Mitos de Babel

NOVIEMBRE DE 2006
Cine
Mitos de Babel
por Fernanda Solórzano

Sobre Alejandro González Iñárritu cae una especie de maldición. Ninguna de sus películas –ni siquiera su ópera prima– ha sido vista, por lo menos en México, sólo como una película. Amores perros (2000), 21 gramos (2003) y la más reciente, Babel, nos han llegado, respectivamente, como la obra de un director debutante que se hacía notar en Cannes, la del autoexilado que se probaba en el sistema hollywoodense, o la del creador de una producción global que le ganaba, otra vez en Cannes, el premio al Mejor Director. Precedidas por adjetivos y premios que en otros casos no serían, digamos, un problema, las películas del “mexicano exitoso” suelen caer como alka seltzers en el vaso medio vacío del orgullo patriotero, o como gotas de limón sobre la herida de la realidad. Después de todo, son muy pocas cosas las que González Iñárritu le debe a la industria (sic) del cine nacional.

Eso de la maldición podría sonar a muy mala broma, pero la idea me cruzó la cabeza cuando, antes de escribir esta nota, hice un recuento de las portadas y encabezados de prensa mexicana que en las últimas semanas han hecho alusión al estreno de Babel. Desde “El tropiezo de González Iñárritu” hasta “Iñárritu conquista el mundo”, casi todas lo caracterizaban como un híbrido de Ana Gabriela Guevara, la Selección Nacional y Atila. En muchas de esas reseñas, Babel se colapsa bajo el peso de una valoración inflada, regida por parámetros de trascendencia y perfección. Cosa rara, pensé, en tanto Amores perros y 21 gramos eran películas no menos ambiciosas en su propuesta intelectual.

El entramado de las historias y las maneras en las que los choques entre los personajes afectaban sus destinos, eran en sí mismos carne de un ensayo sobre la causalidad, el libre albedrío y la responsabilidad moral. La forma devenía fondo: las relaciones de causa y efecto, reiteradas no en el texto sino a través de la edición, cargaban cada escena con una connotación ética. De esta técnica se desprendía una paradoja: eran películas preocupadas por la moral, pero, por su puesta en pantalla, inscritas en la contemporaneidad. Si la culpa, el castigo y la redención hubieran sido propuestos de una manera lineal, el cine de González Iñárritu y su tratamiento secular de motivos judeocristianos habría sido comparado con el del polaco Kieslowski. Sin embargo, el protagonismo de la estructura y el efecto caleidoscópico le ganaron al director menos alusiones a un cine de filiación religiosa y más comparaciones con cineastas sinfónicos (Robert Altman, a la cabeza), cuyos relatos sobre el drama humano toman la forma de una composición.

Tal como sus antecesoras, Babel se compone de cuatro relatos cuyos protagonistas son, sin saberlo, responsables de los hechos que transforman las vidas de otros. Esta vez, sin embargo, lo de menos es la pirotecnia estructural. Liberado del impulso de llevar hasta el final y hasta las últimas consecuencias el manual de estilo concebido al alimón con Guillermo Arriaga (según el director, Arriaga contribuyó con ideas seminales, y en 2004 concluyó su colaboración en el guión de Babel), González Iñárritu vuelve casi invisibles los hilos que entretejen las historias, y las relaciones de causa y efecto pasan a un segundo plano. Por ende, también disminuye la dimensión moral de su discurso. En esta película, parece ser, la prioridad fue lograr verosimilitud en los diálogos, las actuaciones y el desarrollo de las historias, y actualizar el mito bíblico que da cuenta de los orígenes de la incomunicación.

En un desierto marroquí, un pastor de ovejas compra un rifle y se lo da a sus hijos Yussef y Ahmed para que cuiden el rebaño; los niños desoyen al padre y juegan a apuntar hacia un camión de turistas que recorre, lejos, el sendero que rodea una montaña. En el interior de una casa en California, una nana mexicana llamada Amelia (Adriana Barraza) cuida de los hijos de una pareja que en ese momento se encuentra de viaje; sin permiso de los padres y aconsejada por su sobrino Santiago (Gael García Bernal), la nana decide llevar a los niños con ella a la boda de su hijo Luis, por celebrarse en Tijuana. De vuelta en Marruecos, la pareja de turistas norteamericanos Richard y Susan (Brad Pitt y Cate Blanchett) viaja en el camión que ya vimos. Se notan tristes, distanciados. Susan, con la mirada perdida en un punto del paisaje, recibe una herida de bala en el hombro. En una cancha de volleyball en la ciudad de Tokio, una adolescente sordomuda llamada Chieko (Rinko Kikuchi) pierde el control de sus reacciones y provoca que su equipo pierda. Más tarde, en un restaurante, se quita los calzones y muestra sus genitales a los chicos de una mesa vecina. Los desplantes furiosos y exhibicionistas de Chieko se alternan con los intentos fallidos de hacer contacto emocional con su padre.

A estos primeros trazos siguen complicaciones mayores: la noticia difundida por radio y televisión de que unos terroristas musulmanes han asesinado a una turista norteamericana; la sospecha de que una inmigrante mexicana ilegal ha secuestrado a unos niños estadounidenses; la creciente agresividad sexual de la adolescente japonesa. De la anécdota mundana a la connotación política, social o racial, cada historia engrosa su margen de interpretación con cada ronda. El corte de historia a historia es la técnica que permite inferir los enlaces entre una y otra, a la vez que sustrae al espectador de un estado de ánimo –el que precede a un clímax– y lo vuelve a colocar en un nuevo principio del cuento, tan placentero en la narrativa como el más logrado final.

Una de las ventajas de Babel sobre 21 gramos (incluso sobre Amores perros) es la eficacia con la que el director logra transiciones de un escenario desértico a un bar atiborrado en Tokio sin agredir ni violentar los sentidos del espectador. En este acierto son esenciales los talentos del editor Stephen Mirrione, quien logró que, en una película con más de dos mil cortes, ninguno de ellos fuera una grieta por la que se escurriera el flujo emocional; del músico Gustavo Santaolalla, quien utilizó un instrumento africano de cuerdas, el oud, para logar transiciones auditivas suaves que evocaran tanto la guitarra flamenca como el koto japonés, y al final, pero no por último, del fotógrafo Rodrigo Prieto, quien desde su primera colaboración con González Iñárritu ha creado un código visual tan poderoso como el texto mismo, sin protagonismos ni artificios que le roben atención. En un proyecto como Babel, el peligro de explotar el exotismo de los escenarios o de asignarles una paleta de colores cargada de folclor acechaba igual al fotógrafo y al director. Mientras este último decidió no desatender el drama específico de cada personaje (los cortes de Babel son longitudinales y no transversales: no hay análisis de las experiencias, sólo su representación), Prieto optó por experimentar con texturas, niveles de saturación de color y distintas profundidades de campo para dar a cada ciudad una identidad distinta, supeditada no tanto a estereotipos culturales como a estados emocionales, subjetivos, de los personajes centrales.

Para lograr el retrato de la vida interior, un terreno virgen en su filmografía previa, González Iñárritu incluyó en Babel cápsulas de espacio y tiempo desfasadas del relato lineal, en las que la música y ciertas canciones adquieren un valor narrativo. En mancuerna con Lynn Fainchtein, el director reactivó su vínculo temprano con la música como creadora de atmósferas: antes que director de cine y publicista, González Iñárritu contaba historias desde una cabina de locución.

Dejando de lado el mito González Iñárritu, Babel es una película lograda y eficaz en cualquier nivel. Es mejor que las dos anteriores (hay que volver la mirada, dado que se promueve como el cierre de una trilogía) porque el cineasta maneja sus recursos con más soltura y conocimiento de aquello que le funciona –y de lo que no. Esto incluye –y es legítimo– rodearse de las personas que mejor lo complementan, repetir los esquemas que le permitan tener asideros, e incluir referencias a su vida personal y a su pasado profesional.

Babel privilegia las sensaciones sobre la teoría y es, en esa medida, una obra sin costuras visibles: señal de madurez creativa, y evidencia autosuficiente de la destreza del director.

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