La violencia ocurrida a mediados de mayo en São Paulo nos obliga a pensar. ¿Por qué es tan recurrente? Para vislumbrar alguna luz tenemos que partir sin autoengaños de esta ambigüedad fundamental: por una parte, la realidad está cargada de conflictos, pero en otro sentido, es un tejido de orden y paz. Ninguno de estos dos aspectos consigue erradicar al otro. Se mezclan, y se mantienen en un equilibrio difícil y dinámico.
El arte consiste en mantener esa tensión, buscando aquella convergencia de energías que permite el surgimiento de la paz, fruto de instituciones mínimamente justas e incluyentes, y de ordenamientos sociales sanos, custodiados por un Estado que vela por el equilibrio de las tensiones, usando legítimamente la coerción cuando es necesario. Si no se diese esta búsqueda de equilibrio, tal vez la sociabilidad sería imposible, y los seres humanos se exterminarían unos a otros.
La paz resulta de la administración de los conflictos usando medios no conflictivos. En la construcción de la paz, los intereses colectivos deben sobreponerse a los individuales, la multiculturalidad ha de prevalecer sobre el etnocentrismo, la perspectiva global orientará la local.
Tenemos que ser realistas y sinceros. Hay violencia en el mundo porque yo llevo violencia dentro de mí en forma de rabia, envidia y odio, que deben ser siempre contenidos.
La explicación de la agresividad ha desafiado a los más agudos pensadores. Sigmund Freud parte de la constatación de que existen dos pulsiones básicas: una que afirma y exalta la vida (Eros) y otra que tiende hacia la muerte (Thánatos) y sus derivados psicológicos, como los odios y las exclusiones.
Para Freud la agresividad surge cuando el instinto de muerte se activa por alguna amenaza que viene de fuera. Alguien puede amenazar a otro y querer quitarle la vida. Entonces el amenazado se anticipa y pasa a agredir y eventualmente a eliminar a quien le amenaza.
Otro pensador contemporáneo, René Girard, afirma que la agresividad proviene de la permanente rivalidad existente entre los seres humanos (a la que él llama «deseo mimético»). Esta rivalidad crea permanentes tensiones y elabora siniestras complicidades. Al concentrar en alguien toda la maldad y toda la amenaza, la sociedad lo convierte en un chivo expiatorio. Todos se unen contra él para apartarlo. Esta unión instaura una paz momentánea entre todos los contendientes. Deshecha la paz, se inventa un nuevo chivo expiatorio (los terroristas, los traficantes, etc.) y nuevamente se crea la unión de todos contra él y se rehace la paz perdida.
Los antropólogos también nos han ayudado a entender la agresividad. Nos aseguran que somos simultáneamente sapiens y demens, no por degeneración, sino por constitución evolutiva. Somos portadores de inteligencia y de energías interiores orientadas hacia la generosidad, la colaboración y la benevolencia. Y al mismo tiempo somos portadores de demencia, de exceso, de pulsiones de muerte. Somos seres trágicos porque surgimos como coexistencia de los opuestos.
Dada esta contradicción, ¿como construir la paz? La paz sólo triunfará en la medida en que las personas y las colectividades se dispongan a cultivar, como proyecto de vida, la cooperación, la solidaridad y el amor. La cultura de la paz depende del predominio de estas positividades y de la vigilancia que las personas y las instituciones mantengan sobre la otra dimensión, siempre presente, de rivalidad, de egoísmo y de exclusión.