Primer contexto: la crisis del desarrollo
Los últimos veinticinco años han visto cambios importantes en la conceptualización de lo que tradicional y eurocéntricamente ha venido denominándose el estilo de vida occidental. Desde el fin de la segunda guerra mundial, los modos de vida, de conocimiento y de actuación predominantes en Europa, los Estados Unidos, Canadá, Australia y Japón venían siendo considerados, tanto en estas regiones como en las llamadas del Tercer Mundo, no sólo como viables y en proceso de perfeccionamiento, sino incluso como representación del modelo social, económico y científico que tarde o temprano habrían de adoptar todas las sociedades del planeta, en tanto en cuanto se le atribuía a esta cultura la posesión del conjunto de soluciones más eficaces contra la injusticia, el hambre y las enfermedades. Desde esta perspectiva, las formas de vida desarrolladas por las culturas orgánicas, periféricas con respecto al modelo hegemónico, presentaban un aspecto “primitivo”, “atrasado” o “subdesarrollado” y, en la medida en que ofrecían resistencia a desaparecer, constituían un obstáculo para la consecución del ideal de una Humanidad occidentalizada, solidaria y feliz, capaz de controlar las catástrofes y de solucionar los males endémicos, un ideal al que se entendía que las regiones más ricas del planeta estaban contribuyendo con la promoción de políticas de desarrollo en las más pobres.
En los dos últimos decenios, sin embargo, se han producido acontecimientos y se han hecho visibles aspectos de procesos iniciados con anterioridad que han revelado la ingenuidad (o la hipocresía interesada) de esta visión. En primer lugar, la noción del desarrollo económico como el medio óptimo para eliminar la pobreza en el mundo ha terminado en el más estrepitoso fracaso. Hoy resulta evidente que en el Tercer Mundo los proyectos de supuesta ayuda no han conseguido mejorar las condiciones de vida de las sociedades periféricas; al contrario, en su mayor parte, dichos proyectos han provocado o intensificado en tales sociedades la crisis o la desaparición de medios de subsistencia que habían demostrado su sostenibilidad durante siglos o aun milenios sin garantizar alternativas solventes para la mayoría de la población implicada.
Pero también ha fracasado la noción de desarrollo en los propios países “desarrollados”, donde, desaparecidas las instituciones tradicionales que daban cobijo al individuo, el Estado tuvo que crear las nuevas y costosas redes asistenciales del llamado Estado del Bienestar, cuyo mantenimiento se presenta, desde la perspectiva actual, cada vez más reñido con el equilibrio presupuestario.
La inviabilidad de un modelo económico productivista fundamentado en el crecimiento constante había sido apuntada repetidamente con anterioridad a 1972, pero la publicación en dicho año del Primer Informe del Club de Roma sobre Los límites del crecimiento hizo evidente que la “occidentalización” del planeta, además de injusta y destructiva con respecto a la diversidad tecnológica y cultural de la especie humana, constituía una imposibilidad. Si el capitalismo occidental exigía para sobrevivir un incremento constante de los mercados y, por lo tanto, la generación de necesidades inducidas entre los miembros de las sociedades periféricas, esta misma generación de necesidades estaba abocada a encontrar un tope en el agotamiento de los recursos planetarios (recordemos, por ejemplo, que si llegara a generalizarse la dieta y la tecnología estadounidense al conjunto de la población mundial y el petróleo se destinara solamente a este fin, se estima que las reservas planetarias de este recurso se agotarían en un período de entre 11 y 14 años).
Finalmente, la crisis disolutiva de los regímenes político-económicos de los llamados países socialistas del Este europeo ha hecho patente, por otra parte, que la idea de sistema económico que el marxismo ofrecía como alternativa, si bien fundada en una noción muy diferente de la justicia, era esencialmente la misma que la de la economía política capitalista en tanto en cuanto perseguía los mismos objetivos productivistas, con medios que se revelaron menos eficaces.
Todo lo dicho anteriormente apunta a una profunda relativización del valor intrínseco del modo de vida “occidental”, que se revela hoy, en comparación con las formas de vida y de organización de las sociedades “periféricas”, “orgánicas” o “primitivas”, además de intolerablemente intolerante y soberbio con respecto a la sola existencia de éstas, inaceptablemente exigente en recursos, irracionalmente pródigo en residuos (considérese solamente, por ejemplo, la inversión en tiempo y dinero planificada para el desmantelamiento de la primera central nuclear española, Vandellós I), y netamente insostenible en relación con cualquier proyecto de supervivencia de las próximas generaciones sobre el planeta.
En este contexto, el valor de las culturas orgánicas o periféricas deja de limitarse a un conjunto de manifestaciones vivas de un pasado arcaico estimado vaga y tibiamente por motivos sentimentales, para cambiar radicalmente de signo y ofrecerse como conjunto de soluciones genuinamente reales (en el sentido de haber demostrado su eficacia y sostenibilidad a lo largo de siglos) a los problemas planetarios que el modo de vida occidental no ha hecho sino crear y para los que no tiene solución alguna. Desde esta perspectiva, y aparte criterios de justicia, la resistencia de las sociedades periféricas a desaparecer tal vez constituya hoy la única esperanza de supervivencia para la especie humana. Esta resistencia es limitada y precaria, dada la escala del proceso mundial de creación de los mercados que el capitalismo occidental exige para sobrevivir y la correspondiente potencia de la deriva ideológica generada por este proceso en el interior y en el exterior de su sistema; pero en los últimos decenios esta resistencia ha impulsado foros e iniciativas regionales que apuntan tanto a una mayor convicción sobre su propio valor inestimable como a una multiplicada capacidad de acción y de organización en movimientos coordinados.