El destino manifiesto de Estados Unidos: la nueva Roma
Los puritanos fundadores de EEUU se autoconsideraban un pueblo perseguido y, como el primitivo Israel, huían de la tiranía para fundar una nueva sociedad de la alianza. Estableciendo sus comunidades de alianza en la tierra prometida, no tenían reparos en desplazar y destruir a los habitantes originarios de esas tierras. Los “indios” eran paganos salvajes, oscuros siervos de Satanás. El relato de la “conquista” israelita de la tierra prometida en la Biblia King James autorizaba la matanza de “los habitantes del país”, y los Salmos proclamaban la responsabilidad mesiánica de destruir a los paganos “con vara de hierro”. En unas cuantas décadas después de la revolución, luchando con el lema de que “todos los hombres han sido creados iguales…”, el nuevo Israel había matado o expulsado virtualmente a todos los nativos del oeste del Mississippi, culminando un proceso de limpieza étnica sin precedentes. Y fue así como procedió por todo el continente. La antigua república romana se había adueñado progresivamente de todas las tierras en Italia, pero había incorporado a los pueblos conquistados, no los había exterminado.
Igualmente, concibiéndose en términos benignos como quien extendería el ámbito de la ley y la civilización, la república estadounidense se adueñó de la mayor parte del norte del continente. Críticos del imperialismo estadounidense pertenecientes al mismo sistema, como el senador Henry Cabiot Lodge, tienen que admitir que EEUU ha tenido un “récord de conquista, colonización y expansión territorial incomparable con el de cualquier otro pueblo en el siglo XIX.
Los líderes de la república estadounidense, en su identidad como imperio último y quizá definitivo, procedieron a imitar a la Roma imperial siguiendo su “destino manifiesto”. En una declaración de 1845 oponiéndose a la guerra contra México, en la que EEUU se adueñó de la mitad del territorio mexicano, un congresista de Nueva York visualizaba un futuro temible para el EEUU imperial: “Al contemplar este futuro, vemos todos los mares cubiertos por nuestras flotas, nuestros cuarteles dueños de las más importantes estaciones de comercio, un ejército inmenso guarda nuestras posesiones, nuestros comerciantes son los más ricos, nuestros demagogos los más convincentes y nuestro pueblo el más corrupto y blandengue del mundo”. Es difícil pensar en un clarividente mayor, viendo cómo se desenvolvió la historia de EEUU en el resto del siglo XIX y especialmente en la última mitad del siglo XX.
Igual que la república romana, que, tras adueñarse de Italia, comenzó a construirse un imperio en torno al Mediterráneo, la república estadounidense extendió su imperio más allá del continente norteamericano. Siguiendo su destino manifiesto en una ráfaga de aventuras militares en 1898, EEUU se adueñó de Cuba y Puerto Rico en el Caribe, y de las islas Guam, Wake y Manila en el Pacífico. Mientras sostenía una larga guerra colonialista en Filipinas, ayudaba a sofocar la rebelión de los Boxer en China y se hacía con el control del territorio de Panamá para construir el canal. EEUU se unía definitivamente a las mayores potencias europeas labrándose un imperio.
El camino estaba listo, y la nueva fase del imperialismo estadounidense fue justificada por líderes clericales y políticos en perfecto concierto. A preparar el camino en 1885 coadyuvó el popular tratado Our Country de Josiah Strong, teólogo liberal y decidido defensor tanto de las misiones hacia el exterior como del Evangelio social hacia el interior. Al revivir los temas del nuevo Israel y del imperio hacia Occidente, Strong argumentaba que Dios había encomendado a EEUU, que “había conseguido ya el liderazgo en riqueza material y población y el más elevado grado de anglosajonismo y cristianismo verdadero”, la tarea de cristianizar y civilizar al mundo…
Dado que el imperialismo al estilo europeo era “ajeno al sentimiento, pensamiento y propósito estadounidenses”, según el presidente McKinley (presidente: 1897-1901), sus apologistas inventaron eufemismos como el de “imperio de la paz” y el jeffersoniano “imperio de la libertad”. Siguiendo el liderazgo británico, los Estados Unidos estaban ahora destinados a crear un “imperio democrático” haciendo del colonialismo una especie de tutelaje para la autodeterminación de los vasallos a garantizar en una indeterminada fecha futura.
A los que no estadounidenses les resulta especialmente pasmoso lo fanáticamente religioso que puede ser el imperialismo estadounidense. La ideología desarrollada para justificar la guerra fría y la carrera armamentista contra los soviéticos se construyó a partir de la misión divina del nuevo Israel para redimir al mundo y de la nueva Roma como el último gran imperio civilizador. La ideología de la guerra fría se convirtió en un cabal dualismo cósmico articulado en términos maniqueos y judío-cristianos apocalípticos del Bien absoluto contra el Mal absoluto: EEUU, bendecido por Dios, contra el comunismo ateo; el mundo libre contra el imperio del mal. Cuando EEUU “ganó” la guerra fría y la amenaza del “comunismo ateo” desapareció, hubo que encontrar otras amenazas contra las que pudiera luchar EEUU: drogas, Saddam Hussein y el nuevo “eje del mal” proyectado por Bush.
La transformación del Imperio estadounidense: el nuevo desorden mundial
EEUU también encabezó modelos de control económico internacional: el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), mediante los cuales establece su hegemonía en el mundo capitalista y, con el segundo, sobre los países “en desarrollo”.
De forma parecida al modo en que los romanos mantenían a los pueblos subyugados bajo “tributo”, forzándoles a ser económicamente más productivos a fin de generar los pagos, EEUU empuja a sus Estados clientelares a un programa de “desarrollo” y “modernización” como una forma de extender el sistema capitalista global. En efecto, igual que Herodes era el rey clientelar (que patrocinó masivos proyectos arquitectónicos) del emperador romano Augusto, así el Sha de Irán fue el modelo de gobierno patrocinado por EEUU en ese país de Oriente Medio, al forzar los programas de “desarrollo” entre su gente (salvo que el Sha, apadrinado por los estadounidenses, era mucho menos sensible que Herodes a la cultura tradicional, las instituciones y el liderazgo de su pueblo).
A la vista está que los esquemas de “desarrollo” han demostrado ser unos efectivos instrumentos para saquear los recursos del Tercer al Primer Mundo, principalmente a EEUU. Igual que la élite del viejo Imperio romano esquilmaba los recursos de los países subyugados para proporcionar “pan y circo” a las masas romanas, hoy el conglomerado de gigantescas compañías con base en EEUU extrae los recursos de los países sometidos petróleo, materias primas y ahora especialmente mano de obra barata, para abastecer a EEUU y a otras prósperas naciones “desarrolladas”. La gasolina barata para los automóviles, los productos agroindustriales y un sinfín de bienes de consumo aseguran actualmente el apoyo popular al imperialismo en los EEUU, como antes ocurriera en Roma. Pero, desde luego, la proporción de bienes consumidos en la antigua Roma nunca se acercó al 75% de los recursos mundiales que actualmente son consumidos por los estadounidenses.
El crecimiento y la fuerza de las gigantescas corporaciones transnacionales fueron posibles gracias al nuevo orden económico global patrocinado por los estadounidenses, que, según Bretton Woods, ha marcado la mayor diferencia entre el antiguo imperialismo romano y el moderno imperialismo estadounidense: las diferentes formas de “globalización”, es decir, los diferentes modos en los que el dominio y la explotación estructuran institucionalmente las relaciones imperiales de poder.
La “globalización” romana era política. La conquista militar hizo posible la explotación económica, que era, en los patrones modernos, de un nivel bajo. El moderno poder imperial estadounidense es primeramente económico, estructurado por el sistema capitalista, que desde hace tiempo ha traspasado las fronteras nacionales estadounidenses y ha llegado a ser global. Las monstruosas concentraciones de capital llevadas a cabo por gigantescas compañías trasnacionales que dejan pequeño el PIB (producto interior bruto) incluso de países de mediana talla, pueden virtualmente manejar los asuntos económicos conforme a las “necesidades” del capital global (nunca del bienestar de las personas). Existe cierto parecido entre las pirámides de patronazgo que estructuraban las relaciones económicas en el Imperio romano y las pirámides corporativas del conglomerado de las corporaciones multinacionales. Sólo que la escala del primero resulta insignificante frente al poder de determinación del segundo. En efecto, las compañías multinacionales son tan poderosas que incluso el gobierno de EEUU tiene poco margen de maniobra frente a ellas. Las relaciones de poder entre el gobierno y lo económico se han invertido, y no como resultado de una desregulación. Los gobiernos ahora obedecen frecuentemente los deseos de las grandes corporaciones. El poder globalizado del capital determina ahora las relaciones políticas. El imperio estadounidense, que alcanzó la cima del poder tras la Segunda Guerra Mundial, ha quedado transformado por su propia globalización.
Hoy por hoy, el imperio pertenece al capitalismo global y tiene por guardianes al gobierno de los EEUU y a sus ejércitos. Aunque se va descentralizando, el capital global y sus propios instrumentos (como el FMI y el BM) tienen su sede en EEUU, y la cultura que venden al mundo es predominantemente la estadounidense. Quienes escogieron los objetivos de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 poseían un agudo sentido del simbolismo y del verdadero centro del poder imperial: el World Trade Center (centro de negocios mundial) y el Pentágono (el Departamento de Defensa).