Martes, 16 de Octubre de 2007 / 12:15 h
Dagoberto Gutiérrez
La muerte es un ave con alas poderosas, no tiene color ni tiene sabor pero tiene un olfato invencible. En todas partes y en todos los tiempos su nariz persigue, con afán, el olor que le es más preciado y que le significa su perfume preferido.
La vida estalla siempre como una preciosa granada de luz con la característica de las estrellas. Éstas, a la hora de morir, brillan en un inmenso estallido de fuego que anuncia su final, consumen todos sus gases y su fuerza sideral para anunciar su muerte.
Los seres humanos somos parecidos a las estrellas y en condiciones normales entre más vida acumulamos menos segura tenemos la vida; y entre más tiempo ganamos, menos tiempo tenemos. Somos como las estrellas y seguramente terminaremos, como dice Ernesto Cardenal, convertidos en polvo de estrellas enamoradas.
Nadie es capaz, querido periodista, de oler tan siquiera la vecindad o la lejanía de esa amiga entrañable o de esa enemiga tan íntima, que tanto miedo nos mete en la vida y sólo Dios sabe el susto que nos da cuando, de repente, nos damos cuenta que la llevamos adentro o encima, agarrada de nuestros hombros y aferrada a nuestra mirada como el día se cuelga de las madrugadas.
Cuando Alejandro, tu Alejandro de 27 años, se fue a París a estudiar fotografía, llevaba toda su vida con él: su presente, su pasado y su futuro; a sus padres y hermanos, amigos y, probablemente, a sus enemigos.
Todo ese inmenso paquete es el cargamento que las personas transportamos de un tiempo a otro en busca de la vida.
Tu hijo viajó de la vida hacia la vida, como lo hacemos todos.
Como lo hacés vos, o lo hago yo. Confiamos, además, en que el camino lo hacemos nosotros mismos. Somos dueños, entonces, de nuestros pasos y del camino que recorremos; pero quizás no somos dueños de la ruta que inventamos.
Todos los padres tenemos miedo de aquella circunstancia en que nuestros hijos nos precedan en las despedidas. Siempre soñamos con verlos hasta el final de los tiempos, cuando las horas se coman a los minutos y a los segundos.
Pero a ti te ha tocado el acero encendido, al rojo vivo, de perder en la vida de tu hijo parte de tu misma vida.
La verdad es que nosotros hacemos nuestra historia; pero como vos muy bien sabés, no hacemos ni controlamos, totalmente, las circunstancias en que construimos nuestra historia.
Esta verdad verdadera parece ser la sal de la vida porque a cada paso nos asalta y nos salta en pleno camino.
Es aciago el momento en que una mano asesina tronchó la vida de Alejandro y cegó la luz de su mirada. Él, con apenas 27 años; que estudiaba fotografía para entender y saborear el peso de la luz sobre la realidad, perdió esa luz injusta e inadvertidamente.
El pueblo salvadoreño siente tu dolor de padre, porque está en condiciones, históricas y humanas, de comprender la pérdida de los hijos, así como las pérdidas de padres, hermanos, familiares y amigos.
Ambos, vos y yo, sabemos que somos parte de un pueblo que ha perdido mucho, como cuando vos perdés a tu hijo; pero por sobre todas las cosas sabemos que por grande e inmenso que sean el dolor y la angustia, nunca perderemos la encendida noción de saber que nos queda mucho de la vida; que nunca estamos solos, ni en la vida ni en la muerte y la compañía es siempre un himno que canta la victoria de la vida sobre la muerte.
Este dolor te cae en momentos encendidos y aunque parece venir de lejos, desde una calle de París, en verdad es suficientemente cercano para ser íntimo y te llega además, y nos llega en momentos de compromiso y hasta de entrega, cuando los millones de arroyuelos que nacen y cruzan los tejidos de la Patria pueden ser convertidos en torrentes inmensos de dignidad, justicia, verdad y vida.
La lucha que se libra y la lucha que se viene y aviene es, en realidad, la lucha de la vida contra la muerte; es la vida de todos, incluso de aquéllos que cultivan la muerte en nuestro país, y aquí y ahora puede ser y será el momento prolongado de construir una nueva vida para todos, donde la muerte no tenga el poder que tiene, y que ya no pueda segar ninguna existencia fresca y refrescante, como ocurrió el primero de octubre en una calle francesa.
Te acompañamos en tu dolor así como te acompañamos en el sueño, ambos parecen compromisos adquiridos cuando asumimos que la dignidad exige que cada ser humano sea un proyecto en sí, pero sin embargo nunca terminaremos de resolver los misteriosos recodos que tienen las rutas que en la vida corren porque las pruebas que encontramos no se presentan como tales y llegan sin ser invitadas y nos hieren en lo más hondo del alma y por eso, nos sorprenden en el segundo más temporal de todos los segundos.
Tu dolor, querido periodista, es una combinación de amargura y de ternura. Podemos decir que es tierno y amargo porque es la pérdida irreparable de un hijo, y es pérdida injusta.
Es tierna porque conmueve todo el cielo de ternura que corona la relación de un hijo con su padre y por eso estamos contigo, con tus hijos y tu familia.
Estos momentos inesperados parecen ser parte de los instantes esperados porque la lucha que viene ya está encima y hasta adentro de la vida toda y así como la ternura adolorida enterrará a tu hijo, esa misma ternura, fortalecida, alimentada y crecida por el dolor y la esperanza, estará midiendo, paso a paso, la lucha del pueblo por su libertad, su dignidad y su vida. Esta lucha es también un acto de amor.