Descubriendo rostros distintos de Dios
Se dice que hacer teología es hablar de Dios. Pero hablar de Dios es, en cierto sentido, hablar de uno mismo. Porque de Dios hablamos desde nuestra propia perspectiva particular. No importa los esfuerzos que hagamos en el intento de ser objetivos. Nuestra impronta nos delatará de alguna u otra manera, sea por el lugar donde nacimos, nos formamos, caminamos o nos dejamos influenciar. De Dios no podemos hablar de otra manera sino con nuestro propio lenguaje humano, y este “racializado” , “generizado” (de género) y “culturizado”.
Por eso, compartir mi itinerario teológico es como compartir la vida y por lo tanto, soltar las amarras de lo que no se ve en mi discurso de Dios, pero da razón del contenido.
Pobreza sin conciencia: mi infancia
Se puede vivir pobre sin saberlo y se puede vivir feliz. Esto ocurre cuando se es una niña o un niño, y cuando todos los del barrio son pobres. Yo fui pobre y feliz. Tuve la libertad de los niños que andan descalzos en la calle y sin horarios fijos para ir a dormir. No padecí el sufrimiento de aquellos niños que sin hambre son obligados a comerse toda su comida. Porque no había mucha. Es ahora que caigo en la cuenta de que nuestra comida casi siempre era la misma –tortillas y frijoles– y las galletas del desayuno, acompañadas de café negro, eran contadas. Aún escucho el sonido de cada galleta contada, que mi madre dejaba caer en el plato de cada uno de mis hermanos y hermanas, y a la vista de todos para evitar pleitos. En una casa pequeña de 3 cuartos: una sala, un dormitorio y una cocina, viví la infancia con mis padres, 7 hermanos, una tía y un primo que se vino a la ciudad. En total vivíamos 12 personas en ese reducido espacio.
Fue mucho después que caí en la cuenta de que la angustia de mi madre era frecuente frente a cada horario de comida que se acercaba, especialmente en los tiempos en que mis hermanos mayores no tenían la edad para trabajar y ayudar a mi padre, un hombre incapacitado de la vista, bastante ausente y eternamente desempleado. Y a pesar de eso no puedo negar que fui feliz cuando era niña: jugué mucho con mis hermanas cercanas a mi edad y con los amiguitos del barrio. Nada se me prohibió que yo recuerde: jugué con agua y tierra, todo lo que quise; con todo tipo de juegos sean de varones o de niñas, sin supervisión ni censura; toqué todos los animales a mi alcance, excepto los venenosos, según mi mamá, y fui a todas partes sin que se me negara el permiso. Las palabras de mi madre eran: tú sabrás lo que es mejor para ti. La única restricción y severidad de mi madre era el estudio. Cumpliendo con eso tenía todo el mundo a mis pies.
Mi mamá era de esas que se encargaba de tragarse todo la angustia y sufrimiento de la pobreza para que los hijos sean felices. Pero al cumplir los quince años, la edad para trabajar, era imposible mantener ese mundo feliz en una ciudad industrial al norte de México, como Monterrey, llena de contrastes entre ricos pobres. No me tocó experimentar la amargura de esa realidad porque a los 15 años me fui de la casa a la Ciudad de México a vivir con mi hermana mayor que se había casado con un pastor de ese lugar.
A pesar de que crecí con un margen mayor de libertad que los niños de clase media, había en mi casa y entre los amigos claros límites con respecto a lo bueno y lo malo, más que desobedecer, lo malo era, robar, traicionar, dañar, mentir, prostituirse o matar. Estos supuestos eran concebidos y asumidos por los niños, tal vez inconscientemente. Venían principalmente de la iglesia.
Si hoy día me dedico a la educación y producción teológica mucho tiene que ver la iglesia en la cual crecí. Una iglesia presbiteriana, pequeña, que se convirtió en el centro de la vida social de muchos de nosotros de la colonia Hidalgo. A pesar de ser ideológicamente conservadora, allí aprendí a ser persona con palabra, a ser líder, y sobre todo a estar muy cerca de Dios. La iglesia era como un segundo hogar en donde se aprendía mucho pero también se jugaba todo el tiempo. Ahora, como teóloga, me doy cuenta de tantas concepciones erróneas que escuché. Caigo en la cuenta, por ejemplo, de que ese Dios cercano era intimista e imparcial. Sin embargo, el haberme hecho sentir ser una persona con palabra y el haber aprendido a sentir la cercanía de Dios, son dos cosas por las cuales estaré siempre agradecida a la iglesia.
Esta inicial historia de vida marcará en cierto sentido mi futura teología. Ciertamente mi percepción del rostro de Dios irá cambiando en mi pensar teológico al paso de los años. Pero la experiencia de pobreza me ayudará a entender teológicamente con mayor facilidad el mundo de los pobres y discriminados, así como un nuevo rostro de Dios en el encuentro con ese mundo.
El Dios de la calle y de los pobres: mi formación
Muy joven, a los 18 años, ingresé a estudiar teología en el Seminario Bíblico Latinoamericano, ubicado en Costa Rica. No pude estudiar en México simplemente porque en la iglesia presbiteriana las mujeres no teníamos acceso a los estudios superiores de teología, sólo los varones.
Aquí mi mundo teológico dio un vuelco, no sólo porque las ciencias bíblicas me quitaron la venda de los ojos, sino porque me di cuenta que el Dios que conocía era muy chico. Descubrí diferentes rostros de Dios. Primero descubrí al Dios que se sale del templo a las calles. Como no había iglesia presbiteriana asistí a la metodista y asumí la frase de Wesley: “el mundo es mi parroquia”, pero con una significación muy propia: la del secularismo. Bultman y Barth y otros teólogos europeos se debatían entre algunos profesores pero yo en ese entonces no los entendía mucho. Más me gustaban las “Oraciones para rezar por la calle” de Michel Quoist,(¿?) “Oraciones a Quemarropa” de Luis Espinal y El cristiano como rebelde de Harvy Cox. Vivir la fe fuera de las paredes del templo me parecía altamente revolucionario y bonito allá por el 69, al inicio de mis estudios. Siempre me gustó la literatura, así que más tarde, mientras hacía la licenciatura en Teología, estudiaba asimismo literatura y lingüística en la Universidad Nacional.
Lo mejor que me ha pasado en “mi vida teológica” es haber descubierto al Dios de los pobres. Es decir, el rostro del Dios misericordioso que se indigna frente a la injusticia y opresión y opta por los excluidos de la sociedad. A la Teología de la Liberación le debo esta descubierta. Durante la segunda mitad de los 70 y la primera de los 80 nuestro contexto latinoamericano exigía nuevos rostros de Dios que respondieran a una realidad de lucha generalizada en muchos de los países. Las ciencias sociales, especialmente la sociología y más tarde la economía política, habían puesto al descubierto la realidad de dependencia y explotación del continente. Se necesitaba de una transformación radical. A los ojos de los teólogos, el desfase entre los discursos teológicos que manejábamos, productos del norte, y nuestra realidad era evidente. Los documentos de Medellín que tanto citan los católicos cuando se habla del inicio de la TL, no son el punto de partida de un nuevo quehacer teológico latinoamericano. Son simplemente la sistematización de lo que se estaba gestando, exigencia de una realidad que pide ser pensada teológicamente de manera pertinente. Porque no son las ideas (de un documento) los motores de un pensar nuevo, sino las vivencias. La tesis doctoral de Rubén Alves, publicada bajo el título Religión, opio o instrumento de liberación, teólogo presbiteriano, circulaba a principios de los 70 entre nosotros los estudiantes como el libro más novedoso. Poco después llegaron a nuestras manos el libro de Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación y el de Hugo Assmann. Pueblo oprimido, señor de la historia. Aquellos momentos eran difíciles por la represión de las dictaduras en el sur y en Centroamérica.
En 1976 se formó en Costa Rica el DEI, Departamento Ecuménico de Investigaciones, yo ingresé, siendo aún estudiante, muy joven y sin mucho recorrido, a formar parte del equipo de investigadores. Se trataba de un grupo de intelectuales cristianos de distintas disciplinas que discutían temas desde la economía y la teología. Esa fue otra escuela para mí. Las armas ideológicas de la muerte, de Franz Hinkelammert , fue la primera obra que publicó el DEI y que se discutió en equipo. Y tengo que decir que esta es una de esas obras que han marcado mi pensamiento hasta hoy día.
Durante la efervescencia revolucionaria en Centroamérica a finales de los setenta y principios de los ochenta se me develó con fuerza el rostro del Dios liberador y el del Jesús histórico de Nazaret que por su práctica por la justicia fue condenado a muerte por la ley romana. Además se hizo sentir, a través de las comunidades cristianas de base en toda América Latina, una nueva manera de ser iglesia. Del 78 al 86 viví intensamente la historia marcada por la revolución, juntamente con mi esposo José Duque, con quien me había casado en el 75. A veces pienso que no hacíamos historia, sino que la historia nos hacía. A pesar de vivir en Costa Rica, creo que cada paso que dábamos, o pensamiento que creábamos, respondía a las exigencias de una historia en tiempos de guerra. Porque Centroamérica era como un solo país. Muchos experimentamos la muerte, tortura o desaparecimiento de amigos o parientes. Varios talleristas del DEI, amigos nuestros, fueron desaparecidos al regresar a sus países. Hoy día, la sala de los profesores de la Universidad Bíblica Latinoamericana lleva el nombre de Noel Vargas, un estudiante nicaragüense, pentecostal asesinado en Nicaragua durante el tiempo de la guerra de baja intensidad apoyada por USA. Yo todo lo llevaba a la teología: los pobres, los ricos, la lucha, la sangre, el amor, la solidaridad, la violencia, en fin la vida, la mujer. Mucho me gusta hasta la fecha hacer meditaciones bíblicas. Así que leía la Biblia selectivamente y casi en toda la Biblia encontraba al Dios liberador de los pobres. Ahora caigo en la cuenta de que cerraba los ojos frente a los textos bíblicos opresores y patriarcales. Reflexionar sobre la vida era el tema fundamental. Entre más sangre derramada había en Guatemala, el Salvador y Nicaragua más teologizábamos sobre la vida. Mi segunda obra fue un librito de lecturas bíblicas para las comunidades, llamado La hora de la vida, escrito en 1978.[1] El tema de la vida aparece siempre en mis escritos, sin proponérmelo. Incluso hoy sigo escribiendo sobre la vida, pero desde otro contexto.
A principios de los 80 se inició una represión algo clandestina en Costa Rica, el país de más tradición democrática en Centroamérica. La palabra Cuba y Nicaragua eran malditas, así como la palabra teología de la liberación. . Allanaron al DEI; el Seminario Bíblico Latinoamericano era vigilado frecuentemente por la Seguridad y migración llegó con frecuencia a solicitar los papeles de los estudiantes extranjeros, que son la mayoría. Yo estaba en la lista, de manera que no hubo un solo día del 80 al 86 cuando llegaba a Costa Rica de algún viaje, que no se me detuviera en el aeropuerto para interrogarme en una salita exclusiva de Seguridad. Dentro de las iglesias evangélicas había en ese tiempo una gran tensión ideológica. Ya enseñaba en el Seminario Bíblico, una institución ecuménica, que hoy es la Universidad Bíblica Latinoamericana y que fue tachada de entrenar guerrilleros, lo cual era una acusación muy grave. Pero en ese entonces no se podía estar en medio, o se estaba con la revolución o no se estaba. Los tiempos eran difíciles para la iglesia oficial, católica o protestante. Las iglesias tenían que dar la cara por sus muertos creyentes y militantes que aparecían tirados en las calles o barrancos en los países de dictadura, y eso generaba grandes tensiones y discusiones dentro de ellas. Temas eternos de discusión eran Fe y política, violencia, Reino de Dios e historia humana, oración y acción, Fe y obras, los ricos también son buenos, etc. Nuestra teología era atrevida, para muchos se salía de la ortodoxia. Así que la lucha se tenía en dos frentes frente a la situación de represión y frente a los dirigentes conservadores de la iglesia. No podemos decir que todos, porque parte de la jerarquía entendió que la teología que surge de situaciones límites pude traspasar las fronteras de la ortodoxia si es necesario. La muerte de Monseñor Romero en el 80 fue de gran inspiración para todos, protestantes y católicos.
Para mí la teología no era ni es debatir ideas interesantes, independientemente de la realidad. Es expresar experiencias de vida en situaciones particulares que reflejan ausencia o presencia de Dios. La teología se vive. Recuerdo aún las liturgias de esos tiempos y su densidad teológica. Realmente era como si la sangre de los mártires actualizara la muerte de Jesús. Por eso, si bien experimentamos el rostro liberador del Dios de los pobres, igualmente sentimos el rostro del Dios que sufre, del Dios crucificado.
Mujer y teóloga
Las mujeres envueltas en la teología de la liberación a finales de los 70 y principios de los 80 poco hablamos de una teología feminista. Vivíamos en un contexto demasiado politizado y nuestra visión de mundo era muy ideologizada. Feminismo significaba infiltración del imperio norteamericano y veíamos a los movimientos feministas Latinoamericanos como imitaciones del primer mundo que dividían la lucha. Por otro lado, los movimientos feministas de América Latina se distanciaban de los cristianos por considerar a la religión cómplice en el sometimiento de la mujer. Ambos sectores estábamos equivocados, y ambos perdimos los valiosos aportes respectivos. Grupos de mujeres de iglesia, miembros de los diversos movimientos feministas, hicieron el puente de la comunicación. Por otro lado, la revolución sandinista, con cristianos y cristianas involucrados, logró en parte cambiar la visión sobre la religión a muchas mujeres del movimiento del feminista. Y varias teólogas, especialmente de Estados Unidos, nos sorprendieron positivamente con sus aportes teológicos y exegéticos.
Nuestro primer encuentro como mujeres teólogas fue en México a finales del 79. En esos momentos comenzamos a vernos como sujetos femeninos de producción teológica. Y este paso fue cambiándonos poco a poco. Recuerdo que no teníamos herramientas de análisis y nos costaba mucho pensar como mujer. Sin embargo descubrimos una clave para hacer teología desde la mujer dentro de la Teología de la Liberación: La mujer es doblemente oprimida, pues a su condición de pobre se le añade su condición de mujer discriminada. En el 80 yo escribí un artículo que circuló por muchas partes y fue traducido a varios idiomas: “La mujer que complicó la historia de la salvación”. La relectura se trataba de Agar, la mujer que sufrió una triple opresión por parte de Sara y Abraham, por su clase, raza y sexo. Insistíamos que no podíamos hablar de la mujer en términos abstractos, pues había lucha de clases y discriminaciones entre mujeres. Para este entonces nuestro lenguaje no era nada inclusivo.
Más tarde las mujeres teólogas fuimos profundizando lo que significaba hacer teología con ojos de mujer. En 1985 nos reunimos en Argentina y la producción de ese encuentro permite ver dónde estábamos. El libro que edité se llamó El rostro femenino de Dios. En el se recogen ponencias como “Hacer teología desde la óptica de la mujer”, “Yo siento a Dios de otro modo”, “Cristología desde la mujer”, etc. Todas las ponencias apuntaban hacia la necesidad de contar con un discurso teológico diferente cuando se hace teología con ojos de mujer. Se rechazaba el discurso analítico y racional como el único discurso válido en el quehacer teológico. Se hablaba de la importancia de la ternura dentro de la lucha revolucionaria. No era suficiente la praxis de la justicia, se necesitaba también la praxis del cariño entre hombres y mujeres para “sanar juntos las venas abiertas de América Latina”.
En el 85 defendí mi tesis de Licenciatura en Literatura y Lingüística en la Universidad Nacional. Ya había decidido dedicarme sólo a la teología, pero quería cerrar el episodio de los estudios de literatura que había iniciado en 78 y concluido en el 83. Para la tesis trabajé el texto del “Cantar de los Cantares” desde una perspectiva secular, como poemas universales de amor humano. Analicé el erotismo del signo lingüístico, intentando descubrir el punto del placer que causa la lectura al lector. A pesar de que me causó mucho placer escribir esta tesis, y es de los pocos de mis escritos que leí después, pues odio leer mis propias cosas, nunca fue publicado. Creo que el manuscrito fue como un escrito clandestino en medio de la lucha revolucionaria. El placer era una dimensión difícil de sacar a la luz, frente a la militancia política. Yo constaté, sin embargo, que esa experiencia placentera no era sólo mía, de alguna manera la teníamos todos y todas en lo cotidiano, al margen de las publicaciones. Aunque el trabajo sobre El Cantar nunca fue publicado, he encontrado bastantes copias clandestinas que corrían entre teólogos y biblistas.
En este tiempo (1985) también publiqué el libro de entrevistas sobre la mujer a teólogos de la liberación. Entrevisté a todos los teólogos más conocidos de América Latina; aprovechaba nuestros encuentros de teología y en cualquier país del mundo o en cualquier rincón los entrevistaba. Aquellos que habían sido mis maestros los sentía como amigos. Hoy son además mis colegas. De manera que para mí era importante que se esforzaran por pensar en la situación de las mujeres e incluyeran su perspectiva en su producción teológica. Una teóloga amiga decía que los teólogos eran de buena voluntad pero que necesitaban voluntad, es decir voluntad política para abrir los espacios eclesiales y académicos a las mujeres.
Por el distanciamiento con el feminismo y una visión demasiado reducida a la lucha de clases hacíamos teología feminista sin herramientas científicas que ayudaran a entender mejor la opresión de las mujeres. Revaloramos mucho la capacidad de las mujeres de dar vida, pues el tema fundamental era la vida. Buscamos el lado femenino de Dios en las imágenes bíblicas. Más tarde caímos en la cuenta de que estábamos reforzando valores que la sociedad había asignado a las mujeres, como el sacrificio, la maternidad y la ternura.
Hacia finales de los 80, ya varias mujeres estábamos escribiendo nuestras tesis doctorales en diversas universidades del mundo. Mi familia esposo y dos hijos, y yo nos fuimos a Lausanne, Suiza. José y yo decidimos hacer nuestro doctorado en la Facultad de Teología de la Universidad de Lausanne. A nuestro regreso, en el 90, la situación era totalmente diferente. El mundo había cambiado. El movimiento popular estaba muy debilitado y se implantaba por doquier el modelo económico neoliberal de mercado libre.
También dimos un vuelco las mujeres en nuestro pensamiento. Ya varias teólogas se habían introducido en el estudio serio de teorías feministas. Las teorías de género nos ayudaron a ver el mundo diferentemente y a autocriticarnos. Ivone Gebara decía que lo que habíamos hecho era teología feminista patriarcal. Y tenía razón. No salimos del mismo marco teológico de la ortodoxia cristiana y este definitivamente es patriarcal. La trinidad, la cristología, la eclesiología son construcciones occidentales patriarcales. Teníamos muchas preguntas y las teorías de género hasta la fecha son aquellas que nos desafían a deconstruir y reconstruir el pensamiento teológico o la hermenéutica bíblica. Temas sobre el cuerpo, el derecho al placer, la cotidianidad, entraron con más fuerza. El desafío para la teología feminista latinoamericana en esta década es grande: deconstuir y reconstruir la teología de una manera holística y a la vez incorporar el desafío de los excluidos que sobreabundan por las políticas económicas del mercado libre.
El Dios de la gracia y su ausencia. El hoy
Siempre me gustó el estudio de la Biblia, más la hermenéutica. Me gusta descubrir sentidos nuevos al texto, que digan su palabra a la realidad inmediata que la reclama. La mayoría de mis producciones, libros y artículos van en esa línea. En mis estudios de licenciatura del Seminario Bíblico Latinoamericano trabajé más el Antiguo Testamento, y en mis estudios doctorales en Suiza, el Nuevo.
Yo quería en mi tesis doctoral hacer una contribución a la Teología de la Liberación, como teóloga protestante. Los conservadores atacaban a la Teología Latinoamericana de pelagiana. La justificación por la fe era un tema clásico que quería releerlo desde la perspectiva de los excluidos. Ahora me alegro haberlo hecho, pero el primer año casi me arrepiento porque todas las lecturas que hacía sobre el tema, incluyendo los diálogos entre los luteranos y el Vaticano, las encontraba tremendamente aburridas y sin mucho aporte para el contexto en el cual me movía. Recibíamos los informes de la comisión de derechos humanos en Centroamérica, y leíamos las noticias sobre el número de muertos mensuales en Colombia y yo me percataba que la justificación por la fe no tenía nada que decir a esa realidad que era nuestra realidad. Hasta podía ser contraproducente porque se enfatizaba el perdón gratuito al impío. Decidí entonces trabajar la carta de Pablo a los Romanos. Yo había trabajado la Carta de Santiago, incluso había publicado un pequeño libro sobre la epístola (Santiago, una lectura latinoamericana de la epístola, 1985). Sin embargo, después de meterme a fondo con la Carta a los Romanos, esta me fascinó. Pablo dejó de ser el tradicional misógino para mí y se convirtió en aquel teólogo-misionero que, tal vez sin proponérselo, por su crítica a la ley y el concepto de pecado y gracia, daba en el centro del problema de la opresión y muerte, propio de todos los sistemas e instituciones. Descubrí la fuerza liberadora de Pablo al trabajar el primer siglo y ubicar su epístola en los tiempos del Imperio Romano. Esta una de las claves que me llevó a poder releer la carta a la luz de las leyes del mercado hoy que generan la exclusión de miles de personas. Para mí la justificación por la fe finalmente entraba en las fronteras de la historia humana, y dejaba de lado toda una discusión de siglos sobre la dicotomía fe y obras o sobre la iniciativa primera de Dios y el pesimismo antropológico paulino o sobre el lado forense o creacional de la justificación. Mi tesis doctoral fue publicada en Español en el 90 bajo el título Contra toda condena. Tengo que decir que la reflexión sobre el perdón quedó trunca, porque justo cuando escribía sobre él, el ejército asesinó a los Jesuitas de El Salvador. Me fue realmente difícil escribir sobre el perdón en esos momentos. Creo que este trabajo ha sido un buen aporte para los estudios paulinos. Muchos artículos he escrito que van en la línea de la gracia y la libertad en la sociedad meritocrática y mercantil de hoy.
A esta década de los 90, que a veces nos parece un tiempo sin horizontes claros, sin Dios, por la realidad de pobreza extrema, de insensibilidad y de escasez de utopía, la he encontrado, sin embargo, desafiante y rica. Trabajamos diferente ya no somos el bloque de teólogas y teólogos que pensábamos en bloque respondiendo a la represión de la sociedad o de la iglesia. Y no es porque no la haya. Creo que la unidimensionalidad de la globalización y el debilitamiento del movimiento popular nos abrió muchos frentes. Todos ellos válidos. Podríamos decir que tal vez gracias al debilitamiento popular hegemónico la voz de los indígenas se oye con más fuerza, así como la de las mujeres y los negros de América Latina. Cosas muy buenas están pasando con la irrupción de estos sujetos específicos. Sus aportes teológicos novedosos y desafiantes nos llevan a ampliar la perspectiva teológica de la liberación. El tema de la ecología toma finalmente importancia entre varios teólogos y teólogas. El ecofeminismo va aportando también en esa línea. Ahora se valora mucho lo cotidiano, como categoría hermenéutica y para muchos, incluyéndome a mí, el desafío del cambio estructural sigue estando allí. Creo que hay conceptos a los cuales no debemos renunciar pero sí reestructurar o repensar, como por ejemplo la categoría de sujeto. El equipo del DEI está retrabajando el concepto. Ya no es aquel concepto marxista, en el cual el sujeto es el proletariado protagonista de la historia, sino un sujeto viviente aplastado pero rebelde frente a la ley. Un sujeto viviente concreto que se manifiesta a través de su lugar social genero y raza. Para las mujeres, los indígenas y los negros la categoría de sujeto es importante, pues ahora que tienen voz y quieren ser sujetos, no es justo, dicen, que se les niegue el derecho de hacer su historia.
A finales de los ochenta se había encendido la mecha de la lectura popular de la Biblia. Hoy es una de las actividades más sólidas de biblistas de la liberación. Se redescubrió masivamente la Biblia con nuevas claves hermenéuticas. Yo me incluyo en este sector. Formamos RIBLA (Revista Bíblica Latinoamericana); se establecieron los talleres intensivos (CIB), y la red de biblia. La revista presenta relecturas bíblicas en donde las ciencias bíblicas se alían con la pertinencia pastoral del texto para la situación latinoamericana. Los talleres son cursos intensivos de biblia por seis meses, en algún país de América Latina, con participantes de todo el continente y con insumos de los diferentes biblistas de la liberación.
Mi última publicación en biblia es una relectura del Eclesiastés. Cuando los horizontes se cierran. En ella intento descubrir en el sabio Qohélet palabras de sabiduría que nos ayuden a sobrevivir en tiempos de sequía mesiánica. Porque a nivel global, estamos viviendo acá en América Latina una sequía mesiánica a la par de tantas catástrofes por la guerra o por la naturaleza. Mi preocupación hoy es cómo afirmar la vida concreta y sensual en tiempos de desesperanza, y cómo hacer un llamado a la solidaridad en una sociedad de mercado en la cual la eficacia, la competencia y la exigencia de modernización tecnológica, se colocan como rivales de la solidaridad y la misericordia frente al sufrimiento que causa la exclusión y la violencia de todo tipo.
Creo que es posible soñar a pesar de la “moderna cultura de desesperanza”, es un derecho al cual no podemos renunciar frente a la frase dominante de muchos intelectuales, cuando insisten, “no hay alternativas”, “hay que ser realistas”. Creo también en la solidaridad y en la lucha por la vida, al nivel local e internacional, a pesar de que para muchos suena algo anacrónico. Sueños y solidaridad por una sociedad donde quepan todos y todas son dos dimensiones humanas que no quisiera perder a principios de este tercer milenio.
[Fuente: Elsa Tamez. “Descubriendo rostros distintos de Dios.” En Juan José Tamayo y Juan Bosh, editores. Panorama de la teología latinoamericana. Cuando vida y pensamiento son inseparables. Estella (Navarra): Verbo divino, 2001, págs. 647-659.]
Nota
[1] Mi primera obra publicada había sido un diccionario conciso Griego-Español, solicitado por las Sociedades Bíblicas Unidas; lo escribí en el 1974 a mis 23 años.