La barbita del Che

Por Juan José Dalton

SAN SALVADOR – Schafik Handal era todo un gran señor. Lo conocí desde que tengo uso de razón por reuniones en mi casa en San Miguelito, luego en Praga, luego en La Habana y luego en múltiples lugares. Varias veces lo entrevisté. Siempre me gustó la forma que tenía de reírse y de contar historias.

SAN SALVADOR – Schafik Handal era todo un gran señor. Lo conocí desde que tengo uso de razón por reuniones en mi casa en San Miguelito, luego en Praga, luego en La Habana y luego en múltiples lugares. Varias veces lo entrevisté. Siempre me gustó la forma que tenía de reírse y de contar historias.

Muchos lo tenían como el gran “ogro iracundo”, pero la verdad es que el tipo tenía un gran sentido del humor. Durante y después de la guerra tuvimos una relación de mucho respeto y siempre hablamos de amigos y de lugares comunes: Kiva Maidanik (latinoamericanista ruso), de mi padre y sus miles de historias, de su familia, de Tony su hermano asesinado… Nunca hablamos de las cosas que nos podrían separar y la verdad, así fue mejor.

Un día, allá por septiembre de 1989, en San José, Costa Rica, en el convento de las Monjas Clarisas y sede del que fuera uno de los primeros encuentros públicos de diálogo entre el gobierno de Alfredo Cristiani y el FMLN, en un momento de relax Schafik comenzó a contar historias, en medio de grandes carcajadas.

Uno de sus cuentos fue más o menos así: Después de la muerte del Ché en Bolivia, se vino una ola en los movimientos de izquierda por imitar la figura del guerrillero. Entonces, según Schafik, hubo un compañero en el PC que se había dejado crecer la barbita al estilo Ché y andaba con todo y boinita. Pues, resultó que un día a aquel imitador la Policía Nacional se lo llevó preso, sólo por eso: por andar haciéndose el Ché.

Ya en la cárcel –según contó la propia víctima- uno de los carceleros borracho llegaba a “joder” al Ché. Lo llamaba por los barrotes y le decía: “¡¡¡Vení para acá!!!”, le halaba la barbita y le decía: “¡Pero es que te parecés al Ché Guevara, hijeputa!”.

Esa cruel historia se repitió varias veces. Era dramático, pero Schafik imitaba al carcelero y se halaba su propia barba, que entonces estaba gris.

Y pues, finalmente como al preso no había de qué ni cómo acusarlo de algo, la policía lo soltó a los dos días. Schafik quedó en silencio. Pero alguien le preguntó: “¿Schafik y ese compañero qué hizo después de salir de la cárcel?”.

Entonces, entre una gran carcajada, respondió: “Puta, ¿y qué iba a ser?… ¡¡¡Se fue a quitar la barba inmediatamente!!!”.

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