El tema del mestizaje –la mezcla cultural, étnica y racial de españoles e indígenas– dominó mi agenda intelectual durante las últimas décadas, junto al proyecto académico desarrollado alrededor de la modernidad/colonialidad/ decolonialidad.
En lo fundamental, afirmo a lo largo de mis dos últimos libros que el discurso del mestizaje se refiere a un proceso que es ficticiamente homogéneo porque encubre el hecho de que las sociedades latinoamericanas, particularmente las andino-amazónicas que investigo, no producen identidades que convivan entre ellas en pie de igualdad.
Por el contrario, el discurso forjado a propósito del mestizaje es la representación local de una perspectiva eurocéntrica que los letrados mestizos y criollos crearon para excluir las formas indígenas de concebir el mundo.
En efecto, tanto la “cultura del antimestizaje”, de principios del siglo XX, como el posterior “mestizaje cultural”, plasmado durante las siguientes décadas por intelectuales reformistas mestizos, fueron proyectos antagónicos que tuvieron un propósito común: construir la modernidad en Bolivia desde profundas desigualdades étnicas y raciales.
Pero a pesar de dominar el pensamiento del siglo pasado, el debilitamiento de ambos discursos tiene hoy mucho que ver con la “disyunción étnica” (Rodríguez, 2013) que vienen experimentando las sociedades pluriculturales.
Mi trabajo registra esta disyunción como un mestizaje “puesto de cabeza” por los pensadores y activistas indígenas del presente.
Por otra parte, debo señalar que mi investigación más reciente se abre a la exploración de futuros imprevisibles, todavía dominados por duros remezones étnicos y culturales que siguen sacudiendo nuestro horizonte de conocimientos.
Así como no creo prudente seguir celebrando el mestizaje como proyecto de unidad nacional, tampoco me parece oportuno continuar reciclando un latinoamericanismo que no pudo interpelar a la población “real” de América Latina. Así, desde los “rescoldos del pasado”, desde esa historia detrás de la historia que Walter Benjamin teoriza, afirmo la necesidad de perseverar en el estudio de la otredad, hecho que devela las limitaciones de una modernidad todavía preñada del acontecimiento colonial. Dichas limitaciones se hallan en lo medular del discurso mestizo que, desde el poder, sigue generando espejismos.
Complicado y esquivo, el mestizaje da lugar a múltiples interpretaciones. Es una suerte de espejismo, de refracción, que experimenta este debate identitario, y que parece influir incluso en la aritmética de los censos. De indudable importancia para la construcción de las identidades, los censos pueden, sin embargo, terminar siendo fácil presa de las políticas étnicas urdidas por grupos que pugnan por el poder. Pero de dicho forcejeo ideológico tampoco se libran los ensayos fundacionales que piensan la organización de la nación, y que constituyen el tema central de mi propuesta decolonial.
Publicado en 2004, bajo el título de Mestizaje Upside-Down. Aesthetic Politics in Modern Bolivia (Pittsburgh University Press), traducido al castellano en 2005, como El espejismo del mestizaje (PIEB), y reeditado en 2014 por el propio Proyecto de Investigación Estratégica en Bolivia (PIEB), este mi libro se aboca al estudio de la producción ensayística y de la cultura visual que, surgidas en diálogo, dominaron la construcción elitista de la nación boliviana durante la mayor parte del siglo pasado.
Al desconstruir este discurso hegemónico del mestizaje, al observarlo “desde abajo”, desde la propuesta subalterna indígena de principios del presente siglo, el libro cuestiona el mestizaje como modelo identitario de asimilación cultural impuesto por la cultura letrada relacionada con el poder.
El espejismo del mestizaje me permite resaltar cuatro aspectos que observan críticamente la modernidad desarrollista. Los tres primeros aspectos ayudan a ver que mi trabajo decolonial es un híbrido que se afianza en ejemplos visuales y literarios de cómo la estética dominante urdió el mestizaje. El cuarto aspecto, auténtico a priori de mi investigación, es la mirada crítica del telos histórico. La exploro más a fondo en mi nuevo libro, que reeditado bajo el título de Embers of the Past. Essays in Times of Decolonization (Duke University Press, 2013), fue originalmente publicado en castellano, como Rescoldos del pasado. Conflictos culturales en sociedades poscoloniales (PIEB, 2009).
En primer lugar, debo disipar algunas dudas surgidas de la lectura de El espejismo del mestizaje. Esta investigación no pretende ser una explicación histórica o sociológica del mestizaje. Fiel a la retórica de los ensayos fundacionales, diferencio mi investigación del análisis de los historiadores, sociólogos y politólogos en general.
En efecto, los cientistas[1] sociales abordan el tema de la identidad desde disciplinas nomotéticas e ideográficas que frecuentemente olvidan las figuras retóricas (sobre todo las metáforas, las metonimias y los símiles) de las novelas y de los ensayos que constituyen el corpus letrado de la primera mitad del siglo XX.
Los ensayos que aquí exploro eran representaciones primordialmente imaginarias de la realidad –entre lo real y lo imaginario, más que los hechos en sí mismos, importaba la manera de organizarlos y de representarlos–, pero no el resultado de encuestas censales ni de documentos históricos directamente explicativos de la realidad. Mediados por símbolos y por metáforas, la mayor parte de los ensayos que conforman este libro eran discursos ideológicos, es decir, representaciones imaginarias de cómo determinados grupos y clases sociales reproducían su existencia, siguiendo o rompiendo con patrones establecidos por el poder político y hegemónico.
Si, por ejemplo, se toma en cuenta la ensayística de la élite criolla que afirmaba el “antimestizaje” de principios del siglo XX, se observa que dichos ensayos no eran una explicación “objetiva” de la realidad boliviana de esa época, sino una mirada “controlada” del mestizaje que impedía a los letrados imaginar ese “nosotros” colectivo que se necesitaba para darle sentido a la Nación-Estado.
Es difícil comprender el significado de la metáfora central de estos ensayos –la enfermedad era la que predominaba– si quien los observa se concentra exclusivamente en el tema ideográfico del movimiento de las identidades de la época, y olvida o relega a un segundo plano la propuesta metafórica: homogeneizar, bajo la representación de la enfermedad, a toda una sociedad “amestizada” que, según la élite de la época, había perdido su vigor.
Téngase muy en cuenta que los intelectuales no observaban directamente la sociedad, sino que la disfrazaban y envolvían en la metáfora de los supuestos males que imposibilitaban su ordenamiento social. Dichos ensayos pretendían hallar la “cura” del mal que aquejaba a Bolivia a partir de doctos sistemas logocéntricos de observación que no eran endógenos, sino importados desde Europa.
De este modo, el “encholamiento” –término que los criollos, descendientes de españoles, empleaban para referirse despectivamente al mestizaje– estudiado desde las corrientes naturalistas europeas que divulgaban, entre otros, los textos de los franceses Gabriel Tarde y Gustavo LeBon, era la enfermedad del mestizaje, barómetro de la degeneración humana que afectaba a toda la sociedad boliviana, y que representaba la degeneración psico-biológica casi imposible de erradicar.
Pero los intelectuales mestizos de la primera mitad del siglo XX, también fundadores de la cultura, no solo letrada, sino visual de la modernidad (siguiendo el trabajo teórico de Martin Jay, me refiero en el libro al “régimen escópico de la modernidad”), contrarrestaron con su mestizaje utópico, ideal, el antimestizaje de las élites oligárquico-liberales.
Esta construcción letrada y visual del mestizaje tampoco se apoyó en cifras y censos. Su modelo de observación, tan eurocéntrico como el de los criollos, creó, sin embargo, una “visión mestiza” irracional, voluntarista, igualmente colonialista que la de aquéllos. Corrió esta visión, aparentemente ajena a las disciplinas sociales, por un carril alejado del análisis histórico de las identidades, sin recurrir necesariamente a los registros empleados por historiadores, sociólogos y cientistas sociales en general.
En segundo lugar, los ensayos fundacionales de criollos y de mestizos arrimados al poder, plantearon una lucha ideológica tenaz que no dejó las posiciones in medias res. De igual manera como el antimestizaje fue contrarrestado por una visión que, a contracorriente, idealizaba al mestizo, posteriormente el nacionalismo de mediados del siglo XX desbarató la “anti-nación” que representaba el viejo régimen oligárquico-liberal, relacionado con el coloniaje.
Argumento en este libro que las posiciones ideológicas de los ensayos no necesariamente superaron las miradas colonialistas de los acontecimientos sociales. Lo que sí hicieron es introducir, en el fragor de la lucha ideológica, cambios importantes en las representaciones simbólicas.
Obsérvese, por ejemplo, que la visión del “mestizaje ideal” no superó la mirada colonialista que relegaba al indio a cumplir las tareas de una servidumbre humana, pero planteó un cambio metafórico que, me atrevo a afirmar, es muy actual porque su visualización del mestizaje, tan ideal y abstracta como a muchos cientistas sociales seguramente les parece, tiene hoy tanta importancia como la discusión en torno a la vigencia del nacionalismo.
Los intelectuales mestizos crearon un “sistema representacional” que visualizó, dentro de los registros del colonialismo interno, una metáfora corporal –el cuerpo esbelto del indio gobernado por la inteligencia del mestizo– que, como se puede apreciar, aún hoy, en los debates ideológicos en torno a las identidades, exaltó al indio como “depositario de la energía nacional”, pero le dio preferencia a la inteligencia mestiza.
En estos cambios metafóricos en torno a la construcción de identidades se hace patente la necesidad de tomar conciencia de que lo étnico no corresponde exclusivamente a lo cívico. Ya en la construcción de la nación étnica, que los mestizos letrados prosiguieron con su mirada colonialista y logocéntrica de la modernidad, se pudo evidenciar que las diferencias entre el indio y el mestizo podían ser superadas si se aplicaban a ambas razas roles pedagógicos diferentes: la educación del indio demandaba una pedagogía de amorosa paciencia; la instrucción del mestizo, una disciplina que le permitiese desarrollar su intelecto.
Como puede verse, ambas razas tenían pedagogías diferentes que se complementaban de una manera interesante: la del indio operaba desde la voluntad y desde la regia contextura de su cuerpo; la del mestizo, desde la cabeza, desde la inteligencia. Esta propuesta configura la imagen del mestizaje “ideal”, que relacionó al indio con el mestizo acriollado, occidentalizado, pero que, dentro de los límites impuestos por el colonialismo interno, impidió, mediante el riguroso control del imaginario social, que el indio se transformase en mestizo y ascendiese política y socialmente.
Resulta interesante comprobar que en la representación del mestizo y del indio, elaborada tanto por criollos, como por mestizos, apareciese siempre el homúnculo que la organiza: era el ego moderno, el homúnculo de la occidentalidad, que relegaba al indio y lo ubicaba en un segundo plano.
De estas observaciones en torno a la cultura letrada, se ha podido ver que mi investigación explora el mestizaje como una “fábula de identidad” que busca desentrañar los mecanismos simbólicos de la construcción y negación de la identidad mestiza. Como discurso del poder que poco o nada tiene que ver con el tema de los mestizajes reales, pero sí con la indudable presencia del mestizaje en el discurso hegemónico que aquí exploro, El espejismo del mestizaje se entrelaza con el proceso de formación y de institucionalización del Estado-Nación durante el siglo XX, y con su más reciente crisis desde que los movimientos sociales y originario-campesinos se volvieron las fuerzas sociales y políticas más importantes del presente.
La presencia actual de lo originario-campesino no ha logrado erradicar del todo el hecho de que el indio sigue siendo tenido por un otro en la política real de aquéllos que detentan el poder. Como bien vio Jean Baudrillard, “el poder solo existe en virtud de la capacidad simbólica que tiene para crear al otro” (1990: 82). En efecto, la manía de etiquetar al otro sigue siendo, quiérase o no, parte integral de los proyectos urdidos desde el poder. Así, y aunque su retórica lo disimule, los poderosos siguen encontrando en ese otro un peligroso contrincante que, “desde abajo”, cuestiona su dominación ¿Acaso no son las luchas de los originarios amazónicos un ejemplo actualizado de este otro que, visto como enemigo del progreso, se opone a que la construcción de una carretera estatal parta en dos una de las reservas forestales más importantes de América Latina?
Si mestizaje y antimestizaje nacieron como tropos literarios que, desde el punto de vista de las élites de finales del siglo XIX y principios del XX, concibieron al indio como un ser inferior, poco apto para el ejercicio de la ciudadanía, la defensa indígena, en revueltas y en sendos congresos que tuvieron lugar a lo largo del siglo pasado, mostró que el discurso del poder fue siempre el producto de un desencuentro entre la tenaz pulsión hegemónica por darle al país una identificación y la respuesta popular que socavaba desde abajo ese efecto de identificación.
Por ello, toda presencia de indios y mestizos en el texto de la cultura –lo comprobamos incluso hoy con las disputas censales– lleva la huella del conflicto, no el feliz arribo de la entidad homogénea a una meta que, por el contrario, parece nunca llegar.
La misma razón que establece la identidad del otro como la de un subordinado, también registra aquello que escapa el control material y simbólico del discurso elitista. A fin de prevenir dichos escapes, no existe discurso dominante que deje de ocuparse de “controles del imaginario”, para emplear el feliz concepto que Luiz Costa-Lima acuñó en su explicación de la modernidad y de los excesos que la desbordan.
Como el lector podrá apreciar, los excesos aparecen con particular fuerza en la cultura visual que acompaña la crítica de los ensayos fundacionales. Ellos desnaturalizan la identidad hegemónica y sus mecanismos de representación, mostrando las grietas, las fisuras, que la desgarran.
En otras palabras, el mestizaje, una figura retórica, imaginada, y no solamente un hecho real en movimiento, en constante cambio, es testimonio de la dominación, pero también de la resistencia y de la ansiedad que ella genera al interior del poder. De este modo, podría decirse que el mestizaje encapsula en metáforas los poderes mitopoéticos de la élite, pero también las capacidades mitopoéticas de aquellas fuerzas “salvajes”, de aquellos poderes constituyentes que hoy se llaman “multitud”.
Como se evidencia de lo que hasta aquí arguyo, la propuesta de mi investigación, a la que le sigue la mirada crítica del tiempo histórico occidental de Rescoldos del pasado, tiene poco que ver con la historia del mestizaje; con el proceso que éste siguió desde la Colonia, o con el movimiento identitario registrado en censos y en otro tipo de mediciones ideográficas.
En tanto que discurso del poder, ligado a la construcción de una cultura nacional homogénea, me interesa repasar la historia de su representación. Como lo expresé, éste es un campo de observación que revela conflictos y sentidos encontrados que el Estado debe dominar simbólica, metafóricamente, imponiendo su representación imaginaria en los sectores urbanos y rurales de la sociedad civil.
De este modo, postulo que la representación del mestizaje es tan importante como lo son los mestizajes reales, los mestizajes concretos. Puesto que realidad y representación son temas no necesariamente afines, el diálogo entre ensayos fundaciones y visualizaciones pictóricas genera “regímenes escópicos” que tampoco son objeto de estudio de los historiadores del arte.
Por ello, la perspectiva decolonial de mi trabajo explora “estrategias retóricas” diseñadas para desconstruir el mestizaje, para observar cómo el discurso del poder siempre intenta “territorializarlo”, es decir, fijarlo, a fin de que su sentido no se “deslice” y cree “significantes flotantes” que pongan en entredicho su cerrazón ideológica.
La función del otro será precisamente la inversa: conflictuar y “desterritorializar”, a fin de que de las grietas y fracturas del discurso dominante surja la voz del sojuzgado, del subalterno que no fue convidado al festín del poder. En tal sentido, los ensayos fundacionales de El espejismo del mestizaje son prácticas hegemónicas que revelan inevitablemente insuficiencias y limitaciones.
Stuart Hall puntualizó apropiadamente que “la Nación-Estado nunca fue simplemente una entidad política. También fue una formación simbólica, un ‘sistema de representación’” (2000: 38). Fiel a este postulado, mi investigación reconstruye el mestizaje como un importante segmento del “sistema de representación” al que alude Hall.
En tercer lugar, me parece que el lector debe estar consciente de que la desconstrucción del mestizaje, de su manera exógena de observar lo local, no puede coincidir con la historia lineal, con el telos urdido por la modernidad europea.
Por este motivo, mi investigación, tanto en El espejismo del mestizaje, como en Rescoldos del pasado, se ubica a contracorriente de las grandes narrativas de la modernidad, en el borde mismo –de ahí la necesidad de crear un “pensamiento de frontera”, en el decir de Walter Mignolo (2000)– de las maneras opuestas y encontradas de pensar lo que nuestra hibridez revela; de nuestra imposibilidad de asir la realidad si el pensamiento no se mueve más allá de las categorías creadas o impuestas por la epistemología occidental que ha regulado nuestra manera de ver la realidad.
Mi mirada crítica del tiempo lineal dialoga con algunas de las más importantes investigaciones de los estudios culturales. Como es sabido, la producción académica dedicada al estudio literario y cultural de la modernidad latinoamericana de los siglos XIX y XX, fue profundamente transformada y reorientada por el trabajo crítico del uruguayo Ángel Rama, particularmente por su obra inconclusa La ciudad letrada, publicada póstumamente en 1984, y por una serie de artículos del crítico peruano Antonio Cornejo Polar, escritos en las décadas de los años ochenta y noventa.
La generación que continuó en la senda de estos trabajos revisionistas, ayudó a profundizar aún más la tesis elaborada por Rama acerca de las estrechas relaciones existentes entre la élite política y la literatura, tanto en la época colonial, como en la etapa republicana. Como John Beverley observara más concretamente en su libro sobre la subalternidad y la representación (1999), La ciudad letrada fue concebida como una auténtica genealogía de la institución literaria latinoamericana.
En esta obra, Rama mostraba cuan imbricada estaba la literatura con la formación de las élites coloniales y republicanas. Por ello, la obra de Rama ofrecía una anatomía de los mestizo-criollos encaramados en el poder. Original en sus hallazgos, Rama también mostraba su ceguera en lo concerniente a las culturas locales porque su punto de vista solamente contemplaba los cambios que la modernidad europea debió experimentar para poder adaptarse a la realidad latinoamericana. Esta reflexión exógena tenía poco que decir a propósito de las culturas indígenas, dominadas y colonizadas por una cultura letrada que no las representaba.
A diferencia de Rama, grande fue la importancia que Antonio Cornejo Polar dio a la “heterogeneidad cultural” de la zona andina, particularmente del Perú. En “Una heterogeneidad no dialéctica: sujeto y discurso migrante en el Perú moderno” (1996), publicado poco antes de su muerte, Cornejo Polar introdujo un importante cambio en el análisis de la realidad peruana.
En él, Cornejo modificó el tema de la “transculturación” –expresión acuñada por el cubano Fernando Ortiz para analizar el contacto cultural entre grupos socioculturales diferentes– y lo sustituyó por el discurso migrante esquizofrénico y descentrado que “se construye alrededor de ejes varios y simétricos, de alguna manera incompatibles y contradictorios de un modo no dialéctico” (844-845).
Cornejo afirmaba que este discurso “doble y múltiplemente situado” acogía no menos de “dos experiencias de vida que la migración, contra lo que se supone es el uso de la categoría de mestizaje, y en cierto sentido es el concepto de transculturación, no intenta sintetizar en un espacio de resolución armónica” (844-845).
Me acojo a esta “heterogeneidad no dialéctica” cuando pienso en el tiempo no lineal que define las culturas indígenas iletradas, aunque también pienso que en la vasta producción de Cornejo primó el modelo del intelectual letrado, ejemplo excelso de la cultura nacional. Así, tanto en Rama, como en Cornejo Polar, la literatura siempre ocupó la cúspide de la cultura.
Al pensar sobre todo en el trabajo de Rama, El espejismo del mestizaje no pretende dar un paso adelante que continúe su línea de análisis, sino desviarse de ella, ubicarse “al costado”, buscando intencionalmente transgredir la forma del ensayo; salir del carril histórico para así invertir la imagen del mestizaje: darle una dimensión visual que se aparte conscientemente de los proyectos letrados tradicionales de construcción nacional.
De este modo, no fue la descripción del mestizaje, entendida como una representación letrada de la realidad, que me indujo a escribir el libro, sino la necesidad de ponerlo “de cabeza”, de interpretar una serie de acontecimientos visuales que conflictuaban el mestizaje desde abajo, desde la mirada subalterna que encontré en una acuarela del pintor Darío Antezana. En efecto, Complicidad de Antezana que analizo en el último capítulo, dio inicio a mi investigación porque los personajes grotescos de esta acuarela me indujeron a pensar críticamente el mestizaje.
Cuatro meses pasé en la Universidad de Chicago analizando el modo cómo la acuarela se apartaba críticamente del régimen visual de la modernidad. A propósito de ella, Terry Smith, entonces director del Power Institute de la Universidad de Sydney, observaba que la ausencia de la identidad mestiza no era otra cosa que el oscurecimiento de la “ideología de la modernidad, contrarrestada por la pragmática carnal del colonialismo no superado (2001: 29).
A continuación, Smith se pregunta: “¿qué del arte y de las culturas visuales de aquéllos que no han ingresado plenamente en la modernidad?” (29), pregunta sin duda útil porque me ayudó a encontrar en lo cholo y en lo indio la crisis de la mirada criollo-mestiza; a cuestionar la representación, dudosamente uniforme, de lo nacional. En efecto, ¿qué imagen estaba siendo reemplazada por estos grotescos e irónicos cuerpos rebeldes?
Por otra parte, ¿dónde se originaba aquella imagen ideal, sublime, del mestizaje que quedaba ahora desplazada, cuestionada e ironizada? Encarar estas preguntas me significó revisar no solo la literatura fundacional de la Nación-Estado, sino también aquellos ejemplos pictóricos que mejor representaban y cuestionaban el carácter ideal y sublime de los sectores sociales supuestamente encargados de liderar la historia de Bolivia.
Pues bien, El espejismo del mestizaje modifica la percepción que se tiene de que el mestizaje, como discurso integrador de la nación, habría gravitado exclusivamente en la órbita del nacionalismo revolucionario, relacionándose exclusivamente con la ideología oficial del Estado nacionalista que surgió de la Revolución de 1952.
Por el contrario, afirmo que dicho proceso integrador ya estuvo presente en el discurso republicano de la primera década del siglo XX, momento en el cual quedó establecida la escisión entre el discurso liberal positivista de la oligarquía y el discurso étnico reformista que nació como contraoferta de las élites mestizas. Mi libro la destaca en los primeros capítulos como el “discurso sobre lo autóctono”. Dicha propuesta me ayudó a diferenciar las dos vertientes del discurso del poder: el “antimestizaje” y el “mestizaje”.
Es claro que El espejismo del mestizaje sigue cronológicamente, linealmente, el trayecto que va del discurso del mestizaje a las propuestas de los movimientos indígenas de principios del presente siglo. El lector no puede perder de vista, sin embargo, que, conceptualmente, el libro se emplaza en la lógica alternativa, es decir, en aquélla que estudia la “disyunción étnica”, según el comentario que Ileana Rodríguez hace a propósito de Rescoldos del pasado.
Al explicar que “disyunción étnica” significa la violenta separación entre lo cívico y lo étnico, Rodríguez dice: “Por disyunción étnica o ‘contemporaneidad no contemporánea’, para decirlo con las palabras de Ernst Bloch, esto es, la presencia simultánea de lo no moderno dentro de lo moderno, ciertamente atormenta las ideas occidentales” (2013: 34).
Rodríguez añade: “El gesto de Sanjinés consiste en rescatar el pasado de un tipo de trama ignominiosa, para recobrar las experiencias anteriores, indispensables y valiosas para entender los procesos históricos” (34). Y, finalmente, puntualiza que “su esfuerzo es conectar el presente con las experiencias pasadas, el ‘aquí y ahora’ crucial para entender la desconstrucción de la nación” (34).
Las anteriores observaciones, válidas también para El espejismo del mestizaje, muestran que los movimientos indígenas hoy día introducen quiebres profundos en la cultura política de países que, como Bolivia, tienen múltiples etnicidades.
Estos movimientos también permiten explorar los remezones que se producen
en las políticas académicas de los estudios latinoamericanos. En mi criterio, la disyunción étnica planteada en El espejismo del mestizaje es la siguiente: desde principios del siglo XX el reformismo social nacionalista buscó, hasta nuestros días, integrar al indígena, mientras que el positivismo social darwinista, que no ha desaparecido por completo, sigue encontrando en el indígena estigmas y atavismos que impiden la plena construcción de lo plurinacional.
De esta manera, el mestizaje, promovido primero con criterio reformista y, posteriormente, con criterio nacionalista, fue siempre una movida de élites. La disyunción étnica radica en el hecho de que los movimientos de las últimas décadas se niegan a aceptar que la política de las identidades originario-campesinas sean dádivas provenientes del poder, y exigen que se les reconozca lo que en justicia les pertenece.
Disyunción es, pues, el resultado de un movimiento radical que ya no puede ser controlado porque los ideales de la modernidad (emancipación, liberación, ciudadanía) fueron siempre concebidos como una entrega, como un don que cristianos, liberales y marxistas, hacían a los desposeídos, considerando incorrecto e inoportuno que éstos decidiesen actuar directamente, o se apartasen de la representación de las vanguardias políticas e intelectuales.
La encrucijada histórica que originó mi libro, y que antecedía al descalabro del Estado-Nación, planteaba ya la necesidad de que el rol mediador de los intelectuales fuese repensado, y que, de igual manera, las lógicas indígenas dejasen de ser “explicadas” por las disciplinas establecidas, incluidos los estudios culturales. Se abrían nuevas “nociones epistémicas” a partir de las cuales los estudios culturales debían ser reinterpretados y enjuiciada su complicidad con las ideologías de la modernidad.
Las propias nociones de telos histórico, de futuros predecibles y perfectibles, que se hallaban en el meollo mismo del concepto de “cultura nacional”, tenían que ser repensadas desde el nuevo paradigma de la modernidad/colonialidad/ decolonialidad. Y es precisamente este paradigma que guió mi proyecto intelectual, tanto en El espejismo del mestizaje, como, después, en Rescoldos del pasado.
La disyunción étnica invocada por Ileana Rodríguez plantea dos puntos teóricos que coinciden con lo que acabo de manifestar: uno, el cambio del concepto de ciudadano por el de multitud; dos, el cambio de historia lineal por el de mito.
Si la multitud se concibe como un actor espontáneo, desterritorializado, e incluso antinacional, “el cambio de la linealidad histórica al mito se efectúa mediante el reconocimiento de los poderes movilizadores del segundo” (35). En efecto, y tal como lo expreso en mi libro sobre el mestizaje, como también en el que enderezo mi crítica del tiempo histórico, el mito complejiza la modernidad, muestra su lado oscuro, y rearticula el poder de las masas.
Ofrece, pues, la desconstrucción del pensamiento cultural-progresista-nacionalista. Su poder movilizador obliga a repensar la posibilidad letrada, dándole una capacidad transgresora que, en Rescoldos del pasado, identifico con las nuevas posibilidades del ensayo, género que debería ser repensado más allá de la rearticulación de lo nacional.
No puedo dejar de referirme, como último tema, a las críticas que ha suscitado la dimensión temporal de mi investigación. Mi crítica del tiempo histórico se aparta de las nociones de continuidad y de progreso que caracterizan a la modernidad.
Como dije anteriormente, este aspecto es el a priori en el que se fundan mis dos libros.
Pero la crítica a todos “los amantes de la continuidades ancestrales”, que privilegian en su investigación “la tradicional búsqueda de espacios no contaminados por la modernidad liberal/ occidental” (Stefanoni, 2010: 36), olvida voluntariamente que la lucha con la modernidad desarrollista no pretende hallar “espacios no contaminados” por la modernidad, sino poner en diálogo los “tiempos en conflicto” que caracterizan nuestra vida actual, y que problematizan una modernidad que no puede ser tenida como simple copia del mundo occidental.
Precisamente ése es el a priori de mi investigación, la ruptura temporal que los pensadores desarrollistas se niegan a aceptar.
Los desarrollistas –se puede hablar de ellos como “neoestructuralistas” (Webber, 2011)– que se afirman en el continuum histórico de las etnicidades, critican rupturas epistemológicas como las que introduzco en mi investigación, sobre todo la “puesta de cabeza” del mestizaje. En efecto, es llegado el momento del “vuelco de la metáfora” cuando se me relaciona críticamente con “los análisis abstractos sobre el retorno del indio” (32). En mi criterio, este reparo implica un desconocimiento del pensamiento decolonial, que nada tiene que ver con la función ideográfica de cómo evolucionaron las lógicas organizativas de las identidades, tanto en sus relaciones comerciales, como personales.
Le molesta a la crítica las rupturas epistemológicas que apartan mi investigación de las continuidades que, supuestamente, se registrarían en la realidad. En mi caso, ello tendría que ver con el hecho de que ignoro por completo la continuidad existente entre el nuevo nacionalismo popular de Evo Morales y el nacionalismo forjado como resultado de la Revolución de 1952.
Aunque toco el tema solo tangencialmente en Rescoldos del pasado, me parece que habría mucho que decir a propósito de este giro “posneoliberal” que el “evismo” habría dado con su nuevo nacionalismo popular. Me limito a mencionarlo brevemente solo para relevar, también críticamente, el hecho de que el neoestructuralismo desarrollista promueve dicho giro para apaciguar cualquier violencia epistemológica que podría haberse dado en lo más hondo de la subalternidad.
También parece molestar a mis críticos que hable de un “ahora, carajo”, es decir, que me refiera a una ruptura que aparta al movimiento indígena del “todavía no” que, por el contrario, estaría más a tono con la continuidad del nacionalismo popular promovido por el nuevo Estado plurinacional.
Ellos encuentran, en mi inobservancia de la continuidad del “espacio público plebeyo”, que mi análisis esquiva las dinámicas políticas, económicas y sociológicas concretas, y que pierde la recomposición del movimiento nacional-popular de matriz campesina, plasmada con la llegada de Evo Morales al poder. De haber acatado esta “continuidad”, no habría tenido necesidad, en el criterio de mis críticos, de invocar la supuestamente falaz “ruptura epistemológica” de lo indígena. Si no procedo así en mi investigación, es porque dudo mucho de que estemos totalmente inmersos en una etapa “posneoliberal” de continuidad nacional-popular.
Sin embargo, el lector encontrará, en el último capítulo de Rescoldos del pasado, mi desconstrucción del tan mentado “retorno de lo plebeyo”. En dicho capítulo, también hallará una crítica del imaginario urdido por los cultores del nuevo Estado plurinacional.
En conclusión, los tiempos en conflicto a los que me refería en el momento de escribir El espejismo del mestizaje, no solo presentaban el vuelco metafórico del mestizaje, sino que anunciaban el final del Estado-Nación. Diez años después de su publicación en castellano, hoy podríamos seguir afirmando que vivimos tiempos en conflicto que, al reavivar los rescoldos del pasado, tornan visibles las insuficiencias del presente, particularmente las desavenencias entre el discurso socialista comunitario oficial y el modelo de desarrollo capitalista que lo conflictúa en la realidad. Seguirle el trazo a esta incongruencia será tarea de la que deberá continuar ocupándose el pensamiento crítico, y, fundamentalmente, el ensayo en tanto género literario capaz de ahondar en el tema de la descolonización.
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[1] La palabra “cientista” no existe en español. El término en inglés es “scientist”, es decir, “científico”. También puede traducirse como “sociólogo” o “politólogo”, dependiendo del contexto.