– Lunes, 09 de Julio de 2007 hora 13:07
Dagoberto Gutiérrez
El asesinato de Monseñor Romero fue decidido luego que el Arzobispo, en su última homilía, llamara a los cuerpos de seguridad y al ejército a cesar la represión. Esta invocación fue entendida por la derecha como un llamado a la desobediencia y como una amenaza a la parte medular de su política que era el aniquilamiento, a sangre y fuego, de toda forma de oposición a la política gubernamental.
Monseñor Romero era en efecto una voz, una palabra y una conciencia que llenaba de esperanza y confianza al pueblo asesinado, era en una sola palabra, El Pastor y lo sigue siendo.
No resulta extraño que actualmente a más de veinticinco años de su asesinato El Vaticano romano tema a Monseñor Romero y lo desconozca porque este pastor es una señal inequívoca del paso de Dios por El Salvador, como diría Ignacio Ellacuría.
Estamos en los años ochenta y el acto de guerra del asesinato del pastor no menguó la convicción política sobre la resistencia inevitable y es más, llenó de indignación, es decir, de dignidad, a la resistencia popular y abrió, de par en par, los caminos turbulentos de la guerra incierta.
En ningún momento como éste la Iglesia Católica salvadoreña ha tenido mayor poder orientador y mayor luz convocadora y nunca, como en estos aciagos instantes, ha sido camino.
Es cierto que todo venía y todo llevaba hacia la violencia, pero el pensamiento de Monseñor Romero resolvió las encrucijadas y por eso, actualmente, su pensar es guía y además de pastor, que es su punto más alto, es pensador actual con una voz que suena y resuena adentro del tiempo.
En el proceso político salvadoreño, es necesario insistir una y otra vez, sin cansarse nunca en el papel de las iglesias porque esta es una de las características que se vincula, ya lo hemos dicho, al papel de las clases medias y a la sensibilidad eclesial ante la realidad de su feligresía y aunque es cierto que hay una distancia entre la jerarquía eclesiástica y su cuerpo sacerdotal, también es cierto que el pueblo creyente está más cerca de sus sacerdotes que de la jerarquía.
En general las iglesias protestantes tuvieron y tienen un papel esclarecedor, pero también juegan su papel político al servicio del capital y basta ver para eso el descollante crecimiento de iglesias pentecostales o de distinto credo protestante que convocan con la filosofía del progreso, del quietismo, la adoración y la reflexión fuera de la realidad real. En fin la realidad con todas sus polvaredas antagónicas es capaz de contaminar la fe religiosa y esta es muy buena noticia e inevitable además.
Esa noche, cuando llegamos a la Autopista Sur y tomamos distintas direcciones, nuestros espíritus estaban sobrecogidos por una sensación extraña, porque por un lado sabíamos racionalmente, con la cabeza política aguda, que la guerra estaba encima y adentro de todo el proceso, pero el asesinato de Monseñor Romero nos indicaba que sería una pelea a muerte y se trataba de pelear con todo lo que se tuviera a la mano y sin cuartel.
Este fue un momento contradictoriamente iluminado por la muerte más ominosa, pero fue esclarecedora, y la vida preciosa del pastor nos dio luz hasta para saber lo que venía. Esa noche dormí en un lugar lleno de rezos y velas encendidas, porque la familia de la casa inició esa misma noche sus oraciones para Monseñor, el humo de las candelas encendidas en la sala llegaba arrastrándose hasta mi cama, pasaba un pequeño corredor, subía dos gradas y entraba, llena de confianza en el cuarto donde yo dormía o más bien, donde velaba. A medianoche me incorporé a los que oraban como buscando una fe necesaria para lo que venía.
La patria amaneció partida, como cuando un cuchillo corta en dos partes un corazón y la sangre estalla en dos direcciones; y luego de la muerte, el entierro pasa a ser la actividad y la preocupación central, esa era la tarea religiosa y política más encendida del momento, y el pueblo era convocado de nuevo, por el pastor asesinado y por la voz de una iglesia herida, pero en pie.
El pueblo se congregó fervorosamente en torno a la Catedral y el funeral se transformó en un acto vivo y de vida y todo el país estaba presente y los ausentes también lo estaban, la tarde se rendía ante la noche, los pájaros volaban hacia sus nidos y las palomas de siempre hacían círculos permanentes sobre la multitud cuando, sonaron los primeros disparos y de todas las direcciones, de arriba hacia abajo, el ejército y los cuerpos de seguridad dispararon contra el pueblo desarmado, de nuevo un acto de muerte llenó de sangre la conciencia humana y el miedo de las derechas se convierte en asesinato en masa.
Corrió la sangre a borbollones, y los disparos desde el techo de los edificios circundantes a la Catedral Metropolitana, eran profesionales y certeros, calculados y con cadencia. El Palacio Nacional tuvo ese día fuego sangriento sobre su techo, y la muchedumbre congregada, corrió para salvar su vida, se refugió en la Catedral y se alejó, como pudo, de la línea de fuego.
La plaza quedó cubierta con carteras de todo color, tamaño y estilo; cubierta con zapatos y prendas de vestir, saturada de llanto y sangre, mientras, de nuevo, la indignación se arremolinaba, retinta en llanto.
Esa noche se supo que Monseñor Romero sería temido y odiado para siempre por la derecha salvadoreña; y sería amado, escuchado, asimilado y adorado para siempre por el pueblo salvadoreño y que estas dos aguas tumultuosas no se conciliarían jamás