckner, La tentación de la inocencia, Anagrama, 1996.

[27] Vid. Helena Béjar, “Los pliegues de la apertura: Pluralismo, relativismo y modernidad”, en Universalidad y Diferencia, Salvador Giner y Riccardo Scartezzini (eds.), Alianza Universida, 1996, pp.155-185.

[28] Contra el relativismo cultural, Visor, 1999.

[29] Vid. Consecuencias de la modernidad, Alianza Universidad, 1993; La transformación de la intimidad, Cátedra, 1995.

[30] Vid. Robert Axelrod, La evolución de la cooperación, Alianza Universidad, 1986.

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