Carta para “El Chumpito” Gómez Vejar

CARTA PARA “EL CHUMPITO” GOMEZ VEJAR
Por Dagoberto Gutiérrez.

La noche estaba tensa como la cuerda de una guitarra, y la casa donde acaba de llegar parecía una caja de hierro. Todo era nervio y tensión, miedo y dolor. El dueño de casa que me había dado alojamiento para un tiempo no definido había sido asesinado por la policía y su cuerpo apareció lacerado y vejado en las calles de la ciudad. Nadie me dijo que me fuera, por el contrario: “Usted no se mueva”, me dijeron los dueños de casa. Pero era obvio, por la seguridad mínima, que la policía llegaría a la casa del abogado asesinado donde yo estaba.

Días antes, el ejército asaltó mi anterior refugio en el Pasaje Chile, lleno de eternos recuerdos, y yo salvé la vida, gracias al oportuno aviso de una de las personas involucradas en la operación de asalto a la casa que habitaba: esas infidencias milagrosas que siempre ocurren y ocurrirán para salvar vidas.

Salí a la calle a las 7 de la noche, con un pequeño maletín y con toda la incertidumbre del mundo encima y mirando pasar algunos transeuntes en las calles desiertas. No sabía a donde ir pero no podía quedarme en la calle y debía buscar por lo menos un agujero. Toqué algunos timbres pero nadie respondía, y así, de cuadra en cuadra y de esquina en esquina, llegué a la casa de Mauricio Gómez Véjar.

La familia estaba cenando y La Pola, una perra boxer, curiosamente me recibió bien. Mauricio y Cristi, su esposa, me sentaron a su mesa. Sus tres hijas, Tania, Katia y Karlita, estaban expectantes sobre el recién llegado. Comí su comida, platicamos sobre la coyuntura, y al final, luego de la cena, seguimos platicando en la sala, pero había movimientos en los dormitorios, y unas niñas trasladaban sus cosas a otras habitaciones mientras los zancudos zumbaban iracundos alrededor y cerca de los conversadores. La familia se iba de vacaciones de semana santa al día siguiente y preparó todo para el viaje. A las 9 y media de la noche y sin decir una sola palabra sobre el tema, como entendiendo lo que parecía sobreentendido, Mauricio me llevó a una habitación, indicándome que ahí me iba a quedar, que no preocupara, que a partir del día siguiente y durante una semana completa, me quedaría solo en su casa, sin hacer ruidos delatores que alarmaran al sereno, sin encender luces en la noche y sin música que delatara que la casa abandonada habían habitantes. Me dejaron provisiones y libros para leer, y a partir de ese día, esa casa fue un refugio seguro y plenamente confiable, hasta que se llegó el momento, ya en otras condiciones, de cambiar de lugar.

Así era Mauricio, un hombre vital y lleno, todo él, del mayor ingenio, y de la palabra mas jocosa, siempre descubría en las situaciones la esquina humorística que se oculta en los pliegues de lo cotidiano y de lo trágico, con una gran energía y entera disposición, con la palabra suelta y abundante, y con una gran capacidad de comentar el hecho y el acontecimiento cotidiano.

Su casa era muy visitada por ingenieros agrónomos como él, pero también por otros amigos, y aunque yo no participaba de la conversación, desde mi habitación oía y chistaba de las ocurrencias analíticas de la coyuntura. Uno de los mas asiduos visitantes, El Minimini, siempre terminaba diciéndoles desde la puerta y casi gritándoles: “los van a catear”. Ninguno de los visitantes, amigos todos, supo nunca que yo estaba en la casa de Mauricio. Tiempo después se hizo insostenible la situación de la familia, y como ocurrió muchas veces con muchas familias, salieron del país y entonces Mauricio se incorporó al trabajo fino de la logística que requiere ingenio, finura y nervios de acero.

La corriente de vida y de fuerza que fluye como un río hacia los frentes de guerra, contaba con su ingenio y su detalle, muchas batallas libradas y ganadas eran el fruto del trabajo de Mauricio y sus compañeros, y estoy seguro que al final de la guerra, y como ciudadano de post guerra, nunca hizo alarde de su trabajo y nunca buscó, tampoco, beneficio personal alguno por su aporte.

La noticia de su muerte sacude como el ramalazo de un árbol derribado por el huracán porque, aunque a estas alturas, la muerte siempre familiar y cercana, se vuelve comprensiblemente inevitable, nunca deja de ser inoportuna y molesta, aunque sea convidada de piedra.

Mauricio, descansa en paz. Luego de una vida tensa e intensa, de luchas consabidas por la vida, de combates permanentes por las ideas, de encuentros y desencuentros por los amores, los amigos que te queremos y te recordamos, aseguramos tu memoria invicta. Hasta pronto.

San Salvador, 14 de febrero del 2009.

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