A finales de 1994, poco antes de morir, en una conversación en París Roberto Armijo me decía que se puede incursionar en la narrativa, si existe algo que contar, y si existe el narrador que lo pueda contar. Él había escrito un ensayo literario en la década de los sesenta sobre los pioneros del modernismo, Rubén Darío y Francisco Gavidia, y sobre la influencia francesa de finales del siglo XIX.
Podría creerse que siendo la lengua hispánica, con sus modismos locales, la cuna del modernismo universal, esta tendencia tendría un arranque espectacular, pero su desarrollo narrativo no tuvo lugar y nunca circuló en los mercados de la lengua española. No se dio la disciplina del escribidor ni la transmisión generacional de arte y técnica que permitieran las naturales rupturas de estilo, generándose una atrofia que se reedita por falta de identidad nacional y que repercute en la creatividad individual.
Afortunadamente, con motivo de los Acuerdos de Paz en Chapultepec, en 1992, se abrió una pequeña ventana para que entrara ese aire de bosque; un espacio para la libertad de expresión que motivara a escribir y desenterrara la memoria.
Han sido cien años de tiempo corrido, pero mucho menos tiempo efectivo para crear con libertad. ¿Qué se puede contar, si no hay historia escrita?
Los precursores de principios de siglo
La obra de la generación 1920-1930 da la pauta con las novelas Los trenes, de Francisco Espino, y La vida en el cine, de Alberto Masferrer. Este multifacético autor fue también reformador social, estadista, teósofo y periodista. Destaca José María Peralta, otro narrador de realismo irónico y humorístico conocido como T.P. Mechin, que además fue estadista. Quizá el más renombrado sea Salarrue, cuentista y reportero que incursionó en la novela surrealista con Íngrimo, y que fue promotor de la búsqueda que superó el costumbrismo de Arturo Ambrogi, artista del detallismo en la vida de las haciendas y de los artesanos. Ellos son los pioneros que encendieron las primeras chispas del fuego que debería arder en la tradición narrativa, pero no es así para las nuevas generaciones. Es tal el estancamiento que no se aprovechan las obras de estas décadas; Alberto Masferrer es considerado por la aristocracia como comunista y los comunistas lo tienen por un oligarca cafetalero. Al desdeñar el arte y la técnica acumulados, se desconoce esa herencia literaria. Sólo a cuentagotas se coloca a la narrativa en condiciones de acabar con esa tardanza en la difusión de las obras creadas, en buena parte por la intervención del Estado, a través del poder político, aristocrático y colonial de los cafetaleros, con apenas un barniz cultural.
Es interesante señalar que el ocultamiento de la historia nacional, en este momento de la vida cultural, anula también las vivencias del estallido social de México en 1910. No surge la novela histórica. Se desconocen los continuos vaivenes provocados por los estallidos sociales del país, y sólo hay obras aisladas de realismo irónico, de costumbrismo de haciendas, y otras que relatan la vida provincial. La novela surrealista tiene un sólo autor: Salarrue. Este ocultamiento de la historia es consecuencia de la voluntad de la aristocracia colonial -conservadores y liberales-, cuyo pacto cafetalero del siglo xix impidió que se escribieran las biografías que habrían sido necesarias para hacer novela histórica basada en el palpitar cotidiano de la vida real, los hechos y las obras. Tampoco se divulgan las pocas obras impresas, que son más conocidas por las reimpresiones hechas en los cincuenta y sobre todo en los sesenta. El ocultamiento de la historia de las personalidades y de la realidad de los hechos cercena los espacios creativos debido al escaso conocimiento que de ellos tiene el narrador. ¿Qué se puede contar, si no hay historia escrita? ¿Cuál es el punto de arranque inicial? Se reducen las posibilidades de testimoniar las realidades biográficas, los conflictos del hombre de cada época. A lo largo del siglo impera el conservadurismo cultural del Estado cafetalero, que sólo ve lo que es afrancesado. Contradictoriamente con el lugar de nacimiento del modernismo, el hecho es que la aristocracia colonial en el poder convierte todo lo que parezca francés en algo snob. Un ejemplo es cómo se niega la herencia colonial, instaurándose una mentalidad de aristocracia poco cultivada en el arte y las ciencias, sólo preocupada por «quedar bien».
El corte cultural en la dictadura militar en Centroamérica
La dictadura militar que se mantuvo de 1932 a 1992 no permitió, durante varias décadas, el ejercicio libre del periodismo creador-cultural: el reportaje, el cuento corto, la narración ingeniosa, que son premisas para el despegue narrativo en tanto ejercicios de estilo, de difusión, de búsqueda de hechos cotidianos de la sociedad. Los pocos periódicos y revistas locales no pudieron estimular el contacto con los lectores en forma masiva. La reducción a cero de la libertad creativa por el terror que provocaba la dictadura del Estado conservador, así como el repliegue del pensamiento liberal, dieron paso a la aparición de autores y publicaciones aislados, sin lectores identificables, lo cual, a su vez, impidió formar una escuela que produjera autores narrativos que se ejercitaran hasta llegar a la novela experimental.
Entre 1932 y 1944 se consolida el estancamiento de los narradores. El arranque modernista se frustra y anula. No hay libertad de prensa, de creación ni de difusión. Alberto Masferrer se va al exilio hondureño en 1931 y muere en 1932. Salarrue es neutralizado. El resto pasa al olvido.
En los años cuarenta surgen Hugo Lindo, que sería el continuador más profesional con Justicia señor Presidente, y José Rodríguez Ruiz padre, con su novela costumbrista rural de la vida de los peones: Jaragua.
La pregunta es: ¿dónde están las plumas que den testimonio de las expresiones de tradición oral? No hay continuidad, pues se paraliza la búsqueda técnica y creativa necesarias para encontrar la identidad propia, que se inicia con el cuentista-novelista-lector. Sólo se ven, como si fueran las dos bocas de un túnel, las dos cabezas de la serpiente emplumada: entra el narrador por un lado y sale por la otra cabeza. Lo que ocurre es que se entra, pero se pierde la creación en el túnel. Al escudriñar el poderoso misterio de la interioridad y las divinidades humanas, se atemoriza la identidad del autor. Hay parálisis cerebral nacional. El pensamiento se concentra en cómo sacudirse la dictadura. Se prohíbe leer, se prohíbe pensar, se prohíbe hablar de historia, escribir sobre ella. Generacionalmente se pierde el hilo de la memoria. Quedamos desmemoriados. Todo es in memoriam. Así llegan las generaciones sucesivas de los sesenta, setenta y ochenta, sin novela histórica, sin un periodismo que haga la crónica de lo cotidiano.
El dilema social que se presenta a los intelectuales es doble: derrocar la dictadura militar o convivir con ella, reducidas al mínimo la creatividad y la libertad individual, bajo el imperio de una cultura oficial que subordina al poder militar a los escritores, todo para hacer creíble al régimen. Surge entonces una generación rebelde sin obras, que debe definir sus opciones culturales eligiendo entre la tranquilidad social para crear, la lucha de clases, la indiferencia o la mediocre semblanza del silencio. La universidad se limita a preparar antropólogos, arqueólogos, economistas, sociólogos, psicólogos. La propia universidad margina de sus aulas a la historia, prohibida tanto por la izquierda como por la derecha cultural, que coinciden en tenerle miedo a conocer su propia identidad e historia.
Así se deja tranquila a la aristocracia colonial, que se convierte en una burguesía agraria industrial con síntomas nacionalistas, una especie de Pulgarcito lleno de complejos de grandeza. La Universidad de El Salvador, el único núcleo social con capacidad de pensar, queda dentro del marco de las restricciones y bloqueos de la lucha de clases, que no quiere buscar la identidad nacional y evita la investigación histórica.
Lo interesante de la década que va de 1950 a 1960 es que un segmento del Estado, expresado en el Ministerio de Educación y en la universidad, promueve el redescubrimiento de autores como Alberto Masferrer, Salarrue, Hugo Lindo y Rodríguez Ruiz. Se levanta la censura parcial y, después de veinticinco años de silencio, se abre una ventana cultural. Pero el Estado, con los militares a la cabeza, tiene su lista de autores prohibidos y perseguidos, a semejanza de lo hiciera la Iglesia inquisidora moderna de Pío XXII. Los únicos oasis para los narradores son esos dos nichos de publicaciones y lecturas; el resto de la sociedad se cierra, incluyendo los principales periódicos.
La generación de los sesenta
Los narradores de la década de los sesenta pierden espacios al dedicarse a las reformas sociales, a la lucha política contra la dictadura y no a producir obras literarias, estudiar e investigar para producir.
Roberto Armijo es el escritor visionario que desde la Librería Universitaria difunde los clásicos griegos y otras obras que conectan con la cultura universal y con el mercado de libros. Se tiene acceso a William Faulkner, John Steinbeck, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, José Emilio Pacheco, José Revueltas… La influencia mexicana, muy decisiva debido a su cercanía, suma todo su peso cultural.
Miguel Ángel Asturias entra en el corazón pipil, pero su cultura, la maya, no es la de los escritores salvadoreños, ajenos a esa versión civilizadora. André Malraux llega tardíamente con su planteamiento de la «condición humana», cuestionado desde la izquierda política, fuerza ésta que influye en la intelectualidad. En los sesenta estaba de moda pensar que ser intelectual significaba ser de izquierda. A Lezama Lima se le ve como a una joya barroca genial, pero hasta ahí. Se lee a Guimaraes, autor de Sertein de veredas, como se tiene acceso al dublinés James Joyce. Tales deleites hicieron de ésta una generación privilegiada.
Pero viene la guerra civil y el espíritu creador es utilizado para guerrear. La denuncia es más importante en el periodismo. Llegan el martirologio y la flagelación; se lee al novelista griego Kazantzakis.
Un segmento de la intelectualidad universitaria se va a la guerra civil, que divide a los narradores entre dos bandos: o estás conmigo o estás contra mí. Otros se van al exilio. Otros más, con sus amenazas, provocan el peligro de las decapitaciones que surgen de la guerra civil por parte de los dos bandos que, temiéndose mutuamente, odiándose, acaban con su propia identidad. Como toda guerra civil, ésta cercena, hiere, fanatiza y hace entrar en estados demenciales.
Decae la narrativa en la guerra civil 1971-1991
Una vez terminada la guerra civil, que va de 1971 a 1991, en 1992 y gracias a los Acuerdos de Paz de Chapultepec, se abre un espacio a la narrativa.
Con apertura democrática se podía pensar y crear, pero seguía cargándose con la atrofia narrativa heredada, que pesaba en la técnica y en el estilo propio de los autores. Un dato interesante, nada casual, es que emergen los historiadores, revelando escenas olvidadas, censuradas, que colaboran en la búsqueda de la identidad de nación, de pueblo, y también en la construcción de la identidad del autor, pero los escritores no muestran interés en este acontecimiento.
Pese a que no se llevan a la escritura, ya están acumulados en la memoria de la tradición oral los testimonios de lo que fue la vida en la guerra civil. No hay testimonios escritos de la guerra; son contados los libros sobre la guerra civil, a pesar de que implican veinte años de historia. ¿Qué queremos ocultar? ¿Que somos violentos y amorosos? ¿Que somos fanáticos y creyentes?
La narrativa se desarrolla al margen de nuestra propia historia olvidada, prohibida, censurada por los poderes demenciales del pasado. Eso le quita pasión, conflicto, locura.
Son ocho años, de 1992 a 2000, de vivir la efervescencia política de la posguerra, un trecho psicológico y social postraumático, en el marco de una libertad individual desconocida para un pueblo educado en el terror y en la censura, que desconoce tanto su propia historia como la de su alrededor.
En este contexto surgen los jóvenes autores, que quieren crear personajes, quieren moverse en la narrativa y tienen la misma dificultad del ciclo de la vida del narrador. ¿Qué contar? ¿Desde dónde? ¿Hablo del fondo de mi ser? ¿De mis historias personales?
Lo que nadie ve es que los protagonistas de los últimos treinta años siguen siendo anónimos. Esa memoria puede morir en un cementerio cultural, sin lápida, sin citas, sin ceremonias, de nuevo sin una crónica que plasme su testimonio. Corremos el riesgo de llegar tarde al entierro de nuestra propia memoria.
La pregunta es: ¿cómo entender a Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Revueltas, José Agustín, Vicente Leñero, sin antes haber pasado por las veredas de la novela histórica de la Revolución Mexicana? Al menos, se trata de ya no pensar que «tal parece ser que se dio una revolución en México». Se trata de ya no hablar de Nicaragua sin comentar el alzamiento de Sandino, sin mencionar a Rubén Darío. Se trata de no suponer que lejanamente ocurrió algo así como una invasión de marines y que es posible que un tal Somoza en sus haciendas sea el personaje de algún cuento… De saber que hay una foto de Sandino con Farabundo Martí en Veracruz.
No puede negarse que la guerra civil de 1971 a 1991 hace decaer la narrativa por la censura de las partes en conflicto: la guerrilla por un lado, y por el otro los escuadrones y el Estado terrorista. Esto bloquea y aletarga la creatividad social. Es lógico que, al resurgir, los nuevos escritores se encuentren con que el país necesita ser reconstruido económicamente. El país no se reconcilia por culpa del incumplimiento del Acuerdo de paz, que hubiese ayudado mucho a la producción cultural de posguerra. Sigue el miedo, porque los medios de comunicación impresos no fomentan la crónica ni el cuento, marginan al narrador, el cronista aparece muy poco, el novelista joven es ignorado, el cuentista joven desconocido; todos ellos leen sus obras entre amigos. Todavía hay miedo a la censura, sólo se ha superado el terror.
Referencias para una lectura de la narrativa contemporánea
La novela experimental tiene diversas expresiones. Desde 1992 y hasta la fecha, se han hecho más artículos de periodismo político y económico que reportajes, pero surgen nuevos creadores literarios, anónimos, de los años setenta y ochenta. Son autores entre los treinta y los cuarenta años de edad. A ellos les falta lograr su acceso a la relación narrador-editor-mercado-lector, que es el nudo de la difusión de obras, para llegar a los riesgosos, caprichosos mercados editoriales, a los libreros y, finalmente, a los lectores.
Ya que mi propósito no es hacer una antología que incluya a unos y excluya a otros, o clasificar a los narradores como quien ve fotografías de izquierda a derecha, en una lectura apocalíptica, para efectos de una mejor ubicación he seleccionado a cuatro narradores que marcan pautas: Horacio Moya, de 1960, Manlio Argueta, de 1937, David Escobar Galindo, de 1942, y Carlos Castro, de 1950.
Manlio Argueta
Excepcional en el medio por su constante disciplina. Narrador de largo aliento, en su haber cuenta con cinco novelas, entre las cuales destaca Caperucita Roja. Argueta es un escritor dueño de una arquitectura personal reposada por la ironía de doble filo y la nostalgia propia del ser salvadoreño. Su obra se remonta a los temas del exilio, los encarcelamientos de los sesenta, las persecuciones políticas de la dictadura, y el retrato de una generación sufrida e indómita. También retoma su infancia y el recuerdo de San Miguel, su ciudad natal. La obra de Argueta tiene que ver con lo que yo llamo, en latín criollo, la búsqueda del homo salvatoriense globalorum.
David Escobar Galindo
Escobar Galindo es un experto en explorar, en narraciones cortas, las intimidades psicológicas cotidianas. Escribe cada semana «Un cuento sin historia», desde hace una década, un ejercicio profesional inédito que provoca mucha envidia en el medio provincial y colonial de nuestra patria.
Su primera novela, de la década de los setenta, intenta tipificar la psicología de los personajes que lideraron el movimiento guerrillero, como Lil Milagro Ramírez. Acostumbra manejar temas que conmueven y desgarran la vida social, y posee gran agudeza para reflejar en sus cuentos distintas personalidades y para crear situaciones que constituyen un realismo novelado. Actualmente elabora su segunda novela, en la que une a personajes históricos de distintas épocas, que se reconcilian después de las conmociones nacionales y que dialogan entre sí, acerca del ser y del no ser salvadoreño.
Carlos Castro
Aparece en 1997 con la novela sorpresa Los desvaríos del general, que por primera vez aborda la recreación de un personaje histórico muy importante para Centroamérica: el capitán general Gerardo Barrios, promotor del cultivo del café en el siglo xix. Liberal de convicción y estadista, Barrios fue también abanderado de la lucha contra los filibusteros y paladín de la guerra de la Unión Centroamericana, junto con francisco Morazán.
Por su afición a estudiar la historia nacional, Carlos Castro elige para su nueva novela a Filisola, un general que fue fusilado en un pueblito pintoresco al lado de un rincón de la frontera con Honduras. Introduce así la novela histórica, recreando personajes. Su obra es un salto cualitativo en la narrativa salvadoreña, y representa un giro para la novela local.
Horacio Moya
Con sus novelas El asco y El gran masturbador, Horacio Moya incursiona en la crítica de la no-identidad, toca cuerdas sensibles de un nacionalismo trasnochado, y cuestiona la psicología de la autodestrucción cultural. A veces el lector cree que se trata de golpes bajos a la patria y a la moral, pero más bien son desmitificaciones de un enfant terrible que exige a sus lectores quitarse la máscara. Ataca los valores provinciales e hipócritas de una cultura aristócrata colonial encantada con el aburguesamiento de las capas medias, sus cortesanos y cortesanas. Plantea desafíos urgentes en la narrativa para entrar en la condición humana y aborda también las decepciones de los revolucionarios. Edita en España su último libro.
Epílogo
Estos autores toman como punto de partida las raíces primitivas y excelsas de sus personajes, y los ubican en situaciones que les permiten a ellos, como creadores, ambientarse en la nueva historia del país. Esto les da la pauta para aprehender al Ser y al No-ser del centroamericano, un ente humano fragmentario, obseso, emigrante, escuálido, rebelde, amoroso, improvisador, sin tiempo para los contratiempos, con su doble sentido del humor, de la burla y a la vez con el respeto por sí mismo. La Jornada cultural 2000