Carta por el Chino Duarte
Dagoberto Gutiérrez
La década del 60 del siglo pasado, estaba preñada de cosas nuevas como siempre ocurre con los tiempos nuevos cuando éstos se juntan con los seres humanos y construyen las épocas, Santa Ana era un lugar tranquilo, un pueblo más grande que Chalchuapa, de donde yo llegaba todos los días, el Instituto Nacional de Santa Ana (INSA) parecía y aparecía ante mis ojos, como un plantel educativo gigantesco, impresionante donde se tenía que aprender con mucho rigor para llegar a ser Bachiller de la República.
El cuarto y el quinto curso eran las últimas aulas a la izquierda del edificio y ahí estudiábamos los más grandes, los que habíamos sacado el plan básico o los tres años después del 6º grado.
Todos éramos demasiado jóvenes para poder ser niños y tan poco jóvenes para poder ser hombres, todos rebosábamos de energía y éramos dueños de la fuerza determinante para el que es y el que no es joven: la juventud.
Combinábamos o relacionábamos el estudio afanoso con la vida intensa, la preocupación por los exámenes, con los azares del momento. El humor infaltable con la responsabilidad estudiantil y a algunos, nos provocaba, nos dolía y nos movía, más que a otros, la realidad política y social, de la época.
Mario Francisco Duarte Linares era uno de nosotros, un cipote de unos 17 años, mas bien blanco, pero fuerte y de anchos hombros, de un caminar seguro y de pasos firmes, hablaba de manera desafiante ante los profesores y de manera chuscona en el grupo de estudiantes. Era parte de la vida intensa del barrio Santa Bárbara, el célebre barrio santaneco, y conocía de las aventuras y desventuras de los amoríos, tanto de los fallidos como de los exitosos.
El Chino tenía manos grandes que siempre parecían habilidosas y aunque tenía palabra fácil no se acercaba al discurso ni mucho menos a la reflexión política. Todo el humor lo vinculaba a la vida cotidiana y también a las vicisitudes de los jóvenes pero El Chino era completa y totalmente serio a la hora de estudiar. Aunque nunca pareció ni apareció absorbido por su compromiso estudiantil, en realidad, en ningún momento descuidaba sus clases, su puntualidad, su correcta presentación y sus notas estudiantiles. Siempre fue la más completa armonía entre la vida del grupo estudiantil y su calidad de excelente estudiante.
Logró tener novias célebres aunque siempre fue prudente, en sus comentarios y en las tardes cuando nos movíamos a pie desde el INSA, en la colonia El Palmar, bajando hacia el mercado Colón en grulla estudiantil, cuando se comentaban los amoríos y aventuras, El Chino, en medio de risas y chistes agudos, siempre fue prudente y hasta reservado.
Siempre, o casi siempre, manejó la irreverencia y esta, sin llegar a ser irrespeto lo ponía siempre ante la realidad sonando tambores llenos de preguntas y esta, la realidad no parecía avasallarlo y mas bien lo ponía a él como capaz de enfrentarse, desde su irreverencia, a lo que apareciera en el camino. Nada de esto parecía estar fuera de sus posibilidades frente a las cuales también el chino se mostraba irreverente.
Estudió medicina y se hizo médico, un cirujano notable y experimentado que nunca abandonó su Santa Ana, transmitió su experiencia y conocimiento a muchos profesionales jóvenes y una vez estallada la guerra de 20 años, que enfrentó a la dictadura militar de derecha, nacida en 1932, con lo mejor del pueblo salvadoreño; El Chino atendió como médico a mi madre enferma en 1983, mientras yo combatía en el cerro de Guazapa.
La noticia de su muerte me conmovió así como estremece la caída, en medio de una tormenta silenciosa, de un árbol frondoso, verde y vigoroso. Yo sé que Mario tiene hijos, nietos y nietas, que murió haciendo desafíos de los retos y estoy seguro que la enfermedad que lo venció finalmente, fue tratada y confrontada por El Chino con irreverencia, desenfado y sin actitud de entrega.
No me es difícil imaginarme al Dr. Duarte en medio del combate, ineludible e infaltable para todos y todas, entre su vida y su muerte, me lo imagino y lo siento frente al dolor, sufriendo el dolor y conociendo lo irrefrenable como médico pero, finalmente, actuando como siempre fue desde sus años juveniles. Santa Ana pierde un buen cirujano, un padre, un esposo y un abuelo y sus amigos esperamos encontrarlo, de nuevo, entre la bruma y el sol, más allá de la muerte y más cerca del tiempo.