Marxismo salvadoreño y etnicidad
Jorge Arias Gómez, la ilusión mestiza
Rafael Lara Martínez
cartas@elfaro.net
Publicada el 04 de diciembre – El Faro
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En un pueblo, como el nuestro, predominantemente mestizo y, por tanto, formando una comunidad de sangre o raza cultural [¿no hay sitio para la diversidad cultural ni para el indígena?]. Jorge Arias Gómez (1996)
Hacia los años setenta, la dificultad que los pensadores marxistas salvadoreños tenían por aceptar la diversidad étnica y cultural del país, la evidencia el libro Farabundo Martí. Esbozo biográfico (1972) del historiador Jorge Arias Gómez. Al describir el amplio contexto político que enmarca la vida del personaje principal, el autor relata la “dinastía de los Meléndez (1913-1927)”, “el gobierno de Romero Bosque (1927-1931)” y la corta presidencia de Araujo, así como su “derrocamiento. “La actitud de Monseñor Belloso y Sánchez”, la fundación del Partido Comunista Salvadoreño (PCS) y la del Socorro Rojo Internacional (SRI) obtienen un lugar central, junto a la detallada narración de “la situación política y social antecedentes del 32”.
La gran laguna la colma el silencio a la composición étnica del país. Hacia 1972, con mayor insistencia que en la posguerra, resultaba insignificante referir la diversidad cultural y el conflicto indio-ladino como detonadores de problemas sociales. Bastaba rememorar los cambios de gobierno, la posición de la Iglesia, el auge de los movimientos sociales y el del PCS y SRI para agotar la entera dimensión de una época histórica.
Cualquier lector contemporáneo con un mínimo de formación en estudios culturales anotaría que al terreno baldío de la etnicidad —falta de referencia a la diversidad cultural salvadoreña— se añade la ausencia de la mujer. Salvo por el liderazgo de “las vendedoras de los mercados capitalinos” durante principios de 1921, parecería que la historia nacional se concentrase en personajes masculinos exclusivos y sin correlación de género. Estas dos omisiones no exhiben sólo los límites del imaginario histórico salvadoreño de la época. Despliegan los verdaderos desafíos del trabajo de investigación de las generaciones actuales. Más que acusación, el doble olvido lo entiendo como exigencia por buscar voces indígenas y femeninas ausentes. Esta búsqueda es necesaria si la historiografía presupone un avance en el conocimiento, más allá de su repetición cíclica.
Al publicar la segunda edición ampliada de su libro (1996), Arias Gómez subsanó en parte la cuestión indígena. Agregó el capítulo “Incorporación de los indígenas a la revolución, José Feliciano Ama”. Esta inclusión significaba que el pensamiento marxista salvadoreño —al menos en una de sus tendencias más influyentes— demoró sesenta y cuatro años (1932-1996) para advertir que El Salvador era (es) un país americano con una población indígena propia la cual poseía (posee) vindicaciones sociales específicas. Con “el despojo, más o menos violento, de la tierra que estaba en manos de los indígenas y de las municipalidades, y su monopolio en pocas manos”, Arias Gómez descubre lo que nuestra actualidad no enmienda aún: el derecho a las tierras ancestrales y a la autonomía política indígena. El indigenismo exhibe una agenda definida.
No obstante, en lugar de llevar el descubrimiento hasta sus últimas consecuencias, el historiador desvía la argumentación para diluir la defensa de los derechos indígenas en una interpretación marxista sin expresión étnica. Por una parte, los conflictos étnicos no comprueban lo que en realidad son. En cambio, el autor los coloca como prueba que “la lucha de clases en El Salvador es vieja”. Las innumerables revueltas indígenas que se sucedieron casi cada lustro o década, desde la independencia hasta 1932, se despojan de su carácter étnico específico. Se convierten en antesala imaginaria del inevitable sino histórico de la humanidad hacia la revolución comunista.
Por otra parte, en lugar de recabar información oral e interrogar la memoria histórica sobre los líderes de 1932 y sus allegados, prefiere mantener un diálogo con historiadores extranjeros de prestigio. Es así que para justificar la obediencia estricta de Feliciano Ama a “las instrucciones recibidas” de la dirección del PCS, se contenta con citar a Jorge Schlesinger (1946) y Thomas Anderson (1976). Si la tradición oral de la familia Ama contradice la historiografía en boga resulta secundario. Cuenta la interpretación que traspone sobre los pies aquello que una tendencia de derecha ponía sobre la cabeza, en remedo quizás del acto inaugural que Marx realizó con Hegel. En momento alguno advierte que esta inversión conserva un rasgo relevante de la posición enemiga que contraataca. Los indígenas se conciben como sumisos, sin agenda propia, y sin más iniciativa que la de hallarse sujetos a una disciplina ladina extraña. Paradójicamente, el descubrimiento tardío del indigenismo lo empaña la mansedumbre al partido.
Como si esta sujeción no bastase, luego de examinar los trabajos de Alejandro Dagoberto Marroquín (1959) y de Marc Chapin (1990) —investigaciones pioneras sobre la presencia efectiva de indígenas sin rasgos distintivos exteriores (indumentaria, lengua, etc.)— concluye el capítulo con las palabras que cito como epígrafe al presente artículo. A esa oración agrego un serio cuestionamiento de carácter étnico. Al revelar el ideario indigenista nacional, el marxismo salvadoreño no intenta cumplir con esa agenda. Por lo contrario, reniega de ella para reafirmar una concepción nacionalista bastante conservadora (de nación, latín, “natio, nacer”).
La llamo ilusión mestiza. Ya no basta que en un territorio nacional se imponga un solo idioma obligatorio; antes se pensaba también en una religión común. Ahora, en la posguerra, en plena posmodernidad, poscolonialidad, etc., se imagina que a una nación debe corresponderle siempre una “comunidad de sangre o raza cultural”. Ni europeos, asiáticos, africanos, palestinos, judíos, etc. tienen cabida en la nacionalidad salvadoreña mestiza. Como los indígenas, su destino patrio y biológico lo marca su disolución utópica en un mestizaje inquebrantable que el marxismo augura en eco lejano, demasiado tardío, de “la raza cósmica” (1925) del mexicano José Vasconcelos. La cuestión étnica declara lo sospechoso que resultan ideas revolucionarias que giran en reiteración cíclica de pretéritos remotos: la unificación racial de El Salvador y, quizás, de las Américas. Salvo, por supuesto, que por re-volucion entienda la re-producción sinódica de enfoques biologicistas de quienes se juzgan reformistas y adversarios.