Cada boricua, un Filiberto

Eran aproximadamente las cinco de la tarde cuando el compañero Pablo José Rivera, Presidente Editor de Claridad, me llamó para preguntarme si sabía algo acerca de lo que se estaba reportando ya por la radio sobre el operativo represivo del Buró Federal De Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés) contra el líder máximo de los Macheteros (Ejército Popular Boricua) Filiberto Ojeda Ríos en Hormigueros. El rumor es que han matado a Filiberto, añadió. Me hallaba a la sazón almorzando en un restaurante de Cabo Rojo con mi familia, habiendo regresado apenas una hora antes de Lares donde se conmemoraba otro aniversario más del Grito de Independencia del 23 de septiembre de 1868.

Confieso que la mera posibilidad de que efectivamente hubiesen abatido al compañero me consternó. Por esos vericuetos de la vida, lo conocía desde hace ya tres décadas. Las circunstancias, las obligadas; los motivos, profundamente humanos: darle noticias acerca de su familia en Cuba, esa sensible ausencia que para él era, sin embargo, una de sus más preciadas presencias. Para ese entonces, la década de los setentas, vivía yo en Cuba, siendo el responsable en La Habana de la Misión de Puerto Rico que mantenía allí el Partido Socialista Puertorriqueño. Desde entonces sólo sentí la más entrañable admiración y respeto hacia el compañero.

Rápidamente llamé a un periodista amigo de Mayagüez para ver qué sabía. Resultó que ya él se hallaba en el lugar de los hechos junto a otros miembros de la prensa. Me informó que hasta el momento no se había confirmado la muerte del líder Machetero. Agregó que ya habían acudido al lugar otros compañeros, entre éstos abogados, médicos y militantes independentistas en general. Se había lanzado un llamado para que se diese una movilización solidaria al lugar en el sector Plan Bonito del Barrio Jagüitas de Hormigueros donde aparentemente estaba viviendo clandestinamente Filiberto junto a su esposa, la compañera Elma Beatriz Rosado Barbosa. Debíamos tan siquiera intentar salvar al querido patriota de lo que nadie dudaba eran los propósitos asesinos de los agentes del Imperio. Mientras más testigos presentes, más podría, tal vez, dificultársele consumar sus intenciones criminales.

Al poco rato escucharía una noticia por la radio al efecto de que alegadamente ella había sido herida y estaba en manos del FBI. También se indicó que había sido herido un agente del cuerpo represivo asaltante.

Finalmente llegué al lugar poco antes de las ocho de la noche. Me acompañaban el director de noticias de WPAB radio de Ponce, José Elías Torres y su esposa. José Elías había sido el último periodista que, durante el mes de agosto pasado, había entrevistado al líder Machetero en lo que a mi juicio constituye el más elocuente y magistral testimonio político de quien sin dudas era el más preclaro dirigente independentista en la coyuntura actual de nuestra patria. Ese mismo día había compartido brevemente sobre ello con el compañero Norberto Cintrón Fiallo mientras estaba en la Plaza de la Revolución de Lares. Me lamentaba con el compañero que en vez de sentirse el independentismo todo obligado a evaluar en sus méritos los significativos planteamientos políticos hechos por Filiberto en dicha entrevista los que a todas luces era la más articulada agenda política que se había puesto sobre la mesa por líder alguno del independentismo en este momento histórico, se prefirió ignorarlos y seguir centrado en la paja insustancial llena de recriminaciones y sectarismos que nada aporta a la potenciación del independentismo como alternativa real de cambio en nuestro país. Para Filiberto no había mayor urgencia patriótica que abordar en estos momentos la necesaria vigorización de la capacidad propia del independentismo para influir decisivamente en la actual crisis por la que atraviesa el país. Para ello había que dejar a un lado toda tentación reformista, así como todo ataque irrespetuoso entre compañeros independentistas. Nos invitó a apalabrar la unidad para levantar una poderosa oposición radical que pudiese, cada uno desde su respectiva trinchera política, dar con la clave de nuestra definitiva liberación política y económica. Como el mítico Edipo, Filiberto buscaba, a partir de su sabiduría, desenredar los enigmáticos hilos que mantenía atado y oprimido a su pueblo.

El lugar de los hechos se hallaba acordonado por agentes locales del ilegítimo orden. Estaban garantizándole al FBI el control del perímetro en los alrededores de la casa donde vivían pacífica, amorosa y revolucionariamente, Filiberto y Elma Beatriz. Frente a ellos, un contingente de periodistas con caras de desconcierto ante la sinrazón de todo lo que allí acontecía. Olían la canallada federal pero se les impedía documentarla con hechos. Frente a la lacaya fuerza policial especial también se hallaba el dirigente del Movimiento Independentista Nacional Hostosiano (MINH), el compañero Héctor Pesquera, entre otros, que les reclamaba a los agentes, como representante designado de la familia de Filiberto, tener acceso de inmediato al compañero, estuviese muerto o herido. Sobre todo, insistía en que si sólo estaba herido, la más mínima humanidad requería que se le permitiese, como médico, asistirlo. No hubo caso. Oficial tras oficial de la Policía de Puerto Rico a quienes se les hacía el reclamo y se comprometían a consultarlo con los agentes del FBI, retornaban al rato con el rabo entre las patas y una negativa aplastante.

El rumor insistente en el perímetro era que ya Filiberto había sido asesinado por un francotirador federal. Sin embargo, ello fue puesto en duda por un oficial de la policía insular que pasó sigilosamente entre nosotros expresando a media voz que el compañero estaba aún vivo, como finalmente resultó. De ahí que se hiciesen de inmediato las gestiones para que el doctor Pesquera pudiese hablar con el Fiscal General de Puerto Rico, Pedro Gerónimo Goyco, para ver si así se podía romper el cerco federal y entrar a la propiedad donde Filiberto podía, en el mejor de los casos, aunque herido, aún yacer con vida. Sin embargo, Goyco sólo vino a corroborar el total control que los federales mantenían sobre el operativo, ya que ni siquiera a sus fiscales se les había permitido la entrada a esa hora, aproximadamente las once de la noche. Como se conocería al día siguiente, los agentes federales dejaban desangrar al patriota herido y no deseaban interrupción alguna en su trama criminal.

Poco a poco nos fue quedando la más horrible impotencia, junto a una inmensa ira contenida. En las afueras del perímetro donde nos hallábamos, en los alrededores de lo que se conoce como Casablanca, contiguo a la Carretera número dos, una manifestación espontánea apalabraba su descontento y uno de los manifestantes recibió todo el peso de la ley sobre su cuerpo a manos de unos agentes de la Fuerza de Choque apostados en el lugar.

Ya un poco pasada la medianoche, decidimos bajar a Casablanca y unirnos allí un rato a la manifestación. Era como si me negara a permitir que acabase la noche pues si lo hacía sentía que podía despertar con la confirmación de la más terrible de las noticias. Los compañeros decidieron mantener allí una vigilia hasta tanto se supiese finalmente de Filiberto y su compañera.

A eso de las dos de la madrugada decidí finalmente que mi cuerpo ya no aguantaba más, y mi corazón y sentimientos menos. Había sido un día terriblemente trágico. Primeramente, el lastimoso espectáculo tribal dado por el independentismo en Lares. Luego esto, como si las circunstancias y el Imperio quisiesen restregarnos en la cara nuestra total incapacidad política. En ese momento, alguien grita: ¡Filiberto vive! De repente, reflexiono sobre esa gran verdad. Éramos decenas de Filibertos allí reunidos, otros centenares habían estado igualmente protestando frente al Edificio Federal en San Juan. Todos independentistas uniéndose por fin en contra del verdadero enemigo.

Ya lo había vaticinado un compañero estudiante de la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos que me encontré en camino al perímetro: Filiberto será para éste pueblo otro David Sanes que, al igual que ocurrió en Vieques, despertará la ira contenida de los puertorriqueños para poner fin, ya en la Isla Grande, a la gran indignidad de la subordinación colonial que padecemos.
Filiberto, como los héroes míticos de antaño que asumían plenamente su destino trágico, no ha muerto. Sólo se ha hecho inmortal y como tal, ha acrecentado su presencia entre nosotros. Definitivamente les ganó la batalla a sus enemigos pues sólo consiguieron que cada boricua, en su coraje y convicciones libertarias, se sienta hoy un Filiberto.

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