Farabundo “y” Ama: Indigenismo y sentido común
Álvaro Rivera Larios
cartas@elfaro.net
Publicada el 11 de diciembre – El Faro
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A Gladis, por llevarme
en su viaje a las raíces
Empezaré contando un viaje: el que hice de la mano de mi hermana mayor, siendo un niño, a la tierra de los aborígenes ¿Izalco? No lo recuerdo. Sólo conservo impresiones. Un rostro viejo con unas arrugas que parecían pliegues de la tierra. Había un recinto de paredes altas, mesas de madera humilde y al fondo, alrededor, una mezcla de sombra acogedora y humo de carbón. Recuerdo al anciano que decía “pocos se visten como nuestros abuelos”, “ya son pocos los que hablan nuestra lengua”. Percibí con claridad que el viejo se remontaba a una leyenda no muy lejana que había traído un mal de efectos todavía vivos para él y su gente. Por su forma de hablar, de vestir, vi que eran distintos, pero que el viejo compartía su historia con nosotros. Seguro que otros antes que nosotros habían llegado desde la ciudad a preguntarle y que el viejo les habría compartido la misma leyenda trágica que nos contó, en la que mataron a su padre y a sus tíos, y en la que su pueblo fue derrotado y todo lo que vino después. Siempre supe que el 32 era algo que le había pasado a ellos, a los indígenas, pero años después dicha imagen de vida no se rebeló dentro de mí contra la versión que la izquierda repetía del levantamiento. Por eso veo bien que ahora se recupere el rostro de Feliciano Ama, pero ya no como un actor secundario, sino como un protagonista igual o más importante que Farabundo Martí. Las ideologías y los partidos pueden pasar como las nubes, pero esos movimientos en el seno de la sociedad en que de pronto, tras años de acumularse agravios y abandonos, un grupo replica y se levanta desbordando los márgenes legales e institucionales para intentar reestablecer la justicia y el equilibrio, esos movimientos quedan ahí como explosiones que llegan desde el fondo y que pertenecen a la violencia de una ruptura, de una búsqueda de la que nadie puede apropiarse porque es un rastro de la historia colectiva. Ama y Aquino son ese plano de la historia que sobrevive a la caída del comunismo y a la crisis de la izquierda. Es la crisis de esta última, junto al crecimiento de los movimientos sociales, la que ahora nos permite sacudirnos la versión que contó el Partido Comunista Salvadoreño (PCS) sobre 1932.
El relato periférico que nos narra el anciano ahora reclama su sitio al centro.
Pero el viejo les contó la historia a la muchacha y al niño porque sabía que al otro lado, con ciertos ladinos, había un puente y en cierto modo un pacto que venía desde la muerte compartida en 1932. El error que cometieron los ladinos fue contar la historia desde sus puntos de vista, olvidando que los indios acudieron al enfrentamiento no por comunistas, sino que por indios. Lamentablemente son pocas las historias sin ombligo. Pero el viejo nos contó la leyenda, a mi hermana y a mí, porque detectaba la existencia de un puente, de un luto compartido. Es a ese puente que debemos volver una vez que restituyamos a las víctimas de aquella tragedia su verdadero nombre, su apellido aborigen.
Los politólogos y los sociólogos sabrán describir y definir qué ola se estrelló contra las instituciones en 1932. Será necesario devolver al indígena su peso en las violentas oscilaciones que tuvo la balanza y darle a Martí lo que en justicia pertenece a Farabundo Martí. Si ya no es el protagonista principal del relato ¿qué papel le asignamos que sea el que verdaderamente tuvo? Si los comunistas, que eran quienes tenían letrados, narraron una épica a su medida que los transformó en los conductores de la derrota, no cometamos, para restablecer la justicia interpretativa, el error de suponer que Farabundo Martí era un personaje pequeño, casi inexistente. Ajustemos la mirada, no vayamos de un extremo a otro, de una negación a otra.
Una vez en claro el peso y la naturaleza étnica que tuvo el conflicto, deberemos indagar en torno al significado y la muerte de dos cuerpos: el un indígena con el cuello quebrado, colgado de la rama gruesa de un árbol y el de un mestizo al que apodan el negro y que recibe el impacto de varios balazos. Son dos cuerpos, dos miradas distintas, dos mundos aparte a los que une el mismo enemigo y la misma muerte en el año de 1932. Un mestizo y un indio. Si tanto los separa ¿qué significa la “y” que reúne a los dos cadáveres? Esa es la gran pregunta.
Es válida, legitima, la crítica que ahora se dirige contra la imagen que fabricó la izquierda de “la insurrección”, pero me parece desenfocado el acento que personaliza, y traduce a una especie de mala voluntad, la miopía ideológica del partido comunista. Eso nos demuestra lo cerca que está la lucidez crítica de los excesos interpretativos. Algunos hasta llegan a decir que los comunistas, junto al General Martínez, han colaborado en hacer desaparecer a Feliciano Ama del imaginario colectivo salvadoreño. Equiparan una ceguera ideológica a las balas de Martínez como si ambas fuesen magnitudes del mismo mal. Eso, aparte de errado, es ingrato porque olvida que aún cometiendo una mala interpretación a su favor, los comunistas aportaron su tanatada de muertos y el propio sufrimiento y mantuvieron viva a lo largo de varias generaciones la memoria equivocada, pero memoria popular al fin y al cabo, de 1932. Hay que ser ecuánimes para salir del reino de la lucidez sesgada.
Somos un país donde las negaciones necesarias se hacen recurriendo al hacha y no al bisturí; un país donde la justicia interpretativa se aplica linchando simbólicamente, por su perspectiva errada, incluso a quienes tuvieron simpatía por las víctimas. Nos cuesta salvar el matiz entre las oscilaciones extremas. Intentamos absolver a nuestra inteligencia del elogio acrítico que pudimos hacerle al mito, dándole martillazos en los pies. Las ponderación nos resulta demasiado tibia y preferimos pensar dando puñetazos en la mesa. Elogio el elogio que algunos hacen del indígena pero no comparto ese afán de elevar a Ama a costa de hundir a la izquierda por muy miope que esta haya podido ser en su interpretación de los sucesos de 1932. Me parece una falta de tacto contra las personas que empeñaron su vida por la causa popular, el que se iguale el daño involuntario que su ceguera ideológica les pudo inflingir “en el plano simbólico” a los indígenas con el efecto cruel y devastador de las balas del Gral. Martínez. Si una simpatía real, equivocada o no, pudo haber en nuestro mundo hacia el aborigen, esa simpatía nos la revela el Daltón que transforma al rey de los Nonualcos, Anastasio Aquino, en el padre de la patria, pero dejemos al poeta y vayamos más atrás, hacia ese año que marcó al siglo XX salvadoreño, a 1932.
Si abrimos los ojos veremos que junto al cuerpo colgado de Ama está el cadáver de Martí. Al indio hay que hacerle justicia real y simbólica, pero sin olvidar el nexo, la que lo asocia con idéntico valor al cuerpo del líder mestizo. La muerte no borra su diferente identidad pero tampoco diluye la derrota final que compartieron y se los llevó, casi al mismo tiempo, de esta vida. Subrayemos la diferencia y recordemos la miopía y los extravíos de la izquierda, pero no olvidemos preguntar lo qué significa que junto al cuerpo colgado de Ama esté el cadáver de un mestizo. Ambos padecieron al mismo verdugo y eso los reúne, pero ya en vida (uno en la ciudad y el otro en su tribu) sus voluntades coinciden a pesar de las diferencias raciales y de visión del mundo que los separan ¿Qué nombre dar a su convergencia en la vida y a su reunión en la muerte por obra del Gral. Martínez? Esa “y” que reúne en la misma tragedia a Ama y a Martí representa un problema tanto para quien diluye el conflicto étnico tras la eterna y abstracta lucha de clases, como para quien, recuperando la entidad del indígena, reduce el 32 sólo al estallido de un conflicto racial. A unos y a otros quizá los traicione el principio de identidad: si es A no puede haber elementos de B. El encuentro que sostuvo Ama con Miguel Mármol ya nos indica que el indio no absolutizaba los términos blanco y ladino, porque ciertos ladinos y ciertos blancos podían ser aliados suyos y de su pueblo en un levantamiento armado. La visión de Ama contempla la posibilidad de alianzas fuera de su grupo étnico, es decir que incluso para él, un indígena, hay otros criterios de asociación que nos son los raciales ¿Cómo podría reconstruirse el pensamiento político de un aborigen que era capaz de verse a sí mismo en su confrontación con el Estado, pero que también comprendía que ese mismo poder vejaba de otra manera a los mestizos pobres? Los argumentos de Eric Ching respecto a la debilidad del partido comunista en ningún momento ponen en cuestión la “y” que reúne a los cadáveres de Farabundo y Feliciano, pero tampoco la explora y la pone a dialogar con su tesis del carácter étnico que tuvo la insurrección.
Ya no se trata de repetir la conjunción que propuso el PCS, la de Martí y su subalterno Ama, pero tampoco se puede trascender ese vínculo, que ahora sabemos distorsionado, invirtiéndolo (Ama y su subalterno Martí) o transformándolo en una disyunción en la que la respuesta es uno, pero no el otro. El carácter político que tuvo la rebelión, donde convergían Izalco y San Salvador, nos obliga a recuperar el peso de las diferencias étnicas, pero estudiándolas bajo la perspectiva de esa “y” cuyo proyecto inicial contemplaba sumar la fuerza de indígenas y soldados y artesanos mestizos.
La indagación y la polémica están abiertas y ninguna teoría puede cerrarlas de momento. Los cuerpos de Martí y Ama permanecen como signos que abren y cierran una profunda interrogación. Ojalá que conteste el sentido común.