Crisis y ocaso del Imperio

Eric Hobsbawm suma críticas al “imperio” de EE.UU. y dice que aunque ese país no controla Irak, desde la desaparición de la URSS y los atentados de 2001 nadie compite con su poder. El dólar como divisa mundial; el expansionismo a través de países aliados; estados independientes, que finalmente obedecen a Washington; y la certeza de los neoconservadores de ser instrumentos de Dios son, según Hobsbawm, los pilares de este imperio que finalmente fracasará debido a las graves crisis que padece en su interior.

————————————————————————————————————————

Eric Hobsbawm.

Tres hilos conductores relacionan a los Estados Unidos globales de la era de la Guerra Fría con el intento de afirmar su supremacía mundial a partir del año 2001. El primero es su posición de dominación internacional, fuera de la esfera de influencia de los regímenes comunistas durante la Guerra Fría, y en el plano global desde la desintegración de la URSS. Esa hegemonía ya no se basa en la magnitud de la economía estadounidense. Si bien esta es importante, declinó a partir de 1945, y esa relativa declinación continúa. Ya no es el gigante de la producción global. El centro del mundo industrializado se desplaza con rapidez hacia la mitad oriental de Asia. A diferencia de los países imperialistas anteriores, y de la mayor parte de los demás países industriales desarrollados, los Estados Unidos dejaron de ser un exportador neto de capital y de ser el principal actor del juego internacional de compra o instalación de empresas en otros países, y la fuerza financiera del Estado reside en la persistente disposición de otros, sobre todo de los asiáticos, a mantener un déficit fiscal que de lo contrario sería intolerable.

En la actualidad, la influencia de la economía estadounidense descansa en gran medida en el legado de la Guerra Fría: el papel del dólar estadounidense como divisa mundial, las conexiones internacionales de las firmas estadounidenses que se crearon durante esa era (sobre todo en industrias relacionadas con la defensa), la reestructuración de las prácticas comerciales y transacciones económicas internacionales según pautas estadounidenses, a menudo con el auspicio de firmas estadounidenses. Se trata de elementos poderosos que seguramente sólo se reducirán con lentitud. Por otro lado, tal como lo demostró la guerra de Irak, la gran influencia política de los Estados Unidos en el exterior, que se basaba en una verdadera “coalición voluntaria” contra la URSS, no tiene bases similares desde la caída del Muro de Berlín. El enorme poder tecnológico-militar de los Estados Unidos resulta imposible de desafiar. Hace de los Estados Unidos actuales la única potencia capaz de una intervención militar efectiva inmediata en cualquier lugar del mundo, y en dos ocasiones demostró que puede ganar guerras pequeñas con gran rapidez. Sin embargo, como indica la guerra de Irak, ni siquiera esa capacidad destructiva basta para imponer un control eficaz en un país que resiste, y menos aún en el mundo. A pesar de ello, el dominio de los Estados Unidos es real, y la desintegración de la URSS lo hizo global.

El segundo hilo conductor es el peculiar estilo del imperio estadounidense, que siempre prefirió los estados satélite o los protectorados a las colonias formales. El expansionismo implícito en el nombre elegido para las trece colonias independientes de la costa este del Atlántico (Estados Unidos de América) era continental, no colonial. El expansionismo posterior del “destino manifiesto” fue tanto hemisférico como orientado al este de Asia, y tuvo como modelo la supremacía marítima y el comercio global del imperio británico. Hasta podría decirse que, en su afirmación de una completa supremacía estadounidense sobre el hemisferio occidental, era demasiado ambicioso como para verse limitado a la administración colonial de sus partes.

Así, el imperio estadounidense consistió en estados técnicamente independientes que obedecían a Washington, pero, dada su independencia, eso exigía una constante disposición a ejercer presión sobre los gobiernos, lo que comprendía presiones de “cambio de régimen” y, donde era posible (tal como en las minirrepúblicas de la región del Caribe), periódicas intervenciones armadas estadounidenses.

El tercer hilo conductor relaciona a los neoconservadores de George Bush con la certeza de los colonos puritanos de ser un instrumento de Dios en la tierra y con la Revolución Americana que, como todas las grandes revoluciones, desarrolló convicciones misioneras mundiales sólo limitadas por el deseo de proteger a la nueva sociedad de libertad universal de la corrupción del Viejo Mundo. La forma más eficaz de resolver el conflicto entre aislacionismo y globalismo fue algo que se explotó de manera sistemática en el siglo XX y que Washington sigue utilizando en el siglo XXI. Suponía descubrir un enemigo externo que representara una amenaza inmediata y mortal para el estilo de vida estadounidense y la vida de sus ciudadanos. El fin de la URSS eliminó al candidato más obvio, pero para principios de los años 90 ya se había detectado otro en el

“choque” entre Occidente y otras culturas renuentes a aceptarlo, sobre todo el islam. De ahí que los dominadores mundiales de Washington de inmediato reconocieran y explotaran las enormes posibilidades políticas de los atentados de Al-Qaeda del 11 de setiembre.

La Primera Guerra Mundial, que convirtió a los Estados Unidos en una potencia global, presenció el primer intento de llevar a la realidad esas visiones de conversión mundial, pero el fracaso de Woodrow Wilson fue espectacular, y tal vez debería ser una lección para los ideólogos actuales de la supremacía mundial de Washington, quienes con toda razón reconocen a Wilson como predecesor. Hasta el fin de la Guerra Fría, la existencia de otra superpotencia les imponía límites, pero la caída de la URSS los eliminó. Francis Fukuyama proclamó de forma prematura “el fin de la historia”, el triunfo universal y permanente de la versión estadounidense de sociedad capitalista. Al mismo tiempo, la superioridad militar de los Estados Unidos alentó una ambición desproporcionada en un estado lo suficientemente poderoso como para creerse capaz de la supremacía mundial, algo que nunca hizo el imperio británico en su momento. De hecho, cuando comenzó el siglo XXI, los Estados Unidos ocuparon una posición sin precedentes y extraordinaria en términos históricos de influencia y poder global. Por ahora es, según los criterios tradicionales de la política internacional, la única gran potencia, y sin duda la única cuyo poder e intereses se extienden a todo el mundo. Domina a todas las demás.

Todos los grandes imperios y potencias de la historia sabían que no eran los únicos, y ninguno estuvo en posición de apuntar de forma genuina a la dominación global. Ninguno de ellos se consideraba invulnerable.

Sin embargo, eso no explica del todo la evidente megalomanía de la política estadounidense desde que un grupo de funcionarios de Washington decidió que el 11 de setiembre les daba la oportunidad ideal para declarar su dominio sobre el mundo. Y la razón es que carecieron del apoyo de los pilares tradicionales del imperio estadounidense posterior a 1945, el Departamento de Estado, las fuerzas armadas y la inteligencia, y de los estadistas e ideólogos de la supremacía de la Guerra Fría, de hombres como Kissinger y Brzezinski. Estos eran personas tan implacables como los Rumsfeld y los Wolfowitz. (Fue en su época que en Guatemala tuvo lugar un genocidio de mayas en los años 80.) Habían elaborado una política de hegemonía imperial sobre la mayor parte del mundo durante dos generaciones, y estaban dispuestos a extenderla a todo el globo. Criticaron y siguen criticando a los planificadores del Pentágono y a los neoconservadores que impulsan la supremacía mundial porque es evidente que éstos no tienen más ideas concretas que la imposición de su supremacía mediante la fuerza militar, con lo que tiran así por la borda toda la experiencia acumulada de planificación militar y diplomacia de los Estados Unidos. No cabe duda de que el desastre de Irak confirmará su escepticismo.

Incluso aquéllos que no comparten la opinión de los viejos generales y procónsules del imperio mundial de los Estados Unidos (que fueron tanto los de los gobiernos demócratas como los de los republicanos) coincidirán en que no puede haber ninguna justificación racional para la política actual de Washington en términos de los intereses de las ambiciones imperiales estadounidenses o los intereses globales del capitalismo estadounidense.

Puede ser que sólo tenga sentido en términos de cálculos, electorales o de otro tipo, de la política interna de los Estados Unidos. Puede ser un síntoma de una crisis más profunda en el seno de la sociedad estadounidense. Puede ser que represente la colonización —cabe esperar que por poco tiempo— del poder de Washington por un grupo de doctrinarios cuasi revolucionarios. (Por lo menos un defensor »ex marxista’’ de Bush me dijo, y sólo a medias en broma: “Después de todo, esta es la única oportunidad de apoyar la revolución mundial que parece aproximarse.”) Todavía no puede darse respuesta a esas preguntas.

Es indudable que el proyecto fracasará. Sin embargo, mientras continúa, seguirá haciendo del mundo un lugar intolerable para aquéllos que se vean expuestos en forma directa a la ocupación armada estadounidense, y un lugar menos seguro para el resto de nosotros.

(c) The Guardian y Clarín. Traducción de Joaquín Ibarburu.

Extracto del prólogo a la nueva edición de America: The New Imperialism From White Settlement to World Hegemony. de V. G. Kiema

Dejar una respuesta