(Segunda parte)
Entre la primera parte de esta historia y la segunda, pasaron cosas. La muerte de un amigo, la erupción de un volcán y una llovedera salvaje que dejó su triste huella de lágrimas y muerte. Además, por situaciones extrañas, como el insidioso ataque verbal del cual fui objeto en ausencia, por parte de un político de cierta notoriedad, estuve a punto de no escribir esta entrega.
Después de pensarlo un poco decidí, de todas maneras, escribirlo. Es una especie de compromiso con los lectores, a quienes de nuevo agradezco sus lindas notas, con la historia y conmigo mismo. Antes de entrar en materia quisiera poner algunas íes bajo los puntos.
La guerra en el país está contada de manera bastante manipulada y, en el mejor de los casos, idealizada. No creo que sea bueno que las futuras generaciones tengan una visión sesgada del más intenso capítulo de nuestra historia. Por ello lo que escribo no tiene el afán ni de ensalzar ni de atacar. Escribo lo que recuerdo, lo que vi y lo que viví tal como lo analizo, ahora, desde la distancia.
No es la mejor metodología para compilar la historia, pero el lector debe tener la certeza de que es un testimonio sincero de alguien que, como dije en la primera parte, estuvo donde se cocinó el arroz. No tengo ataduras con ningún partido o movimiento político. Eso es importante para escribir con libertad. Mi énfasis estará siempre puesto en los perfiles humanos de los protagonistas.
Los otros tres miembros de la comandancia general del Ejército Revolucionario del Pueblo fueron, sin duda, los de mayor peso político y militar. Sobre ellos recayó la conducción de los principales frentes de guerra y la toma de trascendentales decisiones políticas. Ellos son Jorge Meléndez, (Jonás); Juan Ramón Medrano (Balta) y Joaquín Villalobos (Atilio).
Conocí a Jonás en Morazán, a principios de 1982. Era moreno, delgado, de mediana estatura y muy dinámico. Una cabellera permanentemente desaliñada, un espeso bigote y una mirada intensa le daban un aire de idealismo y rebeldía. Lo recuerdo en las marchas, caminando rápido, no en el camino, sino al lado, con el fusil sobre el hombro, como un gladiador moderno. Empujando, ordenando, conduciendo. Siempre adelante. Parecía tener tres pulmones.
Cuando un combatiente se ahuevaba, Jonás lo agarraba de la mano y él mismo lo llevaba a la línea de fuego. Y disparaba, con medio cuerpo fuera de la trinchera. Su puesto de mando era una casa abandonada; su asistente, un niño llamado Gutiérrez; su compañera, una campesina de la zona; su pasión, planificar las operaciones y aniquilar, en combate cerrado, al enemigo. Era idolatrado por los combatientes, temido por el enemigo. Una leyenda.
A mediados de los 80 salió del frente de guerra. Le operaron las destrozadas rodillas en Moscú. Regresó a finales de esa década. Pero ya no volvió a ser el mismo. Se hizo prudente y cuidadoso. Ya no iba a las líneas de fuego. Alguien que lo conoció bien me dijo que Jonás había cambiado desde que había nacido su hijo en Managua.
Ahora vive con su compañera y su hijo, Jorge Mario, su máximo orgullo. En política vive en una confusa identidad entre los comunistas y los social demócratas.
Juan Ramón Medrano era el jefe del frente sur oriental. Le tocó conducir, sin ser un apasionado militar como Jonás, grandes y memorables batallas. Sin duda el más instruido de todos los comandantes y quizá el más frío al analizar situaciones concretas. Eso que podía haber sido su fortaleza, también fue su debilidad. Cuando los demás comandantes creían que el poder estaba a la vuelta de la esquina, Balta pronosticó una guerra larga, difícil y con pocas probabilidades de terminar en una insurrección triunfante.
A mediados de los 80, molestos por los demasiado objetivos análisis de Balta, que desmoralizaban a cualquiera, los comandantes lo acusaron injustamente de cualquier cosa y lo degradaron. Lo humillaron en público. El hombre aguantó el escarnio con la cara en alto
Y de simple combatiente escaló de nuevo la máxima dirección. En la actualmente dirige una fundación, tiene una licenciatura y dos maestrías y da clase en una universidad privada. Vive con Norma, su esposa, en una casa con un precioso jardín.
Joaquín Villalobos fue, sin lugar, a dudas el líder natural del FMLN. El más brillante comandante y el mejor estratega político. Nunca, ni en las peores condiciones, lo vi doblarse. Siempre a la ofensiva. Ni un cigarro, ni una taza de café. 24 horas al día pensando cómo destruir al enemigo para tomar el poder. Querido por los combatientes. Respetado por todos.
Después de la caída del Muro de Berlín y del fracaso de la ofensiva del 89, algo cambió en él y para siempre. Tras los Acuerdos de Paz, dilapidó su capital político. Actuó con inusitada indiferencia con los combatientes. Se metió en un vértigo de desaciertos políticos. Uno a uno, sus mejores amigos de lucha fueron rompiendo con él y su grupo. La izquierda lo odia. La derecha desconfía. El peor de los escenarios.
En la actualidad vive en Oxford, Inglaterra, y es asesor de partidos políticos y algunos gobiernos como el de Álvaro Uribe en Colombia. Su estrategia política en el país: cooptar un partido del llamado centro. Y lo está logrando.