La izquierda mexicana: lo uno y lo diverso

CARLOS MONSIVÁIS

La izquierda mexicana: lo uno y lo diverso

La investigación histórica de Barry Carr, La izquierda mexicana en el siglo XX (Ediciones Era, 1997), informada y muy legible, indica una vez más la necesidad de estudios a fondo de un sector político y cultural tan importante y tan relegado por sus errores y sus fracasos (nunca necesariamente lo mismo). Para estudiar a la izquierda mexicana, Carr elige a la corriente comunista, hasta su conversión en Partido Socialista Unificado de México (PSUM), su reagrupamiento en el Partido Mexicano Socialista y su participación relevante en 1988, en la campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas. De 1919 a 1988 la izquierda partidaria conoce triunfos, crecimiento, sectarismos atroces, generosidad, espíritu de sacrificios, dogmatismo, reducción numérica, influencia y pérdida de influencia, clandestinidades, persecución, climas de Guerra Fría, devoción irracional por la URSS, heroísmo, mezquindad doctrinaria. Acercarse a este proceso es importante por lo que revela de los aciertos y los extravíos de la mentalidad revolucionaria, por lo que exhibe de la fuerza y los poderes de asimilación del régimen de la Revolución Mexicana, y por el cúmulo de líderes, héroes, “comisarios del pueblo”, marxistas talmúdicos y arrepentidos, que la izquierda genera.
“Señores, a orgullo tengo/ el ser antiimperialista/
Señores, a orgullo tengo/ el ser antiimperialista/
y militar en las filas/ del Partido Comunista
y militar en las filas/ del Partido Comunista.”
(Con la música del Corrido de Cananea)

¿Es posible hablar de una “mentalidad homogénea” en la izquierda partidaria? Por lo menos de 1919 (la fundación del Partido Comunista Mexicano) a nuestros días, sí es evidente una expresión dominante, única en los momentos de crisis se vuelve única. Lo homogéneo viene de la profesión de fe marxista, de la creencia en la versión soviética del socialismo, del culto a la Revolución. En los veinte y en los treinta la meta es la condición del bolchevique, recio como el acero, abnegado, dispuesto a darlo todo por el Partido (así, a secas) que es la vanguardia de la humanidad, el depositario –a través del centralismo democrático– de la sabiduría colectiva. Son numerosos los testimonios de entrega, de interpretación religiosa de la militancia. De modo obvio, el sectarismo es preocupación religiosa por la ortodoxia, por el acatamiento estricto de la doctrina del materialismo histórico.

Los procesos de los partidos comunistas en el mundo no difieren en lo esencial, por la obediencia a la fuente de legitimidad: la URSS. Y en las variantes nacionales cuenta muchí-simo la personalidad de los líderes. En el caso de México las figuras primordiales del periodo 1919-1988 son, sin duda, Hernán Laborde, Valentín Campa, Vicente Lombardo Toledano, Dionisio Encinas, Demetrio Vallejo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Revueltas, Heberto Castillo y Arnoldo Martínez Verdugo. Son dirigentes inflexibles, encarnaciones del dogma, heréticos e inquisidores, artistas, intelectuales, luchadores sociales. Viven la marginalidad sin prestigio, y la marginalidad que se reconoce pese a todo. Son internacionales y son despiadadamente localistas. Adoran a Stalin, así algunos se den el lujo de admirar a Trotsky, y su idolatría les hace renunciar a la autocrítica y a su visión moral. Se entusiasman ante los avances del socialismo en el mundo, y se amargan ante la solidez de la burguesía en el país vecino de Estados Unidos, y ante la sordera del proletario. Resisten a Plutarco Elías Calles y a su revolucionarismo anticomunista, se entusiasman con Lázaro Cárdenas y aceptan que un genuino Partido Comunista requiere de la purificación de las expulsiones periódicas.

El Partido Comunista aumenta su membresía en el periodo de Lázaro Cárdenas, y luego, en los sexenios de Manuel Ávila Camacho la disminuye notoriamente. Lo acosan y lo reducen diversos factores: la fuerza del aparato de la Revolución Mexicana (entidad que usa un lenguaje muy parecido al de la izquierda, y con técnicas abundantes de asimilación); la

1935. Primer congreso de la LEAR. Aparecen entre otros, Silvestre Revueltas, Juan Marinello, Nicolás Guillén, Waldo Frank, Martín Luis Guzmán y Luis Chávez Orozco.

presencia de Lombardo Toledano, que es la izquierda parti-daria del gobierno, la prédica stalinista y el rechazo al título de “comunista”; el entusiasmo generalizado ante el despegue industrial y la importación de comodidades; el optimismo panamericano que durante la Segunda Guerra Mundial borra un buen número de enconos históricos contra Estados Unidos, la impresión causada por el asesinato de Trotsky y last but not least la Guerra Fría, que dura con intensidad de 1947 a 1968, aproximadamente, aunque sus efectos todavía perduran. De todo lo citado, seguramente lo de consecuencias más extremas es la Guerra Fría, que convence a la población de la maldad intrínseca de los comunistas, a partir de una vasta campaña de calumnias… y del horror demostrable del stalinismo.

“Al burgués implacable y cruel/ no le des paz ni cuartel/
no le des paz ni cuartel”

A fines del régimen de Miguel Alemán, el organismo que en los treinta moviliza decenas de miles se vuelve el grupo voluntarismo, sacrificial y sectario, apegado al discurso de bloques verbales. Sin que se advierta, y sin que se pueda evitar, el lenguaje heroico y agitativo se va petrificando, e impide el fluir de las ideas, y el acercamiento de otros contingentes. Víctimas de campañas de linchamiento moral, combatidos por la iglesia católica, aislados políticamente, sin el asidero de la solidaridad interna de los comienzos, convencidos en el fondo de vivir en un país al margen de la historia, sumergidos en la cólera que actúa a modo de sentimiento analítico, los militantes abandonan irremisiblemente los ideales bolcheviques. Ya no caminarán desafiantes por Perspectiva Nievski alguna, ya no harán de la Cámara de Diputados su Palacio de Invierno. Y se instala la militancia seca y gris, descrita por Revueltas en Los días terrenales, donde se confunden clandestinidad y anonimato, y en donde el temperamento heroico (concentrado en la provincia) emerge para ser mejor reprimido por el gobierno y por la burocracia del PCM.

La izquierda de los cincuenta es el campo del resentimiento. Nadie, sinceramente, cree posible la revolución, no hay Condiciones Objetivas para la toma del poder. Todos insisten en la Revolución para que la fe los vuelva a ellos posibles. Y ni la liturgia partidista ni el discurso de la izquierda latinoamericana permiten la revisión de metas y programas. Todo es porque así ha sido, y se habla y se escribe con frases largas como folletos, que portan su “cinturón de castidad”, sin consideraciones para la respiración del lector, inflexibles, monótonos, que de tanto oírse y decirse se vuelven conjuros pétreos. ¡Larga vida a la tradicional amistad de los pueblos rumano y mexicano! ¡Contengamos ahora la política alcista y represora del gobierno mexicano, vasallo incondicional del imperialismo norteamericano en su fase última de concentración monopólica! ¡Alto a la política entreguista de la burguesía, que atenta contra la soberanía nacional y la tradicional amistad entre los pueblos!

Si alguien revisa el periódico del PCM La Voz de México, lo hallará, creo, orgullosamente ilegible. No se hace el periódico para la opinión pública sino para fieles que no necesitan leerlo. Y al carácter devocional de la prensa y del discurso, contribuyen los manuales soviéticos. Hablar es comunicar verdades eternas. Imprecar al enemigo es exorcizarlo. Defender a la URSS es rodear a la zona sagrada de artículos, reuniones y manifestaciones como rezos. Definir la ideología de la Revolución Mexicana es identificar lo “democrático-burgués” con aquello que “por su naturaleza misma es malvado”. (Hay términos de resonancia teológica.)

“Si no tomamos el poder, es por las dificultades de convocar para el lunes al Comité Central”

Insisto en el lenguaje de la izquierda porque éste ha sido una de sus grandes prisiones, un lenguaje no para transmitir sino ratificar convicciones inamovibles, elemento central en la parálisis y la desintegración de la izquierda partidaria. Ciertamente, la rigidez en el habla no es sólo patrimonio de la izquierda en el periodo a que me refiero; también la ejercen, y devastadoramente, la derecha política y social, los sectores gubernamentales y los grupos eclesiásticos, pero en ellos en verdad no hay la pretensión de representar a la razón histórica sino a la verdad revelada (por la Revolución Mexicana, Dios, la Familia y las tradiciones, según sea el caso). En cambio, la izquierda se pretende guiada por principios científicos, y por eso es tanto más pesado el letargo idiomático que quiere hacer las veces de discurso político. A nombre del pensamiento marxista se desemboca en la Verdad Revelada.

Entre 1920 y 1950 la izquierda partidaria y la izquierda social comparten entusiasmos, lecturas, proyectos, rechazos. Pero la izquierda política pierde sus espacios en la vida pública y se confina en el ghetto, y el nacionalismo revolucionario, tan insistente en materia cultural, y tan cercano al PRI, aleja a una parte considerable de la izquierda social. Entonces, pese a que la izquierda en general abarca un sector muy amplio, lo que se reconoce como izquierda es muy pequeño, y se le distingue por características que parecen fatales: vida de ghetto, confinamiento doctrinario que imposibilita el diálogo y la presencia convincente en otros sectores, “turismo revolucionario”, acatamiento de las directrices de Moscú.

Y al Partido Comunista sólo llegan los muy convencidos de la necesidad del proyecto socialista y, también, los persuadidos

1958. Ferrocarrileros son conducidos a Lecumberri

en el fondo de la imposibilidad de triunfos a corto y mediano plazo. La izquierda partidaria, en rigor, trabaja para la Revolución que no cree posible.

El aparato público se derechiza progresivamente, y el muro de contención de las medidas represivas es la izquierda social, que no evita golpizas, torturas y asesinatos de militantes, pero que sí es contrapeso mínimo a los linchamientos morales que anhelan los representantes mexicanos de la Guerra Fría (casi toda la prensa, el gobierno, la iglesia católica, el PRI, la CTM, la derecha organizada, algunos intelectuales). Casi obligadamente, la izquierda social también profesa la psicología marcada por los acomodos entre lo que se cree y lo que se obtiene, entre el socialismo a que se aspira y la adaptación al medio regido por el capitalismo salvaje.

En el periodo de 1940-1968 aproximadamente, una versión diluida de la “ideología de la Revolución Mexicana” (un nacionalismo que vigila de lejos al individualismo competitivo capitalista) se impone en las clases medias al tiempo que la despolitización distribuye la certeza: la política es sólo asunto de los gobernantes y, por lo demás, es corrupta por esencia. Si a la izquierda partidaria la frena la fuerza de un Estado que concede satisfacciones mínimas, asimila a un porcentaje de los disidentes, expropia periódicamente el idioma contestatario, y mantiene un adecuado comportamiento en política exterior, la izquierda social crece con rapidez estimulada por la Revolución Cubana, e interesada un tiempo en el Movimiento de Liberación Nacional (1961-1964), que en principio alienta el general Lázaro Cárdenas.

En 1959 la Revolución Cubana suscita en América Latina la esperanza, y le propone un sentido y una dirección al deseo de cambio de millones de latinoamericanos. En sus primeros años, el régimen de Fidel Castro es innovador, se enfrenta a la desnutrición, el analfabetismo, la falta de atención médica e impone a través de la Casa de las Américas su política cultural que mucho contribuye a la comunicación interna de los creadores latinoamericanos. La izquierda apoya incondicionalmente a la Revolución Cubana, considera ejemplares todos sus actos, endiosa a Fidel Castro y al Che Guevara, y no atiende a las sucesivas muestras de autoritarismo, a la prepotencia caudillista, a la frase no tan ambigua como opresiva de Castro a los intelectuales y artistas cubanos: “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”.

¿Para qué discrepar en lo mínimo de quien derribó la tiranía batistiana y casi politizó por su cuenta a la izquierda latinoamericana, fomentando entusiasmos, facilitando el renacimiento de metas en que ya nadie soñaba siquiera, radicalizando a grupos nuevos, entre ellos y muy inesperadamente a sectores católicos, auspiciando visiones de la pedagogía, la cultura, los términos mismos del discurso revolucionario? Los izquierdistas mexicanos viajan a Cuba y a su regreso, como el norteamericano Lincoln Steffens al volver de la URSS en los años veinte, afirman regresar del futuro “que funciona”. Lo más destacado: el culto por la Revolución Cubana solidifica la lealtad ya un tanto vacilante en torno al socialismo real: “No hay que darle armas al enemigo”. Y el marxismo-leninismo, hasta entonces manía de pequeños círculos de estudio, se expande y recobra el status religioso de que gozó en los años treinta, en medio de discusiones de corte metafísico sobre las ideologías burguesas o pequeño-burguesas, el diversionismo, el revisionismo, el trotskismo, el maoísmo. Esto podrían decir: “Nuestra doctrina es un dogma y un método de inacción”.

“Ante la crisis mundial del capitalismo, nosotros debemos…”

El Movimiento de Liberación Nacional nace limitado al extremo por sus contradicciones: el afán de responder de alguna manera al ánimo modernísimo de la Revolución Cubana, y el viejo lenguaje del antiimperialismo lombardista, con su incapacidad orgánica para distanciarse en lo ideológico y lo político de los dos árboles totémicos: la Revolución Mexicana y la Revolución Soviética. El MLN atrae antiguos militantes, intelectuales nacionalistas, estudiantes, líderes campesinos, agitadores obreros, figuras retiradas del mundo oficial. Pero no logra ampliar su espacio social y político, se deja ganar por la retórica de la vieja izquierda y pasada la emoción del principio, se va consumiendo lentamente. Mientras, la izquierda desfila apoyando a la Revolución Cubana, dándole la bienvenida al presidente de Cuba Osvaldo Dorticós, repudiando la intervención norteamericana en Santo Domingo. Y el gobierno reprime, rehabilita el discurso anticomunista, usa a la izquierda como argumento escénico en las negociaciones con Estados Unidos, y le da vida artificial a lo que ya nada significa: “el espíritu revolucionario”.

Encerrada en un discurso cada vez menos audible, la izquierda necesita, para aclararse y oscurecerse su proceso, del estallido del movimiento estudiantil de 1968 y de los movimientos revolucionarios en América Latina. El movimiento del 68 es, muy esquemáticamente descrito, el duelo más que desigual entre el afán democratizador de sectores de clases medias y la parte más tradicionalista del aparato político, encarnada en el presidente Díaz Ordaz. Entre las causas del movimiento (las principales: la protesta contra la represión policíaca y la cerrazón presidencial al diálogo) figura la defensa de los derechos humanos y la libertad a los presos políticos de 1959. Arduamente, los estudiantes y el sector de la clase media que los apoya se enteran de la mecánica gubernamental: se protesta por la barbarie policíaca, se les golpea y detiene; se insiste en el carácter legal y constitucional del movimiento; se les masacra en la plaza pública. Y un efecto colateral del 68 es el principio de la disolución de la paranoia anticomunista o antisubversiva como reflejo condicionado de la sociedad.

Nada ejemplifica mejor el desencuentro, por así decirlo, de la época moderna y la izquierda tradicional que las reacciones de Vicente Lombardo Toledano en 1968 (año de su muerte). Lombardo, agente del stalinismo, hombre de confianza del gobierno en horas de prueba, no entiende el movimiento estudiantil, más allá de su horizonte cultural y político. Así, condena al gobierno de Dubak, aplaude la invasión soviética de Checoslovaquia, defiende la política de Díaz Ordaz. En un primer intento de una política autónoma, el Partido Comunista, víctima de la histeria policíaca desde el 26 de julio, apoya a los estudiantes, censura la invasión soviética y quiere poner al día su lenguaje. No lo consigue, ni siquiera la persecución de Díaz Ordaz moviliza el lenguaje calcificado o consigue una apertura cultural.

El 68, entre otras cosas, ahonda el abismo entre sectores cada vez más numerosos de la izquierda social y la izquierda partidaria, reacia a modernizarse. Algo cambia la situación al incorporarse al PSUM grupos de universitarios que vienen en lo político del 68, y en lo cultural de la explosión de los sesenta. El PSUM organiza tocadas de rock y ocasionalmente algún aparatchik tendrá desplantes “alivianados”, pero todo es inútil. Se impone el lenguaje del optimismo, del auge indetenible de las masas, de la unidad a toda costa, de las contradicciones irresolubles en el seno de las masas. Y este lenguaje predetermina a tal punto la mentalidad pública de la izquierda política que al cabo de los proyectos de apertura, la impresión no se modifica: he aquí el anacronismo hablando a nombre del Progreso. Y en buena medida, esto se da a pesar de las buenas intenciones.

“¡No queremos apertura. Queremos revolución!”

El sucesor de Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), toma muy en cuenta las lecciones del 68, y anhela reconciliarse con los sectores universitarios y con la izquierda social. Para eso, aumenta desproporcionadamente los presupuestos de los centros de enseñanza superior, sostiene una política exterior si no muy coherente sí notable en partes (entre otras acciones, apoya al gobierno de Salvador Allende, condena y rompe relaciones con el régimen de Pinochet, y recibe en México a un contingente de exiliados chilenos), atrae a un buen número de intelectuales convencidos de hallarse ante la última oportunidad de contener la oleada fascista, y modifica el discurso oficial añadiendo la variante del Tercer Mundo y la crítica a la oligarquía financiera.

Nada de eso le evita la desconfianza de la izquierda social, y la crítica de la izquierda partidaria. El régimen de Echeverría, afirma el líder del PCM, Arnoldo Martínez Verdugo, se sostiene sobre un reformismo verbalista y no puede desviar la ola del descontento. Y se lanza el lema: “¡Ninguna confianza, ninguna ilusión, ningún apoyo al gobierno de Echeverría!” No que fuera mucho el apoyo encontrable en la izquierda partidaria. En 1973 –informa Enrique Condés Lara en su interesante y polémico libro Los últimos años del Partido Comunista (1969-1981)– el PCM carece de local, no hay campañas económicas, sólo se dispone de veinte profesionales (algunos a medio sueldo) y el gasto mensual no llega a los cuarenta mil pesos. Y a esto se le añade la persecución policíaca, el descrédito social, la atmósfera de ghetto.

Uno de los sectores más alejados de las seducciones de Echeverría es el de los jóvenes radicales, que siguen con devoción los acuerdos de la Tri-Continental, memorizan los discursos posbolivarianos del Che Guevara (“Crear uno, dos, tres,… muchos Vietnam”), sufren la muerte del héroe en las soledades bolivianas y se indignan ante el “entreguismo” de los demócratas, y se apasionan con los ensayos de Régis Debray, el apóstol del foquismo (y luego, uno de los profetas de Mitterrand). En 1971 hace su aparición pública la guerrilla, en gran parte fruto de escisiones de la Juventud Comunista. Surgen el Frente Urbano Zapatista, Comandos Armados del Pueblo, Lacandones, Movimiento de Acción Revolucionaria, Frente Revolucionario Armado Popular, Guajiros, Unión del Pueblo, y de modo estelar, la Liga Comunista 23 de Septiembre. Entre 1972 y 1975, son asesinadas cerca de cinco mil personas (guerrilleros, policías, transeúntes, familiares y amigos de los guerrilleros) en diversas acciones armadas o en asaltos a “casas de seguridad”; se contabilizan más de quinientos desaparecidos, la mayoría de ellos presumiblemente torturados y asesinados; de la guerrilla rural en el estado de Guerrero se desprenden dos leyendas populares (Genaro Vázquez Rojas, muerto en accidente de automóvil, y Lucio Cabañas, muerto en enfrentamiento con el ejército); la mayor parte de los grupos desaparece pronto, a causa de la infiltración policíaca, y la Liga 23 de Septiembre, al principio reducto del idealismo desesperado, se extingue en la descomposición militarista, luego de numerosos asaltos y crímenes (entre ellos, el del industrial Eugenio Garza Sada).

Todas las lecciones extraídas de la guerrilla culminan en la misma moraleja: en las condiciones de México, la violencia revolucionaria desemboca por fuerza en la matanza de unos y otros, en la brutal metamorfosis psíquica de los idealistas, en la militarización mental, en la derrota, la frustración y, lo peor, la impunidad para los responsables de la guerra sucia. Casi nada queda de la vehemencia de quienes pretenden el asalto al poder. Una consecuencia del clima de la militancia armada sí es evidente: la intolerancia de la extrema izquierda, que se esparce en los centros de enseñanza media y superior, origina fenómenos tan lamentables como “la tropa galáctica” en la Universidad Autónoma de Puebla, y “los enfermos” en la Universidad Autónoma de Sinaloa, grupos de activistas, por lo común muy jóvenes, radicalizados a partir de unas cuantas lecturas y de su propia experiencia amarga (“los enfermos”, que producirán el lema: “Torta o muerte”, se enorgullecen de su nombre: “Estamos enfermos de ansiedad revolucionaria”). El 68, filtrado por el trituramiento anímico de la clandestinidad falsa y verdadera, da por resultado la fiebre del asambleísmo y de la denuncia de los reformistas.

En universidades de provincia, en la Facultad de Ciencias, en Ciencias Políticas, en Filosofía y Letras, en Economía, en preparatorias y colegios de Ciencias y Humanidades se intimida y amenaza en nombre del marxismo. Se divulgan nociones dogmáticas, enseñadas con celeridad parroquial, y la irritación malinformada le infunde un punto de vista (el que sea) a nuevos contingentes que masifican las universidades y que provienen en su mayoría de familias de escasos recursos. En la academia, una generación de ensayistas, politólogos y sociólogos marxistas quiere romper con un pensamiento anquilosado, y en las escuelas la impaciencia quiere hacer las veces de ideología del advenimiento del cambio.

Let it be: la revolución como pasión

En la década de los sesenta, ya la izquierda social se ha escindido, y grupos cada vez más numerosos se sienten internacionalistas, en lo político y, ésta es la novedad, en lo cultural. Se rechaza la intervención norteamericana en Vietnam y se defiende la Revolución Cubana, pero también –lo que para la izquierda partidista es sacrilegio– se oye rock, se reverencia a los Beatles y los Rolling Stones, se fuma mariguana, se lee con devoción a escritores “burgueses”. Mientras, la izquierda tradicional se aferra al realismo socialista (y sus variantes, entre ellas la poesía que genera la Revolución Cubana, y la horrísona “canción de protesta”), mantiene su lectura rígida del muralismo, aplaude la tesis siqueiriana de “No hay más ruta que la nuestra”, condena el “arte decadente” y “degenerado”, y se sumerge en el ámbito equidistante de la letra impresa y el analfabetismo: los manifiestos donde el lenguaje usado impide la lectura y congela el pensamiento.

Un dato entre otros: en 1971 un alegato guerrillero de Raúl Ramos Zavala, que abandona la juventud comunista y elige la vía armada, lleva el título de Let it be, la frase internacionalizada por los Beatles, que expresa conformidad ante el destino. Si la Liga 23 de Septiembre se probará inmisericorde y dogmática al extremo, en sus inicios al menos comparte la nueva visión cultural que la izquierda partidaria no logra asir, inmersa en el feroz anacronismo que la lealtad a la URSS provoca. A los comunistas mexicanos y a los integrantes de los demás grupúsculos, el Futuro (el socialismo) compensa por vivir en el pasado (el arrinconamiento que niega los cambios circundantes para no contaminarse de burguesía). Y lo que desde fuera se ve como empecinamiento, ellos se lo explican como “paradoja de la Historia”.

En los años setenta el marxismo se pone de moda, influye no tan disimuladamente en el discurso oficial y en los medios académicos y periodísticos, y se integra al paisaje explicativo de la realidad nacional, contaminando incluso el discurso de la derecha política (los del PAN le toman a la izquierda lemas, fraseología, guiños ideológicos). Pero tal seducción no se traduce en una mínima presencia social, ni en mayor influencia sobre los sectores organizados. En donde el marxismo fructifica especialmente es en la revisión histórica, punta de lanza de la perspectiva de izquierda, interrumpida desde el sexenio de Lázaro Cárdenas, por la Guerra Fría y la sujeción del PCM al aparato de propaganda soviética. Por otra parte, y crecientemente, son muchos los que abandonan las ideas opresivas, el vivir siempre “en transición”, el admitir el presente sólo como un trámite para el futuro liberador, el concebir el país como boceto inacabado, porque el verdadero México se iniciará con el socialismo. Y los historiadores van recuperando la gran tradición soterrada, la de los militantes infatigables que a lo largo del siglo han sido, pese a todo, parte fundamental de la conciencia moral de México, ejemplos de congruencia y generosidad.

La “apertura democrática” del gobierno de Echeverría quebranta el anticomunismo oficial (el PRI se acerca a la Internacional Socialista), y el gobierno de José López Portillo (1976-1982), simpatizante declarado de los sandinistas y de la Revolución Cubana (“Quien toca a Cuba, toca a México”, declara López Portillo en La Habana), al tiempo que lanza al país por la ruta del endeudamiento y la falsa abundancia petrolera, pone en marcha la Reforma Política que en 1979 le permite al PMC, por vez primera desde 1946, participar legalmente en las elecciones. Los resultados son de algún modo sorprendentes: 750 mil votos para la coalición de izquierda y dieciocho diputados en la Cámara.

La unión hace las siglas

El 5 de noviembre de 1981 cinco grupos se unifican y forman el Partido Socialista Unificado de México, el PCM, el Partido del Pueblo Mexicano, el Movimiento de Acción Unificada Socialista, el Partido Revolucionario Socialista y el Movimiento de Acción Popular. A la fusión la domina la convicción implícita y explícita: los escasos beneficios del término comunista se han agotado, hay que darle oportunidad a nuevas concepciones y abandonar las ilusiones a largo plazo. Al principio, el PSUM es recibido con entusiasmo y llena la plaza de la Constitución en la campaña electoral de 1982 (“el Zócalo Rojo”), pero el proyecto no cuaja como se esperaba, la integración de grupos y grupúsculos no se consuma, algunos se separan pronto y el PSUM queda como una alternativa más, la menos débil, de un conjunto de donde participan el Partido Revolucionario de los Trabajadores, de filiación trotskista, y el Partido Mexicano de los Trabajadores, cuyo líder, Heberto Castillo, es el crítico más agudo de la política petrolera de López Portillo.

La fuerza de la izquierda social (movimientos de opinión pública, sectores intelectuales y magisteriales, corrientes sindicales, órganos de prensa, enclaves académicos) no disminuye, pero las posibilidades de la izquierda política se atomizan.

1968. Estudiantes y ejército en el Zócalo.

Fragmentados, sin proyectos consistentes, escindidos en esfuerzos ni irreconciliables ni integrables, los grupos de izquierda no aumentan significativamente su votación en las elecciones de 1985.

Frente a la lentitud y la inercia de la izquierda tradicional, una izquierda distinta, autogestionaria y dispuesta a renunciar al autoritarismo, surge en las colonias populares, en los grupos ecologistas, en los pequeños sindicatos, en las cooperativas de barrio, en las comunidades eclesiales de base, en las agrupaciones campesinas, en las secciones magisteriales. Aún no se advierte su impulso desde una perspectiva nacional y ciertamente las organizaciones partidarias no son ahora sustituibles, pero esta izquierda diferente hace ver la urgencia de nuevos proyectos nacionales, regionales, locales. Así, paradójicamente, no obstante la debilidad de la imagen pública de la izquierda (evaporado el fantasma de la “subversión comunista”), son muy vigorosos los movimientos populares de izquierda, y la izquierda cultural.

El 88 sorprende a todos, precisamente porque se creía anulada o extinguida la izquierda, víctima de su propia avidez de lucha interna, de la eficacia histórica con que prende el anticomunismo, de la rigidez de su dirigencia, de su antiintelectualismo, de la eficacia calumniadora y asimiladora del Estado, y, muy principalmente, de su pérdida de poder de convocatoria y su relegamiento de las causas de la justicia social. Pero dista de ser un espectro, y la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas lo ratifica. El impulso extraviado o sepulto o traspapelado renace en un instante y es muy probable que Cárdenas hubiese ganado las elecciones, aunque también es muy probable que Salinas de Gortari las hubiese perdido. Pero lo cierto es que ya en 1988 la izquierda comunista es un cadáver sin prestigio, y a la causa socialista le quedan pocos meses de vida. Cuauhtémoc Cárdenas dista de ser la izquierda tradicional, es el nacionalismo revolucionario, si se quiere también anacrónico, pero con la fuerza que le infunde la necesidad de participación de millones que simplemente no se acercarían al PCM, al PSUM, al PMS. Luego, tiene lugar el sexenio de Salinas.

Carlos Monsiváis, “La izquierda mexicana: lo uno y lo diverso”, Fractal n° 5, abril-junio, 1997, año 2, volumen II, pp. 11-28.

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