Aparecida, esperanzas y temores
(Reflexiones desde la teología)
María Clara Lucchetti Bingemer
Ante la conferencia de obispos latinoamericanos
En el primer encuentro del ciclo de debates de Criterio 2007, realizado en el Centro Cultural Borges el 12 del mes pasado, fueron panelistas los doctores en teología Maria Clara Lucchetti de Bingemer y Carlos M. Galli. Respectivamente, decanos en la Universidad Católica de Rio de Janeiro y en la Universidad Católica Argentina. Bajo el título: “¿Qué futuro tiene la Iglesia en América latina?”, coordinó las ponencias y el diálogo el periodista José Ignacio López.
La preocupación central, ante la V Conferencia de Obispos latinoamericanos a realizarse en Aparecida, Brasil, con la apertura de Benedicto XVI (en su primer viaje en cuanto pontífice al continente latinoamericano), fue el interrogante sobre si las expectativas son de esperanza o de temor. Esperanza en que la Iglesia recoja los múltiples desafíos de la sociedad contemporánea. Temor de que no sepa o quiera hacerlo.
José Ignacio López, quien lamentó con fuerza la ausencia de laicos argentinos entre los participantes, escribió en el número anterior un interesante artículo sobre el tema.
De Carlos M. Galli, que además será perito en Aparecida, esperamos un análisis posterior a la Conferencia.
Aquí publicamos el texto de Maria Clara Bingemer expuesto, en parte, en la charla mencionada.
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La V Conferencia General del episcopado latinoamericano suscita reacciones tanto de esperanza como de temor. Esperanza, en el “continente de la esperanza” de que el pueblo reciba una palabra de aliento en los difíciles tiempos que corren. Temor de que defraude las expectativas si no recoge los avances de Medellín y Puebla, y repita de alguna manera a Santo Domingo. En ese sentido, hay disconformidad con los contenidos y el método del documento de participación.
Por otro lado, es innegable que Aparecida 2007 es el principal acontecimiento eclesial del año. Aunque, al menos en Brasil, país sede, los medios de comunicación se interesan más por la venida del Papa que por la Conferencia y su lema: discípulos y misioneros de Jesucristo hoy. Nuestra atención y reflexión pueden ayudar a que las conclusiones de Aparecida respondan a los deseos y preocupaciones de muchos católicos que hoy, en América latina, no se sienten cómodos en su Iglesia, a la que aman.
El giro metodológico
Muchos no se sintieron identificados con el análisis metodológico del documento. Encontraron pobre y conservador el análisis de la realidad. Incluso que estuviera después de la parte teológica, eludiendo el método consagrado en conferencias anteriores: ver-juzgar-actuar. Se advierte la ausencia de la Iglesia en el diálogo con el mundo académico, con la universidad y en los grandes temas que hoy interpelan al ser humano. También es insuficiente el concepto de cultura y de culturas ante la complejidad actual. La cuestión de la nueva genética, de la bioética presenta además un enfoque pobre y conservador. Se tiene la impresión de que no se enfrentan con valor y transparencia cuestiones que angustian a muchísimos católicos en el continente y que constituyen la principal área de roce con no creyentes, ateos y agnósticos: cuestiones relativas a la moral sexual (limitación de la natalidad, métodos naturales y/o artificiales, relaciones sexuales antes del matrimonio, etc.). Asimismo, las indagaciones relativas a la muerte digna (eutanasia, distanasia, etc.). La percepción de que estas cuestiones son urgentes y deberían ser consideradas por la Conferencia emana del hecho de que buena parte del laicado católico en América latina vive una especie de “cisma blanco” (hay toda una corriente de cristianos laicos, incluso apoyados por sacerdotes, que viven una ética sexual paralela o al margen de la posición oficial y no se sienten excluidos de la comunión eclesial).
Es un signo esperanzador, por otro lado, constatar que el documento de síntesis retomara el método ver-juzgar-actuar, fruto de una escucha atenta y positiva.
En el análisis de la realidad impacta fuertemente la merma en las filas católicas del continente. A pesar de que la mayoría de los católicos de todo el mundo se encuentran todavía en América latina, ese rostro del pueblo “pobre y creyente” trazado en Puebla ha cambiado mucho y rápidamente. No es sólo el “substrato católico” sino el de todas las religiones institucionales el que es corroído por fuertes cambios culturales. Siempre hubo pluralismo religioso en nuestro continente. Lo nuevo es el fin de la cultura de unanimidad católica. Por un lado, una legitimación de la libertad religiosa, cuyo pluralismo, expuesto a la mercantilización de todas las esferas de la vida humana, relativiza el catolicismo y reduce las religiones a un denominador común; y, por otro, un individualismo que tiende a hacer de la religión una opción restringida a la esfera de la subjetividad.
La Conferencia de Aparecida deberá afrontar la realidad desafiante del éxodo de católicos hacia otras denominaciones religiosas; y, dentro de ellas, el constante “tránsito religioso” que va de “conversión” en “conversión”. Y por otro lado, afrontar también el anonimato de la masa y la débil participación activa de los fieles centrada sobre todo en celebraciones litúrgicas de poca incidencia en la vida concreta. Frente a esta situación, las diferentes reacciones van desde la postura apologética de la disputa del mercado religioso hasta la apatía y la perplejidad o, lo que es peor, la redogmatización feroz de la religión y el atrincheramiento identitario.
Con relación al documento de participación, muchas conferencias episcopales han recordado la necesidad de no olvidar dos opciones fundamentales: la preferencial por los pobres y la del protagonismo de los laicos. A ese respecto, la contribución de Brasil afirma: “La credibilidad y la fuerza de la acción evangelizadora reside en la opción por los pobres, que es la opción del propio Jesús. En la historia de la Iglesia, se constata que, cuando no se ha sido fiel en el servicio a los más pobres, se dejó de ser fiel al Reino de Dios, que es vida en abundancia para todos. Lamentablemente, también en los días de hoy, la Iglesia no siempre consigue dar un testimonio convincente de la opción evangélica por los pobres. Una Iglesia que se vuelve tibia en el compromiso con los pequeños y sufrientes traiciona en su esencia el Evangelio de Jesús, que vino a traer vida en abundancia para todos”. Y sigue: “Sobre todo el éxodo de católicos impone a la Iglesia recapacitar, con urgencia, la ministerialidad en el seno de las comunidades eclesiales. Los ministerios continúan centralizados en el ministro ordenado que, a su vez, es cada vez más escaso, en comparación con otras denominaciones religiosas. Además de la necesidad de la creación de nuevos ministerios laicos, como el de las mujeres que son mayoría en nuestras comunidades, no es un despropósito pensar la posibilidad de reinserción en la vida pastoral de los sacerdotes que dejaron el ministerio”.
La cristología de Aparecida
Al ser el discipulado y la misión cristianas el tema central de Aparecida, la cristología cobra una importancia fundamental. Ya el documento de participación señalaba la carencia de una cristología que recuperara la humanidad de Jesús, su inserción en su contexto vital, la centralidad de su ministerio en favor de los pobres, recogiendo la rica tradición de Israel, en donde Dios es el go´el (pariente) del pobre, del huérfano, de la viuda, del extranjero, en suma, de todos los carecientes de plenitud.
Se ha advertido la ausencia de las afirmaciones cristológicas que describen a Jesús como el rostro humano de Dios, entregado a la humanidad, y el rostro de los hombres y de las mujeres en conversación con el Padre. La religiosidad popular latinoamericana, sintiendo la presencia solidaria de Dios en la prueba y en el dolor, da especial valor al Jesús sufriente, aunque no pierda la esperanza de “vida en abundancia” en el Cristo resucitado.
En el encuentro con los discípulos, Jesús promete la vida plena. El seguimiento y el discipulado, por lo tanto, nacen de esta experiencia. Y la misión es el anuncio a todos de esta novedad.
De la misma forma en que el Reino fue central en la vida y en la obra de Jesús, “buscar primero el Reino de Dios” también es lo único que le importa al cristiano, pues “todo lo demás le será dado por añadidura”. La categoría “Reino de Dios” es, por lo tanto, fundamental en toda cristología y, de manera especial, en una elaborada a partir y desde América latina. El Reino es el proyecto de Jesús y los que lo siguen asumen igualmente su proyecto. Los mártires del continente son testigos de esta fidelidad a Jesús y su Reino.
El Reino de Dios es justicia, paz y amor para toda la humanidad, salvación integral, liberación de todos los signos de muerte que sofocan la vida. Se trata de un Reino escatológico, con una dimensión inmanente y otra trascendente. En la primera, el Reino de Dios se identifica con personas que volvieron a nacer del Espíritu, empeñadas en la construcción de una nueva sociedad, justa y solidaria para todos.
A diferencia de Conferencias anteriores, se echó de menos en el documento de participación la faceta liberadora de la misión de Jesús, ya que la eficacia de la evangelización exige su presencia. En cuanto Palabra que se hizo carne, forma parte del profetismo descubrir el rostro desfigurado de Jesús en el de millones de marginados, sumergidos en la miseria, desempleados, sin techo y sin-tierra, enfermos, emigrantes, los que no tienen posibilidad de vivir dignamente.
La opción evangélica por los pobres es la del propio Jesús, “que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”. Su vida y misión se caracterizaron por la atención a los más débiles y excluidos de la sociedad de su tiempo, no respetados en su dignidad de hijos de Dios. La acción de Jesús junto a los pobres no es una acción asistencialista, sino defensora y promotora de la vida en abundancia que él vino a traer a todos, no dudando trastocar las estructuras excluyentes, tanto de la religión judaica cuanto de la sociedad.
En la vida de Jesús, los pobres no son meros objetos de caridad. Por su acción, la Buena Noticia los pone de pie, los integra en la comunidad tratando de hacer de ellos sujetos de un mundo nuevo, solidario e inclusivo de todos.
El seguimiento de Jesús implica, por tanto, la opción preferencial por los pobres, sobre todo en un continente marcado por la injusticia social que, a los ojos de la fe, se constituye en el escándalo del pecado estructural.
En el documento de síntesis hay una cristología muy densa y bella, tomada del cuarto Evangelio. No se destaca tanto la elaboración de los Evangelios sinópticos y no se valora como central la cuestión del Reino de Dios; por lo tanto apunta hacia un discipulado más centrado en la conversión individual y subjetiva. La opción evangélica por los pobres está mencionada sin llegar a ser, sin embargo, el centro mismo del apartado. Eso seguramente habrá frustrado a algunas corrientes más progresistas de la Iglesia del continente, más identificadas con la Teología de la Liberación. Sobre todo cuando la injusticia social estructural no ha mejorado en nada desde la última conferencia del CELAM. Por el contrario, ha empeorado.
¿Aparecida confirmará y consumará el entierro de la Teología de la Liberación? ¿Hay otro modelo de teología que reemplace a la que durante mucho tiempo fue identificada como el modo propio de hacer teología en Latinoamérica?
Una teología contextual
Hace más de dos mil años, cuando la primera comunidad cristiana reconoció que Jesús de Nazareth, que había caminado en medio de ellos haciendo el bien y hablando con autoridad, que había sido matado por los poderes de la teocracia judía y de la pax romana, que había resucitado por el poder de Dios Padre, era el Mesías esperado, surgía un nuevo acontecimiento histórico y transhistórico: el cristianismo.
El genio de Pablo de Tarso comprendió inmediatamente que aquella espléndida novedad no podía quedar aprisionada dentro de los estrechos límites de la sinagoga so pena de morir atrofiada. Enfrentando incluso a Pedro, jefe del colegio apostólico, Pablo entiende que el cristianismo debe ganar el mundo, y que para eso debe entrar en las culturas adonde le sea dado llegar y hablar el idioma que hablan los del lugar donde la misión lo lleve.
Es así que, al pretender dirigirse y hacerse entender por los círculos más letrados del mundo greco-romano, el mundo culto de entonces, la comunidad eclesial cristiana va a tener que descubrir un nuevo lenguaje que rescate las categorías de la antropología hebrea y entre en comunión profunda y fecunda con las categorías de la ciencia de la época, que era la de la filosofía griega.
La teología, por lo tanto, nace inmersa y determinada por un contexto. Nace ya contextual y no tiene posibilidad de no serlo. Es fruto de un feliz casamiento entre la antropología hebrea y la filosofía griega. Con esa reflexión y ese discurso el cristianismo conseguirá penetrar en las diferentes culturas, expresarse a sí mismo y expresar el misterio que lo configura, ser recibido y entendido en los diferentes contextos culturales. Se convierte no solamente en la religión de unos pocos, sino de muchos y ha adquirido un cariz de fuerza civilizatoria, sin el cual la historia de Occidente hoy no sería comprensible.
Sin embargo, los contextos cambian y se reconfiguran y la teología está llamada a acompañar ese proceso vivo y cambiante, a fin de poder seguir siendo entendida en diferentes contextos y culturas y seguir respondiendo a las preguntas de los hombres y mujeres de ayer y de hoy.
Hace más de cuarenta años, la Iglesia reunida en concilio rescató la importancia de esto. En su ardiente deseo de dialogar con el ser humano, el mundo y la cultura modernos, la teología comprende que no puede seguir pensando y hablando con las categorías medievales. Es por eso que la teología conciliar y post-conciliar tiene algunos rasgos fundamentales que se reflejan en un sano y profundo cambio en su reflexión, en su discurso y en su lenguaje:
1. Un giro antropocéntrico.
2. La historia como categoría teológica.
3. Vuelta a las fuentes.
Hace poco menos de 40 años, al final de los sesenta e inicio de los setenta, la Iglesia en América latina expresa su deseo de dar nuevos pasos en su ser eclesial y en su quehacer teológico y pastoral: dejar de ser una Iglesia reflejo y pasar a ser una Iglesia fuente. La conferencia de Medellín, en 1968, segunda del episcopado latinoamericano, iba al encuentro de ese deseo: la propagación de la fe inseparable de la lucha por la justicia; la articulación de las bases comunitarias alrededor de la palabra de Dios; un nuevo modo de hacer teología, que parte de la realidad y la piensa a la luz de la Escritura.
En 1979, la Conferencia de Puebla llegaba a su término consagrando los mismos ejes ya madurados y consolidados: la opción preferencial por los pobres, las comunidades eclesiales de base, y la teología de la liberación.
Los sectores más progresistas de la Iglesia veían la necesidad de un cambio de alianzas. El proceso de evangelización del continente, que había elegido preferencialmente las clases dirigentes y las élites como destinatarios de su labor misionera y evangelizadora, veía ahora la necesidad de dar preferencia a los pobres y a los medios populares para desde ahí llegar a todos. En un momento en que la mayoría de los países latinoamericanos sufrían por la falta de libertad bajo sangrientas dictaduras y cuando los sistemas explotaban cruelmente a las clases desfavorecidas, la voz de la Iglesia se hacia oír como portavoz y defensora de los derechos humanos.
La teología hecha en América latina ganó mundo y fue discutida favorable o negativamente, aunque siempre con interés. Provocó respeto en Europa y en los Estados Unidos. Y aquí en el continente ganó credibilidad junto a las bases, a los movimientos populares, a otras fuerzas que no siendo eclesiales encontraban lenguaje e ideales comunes al comprometerse con las luchas de los más pobres.
Los tiempos cambiaban, nuevos vientos soplaban, en el Vaticano y aquí. La democracia parecía florecer de nuevo en Latinoamérica, el muro de Berlín caía en 1989, el socialismo real era ya superado por nuevas propuestas y por un mundo donde las utopías parecían cosas del pasado. La modernidad y la razón potente entraban en crisis y empezaba un nuevo momento histórico llamado –bien o mal– post-modernidad. El contexto dentro del cual se debía elaborar el discurso teológico pasó muy rápidamente a ser otro y diferente.
En los últimos veinte años hemos venido asistiendo y viviendo ese cambio. Sin embargo, es importante constatar y afirmar que el deseo y la convicción fundamental que animaba a la Iglesia del continente en los años 60, 70 y 80 está vigente todavía. Deseo y convicción de evangelizar atacando igualmente las causas de la injusticia que sufren cada día millones de personas. El problema de la injusticia no ha mejorado. Por el contrario, ha aumentado y hoy es mucho más grande el número de quienes gimen bajo el cruel peso de la pobreza, de la miseria, de la violencia, de la exclusión. Excluidos de todos los beneficios del progreso, hombres y mujeres no tienen posibilidad de acceder a los derechos humanos, porque no resolvieron siquiera el problema de los derechos animales, como escribe Frei Betto.
Cambió y se tornó más complejo el contexto donde nuestra teología se piensa y se dice. Nuevos elementos han sido integrados sin que desaparecieran los antiguos. El cuadro contextual es por lo tanto más rico, más complejo y más desafiante para la teología que quiere ser dialogante con el pueblo.
A la pobreza socio-económico-política se ha agregado otra cuestión seria e interpelante: la pobreza antropológica. Es el área que va a contemplar todas las cuestiones emergentes de género, de raza, de etnia, de ecología. La reflexión teológica va a llegar a la conclusión de que si una persona es pobre, es excluida. Si es pobre y mujer, es doblemente excluida. Si es pobre, mujer y negra, lo es triplemente.
Si Puebla todavía podía hablar a un continente más o menos homogéneo en términos eclesiales y teológicos, un pueblo “pobre y creyente”, la Iglesia hoy se confronta con un nuevo estado de cosas. El campo religioso se ha vuelto cada vez más plural, reflejando una pérdida de hegemonía del cristianismo histórico en términos de capacidad de influencia y número de adeptos.
El contexto en el que vivimos, por lo tanto, no es más como el que vivieron nuestros antepasados, nuestras abuelas, las generaciones que nacieron y se criaron entre símbolos y afirmaciones de la fe cristiana y católica. Hoy vivimos en un contexto donde la religión muchas veces desempeña más el papel de cultura y fuerza civilizatoria que de credo de adhesión configurador la vida. Más aún: vivimos en un contexto secularizado y plural en todos los aspectos y términos. Hoy, globalización mediante, las personas nacen y crecen en medio de un mundo donde se cruzan, dialogan e interactúan el ateísmo, la no creencia, la indiferencia religiosa y varias religiones, antiguas y nuevas. El cristianismo histórico –y en él, el catolicismo– se encuentra en medio de esta interpelación y de esta pluralidad.
Hoy asistimos a la privatización de la vida religiosa, que va de la mano de la autonomía del hombre moderno versus la heteronomía que regía el mundo teocéntrico medieval. Cada uno elabora su propia “receta” y el campo religioso pasa a asemejarse a un gran supermercado, así como también a un “lugar de tránsito” donde se entra y se sale. La modernidad no terminó con la religión: resurge con nueva fuerza y nuevas formas, no tanto institucionalizada como antes, sino plural y multiforme, salvaje e incluso anárquica, sin aspiraciones de volver a lo pre-moderno.
El ser humano que vivió la crisis de la modernidad, o que ya nació en medio de su clímax y nada en aguas post-modernas –a diferencia del adepto a la religión institucional, que adhiere a una sola y permanece en ella, o incluso del ateo o agnóstico que niega la pertenencia y la creencia en cualquier religión– es como un “peregrino” que camina entre los meandros de las diferentes propuestas religiosas, sin reparo a pasar de una a otra, o de armar su propia composición religiosa con elementos de una y otra propuesta.
La cuestión de la sacralidad presenta, pues, un rostro que convive con el del secularismo moderno, generador de sospecha y ateísmo, para el cual la trascendencia está sometida a la constante e incesante crítica de la razón y de la lógica iluminista.
Sin duda, el catolicismo y la Iglesia son llamados a encontrar su lugar en medio del tejido plurirreligioso que atraviesa la sociedad contemporánea. De esta forma, debería participar de un proyecto común donde las religiones tendrían un papel importante en beneficio de la humanidad. Las religiones del mundo entero están siendo convocadas, según el parecer de importantes pensadores, a aportar en la elaboración de una nueva ética mundial, y no pueden abstraerse de esa convocatoria o ignorarla. Pero tampoco pueden acudir renunciando a lo que constituye el fondo más profundo de su identidad.
En vísperas de una V Conferencia del episcopado latinoamericano, la fe y la teología cristianas se ven interpeladas por la cuestión de su identidad, a veces perdida y fragmentada en medio de un mar de experiencias que se pretenden religiosas, pero que no necesariamente pasan por la Alteridad, que en su absoluta libertad se revela como Santidad, o sea: “Alteridad totalmente otra”.
La aparición de esta sacralidad plurirreligiosa no necesariamente implica un crepúsculo de la adhesión a una religión tradicional, con todas sus consecuencias, pero sí exige un constante y agudo discernimiento.
En este contexto plural y cambiante, la teología latinoamericana sigue encontrándose con interpelaciones y cuestiones tan serias y fundamentales que la llevaron a elaborar un discurso nuevo en los años 60 y 70. Pero tiene igualmente el grave deber de abrir sus oídos y volver su atención a los nuevos desafíos.
La fuerza de la fe en Jesucristo –experiencia desde la cual surge y se configura el discurso teológico– sabrá dar a la teología nacida y elaborada en el contexto actual la forma y el tono adecuado para conformar una respuesta convincente y consistente frente a las inquietudes del pueblo de Dios. Pero, si la teología quiere seguir siendo una palabra que contribuya eficazmente para la liberación del hombre todo y de todos los hombres, y no un discurso elaborado en ambientes académicos al que sólo tengan acceso algunos pocos eruditos, grandes conocedores de libros y tratados, pero no necesariamente peritos en humanidad, la presencia de lo nuevo debe ser oída, acogida e incorporada con armonía y generosidad. Ser experta en humanidad es el compromiso de la Iglesia después del Concilio, según expresión de Pablo VI. Seguir siéndolo es su compromiso hoy, en este momento, en este continente de la esperanza que necesita ver su esperanza reforzada y confirmada.
Expectativas que persisten
En mi opinión, la V Conferencia General debería pronunciarse en torno de estos grandes temas:
– La persistente injusticia social. La tremenda contradicción de ser portadores del Evangelio y discípulos de Jesucristo, ser países cristianos (Brasil es cuantitativamente el mayor país católico del mundo) y albergar injusticias vociferantes y absurdas como que un tercio de sus habitantes estén por debajo de la línea de pobreza. Es, en suma, la cuestión de los pobres y de la opción de la Iglesia por ellos a fin de dar credibilidad a su anuncio. Este punto lo considero importantísimo para acallar las afirmaciones acerca de que la opción por los pobres “ya pasó”, como si se tratase de una moda. Creo urgente que la V Conferencia asuma esa cuestión.
– La violencia. Nuestros países se han convertido en focos de verdadera guerra civil urbana. Está muriendo toda una generación, sobre todo de hombres jóvenes y negros. Esto sucede en Brasil, Colombia, Venezuela, Perú y otros. El tema de la paz y del perdón, de la reconciliación, está en el corazón del mensaje evangélico. Ser discípulo de Jesucristo implica, por lo tanto, hacer del meollo del Sermón de la Montaña y de las Bienaventuranzas una prioridad absoluta en el ministerio ejercido, en la evangelización, la catequesis, la organización de la pastoral. Sin un decidido compromiso en favor de la paz, fruto de la justicia, la Iglesia del continente estará dejando pasar por alto algo fundamental para la credibilidad de su misión.
– Las nuevas cuestiones morales de los católicos. O sea, lo relativo a la vivencia de la sexualidad, la procreación, la familia, la defensa de la vida (aborto, eutanasia), la homosexualidad, etc. Todas esas cuestiones se les plantean a los católicos cotidianamente y no pueden ser minimizadas o pensadas con ligereza. Es necesaria una palabra franca de la Iglesia que, sin ceder respecto de la moral que emana del evangelio, tenga la apertura suficiente para poder entablar un diálogo, sobre todo con las generaciones más jóvenes que por no ver esa apertura terminan alejándose de la Iglesia.
– El diálogo con el mundo intelectual, con los formadores de opinión, con los que trabajan con ideas y que están formando la cabeza de las nuevas generaciones, en la escuela, en las universidades, en los medios de comunicación. La cuestión de las nuevas tecnologías también debería ser contemplada con extrema atención. El advenimiento de Internet que crea un mundo virtual que abarca y desvanece fronteras de espacio y tiempo, de los teléfonos celulares como extensión del cuerpo humano, de constantemente nuevas tecnologías al punto de que ya se habla de un post-humano que excedería el ámbito tanto de la antropología filosófica tradicional como la de la antropología teológica cristiana. Esto plantea a la Iglesia el enorme desafío de seguir comunicando y transmitiendo un mensaje milenario, cargado de fuerza trascendente y con peso de eternidad a través medios pluriformes, siempre nuevos y diferentes, so pena de ser incapaz de comunicarse y hablar con los jóvenes, ricos o pobres, letrados o incultos. Los medios de comunicación social y los medios digitales progresivamente van incluyendo y abarcando a todos y creando un nuevo lenguaje que es preciso aprender.
– La pluralidad religiosa. Vamos velozmente hacia un mundo donde el cristianismo ya no es hegemónico. Ganan espacio religiones tradicionales (por ejemplo, el islam) y a la vez surgen otras. Esta situación suscita en la Iglesia el desafío de dialogar humildemente con otras propuestas religiosas y escucharlas respetuosamente. El incidente por la interpretación de las afirmaciones del papa Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona muestra cómo los ojos del mundo se vuelven hacia la Iglesia esperando de ella una apertura dialogal cada vez más amplia y una posición que no sea rígida ni de rechazo frente a la creencia diferente del otro. No obstante, si bien por un lado, hay una expectativa de apertura y diálogo, por otro hay también una fundamental necesidad de discernimiento ante esta pluralidad religiosa que se ve en toda América latina. La proliferación de nuevas propuestas pretendidamente religiosas necesita ser cuidadosamente discernida, dado que una cultura de sensaciones como la que vivimos puede generar propuestas que en realidad no son religiosas en el sentido pleno del término, sino meros intentos de auto-ayuda, epidérmicos y superficiales. La Iglesia no puede renunciar a esto, porque de lo contrario se convertiría en una mercadería más del supermercado religioso. O incluso en otro lugar de tránsito, de pasaje, para personas que van de propuesta en propuesta, de iglesia en iglesia, de religión en religión buscando nuevas y excitantes sensaciones que luego descartarán y remplazarán por otras. Asimismo con las religiones antiguas y tradicionales, la Iglesia debe buscar cada vez más caminos de diálogo sin abdicar de su identidad. Sólo hay diálogo entre diferentes. La uniformidad no genera diálogo, como tampoco lo generan la mismidad y la repetición monótona y no creativa. Hay un movimiento mundial que convoca a las religiones a luchar juntas por los valores que constituyen los fundamentos básicos de la condición humana: paz, justicia, verdad. La V Conferencia podría brindar una valiosa contribución deteniéndose en la diversidad religiosa de un continente donde, sin embargo, el cristianismo tiene muchísima importancia.
– Los laicos y su identidad y misión dentro de la Iglesia. En la década del 90 hubo un gran esfuerzo en el continente, en muchos niveles, para formar laicos, ayudarlos a asumir su papel dentro de la Iglesia, autocomprenderse como productores de los bienes eclesiales y no meros consumidores. Creo que eso llevó a que se multiplicaran los centros de fe y cultura, los centros de formación de laicos y hoy podamos ver muchas vocaciones teológicas laicales, ministerios laicales que con éxito van asumiendo en la comunidad eclesial creciente importancia en el campo de la liturgia, de la espiritualidad, de la reflexión teológica, de la asesoría pastoral, de la coordinación comunitaria, etc. Sin embargo, todavía existen resistencias por parte de significativos sectores del clero y de la Iglesia en general. La novedad del cristiano laico, con su rostro y su papel dentro de la Iglesia y de la sociedad, todavía advierte dificultades. Ahí merecerían un especial capítulo las mujeres que son siempre y necesariamente laicas, ya que no tienen acceso al ministerio ordenado. El laicado espera de la V Conferencia una palabra que aliente su vida y su fe, que lo anime a seguir adelante buscando la vivencia de la santidad sin sentirse rechazado o disminuido porque se le ha asignado la esfera de lo profano y, por lo tanto, no tiene mucho que decir en su Iglesia. Sería importante que la V Conferencia tuviera la osadía de mostrar que obispos, sacerdotes, laicos y religiosos son todos discípulos de Cristo y encuentran la fuente de su discipulado en su mismo Bautismo.
Creo que la V Conferencia puede ser una ocasión de oro para decirle a América latina y al mundo que la Iglesia quiere anunciar a Jesucristo y engendrar discípulos mostrándose ella misma como la primera discípula, confesándose ignorante y pecadora y necesitada de oír, escuchar, aprender muchísimas cosas a fin de poder hablar realmente como fiel portavoz del maestro y no como anunciadora de sí misma.