Ascenso y caída del imperio estadounidense
por Enrique Krauze
Historiador de largo aliento, especialista en los imperios coloniales y autor de un libro canónico sobre el tema, Paul Kennedy conversa con Enrique Krauze sobre la especificidad de Estados Unidos, la construcción de su poderío, las causas de su sorprendente auge y las razones de su probable decadencia.
Las paredes de la casa de Paul Kennedy en New Haven exhiben varios cuadros con barcos. Son los barcos que sus padres y abuelos ayudaron a construir en la ciudad de Newcastle. Su travesía histórica partió claramente de ese puerto familiar. Estaba destinado a escribir una historia del ascenso y decadencia del poder naval británico. La escribió, en efecto, cuando tenía escasos veintisiete años (The Rise and Fall of Britain’s Naval Mastery), pero la idea de los ritmos históricos le fascinó al grado de buscar su aplicación a un objeto aún más amplio: no sólo el poder naval sino el poder integral, no sólo el poder del Imperio Británico sino el de todos los imperios posteriores al Renacimiento.
Paul Kennedy nació en Wallsend-on-Tyne, en el norte de Inglaterra, y estudió su bachillerato en historia en Newcastle. En los años sesenta pasó a Saint Antony’s College, en Oxford, donde hizo su doctorado y fue, al mismo tiempo, asistente de investigación del famoso historiador Sir Basil Liddlehart. Los capítulos relativos a la guerra del Pacífico en la Historia de la Segunda Guerra Mundial de Liddlehart fueron escritos con materiales rastreados por Kennedy, que desde entonces amplió sus horizontes a la “historia general” o de largo aliento, un género no muy frecuente en la academia inglesa (o en cualquier otra academia), aunque tiene la más antigua prosapia. Pero quizá la influencia decisiva en la vida intelectual de Paul Kennedy fue la obra de otro historiador británico, Sir Geoffrey Barraclough. Su libro An Introduction to Contemporary History lo deslumbró: “Barraclough se preguntaba, desde el inicio y con enorme valor, cuáles eran los seis grandes cambios que han ocurrido en el mundo desde la caída de Bismark. La sola formulación de esa pregunta me pareció de un arrojo inmenso. Escribía en los años sesenta, y apuntó: la declinación de Europa, el ascenso de las superpotencias, el mundo subdesarrollado, el impacto de la ciencia y la tecnología, el proceso de globalización y el choque de las culturas. Seis cuestiones, seis capítulos. Me pareció estupendo. Aquel historiador, que originalmente era un especialista en historia medieval, se había vuelto piloto de la Real Fuerza Aérea en la Segunda Guerra Mundial, regresa a la academia, cambia su área de estudio, y casi inventa por sí mismo la historia contemporánea.”
Había comenzado su carrera como historiador del colonialismo, pero el ejemplo de Barraclough lo convirtió en practicante de la large history, la historia “larga”, “grande” o general. Con todo, su libro The Anglo-German Antagonism 1860-1914 (basado en sesenta archivos) pertenece al género —mucho más socorrido en la academia— de la historia particular. A sus 57 años, se complace en haber escrito varios libros en los dos niveles; pero su pasión es la historia general. Paul Kennedy pertenece a la extensa genealogía de historiadores teóricos que buscan encontrar las claves de la historia, explicar además de comprender, rastrear el por qué, además del qué, el cómo y el cuándo. Y explicar, en historia, significa casi necesariamente comparar. Por eso, viviendo en la “pobre y vieja” Inglaterra de Edward Heath o de Harold Wilson (tan lejana de sus pasadas glorias), pensó en “la pobre y vieja” España, y en otros imperios remotos y recientes, derruidos todos, y cayó en la tentación de buscar denominadores comunes. ¿Existen los ciclos históricos?, se preguntó Kennedy, y la curva trazada por las potencias del ayer parecía gritarle que sí, que había que buscar esas claves con actitud de matemático, midiendo las variables del poder (económicas, políticas, militares, sociales). Y una vez descubiertas (o entrevistas, por lo menos) esas leyes, uno podía —con todos los riesgos y salvedades— darse el lujo mayor de profetizar.
Paul Kennedy me recibe una mañana lluviosa. Vamos a charlar sobre el imperio estadounidense (en términos culturales, acaso el más reconcentrado de los imperios). He leído la dedicatoria de su libro Preparing for the Twenty First Century, especie de postdata a su obra maestra, The Rise and Fall of the Great Powers: “Para los muchachos del equipo Hamden de Soccer, de su entrenador” y le pregunto por ella. “Muy fácil: mi familia y yo fuimos siempre fanáticos del ‘Newcastle’, yo mismo jugué de mediocampista, aunque me lesioné la rodilla y no pude continuar por ese camino. Cuando llegué a Estados Unidos, advertí el poquísimo interés de los muchachos del lugar donde me establecí (Hamden) por el futbol. Pero de algún modo pude inducirlos, al grado de que me convertí en su entrenador. De hecho, ganamos el campeonato estatal de Connecticut en 1994. Fue uno de los momentos estelares de mi vida.”
“¿No le parece extraño —le comento— vivir en un país donde una competencia nacional de beisbol se llama “la Serie Mundial” y un deporte mundial (el futbol) apenas atrae al público?” Esa paradoja recorre nuestra conversación.
Enrique Krauze: El tema de su obra es tan antiguo como la visión cíclica de la historia, la “historia natural de los imperios”, podríamos llamarla. Está en los griegos y los romanos, en Ibn Jaldún, Gibbon, Ranke, Toynbee. Usted pertenece a esa estirpe de historiadores de largo aliento. Pero entremos a la historia de su libro, que ya es un clásico moderno.
Paul Kennedy: Mi tema original era el ascenso del moderno Estado europeo, un panorama de quinientos años hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Al llegar a Yale en 1983, encontré una creciente carrera armamentista entre la URSS de Brezhnev y el Estados Unidos de Reagan. Ambos imperios parecían tener problemas económicos y enormes desequilibrios financieros, e incurrían en un gasto cada vez mayor en sus respectivos ejércitos. Me recordaban el reinado de Felipe II de España, y decidí que no terminaría mi libro en 1945 sino en el presente, con una conclusión provisional. Mientras Europa era un misterio y el Japón ascendía por méritos no militares sino económicos, me pregunté: ¿Presenciaremos en los siguientes veinticinco años la caída de los soviéticos y los estadounidenses, y el relativo ascenso de China?
Redacté ese capítulo final y luego —para mi absoluto asombro— el libro se agotó de inmediato. Era 1988, año de elecciones, y los demócratas querían criticar a los republicanos por el excesivo gasto militar, los déficit del gobierno y el descuido de la base tecnológica. Para eso, justamente, les sirvió mi libro Auge y caída de las grandes potencias.1 Los republicanos tenían que responder y me atacaron durante todo un año. Mientras tanto, mi libro se mantuvo en la lista de los más leídos durante treinta o cuarenta semanas. Se tradujo a veintiséis idiomas. Comencé a recibir cartas (entonces no había correo electrónico) de ciudadanos preocupados, diplomáticos extranjeros, ingenieros, maestros de escuela y demás. Me di cuenta de que había una especie de apetito por la “historia general”. Aunque sabía que escribirla implicaba cierto peligro, usted entiende.
EK: Imagino las críticas: es inexacto aquí, impreciso allá, esta fecha está equivocada, esta profecía no se cumplió en el momento justo… Pero, claro, la historia es una caja de sorpresas. Lo importante en este tipo de “historia general” es la tendencia, el sentido de la causalidad que apunta. Renunciar a ese tipo de historia es renunciar a explicar la Historia. Ahora bien, en los años ochenta usted dijo —para usar su famosa expresión— que Estados Unidos vivía un proceso de “sobreexpansión estratégica”, como el de los Habsburgo en el siglo XVII y la Gran Bretaña en el XIX. Indicó que había demasiados flancos y demasiados compromisos. Pero ahora Estados Unidos no tiene ya frente a sí al archienemigo soviético con su poderío nuclear. ¿Todavía considera usted que está “demasiado extendido”?
PK: Cuando releo el tramo, me alegra haber señalado que los siete primeros capítulos eran de historia y el siguiente de especulación pura. Un proverbio árabe dice que quien acierta a pronosticar el futuro no es sabio, sino afortunado. Mi teoría planteaba tendencias de veinticinco años: cuando escribía en 1987 buscaba entrever hechos del 2010. En los últimos quince años, aproximadamente, me han preguntado muchas veces si prepararía una segunda edición, y siempre he respondido del mismo modo: veremos lo que ocurre en el 2010.
Por lo demás, el diagnóstico me parece todavía parcialmente acertado. China sigue creciendo; Europa puede convertirse en un gigante económico (aunque la paralizan rivalidades internas). Las tres sorpresas son, por supuesto, la URSS, Estados Unidos y el Japón. Yo sabía que los soviéticos estaban muy débiles, pero pensé que les ocurriría lo que a los otomanos, una decadencia paulatina, en vez de esa repentina implosión. El estancamiento absoluto de la economía japonesa no fue previsto por ninguno de mis colegas expertos en el tema, aparte de Bill Emmott, el actual editor de The Economist. Otro acontecimiento crucial fue la reducción paralela del gasto militar por parte de Estados Unidos y su impresionante crecimiento económico durante nueve años, en el decenio de 1990.
El poderío militar estadounidense creció a niveles insospechados. Casi todos los demás ejércitos y fuerzas aéreas están de hecho liquidados. Estados Unidos tiene el mando, el control y los sistemas de comunicación, y esos misiles guiados de precisión y largo alcance. Se trata de una recuperación extraordinaria.
EK: Todo lo cual parecería refutar la tesis última del libro, me refiero a la profecía sobre la inminente decadencia de Estados Unidos. El resto de la obra (los capítulos propiamente históricos) se sostiene muy bien. ¿Buena historia, regular profecía?
PK: Creo que la pregunta más importante sigue siendo válida: ¿hay o no “sobreexpansión imperial”? Pienso que la tentación en ese sentido ha aumentado. En el libro examino las relaciones entre el poder militar y el gasto económico. Una mirada a la situación económica de Estados Unidos muestra que el país tiene un enorme déficit federal y comercial, y una deuda —privada, comercial, empresarial y nacional— gigantesca. Y aunque me impresiona el poder y la tecnología de los portaaviones y los bombarderos B1 de Estados Unidos, sigo pensando que la “sobreexpansión” es una cuestión abierta.
EK: ¿Cómo ha repercutido en ese esquema la guerra de Iraq?
PK: Estados Unidos tiene bases militares en cuarenta países e instalaciones navales en otros diez. Parece una prueba evidente de poder. Hay que retroceder a los imperios británico o español para encontrar algo remotamente parecido. Pero ¿cómo se va a mantener esta estructura durante un periodo prolongado? Y sin embargo, ahora los estadounidenses están orgullosos de su ejército y les complace el bajo costo relativo de la guerra. Costó mucho menos que todos esos cálculos increíbles que se habían hecho.
EK: ¿En cuánto evalúa el costo de la guerra?
PK: Bueno, diría que fluctuó entre veinte mil y cuarenta mil millones de dólares. Se había pensado en doscientos mil millones de dólares. Pero hay nuevos costos que pueden apilarse, costos humanos…
EK: ¿Posibles ataques suicidas? ¿Iraq como una nueva Palestina?
PK: Sí, o que las bases de Iraq sean como las de Arabia Saudita, fortalezas cerradas. Como la Toscana del siglo xv, con el señor feudal encerrado en su castillo.
EK: El costo de la guerra en proporción al producto interno bruto era uno de los indicadores clave que usted utilizó en su libro. ¿Cómo quedó esa relación?
PK: A partir del último incremento del Congreso, calculo que ha subido de alrededor de 3.5 a cerca de 4.2 o 4.5. Sigue siendo inferior a las cifras de Casper Weinberger y Ronald Reagan, cuando era de 6.5, y por supuesto menor a la Segunda Guerra Mundial. Pero en la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos duplicó el producto interno bruto en cuatro años. (Debido a la Depresión, había una enorme capacidad instalada, casi sin usar, que derivó a la industria del armamento.) El país salió de la guerra siendo dos veces más rico que cuando entró, lo que es infrecuente. Con esa riqueza podía pagar nuevos bombarderos y portaaviones, y aunque gastó el veinte por ciento del pib en armas, la economía crecía a gran velocidad. Ahora hablamos de una economía mucho más lenta, y menos capaz de sostener al ejército. Se trata, en suma, de una sociedad para la cual puede ser mucho más difícil gastar el cinco por ciento de su pib en el ejército, que cuando gastó el veinte por ciento durante la Segunda Guerra Mundial. Pensar todo esto es muy interesante, rebasa los meros números.
EK: En su libro, usted menciona el empresariado, la innovación, la tecnología, la pluralidad política y las ventajas geográficas. Pero la geografía es un don de Dios, los demás factores son humanos. En el caso de Estados Unidos, agrega usted algunas desventajas graves: la frágil cohesión social y la relación en extremo difícil de Estados Unidos con el mundo. ¿Qué piensa de estas ventajas y desventajas hoy en día y para el futuro?
PK: Antes de descartar la geografía hablemos un poco de ella…
EK: De acuerdo, no la descartemos. Dios fuemuy generoso con Estados Unidos, pero no con México…
PK: Piense en el Canadá, la geografía del Canadá. Su territorio es casi del mismo tamaño de China (casi diez millones de kilómetros cuadrados). Si en el Canadá vivieran mil doscientos millones de personas, Estados Unidos habría perdido el juego. Por geografía no sólo me refiero al territorio, sino también a los vecinos. A la población. No hay que descartarla para el futuro ni para el presente.
EK: Por supuesto, no hay que descartar la geografía ni la población del vecino. Basta pensar en el vecino mexicano. La nuestra no es una invasión peligrosa en términos culturales (cosa que se olvida con frecuencia): es sólo una inmigración laboral; pero hay un tendencia impresionante ¿no le parece?
PK: Creo que la penetración demográfica es muy interesante. Pero al considerar, por ejemplo, la Prusia de Federico el Grande o la Alemania de Bismarck, con grandes potencias en su derredor, uno percibe la inmensa ventaja geográfica de Estados Unidos. Podría retirarse del Medio Oriente ahora mismo.
EK: Yo lo dudo. ¿Qué ocurriría con la economía, tan dependiente del petróleo? ¿Qué pasaría con todas esas Suv’s que recorren los caminos de Estados Unidos?
PK: Bueno, sí, pero ¿dejará de correr el petróleo? Aunque haya conflicto en Iraq, de todas formas hay reservas en Rusia. Ahora mismo coinciden los problemas de suministro en Iraq, Nigeria y Venezuela, pero la dependencia es recíproca.
EK: Tal vez… La posición geográfica ofrece sin duda grandes ventajas. ¿Y los demás elementos positivos de que hablábamos, la iniciativa, la inventiva?
PK: Creo que esos elementos destacan mucho en el resurgimiento de Estados Unidos en los años noventa. Hubo novedades tecnológicas en los laboratorios Bell, en Microsoft, en la farmacéutica, etcétera. Los empresarios estadounidenses se interesaron seriamente en el debate sobre el relativo declive del país en el decenio de 1980. Y fueron ellos quienes hicieron un contrapeso en el avance de los japoneses. Sentían el desafío de la Toyota, la Sony y la Nissan. Reaccionaron, recortaron los costos, invirtieron en investigación. Es una advertencia para los que pregonan una caída inevitable: nada es inevitable. Si la próxima generación de investigadores, empresarios e inversionistas produce más novedades tecnológicas y productivas, se reducirá la dependencia de Estados Unidos respecto del petróleo.
EK: No es inconcebible. El tercer elemento, más bien negativo, al que me referí es la mezcla conflictiva de cuestiones culturales y sociales.
¿Qué opina usted al respecto?
PK: Que en el caso de Estados Unidos, es una mezcla singular de ventajas y desventajas. Esta cultura individualista, empresarial y competitiva tiene grandes ventajas. La liberación de la capacidad personal y el fomento de la competencia dan flexibilidad a los negocios, y explican la impresionante trayectoria de las grandes universidades de Estados Unidos, como Harvard, Stanford, Chicago. Cuando voy a Oxford o Cambridge, los encuentro muy preocupados por su retraso relativo. Y tienen razón.
EK: En materia de ciencia al menos…
PK: En ciencia y tecnología, pero también en los recursos. Aquí mismo, en el Departamento de Historia de Yale, han traído a cinco importantes académicos de Europa en los últimos cinco años. El adelanto no va hacia allá, viene hacia aquí.
EK: Admitiendo que Estados Unidos tenga todas esas ventajas (geográficas, demográficas, económicas, militares, científicas, tecnológicas, empresariales, académicas), también tiene serias desventajas. Es un país que sólo se ve y oye a sí mismo. Entiende muy poco al resto del mundo, padece (creo) algo similar al autismo.
PK: Sí, es verdad, una especie de autismo ideológico o cultural.
EK: Es el único lugar donde hay un campeonato deportivo que sólo involucra a Estados Unidos y se llama la “Serie Mundial”. Cree que el mundo termina en sus costas.
PK: Yo bromeo con mis amigos estadounidenses sobre la “Serie Mundial” y la Copa del Mundo. La diferencia es reveladora.
EK: Revela sobre todo indiferencia, ignorancia y desdén con respecto al mundo.
PK: Lo que me preocupa es que contribuya a una especie de arrogancia: “Somos el ombligo del mundo.” Es como cuando los chinos pensaban que eran el “Reino de en medio”. Fui a una conferencia de mi distinguido colega Robert Dahl, el gran politólogo. Aunque tiene 84 años, está en plena forma. Habló de su nuevo libro, una reflexión sobre la democracia de Estados Unidos. El público quería saber todo de la democracia estadounidense (habían escuchado a Bush decir lo maravillosa que es). Pensaban que era una conquista fantástica. El libro de Robert Dahl tiene un capítulo en el que examina la carta constitucional de 45 países. Inclusive países como Singapur y Costa Rica. Dahl observa estas democracias y se pregunta: si consideramos que nuestra Constitución es la mejor del mundo, ¿por qué nadie nos ha copiado? Algunos de estos países tienen sistemas políticos presidenciales, otros tienen una democracia parlamentaria, algunos más una especie de presidente nominal, como Alemania, o una figura destacada de representación, como la reina. Pero nadie tiene este sistema constitucional de Estados Unidos, con un presidente dotado de grandes poderes. Bueno, vi al público y me di cuenta del desconcierto: ¿por qué no nos imitan? Y pensé de inmediato: si estas personas de clase media (que asisten por gusto a una conferencia) tienen un concepto tan alto de su propio sistema político, entonces las posibilidades de aprender de otros, o de verse como los ven los otros, son en realidad muy lejanas.
EK: Esto nos conduce naturalmente al terrible peligro de la arrogancia en el contexto imperial de Estados Unidos. Arrogancia y poder, ¿no son juntas —desde tiempo de los griegos— una fórmula para el desastre? Porque me parece que el Imperio Británico fue más sensible en ese aspecto, más responsable y consciente de su dominio, ¿no le parece? Tuvieron alguna sensibilidad hacia otras culturas. Y quizá por tenerla pudieron crear o propiciar, por ejemplo, el sistema parlamentario de la India.
PK: Bueno, había fascinación y curiosidad por otras culturas. Hubo siempre miembros jóvenes de la elite británica que viajaban por el mundo, transitaban por la India o África, y luego volvían para participar en el gobierno. En un principio, los británicos se empeñaron en modificar otras sociedades. Eso fue a principios del XIX, en la época del utilitarismo y el benthamismo; pero el gran motín de 1857 en la India les restó arrogancia. “Quizá esta gente no quiere un sistema parlamentario —pensaron; quizá quieren sacerdotes o marajás.” Había que proceder con más cautela, gobernar en forma indirecta.
En aquel entonces —para ser precisos—, la Gran Bretaña no era realmente una democracia. Gobernaba una elite. Todos sus miembros iban a las mismas escuelas, aprendían la misma historia, estaban formados en un sistema donde se premiaba el ingenio y el humor, se desconfiaba de los dogmatismos y los ideólogos. Esa actitud duró mucho tiempo.
EK: En cambio, en la Casa Blanca de hoy no hay una pizca siquiera de esa tolerancia (para no hablar de humor). Hay en la derecha conservadora una especie de religiosidad que ve el mundo en blanco y negro. Otras culturas políticas propician la diversidad, la diferencia, las tonalidades del gris. Los fundamentalistas dividen el mundo entre “los que están con nosotros y los que están en nuestra contra”, como Bush después del 11 de septiembre. Todo esto nutre la oposición contra Estados Unidos. El antiamericanismo es otro fenómeno mundial. Realmente “sobreextendido”.
PK: En el siglo XX hubo momentos en que Estados Unidos salió al mundo a participar en él. Pienso en la época de Woodrow Wilson, de Franklin D. Roosevelt a fines de la Segunda Guerra Mundial y, en cierta forma, pienso también en Kennedy. Ahora tenemos a Bush, listo para actuar en el planeta entero. Pero con Wilson, Roosevelt y Kennedy el mundo se mostró notablemente receptivo a la actitud estadounidense. Tenían esperanzas en Estados Unidos. Se decepcionaron casi siempre, pero tenían una imagen positiva. Ahora ocurre lo contrario: frente al despliegue de fuerza de Bush, el mundo reacciona con disgusto y miedo. Y no sólo en el mundo árabe. Me llamó un periodista holandés y me dijo que en los Países Bajos la gente le teme a Estados Unidos. Holanda es una pequeña cultura, muy equilibrada, donde se habla bien el inglés; no son los intelectuales franceses de izquierda. Y vea usted la proporción que alcanzaron las manifestaciones en Barcelona, Glasgow, Milán, Berlín, etcétera. Cientos de miles o millones de personas en Europa, el Canadá, América Latina, que decían: “¿Por qué están haciendo esto? ¿Por qué no pueden actuar a través de las Naciones Unidas, utilizar a los inspectores?”
EK: La gran ausente es la diplomacia. Wilson y Roosevelt tuvieron éxito, pero éste se debió, al menos en parte, a sus servicios diplomáticos. En el caso de México —me refiero a los años treinta—, Roosevelt nombró a un embajador de primer nivel, que había vivido la invasión de los marines en Veracruz en 1914, y por eso respetaba la sensibilidad mexicana. Se llamaba Josephus Daniels, y escribió un libro sobre su experiencia.
PK: Mi colega John Gaddis, especialista en la Guerra Fría, ha dicho: ¿Cómo basar una gran estrategia de largo plazo sólo en la fuerza militar? ¿Cómo fincarla sin una diplomacia responsable? La diplomacia debería ser un instrumento igual al ejército en la formación de la política mundial.
EK: Bueno, sí, la guerra es la continuación de la diplomacia, por otros medios.
PK: Y a veces la guerra es el fracaso de la diplomacia.
EK: ¿Eso fue lo que pasó en Iraq?
PK: Me parece que sí.
EK: ¿Pese a la rápida victoria?
PK: Así lo pienso. Un grupo pequeño de personas se negó a la solución diplomática. Cabe señalar que el problema no sólo fue culpa de Estados Unidos. Creo que Chirac fue torpe, arrogante e increíblemente vanidoso. Cuando se trataba de llegar a una resolución que significara una concesión por parte del Consejo, y los embajadores de la Gran Bretaña y Estados Unidos desplegaban una intensa labor de cabildeo (por ejemplo con los latinoamericanos y africanos), Francia anunció su veto “a cualquier resolución”, sin siquiera mirar el texto. Creo que eso le permitió a Rumsfeld decir que no valía la pena seguir haciendo un esfuerzo diplomático.
EK: El liderazgo político es un recurso que escasea hoy en día. Por ejemplo, en Estados Unidos, ¿quién está encabezando a los demócratas?
PK: Justo antes de la guerra, critiqué a dos organismos en ese sentido: el Consejo de Seguridad (en el que uno de sus miembros —Estados Unidos— despliega una inmensa arrogancia y lanza amenazas, y el otro —Francia— pone en práctica un doble juego). Y el Congreso de Estados Unidos, que posee una latitud considerable en cuestiones constitucionales sobre la guerra y la paz, y que sencillamente aprobó la propuesta de George Bush sin chistar. Y yo dije “¿dónde están ahora senadores como Fullbright o Moynihan para poner las cosas en su sitio?” No cabe duda: los individuos cuentan.
EK: ¿Y Blair? Tiene la pasta del líder…
PK: Debo reconocer que últimamente he llegado a admirarlo. He visto una serie de debates en la Cámara de los Comunes. Tuvo que responder a las más diversas preguntas. Es inteligente y tiene la elocuencia de la Oxford Union. No sólo eso: puede abrirse paso entre las posiciones de izquierda y de derecha y decir: éste es el principio moral de lo que estamos haciendo, ésta es la cara del mal, y así debemos proceder.
EK: En su libro menciona usted al Imperio Otomano. Me llama la atención que su “decadencia” haya durado tanto tiempo. Desde el sitio de Viena, en 1683, hasta 1918: mucho tiempo, ¿no le parece? Para mí, a la luz del presente, lo que prueba es la gran resistencia de la civilización islámica.
PK: Incidieron muchas cosas. Los turcos siguieron educando una elite burocrática, tenían la fuerza de la religión y un sistema administrativo relativamente descentralizado, de modo que no se sufría la dominación inmediata con dirigentes locales. Y algo más: las otras potencias conspiraban para no destruir ese imperio. Era “el elemento enfermo” de Europa, pero se temía que su desintegración condujera a una gran guerra.
También el imperio de los Habsburgo mostró una resistencia notable y por eso duró tanto. En 1815 ya había pasado su mejor época. Pero siempre que algún diplomático francés, ruso o británicoexpresaba dudas sobre el futuro de los Habsburgo, Hungría, Bulgaria (los eslavos del sur) preferían que continuara. Imagino sin dificultad a un futuro gobierno de Estados Unidos, digamos dentro de diez años, que diga lo siguiente: hemos invertido demasiado tiempo y esfuerzo tratando de ser el policía del mundo, hemos desviado demasiado nuestra atención, hemos gastado en exceso en el ejército, y lo hemos hecho en detrimento de otros intereses importantes. Nos retiramos.
EK: Estoy de acuerdo, salvo por una cosa: la amenaza terrorista. En mi opinión, esa amenaza mantendrá en pie el belicismo intervencionista de Estados Unidos.
PK: Es una nueva variable, pero, ¿qué le parece a usted la conjetura de que Estados Unidos no habría sido atacado si no hubiese sido por sus políticas en el Medio Oriente?
EK: Le contesto con su misma pregunta: ¿a usted qué le parece?
PK: No sé ¡¿quién sabe lo que piensa la gente?!
EK: Creo que, de todas formas, los terroristas islámicos habrían atacado, aunque fueran distintas sus políticas en el Medio Oriente. Y me parece francamente imposible que el gobierno estadounidense encierre al país en una “fortaleza”. No que yo lo apruebe, pero las cosas son así. Ya veremos cuando sobrevenga otro ataque. El terrorismo es la guerrilla en la aldea global. Y es que el terrorismo afecta por partida doble: extiende el poder de Estados Unidos y lo aísla a la vez. Porque también hay un nuevo aislacionismo, el miedo de visitar algunos lugares, de ser objeto de ataques.
PK: Desde hace diez o quince años, las consignas en todo el mundo han sido: modernización, desarrollo, globalización, integración. Y ahora hay esta larga lista de países a los que no se recomienda ir. Antes sólo eran Cuba, Albania y Corea del Norte, hoy la lista es larguísima. No es imposible imaginar un ataque de alguna banda de musulmanes fundamentalistas contra turistas en París, y entonces los estadounidenses ya no podrán ir a París.
EK: Y el propio fundamentalismo de Estados Unidos complica el panorama.
PK: …una especie de religión profana, con el dogma de la excepcionalidad estadounidense.
EK: Vi a Peter O’Toole en la televisión hace poco, elogiando a Katherine Hepburn. Dijo que Estados Unidos “es un país joven: cuando crezca entenderá la dimensión de esa actriz.” Me encantó, porque vengo de un país que, con todos los problemas del mundo, tiene profundidad histórica.
PK: De acuerdo. ¿Dónde están las primeras universidades del hemisferio occidental?
EK: En el orbe hispánico. En términos culturales y humanistas, el Imperio Español está muy subestimado (hasta por sus propios herederos). Pero hay muchos renglones fundamentales donde su desempeño fue notable. Hubo un sentido de libertad y una noción de igualdad cristiana de la que carecieron por completo los colonos protestantes en la América del Norte.
PK: Quizá el responsable fue Prescott, el historiador del siglo XIX, que escribió sobre la conquista del Perú y de México. Describe grandes crueldades y torturas, la huella de la Inquisición…
EK: Sí, habla de los “bárbaros”, igual que los westerns pintan a los aborígenes, pero en México los españoles incorporaron a los indios, mientras que en Estados Unidos los exterminaron. No pertenecían a la escala humana.
PK: Allí está, para probarlo, el pensamiento social de los jesuitas, la protección de los derechos de los indios.
EK: España ha sido muy mala propagandista de sus méritos históricos e imperiales.
PK: Como la presencia española en California. También allí construyeron mucho: los grandes conventos que hay a lo largo de la costa de California, la arquitectura, el arte, la combinación del arte local con el español. Para establecer esta serie de centros religiosos misioneros y gobernar esos remotos lugares, se necesitaba una estructura religiosa y de gobierno mucho más benigna.
EK: Comprensión, receptividad y voluntad de incluir otras culturas: al inicio del Imperio Español había esa actitud.
PK: Aunque no podemos olvidar la Contrarreforma.
EK: Ni la Inquisición.
PK: Aterró a generaciones.
EK: Fue, ahora lo vemos, una especie histórica del fundamentalismo.
PK: Considero que Felipe II de España era un fundamentalista.
EK: Quizá, pero alguna vez le escuché a John Elliott una frase que lo resume todo: España tuvo un Bartolomé de las Casas, el Imperio Británico no. Ahora podría agregar al imperio estadounidense. El modo en que un imperio (así sea informal, como el estadounidense) trata a los pueblos que domina es la clave de su permanencia, no política, sino histórica y moral. Los imperios —usted lo ha demostrado— nacen, crecen, se expanden, y tarde o temprano mueren. Algunos —como el efímero imperio soviético— dejan una estela de odio y desolación. Otros, como el Británico, dejan un legado de racismo y feroz explotación, pero también ideas e instituciones que perduran. España —a pesar de la Inquisición— dejó un idioma, una religión, una cultura incluyente e inclusiva y —sobre todo— el respeto a la libertad natural y la noción de igualdad cristiana entre los hombres. Estados Unidos nació excluyendo a las poblaciones indígenas, expandiendo su geografía sobre pueblos que no conocía o despreciaba, y desde hace varias décadas actúa en la arena internacional como el policía del mundo. Hay que enseñarle historia y literatura a ese policía, hay que poner frente a sus ojos la experiencia de los imperios pasados. Usted lo ha hecho ejemplarmente. Gracias por eso. ~