Mark Anspach
En el altar del mercado, las víctimas son anónimas
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Entrevista realizada por Yannick Blanc y Michel Bessières , escritor y periodista del Correo de la UNESCO, respectivamente.
Abraham e Isaac. El origen de la toma de conciencia “anti-sacrificial”.
Los economistas y los antropólogos del intercambio
Adam Smith (1723-1790) propone dejar rienda suelta a las rivalidades entre individuos, ya que al conjugarse producen el orden. Para aludir a este fenómeno inventa la metáfora de la “mano invisible del mercado”.
Marcel Mauss (1872-1950) estudia en su Essai sur le don los sistemas de intercambios rituales de los aborígenes de América y de la Melanesia. Para él, el don es un “hecho social total”, a la vez religioso, económico, político, matrimonial, jurídico… Actualmente el Movimiento Antiutiliario en las Ciencias Sociales (MAUSS) se inscribe en su filiación y critica el reduccionismo económico (www.revuedumauss.com).
En Les structures élémentaires de la parenté, Claude Lévi-Strauss analiza el matrimonio como una forma de reciprocidad entre grupos aliados, pero no explica su origen (ver Lucien Scubla, Lire Lévi-Strauss, Odile Jacob, 1998).
René Girard enseña en Estados Unidos desde 1947. Con sus trabajos remontamos a los fundamentos violentos de los intercambios. En todas las relaciones humanas existe, según él, el mecanismo de la rivalidad mimética, expuesto en su primera gran obra, Mensonge romantique et vérité romanesque. No deseamos nada si no lo desean los demás. Cuando esta rivalidad contagiosa se apodera de toda una comunidad, sólo desaparece cuando el “todos contra todos” se convierte en “todos contra uno”. Se mata a un adversario y resurge la paz. La víctima es percibida entonces como todopoderosa, por haber sido capaz de restaurar el orden. En su libro, La violence et le sacré explica cómo lo sagrado tiene su origen en el sacrificio. En Le bouc émissaire desarrolla la idea de que los textos cristianos han erosionado a la larga esta violencia fundadora. Su última obra publicada es Je vois Satan tomber comme l’éclair (Grasset, 1999). En la revista inglesa Contagion aparecen reseñas de los trabajos de investigadores “girardianos” (http://theol.uibk.ac.at
/cover/index.html).
En las grandes metrópolis mueren cada año centenares de personas sin hogar de las que se ignora hasta el nombre. A juicio del etnólogo estadounidense Mark Anspach, la economía de mercado exige, en nombre de la eficacia, que todos podamos ser sacrificados en medio de una indiferencia casi general.
Usted estudia los intercambios tanto en las sociedades primitivas como en la sociedad mercantil. ¿Se dan en todas partes las mismas transacciones?
No. Según ellos, el intercambio cumple una mera función instrumental. Usted vive en una comunidad que produce ñame y yo en una que cría cerdos, así que vamos a proceder a un trueque para variar nuestra dieta alimentaria. Un buen día, con objeto de facilitar las transacciones, vamos a inventar un sistema de equivalencia entre nuestros productos, la moneda. Sin embargo, como han demostrado todos los antropólogos, Marcel Mauss en particular, la forma principal de intercambio en las sociedades llamadas “primitivas” es el don, que va mucho más allá de la racionalidad económica.
¿Quiere usted decir que el hombre no inventó el trueque para subvenir a sus necesidades materiales?
En las sociedades “primitivas”, cada familia puede perfectamente producir lo necesario para su subsistencia. Sin embargo, hacen intercambios. ¿Por qué? Por intercambiar –por entablar relaciones con los demás, por entrar en el círculo de las reciprocidades positivas, que son el fundamento de la vida en la sociedad. Negarse a un intercambio, guardar para sí lo que uno tiene, equivale a solazarse en una especie de goce incestuoso, como señala Claude Lévi-Strauss, que cita a este respecto un proverbio de Nueva Guinea: “Tu propia madre, tu propia hermana, tus propios cerdos, tus propios ñames, no te los puedes comer. Los de los demás, puedes comerlos”. Si uno se come sus propios ñames, el vecino pensará que son mejores que los suyos, y se pueden llegar a enturbiar las relaciones.
¿Y si los ñames son totalmente idénticos?
Incluso en este caso puede surgir esa rivalidad que el pensador René Girard (ver recuadro) denomina “mimética”, y que está basada en la imitación recíproca. El vecino que lo ve a uno engullendo sus ñames tendrá ganas de hacer lo mismo, o sea, comérselos. Lo que es deseable para uno pasa a ser deseable para el otro. Pero si trata de apoderarse de los ñames, encontrará resistencia. Lo que es deseable para el otro se vuelve igualmente deseable para uno. Por una insignificancia se puede llegar en seguida a las manos. Las prohibiciones rituales sirven para prevenir las rivalidades de este tipo. El tabú del incesto, por ejemplo, evita que los hombres se peleen por las mujeres más próximas, las de la propia familia. Un crimen pasional podría provocar una crisis general. Nos cuesta imaginar el peligro que representa la menor desavenencia en una comunidad sin policía ni aparato judicial. Todo derramamiento de sangre puede ser fatal, como para un hemofílico. Si uno mata a su vecino cuando está tratando de quitarle los ñames, sus familiares se encargarán de venir a ajustarle las cuentas, y así sucesivamente. Las venganzas en cadena pueden enredar a todo el mundo en el engranaje de la violencia.
¿No revela esto una naturaleza esencialmente violenta del hombre?
El hombre no es esencialmente violento, es esencialmente social. Una vez que ha satisfecho sus instintos naturales —alimentarse, reproducirse— sigue sintiendo una carencia. Desea algo, pero, ¿qué? Desde Freud creemos que el deseo es lo más individual e íntimo del hombre. Según René Girard, semejante idea es un mito romántico, y el hombre, por el contrario, no sabe lo que quiere, tiene que aprenderlo. Y lo aprende de la misma manera que aprende todas las cosas primordiales de la vida: observando e imitando a los demás. El ser humano es un ser incompleto que nace en una dependencia radical de sus semejantes. No es sorprendente que lo fascinen. Pero es precisamente a causa de esa fascinación por lo que con tanta facilidad entra en conflicto con ellos y se deja arrastrar a veces a las peores violencias.
Todas sus explicaciones presuponen una naturaleza humana universal.
Creo que hay que ser firme en este punto: sí, hay una naturaleza humana universal. Esto no significa que los hombres sean idénticos en todas partes. Como el hombre no sabe por instinto lo que quiere hacer con su vida, la cultura ha de ofrecerle respuestas. La gama de éstas varía, por descontado, de una cultura a otra. Lo que es universal no es un determinado modelo de comportamiento, sino la necesidad misma de tener modelos. Si el hombre no sabe qué desear, si cada cual tiende a desear lo que desean sus semejantes, la cultura tiene que canalizar los deseos de modo que no converjan constantemente en los mismos objetos. Hay que romper el círculo vicioso de los deseos recíprocos –en el que a cada uno se le antoja lo que le apetece al otro, si no se quieren desencadenar venganzas recíprocas. La regla paradójica de la vendetta exige matar al que ha matado. ¿Y el que ha matado al que había matado? Ya estamos otra vez en un círculo vicioso.
Y, ¿cómo se puede salir?
Lo que me interesa es, precisamente, observar cómo se pasa de los círculos viciosos a los círculos virtuosos, de las reciprocidades negativas de la violencia a las reciprocidades positivas del don. En la venganza cada cual responde a la ofensa del otro, cada uno reacciona a lo que el otro ya hizo. En el fondo, esto implica dejarse dominar por el pasado. En el intercambio de dones, por el contrario, hay una orientación hacia el futuro y una anticipación del deseo del otro. En lugar de esperar que el vecino venga a robarme los ñames, se los regalo hoy, con tal de que él haga otro tanto mañana. En cuanto uno da, el otro queda obligado a dar a su vez. Ésta es una circularidad positiva.
¿Que permite esquivar la violencia?
Sí, pero por una última violencia, inmolando una víctima “sacrificable”, es decir, cuya muerte no origine vengan-
zas dentro del grupo: un esclavo, un prisionero enemigo, un animal… En un rito de paz descrito por el etnólogo Raymond Jamous, el homicida lleva a los suyos al territorio de su víctima y se ofrece él mismo como nueva víctima, anticipando el deseo de venganza de los de enfrente. Pero en vez de matar al asesino —como harían de proseguir el ciclo de la venganza—, sacrifican un animal, que los miembros de los dos campos comen juntos para sellar el fin de las hostilidades. No sólo esta víctima no será vengada, sino que además, gracias a ella, se celebra un banquete que pone en marcha la reciprocidad positiva. El rito que marca el fin de la vendetta realiza la transición de la violencia recíproca de la venganza a la reciprocidad no violenta del don.
¿Cuándo aparece el intercambio mercantil en sustitución del don?
Empecemos por ver qué distingue uno de otro. Cuando alguien me regala tantos carneros, conchas, escudos… me está dando la medida de su prestigio, y yo he de corresponder con algo que sea al menos equivalente. El pago monetario, por su parte, pone fin a la relación, exime de toda obligación de correspondencia. Una transacción mercantil no crea vínculos entre vendedor y comprador. Así como el don rompe el círculo de las venganzas, la moneda rompe el círculo del don. Me he preguntado cómo podía surgir una transacción así en un contexto ritual. En los textos védicos de la India antigua se ve que el pago monetario empieza con la retribución del sacrificador, un brahmán que lleva a cabo una tarea peligrosa y al que se prefiere mantener a distancia. En el universo griego, la moneda está asociada a la figura del tirano. Es un usurpador, un rey cuya legitimidad no procede de las estructuras tradicionales, que para sortear el sistema de obligaciones recíprocas que él mismo desmantela, tiene que recurrir a mercenarios a los que con la moneda paga un “sueldo”. La guerra, actividad ritual, se convierte en actividad profesional. En nuestras economías monetarias, todas las transacciones implican ese “guardar las distancias” inicialmente reservado a los especialistas de la violencia ritual.
Entonces, según usted, ¿el intercambio mercantil tiene su origen en los sacrificios rituales?
En estos ejemplos es ya visible el afán de alejar a los ejecutores del sacrificio. Más tarde se suprimirá el sacrificio mismo. Toda nuestra historia es un largo proceso de toma de conciencia “antisacrificial”. Primero se reemplaza al hombre por una víctima animal, como en la historia de Abraham e Isaac. Luego, un día se vacila en degollar al animal. René Girard atribuye el origen de esta toma de conciencia a los textos bíblicos, en particular a los Evangelios. También se pueden encontrar mensajes antisacrificiales en otras tradiciones, el budismo, por ejemplo. Pero no hace falta ser cristiano para coincidir en lo esencial con los análisis de René Girard o para preguntarse con él por las consecuencias de la decadencia de los ritos y los mitos religiosos. Si los ritos sacrificiales, aun causando víctimas, permiten evitar violencias peores, ¿qué pasa al no haber ritos? Sabemos que la humanidad progresa siempre a trompicones, con pasos hacia delante e, inevitablemente, pasos hacia atrás. No obstante, me parece muy importante defender la noción de progreso. Sigue habiendo víctimas, pero ahora se considera vergonzoso perseguirlas: es un progreso.
Hemos aprendido a reconocer a las víctimas, pero nuestra moral tolera bien la economía de mercado, que también produce víctimas de otro tipo.
La transacción monetaria suprime el nexo entre las partes en el intercambio, elimina las obligaciones de reciprocidad. Si el vecino pasa hambre, uno no está obligado a darle de comer; si lo expulsan de su casa y se muere de frío, uno no tiene el deber de vengarlo. Como observa el filósofo canadiense Paul Dumouchel, la eliminación del deber de venganza evita que la violencia se propague de un individuo a otro, pero universaliza al mismo tiempo la categoría de las víctimas “sacrificables”, aquéllas por cuya muerte no habrá venganza. En este sentido, seguimos sacrificando a víctimas anónimas. En su libro Le sacrifice et l’envie, el filósofo francés Jean-Pierre Dupuy muestra bien hasta qué punto el espectro del sacrificio invade el pensamiento de los grandes teóricos de la economía de mercado.
¿Por qué no fijarse como objetivo la vuelta al don?
Por fortuna no ha desaparecido totalmente. El don, sobre todo dentro de la familia, sigue teniendo una importancia considerable. En Francia representa unas tres cuartas partes del PIB, según estimaciones del economista Ahmet Insel. Cabe pensar en un equilibrio entre el espacio del don y el espacio comercial, pero este equilibrio se encuentra hoy amenazado por el imperialismo de la lógica mercantil. A esto es a lo que hay que oponerse. Es evidente que no volveremos a las formas arcaicas de trueque, pues presuponen un marco ritual que ya no existe. No se inventa una nueva religión por encargo.
Pero, ¿acaso no ha ocupado la economía de mercado el lugar de la religión?
El marco ritual de los intercambios “primitivos” implica la presencia de mediadores invisibles. El espíritu del don impone al destinatario hacer un don a su vez, como afirma Marcel Mauss. Adam Smith, el padre de la economía política liberal, alude también a un “espíritu oculto” cuando habla de la “mano invisible” del mercado. Se trata, claro, de una simple metáfora: se da por sentado que el mercado se autorregula y que funciona de maravilla sin intervención visible del Estado. Pero nada garantiza que el mercado se dirija solo hacia un equilibrio satisfactorio. Más bien la historia tiende a probar lo contrario. En este sentido, la doctrina de la “mano invisible” exige una fe casi religiosa. Sobre todo sirve para absolver a los hombres de las consecuencias de sus acciones. Cuando un avión se estrella, se abre una investigación, se busca a los responsables. El número de personas que mueren cada día de hambre en el mundo equivale al de las víctimas de varios centenares de aviones estrellados, pero no hay necesidad de investigación alguna: la culpa es del mercado. O, lo que es lo mismo, de nadie. A título individual nadie es responsable de una violencia colectivamente consentida, del mismo modo que la violencia del sacrificio es consentida colectivamente.
Los detractores de la mundialización del mercado abogan por la instauración de “intercambios equitativos”. Si el mercado es por naturaleza irresponsable, ¿no es esto una contradicción in terminis?
¿Por qué no establecer intercambios equitativos? En realidad, los partidarios de la mundialización del mercado pretenden que su aspiración es favorecer el interés de los trabajadores pobres. Es una buena ilustración del progreso de la moral: todo el mundo reconoce el lugar central que ocupan las víctimas. Pero la coartada es algo floja, ya que los citados trabajadores pobres son perfectamente capaces de comprender cuál es su propio interés. Bastaría con que sus representantes —sindicales, por ejemplo— organizaran una cumbre internacional para negociar ellos mismos un marco equitativo de intercambio. ¿Por qué no en Davos? Los medios financieros podrían incluso enviar observadores. Lo mismo que la guerra es algo demasiado serio para dejarlo en manos de los militares, los intercambios son demasiado serios para encomendárselos a los financieros.
Montesquieu sostenía que “el efecto natural del comercio es conducir a la paz”. Sus análisis no parecen confirmar esta máxima.
El comercio entre los países se acelera con la mundialización. Ahora bien, pese a la existencia de las Naciones Unidas, el ámbito internacional conserva una de las características esenciales de las sociedades llamadas “primitivas”: la inexistencia del Estado. En las verdaderas sociedades primitivas, en las que, con objeto de favorecer la paz, el intercambio de dones es la forma principal de intercambio, existen a veces transacciones bastante parecidas al comercio mercantil. Únicamente se practican con extranjeros, con los que nadie tiene un deber de solidaridad. Con ellos está permitido hacer trampas, robar, guerrear. Lévi-Strauss habla de mercados de este tipo. Vendedores y compradores están dispuestos a emprenderla a golpes a la menor provocación, y las mercancías se exhiben en puntas de lanzas. Esto me recuerda que un periodista del New York Times, partidario de la mundialización, explicaba que la “mano invisible” del mercado debe ir acompañada de un puño de hierro. La idea de que la expansión de los intercambios internacionales lleva a la paz me deja escéptico. Es la misma idea que circulaba la última vez que la integración económica entre los países del mundo llegó a un nivel comparable, a comienzos del siglo pasado.
¿Y…?
Y la Primera Guerra Mundial se encargó de disipar esa ilusión.
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1. Mark Anspach estudió en las universidades de Harvard y Stanford, EEUU. Se doctoró en Etnología en la Escuela de Estudios Superiores de Ciencias Sociales de París. Es investigador en el CREA (Centro de Investigación en Epistemología Aplicada). Su libro A charge de revanche, les formes élémentaires de la réciprocité será publicado en francés este año por el sello parisiense Seuil.
Mark Anspach, “Les fondements rituels de la transaction monétaire, ou comment remercier un bourreau”, en La Monnaie souveraine, bajo la dirección de Michel Aglietta y André Orléan (Odile Jacob, 1998).
Alain Caillé, Anthropologie du don (Desclée De Brouwer, 2000).
Paul Dumouchel y Jean-Pierre Dupuy, L’Enfer des choses, René Girard et la logique de l’économie (Seuil, 1979).
Jean-Pierre Dupuy, Le Sacrifice et l’envie (Calmann-Lévy, 1992).
Simon Simonse, Kings of Disaster, Dualism, Centralism and the Scapegoat King (Brill, 1992).