¿Qué deberíamos deducir de estos hechos?
Los economistas estadounidenses supervisan las políticas de los países pobres endeudados con el Fondo Monetario Internacional y la economía estadounidense cada año lleva más y más lejos su ética empresarial y su destrucción creativa en Europa, el este de Asia y la India. Los más entendidos en leyes y politología de Estados Unidos escriben constituciones para los nuevos Gobiernos de África y Asia Central, y los estadounidenses, desde el Open Society Institute (Instituto de la Sociedad Abierta) del financiero George Soros, financian la creación de la sociedad civil local.
El inglés es el segundo idioma del mundo: hay 350 millones de hablantes nativos, pero más de mil millones de personas han aprendido lo suficiente como para regatear o discutir por un partido de baloncesto. La cultura estadounidense es el otro segundo idioma global, un dialecto compartido cuyo vocabulario incluye el rostro de Michael Jordan, los discordantes ritmos de la música hip-hop y Los vigilantes de la playa, el programa de televisión más popular del mundo. Cuando los inmigrantes llegan a los aeropuertos de Estados Unidos, ya han vivido gran parte de sus vidas imaginarias entre Nueva York y Los Ángeles.
Gran parte del mundo no duda en su diagnóstico: imperio. Frontline, una importante revista semanal india, tituló ‘Formas de imperialismo’ un artículo de portada de 1999 sobre política estadounidense. Un periodista surafricano escribe sobre vivir ‘en las provincias exteriores del imperio’, y un erudito árabe habla de forma realista y sin veneno de la incorporación de Egipto ‘al imperio americano’. Los franceses se lamentan con especial insistencia de que ‘están siendo globalizados por los estadounidenses’. No son las voces de la extrema izquierda, ni tampoco los altavoces de unos Gobiernos que estén alimentando el rencor. Son expresiones de una percepción prácticamente universal según la cual los mandamientos de Estados Unidos llegan prácticamente a todas partes, y no para gobernar el mundo, sino para establecer las condiciones según las cuales se desarrollará el gobierno del próximo siglo.
Sin embargo, si presentamos este análisis a un estadounidense, abrirá los ojos en señal de asombro. Según su forma de verlo, el imperio estadounidense es invisible. Los estadounidenses encuentran prácticamente ininteligible que puedan ser una potencia imperial. Como nación, los estadounidenses creen profundamente en su propia inocencia: somos personas benevolentes y sólo creamos problemas para los que crean problemas primero. El imperio es el apogeo de la perversidad del mundo antiguo. Para los estadounidenses es lo que el despotismo oriental era para la imaginación europea durante el siglo XIX: la crueldad de una civilización degenerada.
Según esta imagen estadounidense, ‘imperio’ significa conquista. Prácticamente ya hemos admitido que los españoles conquistaron las Américas, aunque insistimos en que nosotros, un poco más tarde, simplemente colonizamos nuestra parte. La conquista española, con sus asesinatos y esclavización en masa, era imperio. También lo fue el reparto de África entre las potencias europeas, o el Raj británico en India. Aquellos sangrientos dominantes episodios de dominación no tienen nada que ver con nosotros.
Podría parecer que los escépticos estadounidenses tienen algo de razón en este punto. Los que piensan que Estados Unidos tiene una posición especial en el mundo de hoy han introducido el término insatisfactorio de ‘potencia suave’, que básicamente significa que la influencia estadounidense no sigue al Ejército de Estados Unidos. Los estadounidenses protestan: ¿puede una potencia suave ser verdaderamente una potencia imperial?
La respuesta es que puede serlo, y lo es. La idea estadounidense de que el imperio mata por la espada indica su ignorancia histórica y tiene incluso menos relevancia ahora que en ningún otro momento del pasado.
De Roma a Washington. Tomemos el ejemplo del gran imperio de Occidente. Si un erudito de la Roma antigua pudiera examinar las pruebas de hoy, no perdería tiempo en diagnosticarlo como imperio. El imperio romano se abrió camino de una forma muy parecida: no regía mediante el terror, sino extendiendo el sistema del derecho romano y, en diversos grados, el privilegio y la disciplina de la ciudadanía romana por sus vastos territorios. Lo que no se conseguía con la ley, se conseguía con la cultura: las modas romanas, y en especial el latín, se difundieron por todo el imperio de Occidente. Puede que los ciudadanos romanos tuvieran una lengua local y mantuvieran lealtades locales, pero también eran miembros por ley y cultura de un imperio universal. Compartían un comercio que cubría toda la extensión del gobierno de Roma. La autoridad imperial comenzaba en la espada, pero se establecía en la mente, la lengua e incluso en el alma. Todo esto la convertía en un ideal de orden y poder mucho después de que su gobierno ya se hubiera desintegrado.
Además, Roma sólo gobernaba con la espada en aquellos momentos en que era necesario, cuando no había forma de aplacar de un modo más sutil a algún pueblo primitivo, como los britanos o los íberos. Muchas veces, los gobernadores de Roma preferían el gobierno indirecto a través de monarquías locales flexibles, las alianzas con ciudades formalmente independientes e incluso con las tribus germánicas que conservaron gran parte de su gobierno interno tradicional. Siempre es más fructífero permitir que fluya la energía de otros para los propios fines que dirigirla obligatoriamente contra una hosca resistencia. Montesquieu, en su historia de Roma, escribió que ‘era una forma lenta de conquistar’. A través de nuevas lealtades y cambios graduales de poder, un aliado ‘se convertía en un pueblo sometido sin que nadie pudiera decir cuándo se inició su sometimiento’. Todos los que hayan visto al FMI apiñarse con los líderes de su país o la llegada de un nuevo Cineplex deben tener una cierta idea de lo que Montesquieu quería decir. Una potencia suave no es una realidad nueva, sino una palabra nueva para la forma más eficaz de poder.
No es sorprendente que el imperio cambie de forma en dos mil años. En un momento en el que la riqueza procede del control de los mercados y las ideas, no es necesario ni suficiente tener la soberanía del territorio para lograr la grandeza. De hecho, en un mundo de ciudadanos exigentes y poblaciones nacionales descontentas, puede ser más un impedimento que una bendición: fíjense en los conflictos étnicos de Rusia y en el aterrado baile de China con sus regiones pobres y sus inmensas poblaciones minoritarias. Cualquier emperador sensato querría conseguir lo que Roma logró, pero sin la masa terrestre: un imperio en el que todos los mercados lleven a Roma, pero en el que se puedan cerrar los caminos cuando se emita la orden.
La ‘pax romana’ y los centuriones de ‘Los vigilantes de la playa’. Aun así, los estadounidenses encuentran cómico e ininteligible el resentimiento por su posición de imperio. Protestan, con perfecta sinceridad, diciendo que el resto del mundo parece querer la prosperidad estadounidense, el ocio estadounidense, los estilos estadounidenses y el idioma estadounidense. Evidentemente, hasta ahí es correcto, pero los romanos comprendieron que el poder más importante era el derivado del deseo y la lealtad. Estados Unidos ejerce dos tipos especiales de poder que no tienen nada que ver con la sangre y la conquista.
El primero de ellos se podría denominar el poder de Microsoft. La verdadera razón para la ubicuidad de Microsoft no es que obligue a los usuarios de ordenadores a utilizar su sistema operativo, sino en que su misma ubicuidad crea unas enormes ventajas para un nuevo comprador que lo elija frente a otros sistemas distintos. Si todos los demás tienen un tipo de cocina y usted elige otra, no pierde nada con ello. Pero si elige un sistema operativo distinto, no puede intercambiar archivos, transferir documentos ni sentarse prácticamente en cualquier terminal con la seguridad de poder manipular sus programas. Microsoft es el vocabulario que da a la gente acceso a los flujos mundiales de comunicación, información y comercio. Elegirlo es impecablemente racional, pero también crea resentimiento: la persona que lo elige sabe que hay otras formas de hacer las mismas tareas, pero son marginales. Y precisamente porque son marginales, seguirán siendo marginales. Los economistas denominan ‘efectos de red’ a las ventajas de un gran sistema de información; por eso, el poder de Microsoft es el poder que tienen las grandes redes de seguir siendo grandes, porque crean el idioma en el que las personas logran acceder unas a otras.
El denominado ‘lenguaje’ de Microsoft es una cosa y el inglés es otra. Es el segundo idioma del mundo, porque es a la lengua lo que Microsoft es a la pantalla: la forma en que unas personas acceden a otras atravesando grandes distancias geográficas y civilizaciones. Ocurre lo mismo con las normas comerciales de la Organización Mundial del Comercio: son un grupo de términos comunes que abren los lugares mundiales, todo un mundo lleno de redes a las que las personas tienen todos los motivos para unirse, pero frente a las que, en sentido real, tampoco tienen alternativas. Y las redes son estadounidenses, en origen y en idioma. Este tipo de régimen puede seguir siendo invisible para los estadounidenses, mientras que su poder es ineludible para el resto del mundo, siempre y en todas partes.
Si el poder de Microsoft orienta las elecciones libres de una forma que da la impresión de ser coactiva, el poder de Los vigilantes de la playa actúa de forma más directa sobre los deseos más allá de toda elección. El ocio de Estados Unidos está en todas partes, y sus imágenes son la moneda de la nación más rica y poderosa del mundo. Además, su industria de la cultura lleva un siglo entendiendo cuál es el mínimo común denominador del entretenimiento para una audiencia de masas. Por la combinación de motivos que sea, un niño de Nueva Delhi conoce el arco del lanzamiento de un determinado jugador de baloncesto y las curvas de una modelo de Los vigilantes de la playa, y en cierto sentido quiere ambas cosas.
El poder de Los vigilantes de la playa da lugar a un tipo especial de resentimiento. Por un lado, lo que uno desea pasa a formar parte de uno mismo, y uno se mueve para alcanzarlo por su propia y ávida voluntad. Por el otro, este deseo americanizado sigue siendo patentemente extranjero para gran parte del mundo. Es suyo, pero no lo es. Este tipo de poder forja los apetitos de sus súbditos y orienta sus lenguas. Dirige sus miradas hacia su imagen de la belleza y sus convicciones sobre su idea de la justicia. No pueden expulsar fácilmente aquello que han invitado a entrar en ellos mismos. No pueden escapar de lo que ha pasado a formar parte de ellos. Y así, su resistencia se va haciendo más insistente a la vez que pierde eficacia.
La ciudad sobre la colina. El motivo principal por el que los estadounidenses son incapaces de ver todo esto es que siempre han sospechado que son la nación universal del mundo. A diferencia de los franceses y de algunos alemanes del siglo XIX, carecen de una teoría sobre el motivo por el que esto debería ser así; más bien, como los ingleses victorianos, sencillamente son incapaces de imaginar que pueda ser de otra forma. Los estadounidenses creen, aunque sin llegar a articularlo, que todos los seres humanos nacen estadounidenses, y que su desarrollo en culturas distintas es un accidente desafortunado, aunque reversible.
Esta idea tiene su historia, ahora olvidada en gran medida, que es tan antigua como el asentamiento europeo en Norteamérica. Es sabido que los primeros colonos ingleses, miembros de sectas protestantes radicales, veían el Nuevo Continente como ‘una ciudad sobre una colina’, que emitía la luz de su inspiración al mundo. Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Independencia de Estados Unidos y gran musa de la democracia estadounidense, escribió que en el nuevo país los hombres al fin podrían sentir la ley universal en su corazón, de forma que la codificación de los libros de derecho pasaría a ser superflua. Para Jefferson, el paso de la ley desde los códigos exteriores hasta la convicción interna repetía la transformación desde las complejas críticas del Antiguo Testamento hasta el énfasis en la conciencia del Nuevo Testamento. Allá donde se mirara, los estadounidenses se erigían en patria del derecho universal.
Estados Unidos también se convirtió en la patria de la forma de libertad marcadamente moderna: la libre expresión de la propia personalidad, bien por conciencia, bien por antojo. Los siglos XVIII y XIX estuvieron llenos de pesimismo sobre el significado que tendría la caída de la aristocracia y el alzamiento de la cultura de masas para el carácter humano. Los precursores de la nueva sociedad, como Adam Smith y Alexis de Tocqueville, aceptaron que para conseguir una mayor igualdad habría que pagar el precio de la mediocridad y de la pereza intelectual y espiritual. En respuesta, los profetas estadounidenses del siglo XIX anunciaron que el final de la aristocracia y de otras jerarquías daba libertad a los hombres para examinar sus propias almas y encontrar en ellas tanta gracia, dignidad y armonía como habían alcanzado los tribunales y los refinamientos del antiguo orden. Según la visión de Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman, Estados Unidos se convertiría en la ‘primera nación de hombres’, el primer pueblo cuya vida nacional sería el despliegue de la individualidad.
Los estadounidenses extrajeron esta idea del ideal europeo del artista romántico, el joven poco convencional y de sentimientos apasionados, sinceros e incorregibles. Sin embargo, en el Nuevo Mundo, la idea de la expresión de la propia personalidad encontró su hogar en el libre mercado. El héroe de la individualidad estadounidense no era el artista, sino el inventor, el pionero y, sobre todo, el emprendedor. Los estadounidenses miran al mercado para encontrar los usos más sofisticados de la libertad moderna. Es allí donde encontramos nuestros héroes, nuestra nobleza e incluso nuestros santos.
Por eso, cuando los estadounidenses ven cómo se difunde su versión de la economía de mercado por el mundo, no ven cómo otras formas de vida ceden el paso, ni tampoco la transformación de otras civilizaciones. El avance de lo que los europeos a veces denominan educadamente el ‘modelo anglosajón’ del capitalismo, para ellos no es más que el progreso de la vida moderna. Y cuando se enteran de que Los vigilantes de la playa es el programa más popular en Irán, no se les pasa por la cabeza que esto podría producir una nueva inflexión en la idea que tiene la civilización islámica sobre la belleza femenina, la satisfacción erótica o la buena vida. Por supuesto, el mundo está adoptando nuestro mercado. Por supuesto, al mundo le encanta Los vigilantes de la playa. Son deseos humanos naturales, que llevan mucho tiempo inhibidos por la torpe política europea y el elevado peso del chador negro. Por fin, el resto del mundo está empezando a ser plenamente humano.
Esta actitud estadounidense, que podríamos denominar universalismo parroquiano, ha encontrado aún más comodidad en la disciplina de la economía. En su recientemente ascendente forma neoclásica, la economía toma los rasgos sociales básicos del mercado estadounidense el individualismo, un poder de contrato prácticamente ilimitado, un Estado que sirve principalmente para hacer que se cumplan los acuerdos privados y los convierte en axiomas de la primera ciencia universalmente válida del comportamiento humano. En Estados Unidos, la economía ha expandido su reinado para convertirse en el vocabulario más respetable para los debates de política pública, el razonamiento legal e incluso a veces de las relaciones íntimas. (Un eminente estudioso estadounidense del derecho ha señalado sin ironía que el matrimonio y la prostitución son bienes sucedáneos, o sea, en la jerga económica, que producen la misma satisfacción por medios distintos). Con independencia de sus otros méritos, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio reflejan el ascenso mundial de la misma versión de lógica económica. Los estadounidenses y los economistas formados en Estados Unidos que configuran estas instituciones creen, en primer término, que están aplicando la ciencia, y en segundo término, que están llevando a un mundo retrógrado a alcanzar la humanidad plena. La sospecha de que también están contribuyendo a rehacer la humanidad a imagen de una nación está profundamente enterrada en sus mentes.
Confesar el imperio. El hecho de que el imperio es en conjunto malo es una cuestión de fe contemporánea. Sea como fuere, es seguro que no tiene nada de bueno ignorar el imperio cuando efectivamente existe. El dirigente no se convierte en santo por insistir en su inocencia e impotencia.
La creencia de los estadounidenses de que son el futuro natural de la humanidad ya ha dividido al mundo, visto desde Washington y Nueva York, en dos frentes. En el bando de los ángeles están todos los pueblos que rápida e inevitablemente se están convirtiendo en nosotros: los europeos, los coreanos y japoneses, los chinos si somos capaces de llegar a una década de libre comercio con ellos, y los indios si no caen en una guerra civil subcontinental. Nos negamos a ver las batallas que el imperio estadounidense de potencia suave está provocando en esos lugares y el severo nacionalismo que está surgiendo en algunos de ellos.
En el otro bando están los bárbaros: aquellos cuya violencia y aparente indiferencia hacia nuestros encantos los coloca fuera del alcance de la inquietud moral corriente. Los asesinatos del África subsahariana y la yihad del Islam militante parecen estar tan lejos del idilio estadounidense que comprendemos su sentido creyendo que son completamente distintos de nosotros. No podemos razonar con ellos, porque hablamos una lengua de pragmatismo guiado por principios, mientras que ellos se mueven impulsados por apetitos primitivos o violentos. Ellos sólo entienden la violencia. Si nos acercamos demasiado a ellos, nos destruirán. Nos hemos unido a nuestros predecesores imperiales en la creencia de que la humanidad está dividida entre aquellos que están destinados a unirse a nosotros y aquellos que sólo razonan con la espada. Medio mundo prácticamente se ha convertido en lo que somos; el otro no tiene ninguna esperanza de unírsenos, así que no podemos encontrarle un sentido moral.
Por eso, paradójicamente, para los estadounidenses, admitir nuestra posición imperial sería un acto de humillación. Nos desviaría de nuestra idea complaciente de que nacimos como pueblo universal y nos abriría los ojos para ver todas las formas en que nos estamos convirtiendo en una nación imperial. Entonces podríamos ver algunas de las complejidades y peligros que trae consigo nuestro tiempo. Podríamos admitir el carácter ambiguo y traumático del cambio cultural que está teniendo lugar en todo el mundo. Cuanto más tiempo sigamos siendo invisibles ante nosotros mismos, mayores posibilidades habrá de que nuestro imperio se juzgue como uno de los crímenes de la historia. Porque la falsa inocencia es un delito, y la invisibilidad no es excusa.