REPORTAJE AL PIE DE LA HORCA

REPORTAJE AL PIE DE LA HORCA

Julius Fusik

Estar sentado en posición de firme, con el cuerpo rígido, las manos pegadas a las rodillas, los ojos clavados hasta enceguecer en la descolorida pared de este cuarto del Palacio de Petchek1 no es, en verdad, la postura más adecuada para reflexionar. Pero, ¿quién puede forzar al pensamiento a permanecer sentado en posición de firme?

Alguien, un día quizá nunca sepamos quién ni cuándo llamó a este cuarto del Palacio de Petchek “Salón cinematográfico”. ¡Qué idea genial! Una amplia sala y seis largos bancos, uno tras otro, ocupados por los cuerpos inmóviles de los detenidos. Ante ellos, un muro liso, como una pantalla cinematográfica. Todas las casas productoras del mundo reunidas no han llegado a hacer la cantidad de películas que sobre esta pared han proyectado los ojos de los detenidos en espera del interrogatorio, de la tortura, de la muerte. Películas de vidas enteras o de los más pequeños fragmentos de vida. Películas de la madre, de la esposa, de los hijos, del hogar destruido, del porvenir destrozado. Películas del camarada valeroso o de la traición. Películas del hombre a quien entregué aquella octavilla antinazi, de la sangre que correrá otra vez, del fuerte apretón de manos, del compromiso de honor. Películas repletas de terror y de decisión, de odio y de amor, de angustia y de esperanza. De espaldas a la vida, cada uno contempla aquí su propia muerte. Y no todos resucitan.

Cien veces he sido aquí espectador de mi propia película. Mil veces he seguido sus detalles. Ahora trataré de explicarla. Y si un nudo corredizo de la horca aprieta mi cuello antes de terminar, quedarán todavía millones de hombres para completarla con un “happy end” (final feliz, yo).

I

Veinticuatro horas

Dentro de cinco minutos el reloj marcará las diez. Es una hermosa y templada noche de primavera, la noche del 24 de abril de 1942.

Me doy prisa. Tanto como me lo permite mi papel de hombre maduro que cojea. Me doy prisa a fin de llegar al hogar de los Jelinek antes de que, a las diez, cierren el portal de la casa. Allí me espera mi “colaborador” Mirek. Sé que esta vez no me comunicará nada importante. Tampoco yo tengo nada que decirle. Pero faltar a la cita convenida podría sembrar el pánico. Y, sobre todo, quisiera evitar preocupaciones infundadas a las dos buenas almas que nos acogen.

Me reciben con una taza de té. Mirek me está esperando. Y, con él, el matrimonio Fried. Una imprudencia más. Me alegra veros, camaradas, pero no así, todos juntos. Es el mejor camino para ir a la cárcel y a la muerte. O respetáis las reglas de la conspiración o dejaréis de trabajar, porque así os exponéis y ponéis en peligro a los demás, ¿comprendido?

-Comprendido.

-¿Qué habéis traído para mí?

-El número del Primero de Mayo de Rude Pravo2

-Muy bien. Y tu, Mirek, ¿cómo vas?

-Bien. Nada nuevo. El trabajo marcha bien.

-Bueno. Terminemos. Nos veremos de nuevo después del Primero de Mayo. Os avisaré. Hasta la vista.

-¿Otra taza de té, patrón?

-No, no, señora Jelinek. Aquí somos demasiados.

-Por lo menos tome una tacita. Se lo ruego.

Del té recién servido, se alza una nubecilla de vapor.

Alguien llama a la puerta. ¿Ahora, de noche? ¿Quién podrá ser?

Los visitantes muestran su impaciencia. Golpes en la puerta.

-¡Abrid! ¡La policía!

-Rápido, a las ventanas. ¡Huid! Tengo pistola y cubriré vuestra retirada.

¡Demasiado tarde! Bajo las ventanas se hallas los hombres de la Gestapo, apuntándonos con sus pistolas. Después de forzar la puerta y de cruzar el corredor, los policías penetran atropelladamente en la cocina y luego en la habitación. Uno, dos, tres, nueve hombres. No me ven porque estoy a sus espaldas, detrás de la puerta que han abierto. Podría tirar con relativa facilidad, pero sus nueve pistolas encañonan a dos mujeres y a tres hombres indefensos. Y si me pegara un tiro se iniciaría un tiroteo, del cual serían ellos las primeras víctimas. Si no tiro, los encerrarán seis meses, quizá un año, y la Revolución los libertará. Mirek y yo somos los únicos sin salvación posible. ¿Qué hará Mirek? Él, antiguo combatiente de la España republicana; él, que permaneció dos años en un campo de concentración de Francia para volver desde allí ilegalmente a Praga en plena guerra, estoy seguro de que no traicionará.

Tengo dos segundos para reflexionar. ¡Quizá tres! Si tiro, nada salvaré. Tan sólo me libraré de las torturas, pero sacrificaré inútilmente la vida de cuatro camaradas. ¿Es así? Pues resuelto, entonces.

Salgo de mi escondite.

-¡Ah! ¿Uno más?

El primer golpe en el rostro. Bastante fuerte como para dejarme sin sentido.

-¡Hande auf![3]

Segundo, tercer golpe. Tal y como me lo había imaginado.

El piso, donde antes reinaba un orden ejemplar, se convierte en un montón de muebles destrozados y de vajilla rota.

Más puñetazos y patadas.

-¡Marsch![4]

Me meten en un auto, siempre encañonado por las pistolas. Durante el viaje comienza el interrogatorio.

-¿Quién eres?

-El profesor Horak.

-¡Mientes!

Me encojo de hombros.

-Estate quieto o disparo.

-Dispare.

En lugar de una bala, un puñetazo.

Pasamos junto a un tranvía. Me da la impresión de estar coronado de flores blancas. ¡Cómo! ¿Un tranvía de boda a estas horas, en plena noche? Será la fiebre que comienza.

El Palacio de Petchek. Nunca creí entrar vivo en él. Al galope hasta el cuarto piso. ¡Ah! La famosa sección II A I, de investigaciones anticomunista. Me parece que hasta siento curiosidad.

El comisario alto y flaco que dirigía el pelotón especial coloca su pistola en el bolsillo y me lleva con él a su despacho. Me enciende un pitillo.

-¿Quién eres?

-El profesor Horak.

-Mientes.

Su reloj de pulsera marca las once.

-Registradle.

Empieza el registro. Me dejan en cueros.

-Tiene papeles.

-¿A nombre de quién?

-Del profesor Horak.

-Averiguadlo.

Telefonean.

-Como era de esperar. Su nombre no consta en los registros. Sus papeles son falsos.

-¿Quién te los dio?

-La jefatura de Policía.

Primer bastonazo. Segundo. Tercero. ¿Debo contarlos? No, hijo, esta estadística ya no la publicarás nunca.

-¿Tu nombre? Habla. ¿Tu domicilio? Habla. ¿Qué contactos tenías? Habla. ¿Direcciones? ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla! Si no, te matamos a palos.

¡Cuántos golpes puede aguantar un hombre sano?

La radio anuncia la media noche. Cierran los cafés y los últimos parroquianos retornan a sus casas. Ante las puertas, los enamorados golpean levemente el suelo con sus pies, incapaces de llegar a despedirse.

El comisario, largo y flaco, entra en el cuarto con una sonrisa de satisfacción.

-¿Todo va bien, señor redactor?

¿Quién se lo habrá dicho? ¿Los Jelinek? ¿Los Fried? Pero si estos ni siquiera saben mi nombre.

-Ya lo ves, lo sabemos todo. ¡Habla! Se razonable.

¡Qué forma de hablar más extraña! Ser razonable, para él, equivale a cometer una traición.

No soy razonable.

-¡Atadlo! ¡Y sacudidle fuerte!

Es la una. Los últimos tranvías se retiran. Las calles están desiertas y la radio se despide de sus fieles radioescuchas deseándoles buenas noches.

-¿Quiénes son los miembros del Comité Central? ¿Dónde están las radioemisoras? ¿Dónde se encuentran vuestras imprentas? ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!

Ahora ya puedo contar con más tranquilidad los golpes. El único dolor que siento es de los labios, que muerden mis dientes.

-Descalzadle.

Es verdad. Las plantas de los pies no han perdido aún sensibilidad. Lo siento. Cinco, seis, siete… Y ahora parece como si los golpes me penetraran en el cerebro.

Son las dos. Praga duerme. Y quizás en alguno de sus lechos un niño solloza entre sueños y un hombre acaricia la cintura de una mujer.

-¡Habla! ¡Habla!

Paso la lengua sobre mis encías e intento contar los dientes rotos. No lo consigo. ¿Doce, quince, diecisiete? No. Ese es el número de los comisarios que me interrogan ahora. Algunos están visiblemente fatigados. Y la muerte tarda en venir.

Son las tres. Desde los arrabales, los verduleros afluyen al mercado; los barrenderos aparecen en las calles. Quizá viva lo suficiente todavía para ver el amanecer.

Traen a mi mujer.

-¿Le conoce usted?

Me trago la sangre para que no la vea… Y es inútil porque brota de todos los poros de mi rostro y de las yemas de los dedos.

-¿Le conoce usted?

-No. No le conozco.

Lo dijo sin que sus miradas dejaran traslucir un ápice de horror. ¡Es de oro! Ha cumplido la promesa de nunca confesar que me conoce, aún cuando ya es inútil. ¿Quién, entonces, les ha dado mi nombre?

Se la llevaron. Me despido de ella con la mirada más alegre de que soy capaz. Pero… acaso no sea tan alegre. No lo sé.

Son las cuatro. ¿Amanece? ¿No amanece? Las ventanas cubiertas no me dan respuesta. Y la muerte todavía no llega. ¿Debo ir a su encuentro? Mas, ¿cómo?

He pegado a alguien y caído al suelo. Me dan patadas. Me pisotean. Sí, ahora el fin vendrá rápidamente. El comisario vestido de negro me levanta por la barba, riéndose con satisfacción mientras me muestra sus manos llenas de pelos arrancados. Es realmente cómico. Ya no siento ningún dolor.

Las cinco, las seis, las siete, las diez. Mediodía. Los obreros van y vienen del trabajo; los niños van y vienen de la escuela. En las tiendas se vende, en las casas se cocina. Acaso, en este momento, mi madre se acuerde de mí. Quizá sepan ya los camaradas de mi detención y tomen las medidas de seguridad. Porque si hablara… No, no temáis. No hablaré. Confiad en mí. Después de todo mi fin ya no puede estar lejano. Esto, ahora, es sólo un sueño, una pesadilla febril: los golpes llueven, los agentes me refrescan con agua. Y nuevos golpes. Y otra vez: ¡Habla! ¡Habla! ¡Habla! Pero aún no consigo morir. Madre, padre: ¿porqué me habéis hecho tan fuerte?

Son las cinco de la tarde. Todo el mundo está ya fatigado. Los golpes caen más lentamente, a largos intervalos; no es más que la fuerza de la inercia. Y de súbito oigo desde lejos, desde muy lejos, una voz suave, dulce, tierna como una caricia:

-Er hat schon genung.[5]

Más tarde me hallo sentado ante una mesa que aparece y desaparece de mi vista. Alguien me da de beber. Alguien me ofrece un cigarrillo que no puedo sostener y alguien intenta ponerme los zapatos y dice que es imposible. Después, medio andando y medio arrastrado, me llevan escaleras abajo, hasta un automóvil. Durante el viaje me encañonan de nuevo con las pistolas: es como para reír. Pasamos junto a un tranvía adornado con flores blancas. Un tranvía de boda. Pero quizás sólo sea una pesadilla o acaso la fiebre o tal vez la agonía o la propia muerte. Siempre pensé que la agonía era una cosa difícil; pero esto no tiene nada de difícil: es algo vago y sin forma, ligero como la pluma. Basta un soplo para que todo termine.

¿Todo? No, todavía no. Porque de nuevo estoy de pie; yo solo, sin el apoyo de nadie. Junto a mí se alza una pared, de un amarillo sucio, salpicada de… ¿De qué? Parece sangre…Sí, es sangre. Levanto un dedo e intento extenderla… Lo consigo… Sí, está fresca. Es mi sangre.

Por detrás, alguien me golpea en la cabeza y me ordena levantar las manos y hacer genuflexiones. A la tercera caigo…

Un alto S. S. Se inclina sobre mí y me da de patadas para que me levante. ¡Es inútil! Alguien me lava otra vez y de nuevo estoy sentado. Una mujer me da una medicina y me pregunta dónde me duele. Y entonces parece como si todo el dolor se concentrase en mi corazón.

-Tu no tienes corazón -me dice el alto S. S.

-Sí, lo tengo -le respondo. Y de golpe me siento orgullooso porque he sido lo suficientemente fuerte para salir en defensa de mi corazón.

Después, todo desaparece ante mis ojos: el muro, la mujer con el medicamenteo, el alto S. S….

Ante mí se abre la puerta de una celda. Un S. S. Gordo me arrastra a su interior, arranca los girones de mi camisa, me tiende sobre el jergón, palpa mi cuerpo hinchado y ordena que me apliquen compresas.

-Mira le dice a su compañero, moviendo la cabeza, mira lo que saben hacer.

Y una vez más desde lejos, desde muy lejos, oigo una voz suave y dulce, tierna como una caricia:

-No aguantará hasta mañana.

Dentro de cinco minutos, el reloj marcará las diez. Es una hermosa y templada noche de primavera, la del 25 de abril de 1942.

II

La agonía

“Cuando la luz del sol y la claridad de las estrellas

se extinguen para nosotros, se extinguen para nosotros…”

Dos hombres con las manos juntas, en actitud de orar, caminan en círculo, con paso lento y pesado, entorno a una blanca cripta, cantando con voz monótona y discordante una triste salmodia.

“… es dulce para las almas

subir al cielo, subir al cielo…”

Alguien ha muerto. ¿Quién? Intento volver la cabeza. Quizá logre ver el féretro con el difunto y los dos cirios que como dos índices se levantan a su cabecera.

“…Donde la noche ya no existe,

donde eterna es la luz del día…”

He logrado levantar la vista. No veo a nadie. No hay nadie: sólo ellos dos y yo. ¿Para quien cantan esos salmos?

“Esa estrella siempre fulgurante

es Jesús, es Jesús…”

Es un entierro. Sí, seguramente es un entierro. ¿Y a quién entierran? ¿Quién está aquí? Sólo ellos dos y yo. ¡Y yo! ¡Quizá sea mi propio funeral! Pero escuchad: esto es un error. Yo no estoy muerto. Yo vivo. Ya veis que os miro y que hablo con vosotros. ¡Deteneos! ¡No me enterréis aún!

“Cuando alguien nos da el adiós

por última vez, por última vez…”

No me oyen. ¿Están sordos? ¿O es que no hablo lo suficientemente alto…? ¿O es que estoy muerto de verdad y a ellos les es imposible oír mi voz sin cuerpo? ¿Será, acaso, mi cuerpo, tendido sobre la barriga, espectador de mi propio entierro? ¡Qué gracioso!

“…Dirige su mirada piadosa

al cielo, al cielo…”

Lo recuerdo: alguien me recogió con dificultad, me vistió y me dejó en la camilla. Pasos metálicos resonaron en la galería y después… Eso es todo. Ya no sé más. Ya no recuerdo más.

“Donde la claridad eterna se alberga…”

Pero todo esto es absurdo. Yo vivo. Siento un dolor lejano y tengo sed. Los muertos no tienen sed. Concentro todas mis fuerzas para mover la mano y una voz extraña y rara, no mía, brota de mi garganta:

-¡Agua!

¡Por fin! Los dos hombres dejan de andar en círculo. Ahora se acercan a mí, se inclinan y uno de ellos aproxima a mis labios un jarro de agua.

-También debes comer, compañero. Desde hace dos días no cesas de beber y beber… ¿Qué me dice? ¿Ya dos días?¿Qué día será hoy?

-Lunes.

Lunes. Y el viernes me detuvieron. ¡Qué pesada siento la cabeza! ¡Y cuánto refresca el agua! ¡Dormir! ¡Dejadme dormir! Una gota de agua agita la superficie transparente de la fuente. Yo sé: el manantial de un prado entre montañas, cerca de la casa del guardabosque, al pie de Monte Roklan. Y una lluvia fina e ininterrumpida teclea sobre las agujas de los pinos… ¡Qué dulce es dormir!… y cuando de nuevo me despierto ya es martes de noche y un perro se halla ante mí. Un perro lobo. Me mira con sus hermosos y perspicaces ojos y pregunta:

-¿Dónde vivías?

¡Oh, no! No es el perro. Esa voz pertenece a otro ser. Sí, aquí hay alguien más. Veo unas botas altas y otro par de botas altas, y un pantalón de montar; pero más arriba, ya no veo nada. Y cuando quiero mirar, siento vértigo. Qué importa. Dejadme dormir…

Miércoles . . .

Los dos hombres que cantaban los salmos se encuentran sentados a la mesa, comiendo en escudillas de barro. Ya los distingo. Uno es más joven que el otro y no parecen monjes. Ni la cripta es ya una cripta; es una celda como cualquier otra. Las planchas del suelo parten de mis ojos para desembocar ante una puerta pesada y negra . . .

Rechina una llave en la cerradura. Saltan los dos hombres y se sitúan en posición de firmes. Otros dos hombres, con uniformes de S. S., entran y ordenan que me vistan. Ignoraba cuánto dolor puede ocultarse en cada pernera de mi pantalón, en cada manga de mi camisa. Me colocan sobre una camilla y me llevan escaleras abajo. Pasos de botas herradas resuenan a lo largo del corredor . . . Este es el camino por el cual me llevaron y me trajeron sin conocimiento. . . ¿A dónde conduce? ¿En qué infierno desemboca?

En la sombría y desagradable oficina de registro de la Polizeigefängnis6 me depositan en el suelo y una voz checa, con fingida bondad, me traduce una pregunta escupida con furia por una voz alemana:

-¿La conoces?

Sostengo la barbilla con la mano. Ante las parihuelas se halla una joven de gruesas mejillas. De pie y con la cabeza erguida mira sin ostentación pero con dignidad, con los ojos algo bajos: lo suficiente para verme y saludarme.

-No la conozco.

Recuerdo haberla visto una vez y por un solo momento durante aquella terrible noche en el Palacio de Petschek. Esta es la segunda vez, y desgraciadamente, ya no he vuelto a verla, como hubiera querido, para estrechar su mano por la dignidad con que se condujo. Era la mujer de Armosta Lorenz. Fue ejecutada el primer día del estado de sitio en 1942.

-¿Y a ésta? Seguramente la conocerás.

¡Anicka Jiráskova! Por Dios, Anicka, ¿cómo ha venido usted a parar aquí? Yo nunca pronuncié su nombre. Nada tengo que ver con usted. No la conozco, comprenda usted, no la conozco.

-No la conozco.

-Sé razonable, hombre.

-No, no la conozco.

-Es inútil, Julius dice Anicka, mientras una ligera presión de sus dedos sobre el pañuelo descubre su emoción. Es inútil. Me han delatado.

-¿Quién?

-¡Cállate!

Alguien interrumpe su respuesta y la empuja brutalmente cuando se inclina hacia mí para darme la mano.

¡Anicka!

No oigo las demás preguntas. Y como de lejos, sin ningún dolor, como si estuviera observando, siento como dos S. S. Me llevan de vuelta a la celda, balanceando brutalmente la camilla y preguntándome, con risas, si no preferiría mejor ser balanceado por el cuello.

Jueves.

Empiezo a distinguir. Uno de mis compañeros de celda, el más joven, se llama Karel, y éste llama padre al otro, al más viejo. Me cuentan su vida, pero todo se confunde en mi cabeza. Hablan de una mina y de niños sentados en bancos. Oigo una campana. Será que habrá fuego. Y me dicen que cada día vienen a verme el médico y el enfermero; que mi estado de salud no es tan grave y que parece que pronto me habré repuesto. Esto último lo dice el “padre” con tanta insistencia y Karel lo aprueba con tal convicción que, hasta en el estado en que me encuentro, comprendo que me dicen una piadosa mentira. ¡Qué chicos! ¡Y cuánto siento no poderles creer!

Atardece.

Se abre la puerta de la celda y, silenciosamente, sobre la punta de sus patas, entra corriendo un perro. Se detiene junto a mi cabeza y me mira de nuevo atentamente. Otra vez los dos pares de botas altas. Pero ahora ya sé: uno pertenece al propietario del perro, al director de la cárcel de Pankrac, y el otro al jefe de la sección anticomunista de la Gestapo, que presidió mi interrogatorio nocturno. Les siguen unos pantalones de civil. Alzo la vista: sí, lo conozco. Es el comisario alto y flaco que dirigía el pelotón que me detuvo. Se sienta en una silla y comienza el interrogatorio.

-Has perdido la partida. Salva la cabeza por lo menos. ¡Habla!

Me ofrece un cigarrillo. No lo quiero. No tendría fuerzas para fumarlo.

-¿Cuánto tiempo has vivido en casa de los Baxa?

¡Los Baxa! Hasta eso lo saben. ¿Quién se los habrá dicho?

-Ya vez: lo sabemos todo. ¡Habla!

Si lo sabéis todo, ¿para qué hablar? No he vivido en vano. Mi vida no ha sido estéril y no tengo por qué echar a perder su fin.

El interrogatorio dura una hora. El comisario no grita. Repite con paciencia las preguntas y, al no recibir respuesta, hace una segunda, una tercera, una décima pregunta.

-¿Es que aún no comprendes? Todo ha terminado, ¿comprendes? Lo habéis perdido todo.

-Sólo yo he perdido.

-Entonces, ¿tu crees todavía en la victoria de la Comuna?

-Claro.

-¿Lo cree todavía? -Pregunta el jefe alemán y el comisario alto traduce:

-Crees todavía en la victoria de Rusia?

-Claro. Esto no puede terminar de otra manera.

Estoy cansado. He concentrado todas mis fuerzas para protegerme de sus preguntas. Pero ahora mi conciencia se aleja rápidamente, como la sangre que brota de una herida profunda.

Aún percibo cuando me dan la mano. Quizá lean en mi frente el signo de la muerte. En algunos países era costumbre que el verdugo besara al reo antes de su ejecución.

Anochece.

Dos hombres con las manos juntas caminan en círculo, cantando con voz monótona y discordante una triste salmodia:

“Cuando la luz del sol y la claridad de las estrellas

se extinguen para nosotros, se extinguen . . .”

¡Oh, no sigan, amigos míos! Quizá sea hermosa vuestra canción, pero hoy es la víspera del Primero de May, la más bella y alegre fiesta del hombre.

Trato de cantar algo más alegre, pero parece sonar tristemente. Karel vuelve la cabeza y el “padre” seca sus lágrimas. No importa. Sigo cantando y, poco a poco, ellos se unen a mi canto. Me duermo contento.

Madrugada del Primero de Mayo.

El reloj de la torrecilla de la cárcel da tres campanadas. Es la primera vez que lo oigo con claridad. Por primera vez desde mi detención tengo mi conciencia despejada. Siento el aire fresco que penetra por la ventana abierta y baña mi jergón, extendido sobre el suelo. Las briznas de paja se clavan en mi pecho y en mi vientre. Cada partícula del cuerpo me duele con mil dolores y respiro con dificultad. De pronto, como si abriera una ventana, veo claramente: es el fin. Estoy agonizando.

Has tardado mucho en llegar, muerte. Pese a todo, esperaba conocerte más tarde, después de largos años. Esperaba vivir aún la vida de un hombre libre, poder trabajar mucho, amar mucho, cantar mucho y recorrer el mundo. Precisamente ahora, cuando llegaba a la madurez y disponía todavía de muchísimas fuerzas. Ya no las tengo. Se me van agotando. Amaba la vida y por su belleza marché al campo de batalla. Hombres: os he amado. Y he sido feliz cuando han correspondido a mi amor, y he sufrido cuando no me habéis entendido. Fui feliz cuando correspondíais a mi cariño y sufrí cuando no me comprendíais. Que me perdonen aquellos a quienes daño causé. Que me olviden aquellos a quienes procuré alegrías. Que la tristeza jamás se una a mi nombre. Ese es mi testamento para vosotros, padre, madre y hermanas mías; para ti, mi Gustina, y para vosotros, camaradas; para todos aquellos a quienes he querido. Llorad un momento, si creéis que las lágrimas borrarán el triste torbellino de la pena, pero no os lamentéis. He vivido para la alegría y por la alegría muero. Agravio e injusticia sería colocar sobre mi tumba un ángel de tristeza.

¡Primero de mayo! Antaño, a estas mismas horas, ya estábamos en las afueras de la ciudad, preparando nuestras banderas. A estas horas, en las calles de Moscú, se ponen en marcha los primeros grupos para participar en el desfile. Y ahora, precisamente a esta misma hora, millones de hombres luchan en el combate final por la libertad humana y miles y miles caen en ese combate. Yo soy uno de ellos. Y ser uno de ellos, ser uno de esos combatientes en la batalla final es algo hermoso.

Pero la agonía no es hermosa. Me ahogo. No puedo respirar. Oigo el ronco quejido de mi garganta y temo despertar a mis compañeros de celda. Quizás podría apagarlos con un poco de agua . . . Pero toda la agua del cántaro la hemos bebido ya. Allí, a unos seis pasos de mí, en el retrete situado en el rincón de la celda, hay suficiente agua. ¿Tendré fuerzas para llegar hasta allí?

Me arrastro silenciosamente sobre el vientre, como si toda la gloria de la muerte consistiera en no despertar a nadie. He conseguido llegar y bebo con avidez el agua del fondo del retrete. No sé cuánto tiempo estuve, ni cuánto tardé en volver. De nuevo empiezo a perder el conocimiento. Me busco el pulso. Nada siento. El corazón se me viene a la garganta y luego cae de golpe. Yo caigo con él. Caigo durante un largo rato. En el trayecto percibo todavía la voz de Karel:

-Padre, padre, escucha. El pobrecillo se está muriendo.

  • * *

Por la mañana llegó el médico.

Pero todo eso lo supe más tarde.

Vino, me auscultó y movió la cabeza. Luego volvió a la enfermería, rompió el certificado de defunción que había extendido con mi nombre el día antes y dijo, en un elogio de especialista:

¡Qué naturaleza de caballo!

III

Celda 267

Siete pasos de la puerta a la ventana, siete pasos de la ventana a la puerta.

Ya lo conozco. ¡Cuántas veces he recorrido este trecho sobre el piso de pino de mi celda en Pankrac! Y quizá sea ésta la misma donde antaño sufrí prisión por haber visto con claridad las consecuencias que tendría para el pueblo la funesta política de la burguesía checa. Frente a mi celda pasean los guardias alemanes y afuera, en algún lugar, las ciegas Parcas de la política, tejen nuevamente el hilo de la traición. ¿Cuántos siglos ha necesitado el hombre para, al fin, abrir los ojos? ¿Por cuántos millares de celdas ha pasado la humanidad en su camino hacia adelante? ¿Y cuántas le quedan aún por recorrer? ¡Oh, niño Jesús de Neruda: el final del camino de la salvación humana está lejos todavía! Pero no duermas más, no duermas más.

Siete pasos hacia adelante, siete pasos hacia atrás. En una de las paredes, el camastro y, en la otra, una triste repisa con escudillas de barro. Sí, yo conozco esto. Ahora, aquí, todo está algo mecanizado: la calefacción es central, la cubeta ha sido substituida por un retrete mecánico. Pero son los hombres, especialmente los hombres, quienes están mecanizados. Como autómatas. Aprieta un botón, es decir, haz un ruido con la llave en la cerradura de la puerta o abre la mirilla y los presos, hagan lo que hagan, darán un salto y se colocarán en hilera, en posición de firmes. Abre la puerta y el jefe de la celda gritará sin tomar aliento:

-¡Achtung! ¡Celecvózíbnzechcikbelegtmittrajmanalesinordnung![7].

He aquí, pues, la 267. Es nuestra celda. Pero en esta celda, no todo funciona con tanta precisión. Sólo saltan dos presos. Mientras tanto yo sigo acostado en el jergón, al pie de la ventana, sobre el vientre. Y así una semana, catorce días, un mes, seis semanas. Y vuelvo a nacer. Ya muevo la cabeza, levanto una mano, me incorporo sobre los codos y hasta he intentado volverme de espaldas. Verdaderamente, esto se escribe con más rapidez de lo que se vive.

También la celda sufre cambios. En sustitución del tres han colgado el número dos. Ha desaparecido Karel, el más joven de los dos hombres que me habían enterrado cantando tristes salmos, quedando, tras él, tan sólo el recuerdo de un corazón bueno. En realidad, mi recuerdo es borroso y sólo abarca a los dos últimos días de su estancia entre nosotros.

Se llama Karel Malec, es mecánico y trabajó en el ascensor de una mina de hierro de las cercanías de Hudlice, de donde sacó explosivos para los luchadores clandestinos de la resistencia. Fue detenido hace casi dos años. Ahora será juzgado, quizás, en Berlín, con un grupo grande de presos. ¡Cualquiera sabe cómo terminará el proceso! Tiene mujer y dos hijos. Los quiere, los quiere mucho, pero . . . “era mi deber, ¿sabes? No podía hacer otra cosa”.

Permanece sentado largos ratos junto a mí y trata de hacerme comer. No puedo. El sábado ¿es que ya hace ocho días que estoy aquí?? recurre a un método violento: anuncia al Polizeimeister8 que no he comido nada desde que estoy aquí.

El polizeimeister, siempre solícito con uniforme de S. S. Y sin cuyo permiso el médico checo no tiene derecho a recetar una aspirina, me trae personalmente una sopa de régimen y observa mientras tomo hasta la última gota. Karel está muy contento del éxito logrado con su intervención y al día siguiente él mismo me obliga a tragar la taza de sopa del domingo.

Pero de aquí no pasa. Mis encías destrozadas no pueden masticar ni las papas cocidas del guiso del domingo y mi garganta, cerrada, se niega a dar paso a cualquier otro bocado de comida algo más sólido.

-Ni guiso, ni guiso quiere -se lamenta Karel moviendo tristemente la cabeza. Y, después, con glotonería, empieza a comerse mi ración, cediendo honradamente la mitad exacta al “padre”.

¡Ay! Vosotros, los que no habéis vivido en el año de 1942 en la cárcel de Pankrac, no podéis llegar a saber lo que es, lo que supone un guiso. Regularmente, incluso en los peores tiempos, cuando el estómago rugía de hambre y en las duchas se veían esqueletos cubiertos de piel humana, cuando un camarada robaba a otro, por lo menos con la mirada los bocados de su ración, cuando hasta un asqueroso puré de legumbres secas revueltas con extracto de tomate nos parecía un delicioso y deseado manjar, incluso en los peores tiempos, dos veces por semana, el jueves y el domingo, los presos de servicio vaciaban en las escudillas un cucharón de papas, regándolas con una cucharada de salsa y algunos filamentos de carne.

Era maravillosamente apetitoso. Sí, era más que apetitoso: era un recuerdo material de la vida humana, algo de la vida misma, algo de normal en la cruel anormalidad de la cárcel de la Gestapo, algo de lo que se hablaba suave y voluptuosamente. ¡Ah! quién puede comprender el valor supremo que alcanza una cucharada de buena salsa, condimentada por el terror y el miedo, bajo el debilitamiento y la agonía continuos.

Han pasado dos meses, que me han permitido comprender la gran extrañeza de Karel. Había rechazado hasta el guiso. Y ninguna otra cosa pudo persuadirle más eficazmente de mi próxima muerte.

La noche siguiente, a las dos, despertaron a Karel. En cinco minutos tenía que estar listo para el transporte, como si se fuera a ausentar sólo por unos momentos, como si no tuviera ante sí un camino que le llevaría a una nueva cárcel, a un nuevo campo de concentración, al patíbulo o a quién sabe dónde. Se arrodilló ante mi jergón y apretando entre sus manos mi cabeza me besó. Del corredor nos llegó el ronco grito de un esbirro con uniforme, probándonos que los sentimientos no tienen albergue en la cárcel de Pankrac.

Karel cruzó la puerta corriendo. La cerradura sonó secamente . . .

. . . Y nos quedamos sólo dos en la celda.

¿Nos veremos de nuevo, muchacho? ¿Cuándo será la próxima despedida? ¿Cuál de los dos que quedamos saldrá primero? ¿Y hacia dónde? ¿Y quién lo llamará? ¿Un guardián con uniforme de S. S. O la muerte, que no tiene uniforme?

Lo que ahora escribo es sólo el eco de los pensamientos que me acompañaron después de su partida. Un año ha pasado desde entonces y los pensamientos que acompañaron al camarada en su partida se han venido repitiendo a menudo y con más o menos insistencia. El número dos, colgado en la puerta de la celda, se cambió por el número tres, y otra vez por un dos, y de nuevo en tres, dos, tres, dos. Nuevos compañeros de celda llegaron y se fueron. Únicamente dos de los que pasaron por la celda 267 permanecieron fielmente juntos.

El “padre” y yo.

  • * *

El “padre” . . . es el maestro Josef Pesek, de sesenta años de edad, dirigente del comité de maestros, detenido ochenta y cinco días antes que yo porque mientras elaboraba un proyecto tendiente a reformar las escuelas libres checas, tramaba un “complot” contra el Reich alemán.

El “padre” es . . .

Pero, ¿cómo expresarlo? ¡Es dificilísimo! Dos, una celda y un año. Durante ese tiempo han desaparecido ya las millas que condicionaban el nombre de “padre”; durante ese tiempo, los dos detenidos, de diferente edad, se han convertido verdaderamente en padre e hijo: durante ese tiempo hemos intercambiado costumbres, formas de expresión y hasta la entonación de voz. ¡Tratad de reconocer ahora lo que es mío y lo que pertenece al padre, lo que introdujo él en la celda y lo que introduje yo!

Noches enteras me estuvo velando y a base de compresas frías alejó a la muerte cuando ésta se aproximaba. Sin descanso limpió de pus mis heridas y jamás manifestó la menor repugnancia por el hedor que despedía mi jergón. Lavó y zurció los miserables andrajos en que se convirtió mi camisa durante el primer interrogatorio. Y cuando ésta estuvo totalmente inservible me vistió con su propia ropa. Me trajo una margarita y un tallo de hierba que se arriesgó a coger en le patio de la cárcel de Pankrac, durante la media hora de gimnasia. Me seguía con sus ojos cariñosos cuando me conducían a los interrogatorios y me volvía a poner compresas sobre las nuevas heridas con que retornaba, Cuando me llevaban a los interrogatorios nocturnos jamás pegaba los ojos hasta que volvía y me colocaba sobre el jergón, tapándome cuidadosamente con las mantas.

Tales fueron los comienzos de nuestra vida en común, nunca traicionados durante los días que los siguieron, cuando pude sostenerme sobre mis propias piernas y pagar mis deudas de hijo.

Pero todo esto, muchacho, no puede describirse de un tirón. La celda 267 tuvo aquel año una vida intensa. Y todo lo que ella vivió lo vivió también el “padre” a su manera. La historia no ha terminado todavía. Y eso aporta un tono de esperanza.

  • * *

La celda 267 tenía una vida intensa. No pasaba una hora sin que se abriera la puerta y recibiera una visita de inspección. Era un control especial que se ejercía sobre un “gran criminal” comunista, pero también podía ser simple curiosidad. Muy a menudo morían presos que no debían morir, pero muy rara vez se vio que no muriese aquel de cuya muerte todo el mundo estaba convencido. Hasta los guardianes de otros corredores venían a veces, trababan conversación, levantaban silenciosamente mis mantas y saboreaban, con pericia de gente entendida, mis heridas, para después, de acuerdo con su carácter, extenderse en bromas cínicas o tratarme más amistosamente. Uno de ellos, al que pusimos por mote “Polvillo” acude con más frecuencia que los demás y pregunta, con largas sonrisas, si “el diablo rojo” necesita algo. No, gracias. No necesita nada. Después de algunos días, el “Polvillo” descubre que “el diablo rojo” necesita algo: ser afeitado. Y trae consigo un barbero.

Es el primer preso, excluyendo a los de mi celda, a quien llego a conocer: el camarada Bocek. La amable atención que “Polvillo” me prodiga constituye un verdadero suplicio. El “padre” sostiene mi cabeza, mientras el camarada Bocek, arrodillado ante mi colchoneta, trata de abrirse paso, con una gillete sin filo, por entre el tupido bosque de mi barba. Sus manos tiemblan y las lágrimas asoman a sus ojos. Está persuadido de que afeita a un cadáver. Intento consolarle:

-Afeita, hombre. Hazlo sin miedo. Si he resistido el interrogatorio del Palacio de Petschek resistiré seguramente tu hoja de afeitar.

No nos sobran las fuerzas y tenemos que descansar los dos: él y yo.

Dos días más tarde conozco a otros dos presos. Los comisarios del Palacio de Petschek están impacientes. Han venido a buscarme y como el Polizeimeister escribe todos los días en mi hoja de registro la palabra transportunfähig9, dan órdenes de llevarme de cualquier manera. Dos detenidos, con uniformes de la prisión, que hacen servicio en los corredores, se detienen con una camilla ante nuestra celda. El padre me mete con dificultad en la ropa, los camaradas me ponen sobre la camilla y me llevan.

Uno de ellos es el camarada Skorepa, que más tarde será el “padre mayor” de nuestros compañeros del corredor. El segundo es . . . Se inclina sobre mí, cuando resbalo sobre la superficie inclinada de la camilla mientras bajamos por la escalera, y me dice:

-Agárrate y mantente firme . . .

Y añade en voz baja:

-. . . pase lo que pase.

Esta vez no nos detenemos en la oficina de entrada. Me llevan más lejos, por un corredor muy largo, hacia la salida. El corredor está lleno de gente pues hoy es jueves y los familiares vienen a buscar la ropa de los detenidos. Todos miran pasar nuestro triste cortejo. Veo la compasión en sus ojos y eso no me gusta. Llevo la mano hacia la cabeza y cierro el puño. Quizás se den cuenta de que les estoy saludando; quizás sea un gesto infructuoso. Pero no puedo hacer otra cosa. Me siento aún demasiado débil.

En el patio de la cárcel de Pankrac metieron la camilla en un camión. Dos S. S. se sentaron al lado del chofer, en la cabina. Otros dos, de pie, se situaron a mi lado, con las manos apoyadas en las fundas abiertas de sus pistolas. Y partimos. No, desde luego, el camino no es precisamente maravilloso: un bache, dos baches y antes de haber recorrido doscientos metros pierdo el conocimiento.

Era una cómica excursión a través de las calles de Praga: un camión de carga de cinco toneladas, habilitado para treinta presos, gastando la gasolina en el traslado de un solo detenido. Y dos S. S. delante y dos S. S. detrás, con las manos en los revólveres, guardando con miradas de fiera un cadáver, temerosos de que se les escape.

La comedia se repitió al día siguiente. Esta vez aguanté hasta el Palacio de Petschek. El interrogatorio no fue largo. El comisario Friedrich tocó no muy delicadamente mi cuerpo y yo regresé otra vez sin conocimiento.

Empezaron entonces a transcurrir los días en los que ya no dudé de estar vivo. El dolor, hermano íntimo de la vida, me lo recordaba con harta frecuencia. La propia prisión de Pankrac sabía que, por un descuido cualquiera, estaba vivo. Y llegaron los primeros saludos: a través de los espesos muros, que repetían los golpes de los mensajes, y a través de los ojos de los ordenanzas, encargados de distribuir el rancho.

Mi mujer era la única que nada sabía de mí. Sola, en una celda situada tres o cuatro más allá de la mía en el piso inferior, vivía entre la angustia y la esperanza hasta que su vecina, durante la media hora de gimnasia, le susurró al oído que todo había acabado para mí, que había muerto en la celda a consecuencia de las heridas recibidas durante el interrogatorio. Después vagó por el patio, mientras el mundo daba vueltas a su alrededor. Ni siquiera sintió el consuelo de los puñetazos que la guardiana le propinó en el rostro para obligarla a incorporarse a la fila de presas, a la vida regular de la prisión. ¿Qué habrán visto sus buenos y grandes ojos al mirar, sin lágrimas, las blancas paredes de la celda? Al día siguiente corrió otro rumor: que aquello no era cierto. Que no había muerto bajo los golpes, sino que, no pudiendo soportar más el dolor y los sufrimientos, me había ahorcado en la celda.

Entretanto yo seguía tendido sobre el mísero jergón. Cada noche y cada mañana me volvía de costado para poder cantar a mi Gustina sus canciones preferidas. ¿Cómo no iba a oírlas cuando yo ponía en ellas tanto fervor?

Hoy ya sabe, hoy ya puede oír, aunque se halle a más distancia que entonces. Y hoy día, hasta los guardianes saben y se han acostumbrado a ello que la celda 267 canta. Y ya no gritan detrás de la puerta para imponer silencio.

La celda 267 canta. Si canté toda mi vida, no sé por qué habría de dejar de cantar ahora, precisamente al final, cuando la vida es más intensa. ¿Y el “padrecito” Pesek? ¡Oh, es un caso excepcional! Canta con el corazón. No tiene ni oído ni memoria musical ni voz, pero adora el canto con tan bello y abnegado amor y encuentra en él tanta alegría que casi no percibo cuando se desliza de una tonalidad a otra e insiste testarudamente en un do aunque el oído reclame un la. Y así, cantamos cuando la nostalgia trata de invadirnos; cantamos cuando el día es alegre; con nuestro canto acompañamos al camarada que se marcha y a quien quizá no volveremos a ver nunca más; cantando recibimos las buenas noticias del frente oriental; cantamos en busca de consuelo y cantamos de alegría, tal y como los hombres han cantado siempre y como seguirán cantando mientras existan.

No hay vida sin canto, como no hay vida sin sol. Por consiguiente, nosotros necesitamos doblemente el canto, ya que el sol no llega hasta aquí. La 267 es una celda orientada hacia el norte. Sólo en los meses de verano, y durante algunos instantes, el sol dibuja, antes de ocultarse, la sombra de los barrotes en la pared. Durante esos instantes, el padre, puesto de pie, y apoyado en el camastro, sigue con sus ojos esa fugaz visita del sol. . . Y esa es la mirada más triste que se puede encontrar aquí.

¡El sol! ¡Con qué generosidad resplandece ese mago redondo y cuántos milagros realiza ante los ojos de los hombres! ¡Y tan poca gente como vive al sol! ¡Resplandecerá, sí! ¡Resplandecerá y los hombres vivirán bajo los haces de sus rayos! ¡Bello es saberlo! Pero tú, no obstante, quisieras saber algo infinitamente menos importante: ¿Resplandecerá aún para nosotros?

Nuestra celda está orientada hacia el norte. Sólo algunas veces, cuando el día es verdaderamente bello, podemos ver la puesta del sol. ¡Ay, padre, cómo quisiera yo ver la salida del sol aunque fuera por una sola vez.

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[1] Cuartel General de la Gestapo en Praga.

[2] Derecho rojo, Órgano del Partido Comunista de Checoslovaquia.

[3] “¡Manos en alto!”. En alemán en el original.

[4] “¡En marcha!”. En alemán en el original.

[5] “Ya tiene lo suyo”. En alemán en el original.

[6] Cárcel de la policía alemana en Pankrac. En alemán en el original.

[7] “¡Atención! Celda 267. Tres hombres. Todo en orden”. Mezcla de alemán y checo en el original.

[8] “Enfermero de la cárcel”. En alemán en el original.

[9] “No puede ser movido”. En alemán en el original.

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