Barú Rey
Por Manuel Sorto
Homenaje a mejor mago revolucionario salvadoreño/ a Carlos Aragón “Tamba”, por salvarme la vida
BAYONA – Conocí a Barú en la Universidad Nacional, cuando yo trabajaba en El Taller de los Vagos. (Ya sé que parece un chiste. Pero era en serio. Ese era otro de los objetivos que perseguíamos. Desacralizar entre otras cosas, la aparente vaciedad del trabajo artístico. Luego, y siempre con Guillermo Escalón, seguimos haciéndolo, pero en cine. La primera y única película de ficción que realizamos juntos la produjimos como El Taller de los Vagos. Después, nos agarró la guerra. Y aún en la guerra, nuestros documentales fueron firmados y producidos por Cero a la Izquierda. Partíamos del hecho real de la nada casi absoluta de nuestro país en la producción cinematográfica. Éramos un cero, pero a la izquierda.)
Estábamos en el cafetín de AGEUS con Guillermo y Roberto “El Choco” Castellanos (o Robertico como le decía Horacio, que era su primo). El Choco hacía caminata en la ciudad universitaria y nos hacía reír a todos con su estilo acentuado en lo cómico, en short y camiseta y una banda en la frente para los sudores. Pero en el fondo lo hacía seriamente y a veces discutíamos sobre los juegos olímpicos. Cuento la anécdota del Choco y su serio trabajo en caminata olímpica, porque ahí es donde entra Barú, el Mago.
Apareció Barú sudado, más que El Choco (o Robertico); y Barú también andaba en short y también llevaba banda alrededor de la cabeza, pero a lo turbante indú. Una hilacha de colores anudada detrás de una oreja. Barú, como El Choco, entró trotandito, pero nada de cómico. En la mano cargaba una banderita de tela de El Salvador.
Se arrimó al mostrador y la encargada se apresuró a llenar un vaso de agua. Lo agarró y se plantó frente a nosotros a beberlo sin dejar de mirarnos a los ojos. Vaya como transpiraba, más que un macho cabreado o como si su hubiera metido un ácido que estaba de moda como experiencia. Su respiración todavía no se regularizada. Bebió despacio, pero sin pausas. Terminó de beber y alargó su tronco para depositar el vaso sobre el mostrador sin dejar de mirarnos. El Choco reía suavecito, pero casi histérico. O como. Con él no se sabía nunca cuando iba en serio o en mimo o a lo cabaret. Barú retractó de nuevo su cuerpo frente a nosotros, Estaba como nuevo, aparte de lo mojado. Su expresión era adusta, como un oficial en plena misión frente al alto mando. ¡Salú!, dijo, y salió trotando por la puerta de la salida hacia el estacionamiento. Sus piernas eran fuertes y musculosas y todo su cuerpo, robusto y sólido como un armario. Corría el año 69 del siglo pasado.
Entonces la chamaca que atendía nos contó. Barú ya llevaba tres vueltas con esa. Salía al parqueo, agarraba la senda a la izquierda hasta la entrada o salida principal de la U. y se enrumbaba por la Avenida Universitaria. Ella no sabía hasta donde daba la vuelta y regresaba. El Choco, ya descansado, propuso que si volvía lo siguiéramos.
No tuvimos que esperar mucho. Después de que Barú terminó su ya cuarto vaso según la cuenta de la chamaca, lo seguimos, a trotecito para ver en qué carajos andaba.
Salió del parqueo y agarró la senda de la izquierda como la chava había dicho. Ahí, ya trotandito en serio, enfiló hacia la salida principal de la U, para luego descolgarse por la Avenida Universitaria, ya acelerando el trote. Se mantenía corriendo pegado a la cuneta, no en la acera, pero en la calle, con un tráfico bastante respetable. Corría a pecho y torso erguidos, como muralla, diría Sandino; el brazo derecho levantado y la mano alzada empuñando la banderita salvadoreña, como portador de antorcha olímpica. No nos la creíamos.
Al llegar a la altura de la fuente luminosa, la de la escultura de la evolución de las especies (bien darwiniana la cipota), atravesó la calle abriendo un corredor entre los carros de manera eficaz y elegante y sin perder el ritmo de carrera y erguido más que nunca (el riesgo de que una nave mínimo lo despeinara y perdiera el turbante era más que posible). Llegó hasta la fuente y siguió corriendo sin perder la postura ni el aire de portador olímpico, y se mantuvo corriendo pegado a la base recipiente de la fuente. Aprendé, le dijo Guillermo al Choco (o Robertico). Guillermo hacía esgrima, sabía lo de la elegancia en las acciones.
Circundó casi por completo el recipiente de cemento y al nivel de la esquina de la embajada gringa, se detuvo, corriendo sin desplazarse, banderita salvadoreña alzada, hasta que vio el pasadizo que iba a abrir, y hasta uno de los carros disminuyó su velocidad entendiendo su tirada y ajustó el pasadizo. ¡Aprendé! repitió Guillermo. Nos habíamos quedado en la acera desde que Barú comenzó el cruce de la avenida.
Barú ganó la acera de la embajada y continuó por ella, siempre por la Av. Universitaria, hasta la entrada principal y allí se detuvo y continuó corriendo sobre el mismo sitio; pero su objetivo era otro. Trotando-corriendo sin desplazarse, mejor que el mejor mimo, levantada la bandera salvadoreña en su brazo como asta y elevó su brazo izquierdo con el puño cerrado. ¡No nos la creíamos!
Así se mantuvo algunos minutos, larguísimos, dos o tres o cinco, ¡a saber!, hasta que de repente soltó un grito que yo nunca había oído ni he vuelto a oír. Un grito profundo de bien adentro, de las tripas, de las vísceras, del pecho. Del alma. Y el grito duró eternidades, hasta irse apagando en un quejido y un canto.
Y aquí viene lo increíble: la fuente luminosa se accionó como por encanto y sus chorros se elevaron erectos con sus parábolas y los faros de colores se encendieron, pálidos por el casi mediodía en punto que nos reventaba sobre las cabezas, mientras los chorros empinados de la fuente se mantuvieron elevados en su danza de niveles por cosa de un par o más de minutos, ante nuestros ojos y la mirada sorprendida de los pasantes y candidatos a emigrantes. ¡No nos la creíamos!
Nos volvimos hacia Barú desde nuestro lado de la avenida. Barú nos miraba siempre directo a los ojos desde la otra acera, pero esta vez casi sonreía y hasta con cierta dulzura.
De golpe, Barú se volvió hacia la fuente, agitó la banderita con gesto de director de orquesta y con la precisión de un pase mágico ¡y los chorros y luces de la fuente desaparecieron!. Y ustedes los teatreros, ¿ya aprendieron algo? -nos dejó ir el Choco.
Desde la otra acera, enfrente de la entrada principal oficial de la embajada gringa, Barú nos observaba. Pero ahora sonreía con malicia extraña y la expresión en su mirada parecía más de brujo que de mago. Y andate a saber cuál es la diferencia.
Barú recomenzó su trotecito, verdadero aunque no se desplazara; recobró su postura de atleta olímpico portador de pendón patrio, resopló algo así como un ¡ Brrrr ! que salió de entre sus labios y bandera salvadoreña por delante y elevada, inició su regreso hacia la U.
La última vez que ví a Barú, fue en el año 5 de este milenio, cuando nos reunimos los cuatro donde Tere (la madre de Rabín y Manlio Armijo), en el hotel que administra. No La Banda de los 4, sino, Tere, Ricardo Humano, Barú y este su servilleta.
Ahí por entre el 20 y el 22 de marzo, Ricardo me avisó que Barú, nuestro amigo, había entregado a la tierra su humana cajita que la tierra le había dado. Y estoy segurísimo que se fue bien alegre: vivió suficiente para ver como su pueblo del cual fue porta-estandarte, por una vez ganaba en toditita su Historia. Antes, en la guerra sólo había logrado un empate (viniendo de cero, sin ejército bien maiciado y sin el respaldo gringo que no fue sólo técnico).
Me alegré por Barú y me entristecí por mí: él debía ser el protagonista de una película que cocinábamos con Ricardo. Ricardo me propuso le rindiéramos un pequeño homenaje, que inmediatamismo le propuse a Juanjo Dalton y ContraPunto. Honor pues, a quien honor merece: al mejor Mago revolucionario salvadoreño. Revolucionario a su manera, no por la verba, no por sus análisis de coyunturas, no por haber expuesto su vida (¡¿ y los carros!?). No, revolucionario por sus acciones mágiconcretas.
(*) M. Sorto es cineasta y columnista de ContraPunto/Imagen: Retrato de Francoise Beséme