La última novia de Miguelito Mármol

La última novia de Miguelito Mármol

Por Manuel Sorto

Corrido en forma de tango, medio sincopado
a Armando Herrera
que nos presentó y nos puso a trabajar juntos

No recuerdo cuándo la mencionó por primera vez. Es más, y para ser exactos, él no mencionó nada antes, fui yo, el que la ví.
Fue una vez que Miguel pidió que no lo dejáramos donde siempre, sino que en la Tienda Mármol, pero en el lateral izquierdo de la misma manzana. Al abrirle la puerta corrediza de la camioneta descubrí una mirada de Miguel, directa y buscando algo bien definido, no exactamente a mis espaldas. Yo ya no le ofrecía mi mano para que se apoyara al descender, desde que lo hice una primera vez y por poco me desintegra con la mirada. Asi que aproveché mientras él miraba donde poner el pie de apoyo sobre el suelo para, rápido, buscar el punto que la mirada de Miguel había enfocado. Y entonces la vi.

Era menuda y fina, fibrosa. De mirada penetrante y segura; dulce me pareció; y mantenía una leve sonrisa tan natural, que podía contener a Monalisa. Ella ni se fijó, o no le importó que yo la viera, solo tenía ojos para Miguel. Era evidente que lo esperaba, así, como quien se ha puesto a ver pasar el tiempo o la gente por la ventana. No tenía edad.
No se por qué me acordé de la mujer de Edgar Allan Poe, que lo esperaba todos los días en la puerta de la casa con flores en la mano sin importarle la hora en que llegara. A ella también parecía bastarle con que el amante apareciera.

Yo no se si Miguel conocía y comprendía de revueltas y de revoluciones abortadas, de conspiraciones y clandestinidades, de masacres y genocidios, de fusilamientos, milagros y resurecciones, de redes y de peces, y de luchas cotidianas para ganarse las tortillas y el conqué, pero de lo que puedo asegurar que si sabía, era de mujeres.
Las hacía comer en su mano como si fueran pajaritos, y siempre con respeto y discreción, sin distinción de la edad o de la gracia que tuvieran. Era un novio natural, un amante por naturaleza y vocación. En el fondo, Miguel era un poeta.
(Y ese es uno de los elementos determinantes para que se produjera la fusión histórico-genial entre Miguel Mármol y Roque Dalton. Otro era, la política.)
Aunque hablar sobre la mujer era un tema frecuente o recurrente entre nosotros, en El Salvador, que yo recuerde, nunca hablamos de la Dama en la ventana. Hablábamos de Lynn, mi compañera en esa época, y quien desde que sabía que Miguel vendría, de lo primero que se preocupaba era de conseguir los jocotillos de pitarrillo para incluírlos como boquita. A mi, como a Miguel, me gusta el pitarrillo, y en silencio le agradecía a Miguel que viniera, porque si no… A mi mamá Miguel la vio una sola vez, pero siempre me preguntaba con amabilidad qué cómo estaba. Todo un caballero comunista como parece que no hay más. Después, cuando la conoció, también hablaríamos de Marie-Noël Fontan, la compañera de Guillermo. Hablar de mujeres es una buena enfermedad, me dijo un día, sino estamos fregados.
Fué en El Hotelito, allá en La Habana. Estábamos sentados bajo la sombra de un palo maravilloso por tanta sombra que daba, apaciguando los calores de un julio o agosto (no le recomiendo a nadie viajar a La Habana en esos meses, solo comparables a los marzo-abril de San Salvador, o peor).
Recuerdo que estábamos en el jardín, bien instalados, sillas requete cómodas, pero añorando unas hamacas. Marta Celia, la como dibujito de Miró de Kijadurías (la de cinturita de avispa, como la recuerda el pueta de cuando le ponía serenata allá en Quezalte, hace muchísimos siglos, con su Trío Hermanos Quijada -o Quijano, sigue sin saberse); estaba el Poe por supuesto, y varios de sus cipotes, Esenin, y alguno de los gemelos… Creo que también estaba la Paula Gaitán, la viuda de Glauber, y el Wichi, o Víctor Casaus, quien nos había llevado al Hotelito (a estas alturas los recuerdos de quién y cuándo, en esos años en que andábamos como a chorromil, a veces se me enredan).
Teníamos cervezas heladitas y Marta Celia se las había arreglado para que tuvieramos qué picar, regla de oro de ella para el saber chupar, cosa que Miguel alababa y de la que daba fé. Alfonso y ella preparaban un viaje a México con la tribu, para por lo menos poner pie en el continente, y Miguel, en secreto, preparaba un nuevo viaje clandestino a El Salvador. Yo ya andaba medio cansado y hasta harto de andar tanto para arriba y para abajo.
Miguel y yo mirábamos con placer y sana envidia, a la cinturita de avispa y su abejorro de poeta (es una broma, primo), que se retiraron para hacer no se qué con los bichos. Paula se había ido con ellos, creo. Miguel sabía que Lynn me había dejado, y el por qué. Sabía también que ella no había regresado ni a Irlanda como a veces soñaba, ni a Inglaterra, y continuaba en México. Para que de una vez aprenda Meme, me dijo, que las cartas de admiradoras cuando uno está mancomunado, lo mejor es destruírlas en el acto, aunque contengan la miel escrita del alma o el cuerpo de la agraciada.
Miguel nunca dejó de apantallarme. La poesía y la bondad le chorreaban por todos lados.
Y ahí fue que le solté la pedrada. ¿Y la señorita de la ventana con sonrisa de Monalisa? Le dejé ir.
Y Miguel soltó la carcajada. ¡Salúd!, dijo, levantando su cerveza, y las chocamos. Se bebió lo que le quedaba, que era mucho más que el salivazo. Despacio, pero sin pausa, no mirándo en el vacío como se dice, sino que, me imagino, mirando a la Dama que lo esperaba en su ventana.
Se llama María Jacinta, me dijo. Y es más tiernita y más dulcita que todas las madonas o vírgenes, sean pintadas o inventadas. Y los ojitos le brillaron aún más. Yo vi que usted la vio ese día, Meme, pero ¿para qué hablarle de ella en ese entonces? Basta con que uno las mencione para espantar a las otras, dijo. Y me cerró los dos ojitos, con la picardía de un cipote causa dudas. Pero, continuó, yo sabía que un día ella iba a salir a bailar entre nosotros.
Ajá, guturé. Él continuaba viéndola. ¿Y eso por qué?, me atreví a preguntarle. Y otra vez soltó una carcajada, pero esta vez como la del jugador de poker que siempre ha tenido un as guardado en la manga.
Sale bomba, gritó suavecito. Por una o dos cosas, me dijo. La primera es porque conocí a María Jacinta por la misma época en que Armando me los presentó a usted y a Baltazar. ¿Fué en el 79, no? Por ahí, creo que le contesté. Usted sabe, siguió, cuando uno apenas está comenzando es mejor ni hablar.
Pues fijese Meme que la segunda razón, es porque se me hace que hasta debe ser pariente suya; tía lejana, o algo así, porque se apellida Sorto. Así como lo oye Meme. La señorita de la ventana como usted la ha llamado, se llama María Jacinta Sorto.
Puta, ¡fooll de ases y reynas! La carta de la manga imposible que fuera un jocker, pero como si lo fuera.
Hasta aquí llegó la conversación porque apareció el Poe que había recuperado en algun lado otras cervezas. Ajá jodiditos, dijo, y la conversación cambió de vía.
Si ahí terminara el asunto, ya fuera suficiente. Me bastaría con relatar mi sorpresa o asombro, y cerrar el relato sobre su novia, y ahora yá, tía mía. Hace años que lo hubiera escrito. Pero el remache vino hace unos pocos días. Vía Panamá-País Vasco. Dicen que los caminos de Dios son inimaginables.
A partir de la publicación en ContraPunto de mi anéctota sobre Miguel y Roque, retomamos con Norman Douglas una conversación olvidada y también dejada a medias en la Rectoría Bombardeada de la Universidad de El Salvador, en 1969, durante un intento fallido de montaje de El Montaplatos de Harold Pinter con El Taller de Los Vagos, después de que el General Medrano ordenara a la Guardia Nacional la búsqueda y captura de todos los que aparecíamos en el programa de nuestras dos primeras piezas. Incluído Picasso, por la portada.
La orden de captura, esa vez, contrariamente a lo que algunos pensaron, no había sido ni por subversivos, ni por marihuaneros, ni por salir chulones sobre la escena, sino porque al Ernesto Zamora, otro de los fundadores de El Taller de Los Vagos (y hermano del tal Rubén), se le había ocurrido “sacarse” a su chamaca, la Noysita (no me acuerdo si ya andaba preñada de la Primavera), que resultó ser ahijada de bautizo o confirmación, nada menos que del Chele Medrano (padre de Julito, que era de nuestra mara), y quien solo obró en consecuencia y como buen padrino, a pedido de sus compadres. En la desbandada general inmediata se había ido al carajo el montaje que trabajábamos de El cementerio de automóviles de Fernando Arrabal, y Norman, como el director que era, propuso El Montaplatos, de Pinter, con solo dos personajes que interpretaríamos él y yo.
Y fijate, me dijo Norman, que Miguel Mármol tuvo una última amante, ya bien viejo. Yo le dije que algo me había contado Miguel en La Habana. Y nuestra conversación dejada a medias en el siglo pasado y casi olvidada, comenzó a regresar a mi memoria. ¿Y entonces?, le pregunté. Bueno, pues el bolado es que yo tengo una foto de la novia, me respondió Norman.
O sea, la historia de La Dama de la ventana (o María Jacinta Sorto) me perseguía. No me quedaba ninguna duda. Y pensé en escribir algo. Ya casi tenía hasta la foto de mi tía, y guardaba una foto inédita de Miguel, mi yá, casi tío político (así como iba el partido). Ya la hiciste, me dije.
¿Y vos como es que tenés esa foto?, le pregunté al Norman. Aquí, la conversacíon olvidada se me vino enterita. Porque es mi mamá, me respondió Norman. Y se acabuche.

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