¿Le gustaría estudiar en Rusia, camarada?

15 septiembre 2007
¿Le gustaría estudiar en Rusia, camarada?

Poco a poco se me fue yendo hacia otros rumbos esta mi bitácora, en la que en primer lugar quería divagar, ir contando lo que iba leyendo, tal vez parafraseando a mis autores, partir de alguna frase a la búsqueda de nuevos sentidos, tratar de recortar al extremo mis largas frases, pero las cosas fueron sucediendo de otra manera, se me deshizo el plan, las metas se me perdieron, aparecieron temas que tal vez al inicio no pensé nunca tratar aquí. Quiero decir que la vida se impuso. No pude separar al hombre que soy de lo que escribo.

Pero voy a volver hoy sobre un tema que no se aleja de mis antiguos propósitos y que asimismo sigue en los temas que me han preocupado en los últimos tiempos. También porque he prometido en mis anteriores escritos retomar el tema. He dicho: “seguiré contando sobre esto”.

Aquí va la historia. Al hombre se le conoce ahora más como Comandante Marcial o excomandante que como Salvador Cayetano Carpio; en la época en que lo conocí, me lo presentaron con otro apodo, pseudónimo se decía entonces. Me dijeron que era el compañero Juan o tal vez José, pero era un nombre de pila muy usual. De esos que uno tiene que repetírselo para no confundirlo con otro más común. Había venido especialmente a Santa Ana para una reunión ampliada de la sección departamental del PCS. Me invitaron sin prevenirme adonde iba. En aquellos tiempos de clandestinidad, los camaradas no te contaban mucho y de repente uno se encontraba en una casa a las afueras de nuestro querido pueblón santaneco y ves que no sos el único, que la gran sala está llena de oscuros personajes en los que se descubre la costumbre del silencio, hombres de sombras hechas para acariciar nocturnas paredes. Reconocí algunas caras, sentí de inmediato, por las escondidas miradas, que de ahora en adelante debía de simular no conocer a nadie. Me senté en una taburete, en el rincón más lejano, donde nadie me viera.

Según lo que recuerdo mi presencia en esa reunión era una temprana promoción, tal vez para algunos era simplemente prematura, pues uno de los camaradas explicó por qué asistíamos tres jóvenes. El mérito nuestro era nuestra entrega a la lucha, nuestro espíritu de sacrificio y nuestro afán por superarnos. Esas tres cualidades eran las virtudes capitales de un “novicio revolucionario”. Aunque entonces no hablábamos mucho de revolución. Hablo de finales de los años cincuenta. Era yo un cipote aún. En esa reunión tal vez no entendí mucho de lo que se habló, no dominaba muy bien la jerga. Aunque, recuerdo que algo se dijo sobre lo que estaba pasando en Europa y que eso no debía influir en nuestras convicciones y que nuestra lucha nada tenía que ver con esos pleitos tan lejanos. Muy sinceramente no sé a qué sucesos europeos se refería el camarada José, creo que era él quien hablaba, en todo caso era uno de los que habían venido de San Salvador. Volvían de un viaje por la Unión Soviética. Por una frase que se ha quedado flotando en mi memoria deduzco que habían estado presentes, como delegados salvadoreños, en el XX Congreso del PCUS, el del informe Jruchov, el de la desestalinización. ¿La frase? Pues la reproduzco tal cual aún flota en mi cabeza, “nuestra política de apertura no ha esperado que suceda lo que ha sucedido allá”. Ese “allá” era muy misterioso y cargado de significaciones. La prueba de la “apertura” resultó que éramos nosotros los tres jóvenes.

Tal vez no se imaginen lo que puede significar para un cipote de 16 años o 17 representar la apertura de una organización clandestina, de la que estábamos muy orgullosos de pertenecer, pues era la que nos contaba la historia del país, la verdadera historia, no la lista de presidentes que aprendíamos en el secundario. Era una historia muy diferente a la que nos repetían en las clases y en los manuales. Esa historia nos entregaba un país de luchas, un país del que nos sentíamos orgullos… Es raro, “de hijos suyos podernos llamar”, en este mes de septiembre se hablará de la patria y de los símbolos patrios. Es raro, digo, pero no sé de dónde me vino mi desapego a los famosos símbolos patrios, tal vez esto iba aparejado a la pérdida de la fe y del apego a los símbolos sagrados. Hay algo de repugnancia al fetichismo. Pero el amor a la patria que me inculcaba el Partido era diferente. La patria era la gente y no la bandera, los trabajadores, los cortadores de café, los campesinos que bajaban los domingos al Mercadón de Santa Ana. La patria también era esa pobre gente que dormía en la calle, esa que andaba en harapos, toda andrajosa. La gente que se amontonaba en la Plaza de la Ceiba, en donde esperaban los camiones que los llevarían a los cortes y que con mucha mala gana tenían que aceptar el miserable pago por los quintales cortados.

En todo caso, por la fecha, el informe sobre ese famoso congreso tardó mucho y creo que en las “instancias dirigentes” la pensaron bien antes de “bajar” a las bases con la explicación de que el “padre de los pueblos” era más bien un hijo de… No obstante nada sabía yo entonces ni del “padre de los pueblos”, ni del PCUS, ni de lo que pasaba en Europa. Lo que me hizo acercarme a los muchachos que cuchicheaban en los recreos, en el patio de los grandes del INSA, fue que no soportaba ver a los chichipates con su sangolote, que se quedaban “fondiados” en las calles aledañas al Mercadón. Todo el día se la pasaban acarreando costales y su sustento era la yuca cocida con chicharón y el sangolote que preparaban con el alcohol de noventa grados, que se compraban en la farmacia San Roque. Sabía de las largas jornadas de mi madre en el mercado, de que aun así no ajustaba para todo lo que ella hubiera querido darnos. En mi infancia tuve yo los veinticuatro de diciembre a un Niño Dios muy tacaño, no me traía los juguetes de las vitrinas. Me creció durante esos años de infancia una tremenda culpa, que le había hecho yo a tata Dios para que me castigara así y fuera conmigo tan severo en los días de fiesta.

Fue uno de los que cuchicheaban durante los recreos que una vez me propuso una cita con un tal “Bigotes” y fue así que entré al Partido Comunista Salvadoreño. Mi vida cambió de palmo a palmo, largas discusiones, esporádicas lecturas de folletos de propaganda soviética y alguno que otro libro de los “clásicos”. La sensación de pertenecer a una cofradía del bien era profunda. Nosotros queríamos cambiar el mundo por algo mejor. No admitíamos el mundo tal cual existía, con tantas injusticias, con tanta pobreza, con tanto analfabetismo, con tanta gente que come mal y poco. Así que mi entrega era total, mi espíritu de sacrificio profundo y mi afán por superarme inmenso. Fue así que de vago me transformé en alumno aplicado y tenaz.

Fue así también que un día de temporal que iba para la Radio Tropical —allí llegábamos algunos muchachos a oír música y a hablar de nuestras cosas— tuve que refugiarme en el portón del Edificio Meardi, el que quedaba enfrente del Rossi que alojaba la radio. Sin saberlo al refugiarme en el saguán para no empaparme con la tormenta estaba escondiéndome de “Quijaditas” que desde temprano había andado buscándome. Había ido varias veces al mercado al puesto de mi mamá, a la casa, a la radio, a la finca Modelo (no sé por qué, si estaba lloviendo). “Quijaditas” recorría la ciudad toda, buscándome cubierto de una capa de hule y pedaleando en su bicicleta de turismo. Ya estaba a punto de desistir, había ido por última vez a la radio y se dirigía ya a su casa, cuando salí del portón a extender mi mano y presentarle al cielo mi palma para medir el grosor de las gotas, fue en ese momento que veo a “Quijaditas” y lo llamo por su nombre.

—Lo he andado buscando, camarada…

—¿Y eso?

—¿Le gustaría estudiar en Rusia, camarada?

Sí, fue así, a boca de jarro que “Quijaditas” me lanzó esa pregunta que definitivamente iba a cambiar mi destino. Pero quién sabe como fue que en lugar de perder el control de mí mismo y tomarle en serio su pregunta, le devolví un:

—¡Por supuesto!— muy tranquilo y santanecamente seguro.

—Es que la respuesta tiene que ser hoy, lo han elegido para que vaya a la Unión Soviética a formarse, camarada.

—Pues dígales que sí.

—Bueno, entonces ya nos vimos. ¡Chau!

—¡Chau!

Pasaron los meses y nunca más volví a oir de ese viaje, “Quijaditas” había desaparecido y como andar preguntando por el paradero de los camaradas no era conveniente, además nadie te contestaba. El tiempo pasaba y ya empezaba a encachimbarme con el tal “Quijaditas” por su broma tan pesada. Luego se me fue olvidando. Dejé de pensar en eso.

Entre tanto, desde mi primera plática con “Bigotes” y la pregunta de “Quijaditas” en el país ya el reino de las “tandonas” había sufrido una corta regencia: el presidente era Eusebio Rodolfo Cordón Cea. Tal vez recuerden algunos viejos lo que todos sentimos de emosión y entusiasmo cuando un 26 de octubre nos anunciaba la radio que la dictadura de José María Lemus acababa de terminar y que una Junta nos iba a gobernar hasta que se organizaran las próximas elecciones. Hubo entusiasmo en el país, como me imagino lo hubo cuando los correos anunciaban que en Guatemala se había declarado la Independencia. Todo estaba permitido, se podía hablar de política en voz alta, se podía distribuir a la luz del día volantes, invitaciones a reuniones, se podía por fin abrir locales de partidos políticos y de sindicatos. Creo que hasta las muchachas del colegio “La Esperanza” eran más sonrientes cuando bajaban la avenida Independencia hacia el parque Libertad. Pero rápido vino el desencanto, el Directorio nos detuvo en seco, de nuevo la represión, los exilados, los torturados, los presos políticos y los desaparecidos. De nuevo el miedo, el silencio, el cuchicheo, las sombras.

Para entonces pues ya alguna noción tenía de lo que era la Unión Soviética y lo que representaba en el mundo. La Unión Soviética era el país del Sputnik, de Laika, del primer hombre en el espacio, del primer cosmonauta, Yuri Gagarin. ¿Cómo le íbamos nosotros a creer a la Prensa lo que nos decía del infierno ruso? Si hasta entonces nos había hablado de un país sin industria y rotundamente agrario.

Fue el “choco” González que apareció en el “jol” del INSA. El “choco” me decía siempre “compañerito”, había en esa manera de nombrarme algo de cariño, de respeto y una pizca de admiración. El “choco” era estudiante de la U y con fama de sabedor de los arcanos dialécticos, citaba en sus conversaciones a un tal Hegel y te desmenuzaba la “Fenomenología”, era lo que yo había oído decir de él. La importancia de eso me lo trasmitía la entonación con que me lo habían contado.

—Compañerito, permítame, tengo algo que comunicarle.

El “choco” González me sacó con esas palabras del grupo que discutía en el vestíbulo del INSA. Estaba sorprendido, pues él nunca se aparecía por nuestro barrio y en muy raras ocasiones me había hablado, éramos de generaciones distintas. El “choco” venía a confirmarme que mi viaje no era un invento de “Quijaditas” y que mi candidatura había sido aceptada en Moscú. Ahora había que pedirle permiso a mis padres, que era una condición sine qua non, de mi madre y de mi padre. Y me explicó lo de la patria potestad… Todo eso era muy bonito, pero a mi papá no le gustó para nada la vaina y como por ese lado la cosa se vino a complicar demasiado, pues decidí que me iba a conformar solamente con una madre potestad. Y le pedí permiso a mi mamá.

Las cosas se arreglaron a la salvadoreña, intervino un coyote que sacó cédula y pasaporte en un santiamén. Los que fallaron fueron los camaradas que todavía no habían comprado el pasaje. Pero antes de viajar el Partido nos reunió a los miembros de la delegación, éramos ocho. Había llegado con mi maletita comprada a las carreras y llenada con lo que se pudo. Llegué a la casa por un complicado itinerario, el “choco” González me acompañó hasta la Ceiba en Santa Tecla, ahí un camarada capitalino me llevó no se adonde y de ahí nos fuimos hacia Mejicanos y luego volvimos a San Salvador, todos esos trajines me habían casando. Ya en la casa en la que conocí a los que me iban a acompañar en el viaje nos dijeron que “alguien” iba a venir a despedirnos en nombre del Partido. Le pongo mayúscula, pues los camaradas entonaba la palabra de esa manera. Al rato, llegó Salvador Cayetano Carpio.

Nos dijo la suerte que teníamos de realizar ese viaje, nos recordó la responsabilidad que contraíamos ante el pueblo salvadoreño y ante el pueblo soviético, que era el que iba a pagar nuestros estudios. Nos exhortó a que aprovecháramos al máximo las posibilidades de aprender que se nos ofrecía, que fuéramos aplicados, perseverantes. Nos dijo que debíamos estar orgullosos de pertenecer al primer grupo de salvadoreños que íbamos a estudiar a Moscú. Eramos los primeros becados, que allá nos iba a acoger como se debe. Hizo una pausa y pareció dudar, tal vez juntar sus pensamientos. Guardó silencio unos instantes. La atmósfera se puso tensa.

—Les quiero decir algo —pronunció al fin— ustedes se van a un país muy distinto al nuestro, mucho más desarrollado, con industrias, con laboratorios, con muchos adelantos. Pero quiero que ustedes sepan que no hay ninguna razón para que se sientan menos. No hay, creanme, ninguna razón para que se sientan inferiores, ellos pueden ser chelitos, con ojos azules, pero son gente como nosotros, no se trata que van a un país lleno de ángeles, también ellos cometen errores, ya se van a dar cuenta. Es lo que quiero decirles, que vean todo, que no tengan miedo de decir lo que no les parece correcto. La crítica también es una obligación de los revolucionarios.

Esas palabras también han marcado mi vida, nunca las olvidé. Tal vez la emoción de las circunstancias, tal vez lo insólito de su contenido, pero recibí sus palabras como una enseñanza de última hora, como una herencia moral.

Obedecer a su mandato ético me llevó, en la Unión Soviética, a no admitir lo que me pareció malo y lo dije. Ya conté aquí el caso de Daniel y Siniavski. Tuve otros motivos para protestar, hubo cosas que nunca pude aceptar y no acepté. Mi conducta me acarreó muchos inconvenientes. Esto lo contaré en otra ocasión.

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