Modos de producción, patriarcado y triple opresión
Iñaki Gil de San Vicente
Red Vasca Roja
Muchas investigaciones críticas feministas en múltiples campos —antropología, historia, economía, arte, filosofía, ciencia y epistemología, tecnología, sexualidad, psicología, etc.— han demostrado que el sistema patriarcal no es eterno ni consustancial a la especie humana y menos aún a los mamíferos, sino que surge en un momento muy corto en la larga historia de nuestra especie y en un lugar muy preciso y localizado del planeta. Aproximadamente entre el -3000 y el -600, y en lo que en la visión geográfica eurooccidental se define como Oriente Próximo. Es esta una época de transición entre la sociedad de casta y la sociedad de clases sociales. ¿Qué diferencia hay? Muy sintéticamente resumido, pues que la sociedad de castas está formada por grupos diferenciados entre sí pero sin definitiva y total propiedad privada de los medios de producción, de la tierra, del ganado, de los instrumentos de trabajo. Las diferencias de casta, desde luego, suponen diferencias de bienestar, comodidad, descanso y ocio, etc., porque las castas altas, sobre todo la formada por el núcleo real, los sacerdotes-escribas y los militares, controlan y administran tanto el producto social producido por el trabajo colectivo de las castas bajas como los planes de inversión, consumo ostentoso, ahorro, etc., del excedente sobrante, de lo que no se ha consumido y se guarda en los grandes almacenes del palacio y del templo.
Sin embargo, en la sociedad de castas existe una contradicción interna que impulsa a la casta alta, real, o como quiera denominársele, a convertirse en casta dominante y después, en casta que se apropia para sí y para sus descendientes de la propiedad colectiva, convirtiéndola en su exclusiva propiedad privada que, tras la imposición de la herencia familiar, será traspasada a sus descendientes y no devuelta al pueblo trabajador. Desde el momento en el que esa minoría expropia y arranca a la mayoría trabajadora esas riquezas producidas por su fuerza de trabajo social y acumuladas por generaciones sucesivas, desde ese momento las castas se convierten en clases sociales antagónicas, una de las cuales, la propietaria de los medios de producción ahora privatizados pero anteriormente colectivos y sociales, vive y se enriquece a costa de la explotación de las clases trabajadoras, expropiadas de los bienes que producen. Surge así, la lucha de clases.
Pero este proceso históricamente documentado y teóricamente asumido, no surge de la nada sino que requiere de una acumulación básica previa, anterior. ¿Qué quiere decir acumulación básica? Pues que las originarias agrupaciones humanas, reducidas a pocas decenas de individuos y luego a clanes, tribus y etnias de contados miles de miembros, van guardando y almacenando de generación en generación pequeñas cosas materiales y cada vez más sofisticadas tradiciones culturales, saberes prácticos, interpretaciones imaginarias y mitológicas, etc., que pese a todas sus limitaciones reflejan a su modo sus relaciones sociales internas y las relaciones externas con la naturaleza. Sin embargo, llega un momento en el proceso de acumulación básica en el que la contradicción surge dentro mismo de la colectividad aún no separada entre castas sino sólo entre clanes y familias —no en el sentido de familia burguesa actual— porque las necesidades de la producción agraria y ganadera sedentarias facilitan —pero que no exigen— que los hombres se especialicen en determinadas tareas en detrimento y menoscabo de las mujeres. Este proceso requiere una explicación algo más detenida porque su comprensión es crucial.
Las mujeres no solamente producen vida sino que también producen conocimiento y saber. Ambas cosas son tan simples y básicas como las raíces, frutas, cortezas, algas, ostras, almejas, peces, larvas, gusanos, insectos, roedores, pájaros, piedras talladas, cestos, redes, etc., y sobre todo, decisivo, el control del fuego, que —en su conjunto— aseguraron la existencia, crecimiento y felicidad humana. Sabemos que las mujeres aportaban alrededor de las tres cuartas partes del total de alimentos y producto de todo tipo que necesitaban los colectivos humanos; sabemos que las mujeres participaban con los hombres en la caza y captura de los grandes mamíferos; sabemos que fueron las primeras diosas y todo indica que las magistrales pinturas rupestres y el control del fuego eran obra suya. Todo indica también que el primer conocimiento de la doma de animales y de la agricultura itinerante fue logro de las mujeres. Sin embargo, llegó el momento en el que empezaron a ser desplazadas de su posición y recluidas en el trabajo dentro de la casa campesina, para tener más y más hijos para talar bosques, desbrozar campos, ararlos, sembrar y recolectar; hijos para ser soldados y padres; y más y más hijas para ser canjeadas por objetos, o vendidas por bienes preciosos, o entregadas como regalos, o como buenas esposas y madres, es decir, como fuerza sexo-económica de trabajo que correctamente administrada aumentaba la riqueza de la familia amplia, del clan y de la tribu.
Muchos estudios sugieren que esta marginación y luego explotación de las mujeres venía facilitada por la experiencia anterior de la exogamia, es decir, de la necesidad de que las mujeres de los grupos se cruzasen con hombres de otros grupos exteriores para tejer alianzas de ayuda mutua y, sobre todo, para evitar la degeneración y extinción por la consanguinidad inevitable a la endogamia intragrupal, lo que ahora se llama incesto. Aún y todo así, esta práctica de supervivencia no explica por sí misma el surgimiento del sistema patriarcal, que tiene su origen en las contradicciones producidas, en primer lugar, por las reacciones internas a los límites de agricultura y la ganadería itinerantes que van agotando las tierras libres y exigen cada vez más tierras disponibles; en segundo lugar, en la medida en que esa forma itinerante se va haciendo sedentaria, fija en una zona más o menos amplia pero que necesita ampliarse cada vez más por la naturaleza extensiva de forma económica y, en tercer lugar, en la medida en que las sociedades ya sedentarizadas en un territorio deben defenderlo de otras sociedades que necesitan ese territorio, o, a la inversa, de esas sociedades que por presiones objetivas exteriores como cambios climáticos, catástrofes geográficas o ambientales, plagas, pestes, etc., o presiones igualmente objetivas pero interiores como sobrepoblación excedentaria que no puede mantenerse por los escasos recursos propios y que deben emigran a otros territorios, salvajes o ya ocupados por otras sociedades.
Estas razones básicas y otras secundarias a cada región o sociedad, están facilitadas por la superior fuerza física del hombre sobre la mujer. Mientras que la mujer es más resistente globalmente que el hombre, éste tiene más fuerza física en un tiempo corto, para un trabajo intenso y rápido. La mujer está más dotada que el hombre para la supervivencia en condiciones de penuria y peligro, de pocos recursos materiales, y el hombre es por ello mismo cualitativamente inferior en el vital problema de la supervivencia como especie, que es de lo que se trata. Desgraciadamente para la mujer y la especie humana en su conjunto, una serie de factores que deben ser analizados en casa caso particular, propiciaron la victoria de la fuerza bruta sobre la resistencia biológica. Pero fue una victoria que encontró mucha más resistencia y oposición de las mujeres que lo que se dice según la historiografía patriarcal. Los textos escritos, tradiciones orales y recuerdos transmitidos de aquella época, desde el Gilgamés en adelante, incluida la Biblia, muestran, de un lado, la historia de la opresión de la mujer desde la perspectiva de los hombres; de otro, las maniobras justificatorias de los hombres para ocultar y tergiversar ese proceso y, por último, cómo, pese a todo, han pervivido mal que bien restos de las resistencias de las mujeres.
La expansión del patriarcado fue, grosso modo expuesto, un paso por delante de la expansión de la propiedad privada, de la expropiación de la propiedad colectiva y su transformación en privada, y este proceso se asentó sobre la experiencia de la previa explotación de las mujeres por los hombres. La victoria de las castas ricas sobre las pobres se asentó sobre la victoria de los hombres sobre las mujeres, y las castas ricas dispusieron como aliados a los hombres de las castas pobres que descargaban sobre las mujeres muchas cosas, desde sus frustraciones y miserias, hasta su agresividad brutal en forma de violaciones y asesinatos, pasando la sobreexplotación de su fuerza de trabajo sexo-económica. Las religiones de la época, desde los dioses griegos, violadores e incestuosos, hasta el judaísmo patriarcal y misógino, pasando por la oposición del budismo machista a las diosas hinduistas, y el patriarcalismo de Zoroastro, semejante pléyade de horrores y miedos masculinos, muestran de forma invertida la tragedia del proceso de explotación de las mujeres.
Lo cierto es que para año -600 el sistema patriarcal está ya asentado y a su vez asienta al sistema clasista ya establecido en sus pilares básicos. Sin embargo, antes de que las clases sociales aparecieran definitivamente, se produjo la esclavización de las mujeres de los pueblos vencidos por las guerras. Esta práctica era coherente con las necesidades del patriarcado en ascenso, urgido por aumentar su poder mediante la explotación de más mujeres. ¿Dónde las podía obtener? Pues de los pueblos con los que luchaba para quitarles el ganado, las fuentes de agua y los bienes acumulados. Conforme se agotan los recursos y se debilitan y desaparecen los lazos de ayuda mutua y economía de trueque y reciprocidad, van aumentando lenta pero inexorablemente los estremecedores exterminios de grupos enteros a cargo de otros para saquearlos de todo, o probablemente más tarde, imponerles condiciones leoninas de entrega de impuestos para no ser exterminados por el grupo más poderoso. Al inicio del expansionismo, se extermina prácticamente a todos porque ni hay recursos alimenticios para mantenerlos vivos ni ellos mismos son capaces de producir un excedente del que se apropie el vencedor si los conserva con vida y los pone a trabajar. Pero las mujeres tienen una cualidad que no tienen los hombres, y es que sólo ellas pueden dar hijos además de trabajar hasta la extenuación, y también placer sexual. Así, a las mujeres jóvenes se les deja con vida, y a las mayores se les extermina. El desarrollo económico va permitiendo al grupo vencedor ampliar la gente que va dejando viva, y llega el momento en que también se libran de la muerte para ser esclavizados los viejos porque su experiencia y conocimiento acumulado son cada vez más necesarios y por tanto, valiosos.
Muy sucintamente expuesto, la opresión clánica, tribal y étnica anteceden y preparan la opresión nacional posterior El hilo conductor de todas ellas es el de la explotación de la fuerza de trabajo del grupo nacional oprimido, aunque ese hilo empiece con la esclavización de sus mujeres jóvenes y se extienda luego a la totalidad de sus habitantes. Sin embargo, existen diferencias dentro de esa totalidad porque, en primer lugar, de nuevo, son las mujeres nacionalmente oprimidas las que cargan sobre sus cuerpos la peor parte de la explotación; además, incluso los hombres de su propio pueblo llegan a usarlas como tributo sexo-económico para aplacar la ira del ocupante, entregándole cada determinado tiempo una cantidad de mujeres, caballos, riquezas, etc. Esta práctica se ha mantenido de forma indirecta en los tiempos modernos cuando la inmensa mayoría de los hombres de la nación ocupada, sobre todo los de sus clases ricas, toleran de un modo u otro que los ocupantes traten con especial dureza a las mujeres ocupadas. Por último, las clases ricas y dominantes del pueblo ocupado no dudan en negociar una rendición honrosa y muy frecuentemente colaboracionista con el ocupante.
Así pues, se estable una jerarquía de procesos de explotación y expropiación que empezando en la base de la mujer, se extiende hacia arriba en forma piramidal hasta llegar a la cúspide, al vértice en el que los hombres de la clase dominante del pueblo dominante acaparan la inmensa mayoría de las riquezas. Estos flujos de expropiación eran ya claramente perceptibles en el Oriente Próximo de la época que tratamos, y se estructuraron definitivamente en la época del imperialismo griego clásico. Atenas es un ejemplo perfecto. Luego la era dorada alejandrina y más tarde Roma, centro neurálgico de corredores terrestres y marítimos por donde se transportaban las mercancías, el oro y la plata, los objetos raros y exóticos, las legiones y tropas auxiliares y sobre todo las grandes masas de esclavas y esclavos. Esas vías llegaban mal que bien pero llegaban hasta la lejana China, Centroáfrica, Gran Bretaña y norte de Europa, funcionando como las arterias por las que confluía en Roma, en sus campos, talleres, comercios y prostíbulos la sangre y el dolor de millones de mujeres explotadas como esclavas pertenecientes a pueblos ocupados o sometidos. Mientras que en Roma y sus ciudades, las mujeres latinas eran explotadas como mujeres y como trabajadoras, las mujeres de los pueblos ocupados de la periferia y que sostenían buena parte de la criminal gloria romana, eran también explotadas como pueblo, o nacionalmente en términos modernos.
No podemos analizar ahora los cambios sucedidos en esta jerarquía de flujos durante los siglos oscuros posteriores al hundimiento romano en occidente de Europa, y las invasiones llamadas “bárbaras”, aunque seguía totalmente activa en el imperio romano de Oriente, o Constantinopla y más tarde Bizancio. Pero, volviendo a Europa occidental, es a partir de los siglos XII-XIII, fundamentalmente, cuando se reactiva el comercio marítimo y empiezan a llegar riquezas de Africa y Oriente, que se pone en marcha otra vez el mecanismo de explotar a las mujeres del exterior. Una de las primeras prácticas fue la mal llamada “reconquista” de la península ibérica por los ejércitos feudales europeos. Simultáneamente se lanzaron las llamadas “cruzadas”, con su sanguinaria brutalidad —idéntica a la de la “reconquista”— y con ambas agresiones criminales se expandió lenta pero imparablemente el comercio europeo. Es verdad que ya desde mediados del siglo VIII y conforme se expandía el imperio carolingio, sus atrocidades contra los pueblos paganos de Europa, y también contra Euskal Herria, se basaban también en la instauración de la triple opresión de sus mujeres, pero fue sólo un anuncio de lo que luego ocurriría. Para el siglo XV el norte de Italia, una zona de Catalunya y parte del norte de Europa, son las terminales de las principales vías por las que el creciente comercio europeo expolia a otros pueblos, o sea, principalmente, a sus mujeres y ,masas trabajadoras. De esta forma, como había ocurrido en la época griega, se establece una invisible triple explotación realizada mediante la dictadura encubierta del comercio a larga distancia. Son las mujeres las que aportan el grueso de la fuerza de trabajo de los pueblos que ya entonces son sometidos a los que ahora se define como “intercambio desigual”.
Debemos detenernos un instante en esta forma de invisible triple opresión porque, por ello mismo, pasa desapercibida. Imaginémonos un pueblo no europeo que, de pronto, recibe la “visita” de una galera veneciana, genovesa o catalana que establece relaciones comerciales con su clase dominante. Al cabo de un tiempo, ese comercio ha crecido y su clase dominante se ha enriquecido, pero su pueblo, y con él sobre todo sus mujeres, se han especializado en los productos que se comercializan, dejando las formas productivas tradicionales y hasta olvidándolas. Ese pueblo se hace dependiente del comercio internacional, pero en realidad es dependiente de Venecia, Génova, Barcelona o ciudades alemanas. Por varias razones que no podemos explicar, en otra “visita” extranjera, se enteran que los precios han bajado, que la demanda ha bajado, y que incluso deben cumplir determinadas exigencias de los extranjeros. Los ricos del pueblo dudan, discuten, buscan otros mercados porque se han especializado demasiado y no pueden variar de producción, e incluso buscan un aliado más fuerte que les defienda de los europeos. Aumentan las tensiones en el pueblo porque los ricos propietarios quieren una solución determinada y las masas trabajadoras otra. Puede incluso estallar la guerra con los antiguos aliados. De un modo u otro, ese pueblo, sin perder una sola guerra, ha visto su independencia mermada invisiblemente porque realmente depende del comercio con una potencia extranjera, y en esa dependencia son las mujeres las que sufren la invisible triple opresión.
Hasta comienzos del siglo XVI situaciones así se dieron a montones en el Mediterráneo, Oriente Próximo, África del norte y este de Europa. Pero conforme avanzaba ese siglo y según los focos de poder dentro de Europa pasaban a los Países Bajos, norte del Estado francés y poco más tarde Gran Bretaña, esos pueblos más y más presionados por las exigencias implacables de las viejas ciudades-estado comerciales europeas. A la vez, la triple explotación se expandía por las Américas, pero ahora de forma manifiesta, abierta y pública, chorreando sangre y genocidios absolutos conforme la “civilización cristiana” esquilmaba a sus habitantes. Verdad es que allí también existió la opresión tribal, étnica y nacional antes de la invasión europea, pero en muchos pueblos la opresión patriarcal aún no existía o era todavía mucho más débil que en Occidente De todos modos, la diferencia cualitativa que ya empezaba a aparecer en el siglo XVII radicaba en otra cosa que no existía anteriormente y era que ya desde entonces la expoliación y la triple opresión empezaban a estar en función de la acumulación de capital y no en función de la acumulación de riqueza. Esta diferencia cualitativa, que luego explicaremos, se fue extendiendo por todo el globo a lo largo del siglo XVII y era ya definitiva a comienzo justo del siglo XVIII en el comercio británico, holandés y francés por este orden, y en bastante menor medida en el español y portugués.
La acumulación de riqueza consiste en que una familia poderosa, un rey, una clase social, y de rebote aunque cada vez en menor medida según se desciende en cascada para abajo, el resto del pueblo, obtiene mediante el saqueo, el expolio, el comercio tramposo o desigual, etc., una cantidad de bienes superior a los que tenía al inicio del trato comercial. Se conservan largas cartas de comerciantes árabes, judíos, venecianos, etc., y hasta chinos, hindúes, mongoles, persas, etc., que explican cómo realizan sus recorridos para, al terminar, obtener una ganancia. Pero son riquezas que desaparecen fácilmente porque no se sustentan en la explotación sistemática de la fuerza de trabajo, sino en el trasiego de mercancías de un lugar a otro. Incluso hasta bien entrado el siglo XIX ser comerciante era un negocio inseguro porque se basaba en imponderables de todo tipo. Muchos, la mayoría de esos comerciantes, buscaban la riqueza para mantener una forma de vida lujosa y ostentosa, para prestar a la nobleza cada vez más endeudada y para, con todo eso y más, poder ascender ellos mismos a nobles, frecuentemente usando a sus hijas como objetos de compraventa de títulos mediante casamientos, y a sus mujeres como prostitutas que conseguían favores de reyes, altos nobles y alto clero. En contra de lo que dice la hipócrita autopropaganda burguesa, los grandes comerciantes y banqueros eran truhanes, fulleros, piratas y saqueadores que no dudaban en vender o alquilar a sus madres, esposas, hijas o sobrinas con tal de enriquecerse. Ingentes fortunas se creaban del día a la noche y se perdían de la noche al día.
Pero la acumulación de capital es cualitativamente diferente porque, por un lado, no dilapida todo o casi todo lo acumulado, como ocurría con harta frecuencia en la acumulación de riqueza, sino que guarda una cantidad para reproducir luego el proceso de acumulación; de otro lado, no busca la ganancia sólo en el comercio, la piratería, la esclavitud, el saqueo, etc., aunque también, sino que cada vez más va invirtiendo ese resto no gastado, guardado, en contratar trabajadores a sueldo bien en sus casas propias, bien en talleres privados, bien en colaboración con el Estado en talleres estatales con auténtica esclavización interna, etc. y, por último, desde finales del siglo XVIII, cada vez más comprando más máquinas, sustituyendo lenta pero inexorablemente al trabajador manual, humano, por la máquina, y convirtiendo al hombre en pieza, en tuerca de la máquina, que se convierte en el nuevo ídolo, y el ser humano en simple accesorio de la máquina. Surge así, como efecto inherente a la acumulación de capital, la explotación industrial de la fuerza de trabajo y todo el proceso que va del plusvalor a la ganancia, pasando por la plusvalía. Este salto cualitativo de la acumulación de riqueza a la acumulación de capital, que se simboliza en el salto del modo de producción precapitalista al capitalista, tiene efectos decisivos sobre la triple opresión de la mujer.
La acumulación de riqueza necesitaba un territorio al que esquilmar, pero una vez agotado era abandonado para buscar otro rentable. Los comerciantes pasaban con sus caravanas, o con sus barcos, establecían relaciones con la gente del lugar e incluso construían fuertes para descansar con cierta seguridad y guardar sus mercancías. Podían mantener incluso delegaciones fijas al estilo de las modernas embajadas, pero una vez que se marchaban apenas dejaban rastro ni recuerdo, excepto el de los fortines, algunos grabados y pinturas, y algunas palabras incrustadas en la lengua del pueblo al que había esquilmado. Muchos pueblos pudieron recuperarse más o menos, pero otros desaparecieron. Sin embargo, la acumulación de capital es cualitativamente devastadora porque una vez que penetra en un territorio debe sangrarlo hasta la última gota, como un vampiro que se bebe hasta el aliento y el alma del pueblo al que destruye. Un ejemplo lo tenemos en las compañías europeas que comerciaban con oro, plata, piedras, pieles, resinas, etc., con pueblos precapitalistas en muchas partes del planeta. Cuando agotaban un territorio lo abandonaban dejando destrozados a sus pueblos autóctonos, indefensos ante la llegada de colonos europeos que se asentaban para sembrar la tierra. Allí donde esos arrasadores encontraban sociedades más desarrolladas, por ejemplo la India, China, etc., hacían prácticamente lo mismo pero con pactos con sus clases dominantes, o tras sus derrotas militares, y terminaban arruinando y llevando a la desesperación al país entero, lo que suponía a la larga que sus pueblos oprimidos terminaban sublevándose en guerras de liberación nacional anticolonial. La explotación comercial bien planificada requería incluso carreteras —ya las hacían los romanos—, trenes y puertos, destrozando las viejas formas económicas para acelerar el saqueo de riquezas. Con ese saqueo simultáneamente se destruían las culturas e identidades tribales, étnicas y nacionales para dejar el vacío y la nada.
La triple opresión de la mujer bajo la acumulación capitalista se endurece en todos los aspectos porque, a diferencia de la acumulación de riqueza, ahora lo que está en juego es convertir a la mujer no sólo en el último basamento de la expoliación extensiva, sino fundamentalmente en la intensiva. ¿Qué diferencia existe entre extensiva e intensiva? La primera sólo atañe a las riquezas que no requieren para su obtención una explotación sistemática de la conciencia, de la identidad, del complejo lingüístico-cultural del pueblo ocupado. Se expolia la riqueza material, desde los bosques hasta las joyas, pasando por las mujeres, pero no se expolia la cultura ni la inteligencia colectiva, la capacidad de crear cultura de un pueblo. Bien es cierto, como se ha dicho, que en las fases últimas de la esclavitud, los invasores se preocupaban por dejar con vida a las personas cultas, y los romanos y chinos eran muy astutos en esta cuestión. Pero no utilizaban ese conocimiento esclavizado para producir más conocimiento, sino sobre todo como elemento de curiosidad, prestigio y poder pasajero. La expoliación del conocimiento de un pueblo para aumentar el capital global del invasor comenzó a realizarse con el capitalismo, cuando la inteligencia también se fue convirtiendo en una mercancía, y desde el siglo XIX cuando las ciencias fueron convirtiéndose en fuerzas de producción intelectual pertenecientes al capital fijo o constante, es decir, a las máquinas, instalaciones, tecnología, etc. La acumulación capitalista es, básicamente, acumulación intensiva de fuerza psicosomática de trabajo, es decir, de la totalidad del ser humano, desde su fuerza muscular bruta hasta su refinada inteligencia. Esta es la inhumana atrocidad cualitativa del capitalismo. Y ella le exige destruir hasta los cimientos simbólicos, referenciales e imaginarios de los pueblos que sojuzga.
La triple opresión de la mujer es aquí llevada a su extrema crueldad porque, a diferencia de los modos de producción anteriores, el capitalismo necesita que la mujer se aliene definitivamente en su capacidad de producir vida, es decir, praxis crítica y creativa, y devenga en simple fábrica de beneficio psicosomático para el capitalismo extranjero que ocupa al pueblo nacionalmente oprimido al que pertenece la mujer. En todo pueblo, la mujer sigue siendo decisiva en la socialización de la primera infancia, en la transmisión y re-creación del complejo lingüístico-cultural en los primeros y decisivos años de vida, y también conserva su influencia en la segunda socialización, en los años de la adolescencia. Esto lo sabe muy bien el capitalismo y en la medida en que mercantiliza hasta la primera infancia para ampliar los mercados, y mercantiliza hasta el amor y la procreación para aumentar el consumismo y la financierización de la existencia, con las cuentas de ahorro para recién nacidos y de crédito para niños, en esta medida, la alienación de la mujer para que produzca seres alienados desde sus primeros instantes de vida se convierte en una necesidad urgente para la acumulación capitalista. También sabe el capitalismo que la mujer sigue siendo fundamental en el cuidado de las personas mayores, creando mercados específicos para su comercialización con especial insistencia en la industria de la salud y de la drogadicción en todas sus formas, sobre todo en la televisiva, por lo que ha de mantener la alienación de la mujer durante toda su vida para que no luche contra esa explotación psicosomática total. Podríamos poner muchos más ejemplos sobre la explotación intensiva que confirman la aterradora cualidad específica de la acumulación de capital a diferencia de la acumulación de riqueza precapitalista.
Pues bien, en los pueblos nacionalmente oprimidos, el drama se convierte en tragedia si no existe una tenaz y sistemática lucha opuesta. Y otra vez más, la mujer aparece como la piedra angular o basal, según se mire, del problema entero. Sin embargo, los pueblos oprimidos tienen añadido un problema cualitativo que no tienen los que no sufren opresión, y es la inexistencia de su poder estato-nacional propio que le permita dirigir su propio destino. Tal ausencia, deliberadamente buscada y mantenida por el estado ocupante, repercute en la totalidad de los problemas y en primer y decisivo lugar en las cargas que la mujer trabajadora nacionalmente oprimida ha de asumir. Dado que es ella la que, como hemos visto, sostiene en buena medida la estructura entera de explotación, su alienación nacional es decisiva para el mantenimiento del poder ocupante, y su alienación social y clasista como trabajadora es decisiva para el mantenimiento del sistema burgués, y su alienación como mujer es decisiva para la pervivencia del patriarcado. Resultado de todo ello es que esa triple alienación repercute directa y esencialmente en la cultura que ella transmite a sus hijos e hijas. Comprendemos así la experiencia histórica que muestra la importancia de la recuperación lingüístico-cultural desde la primera infancia en la lucha de los pueblos oprimidos, y dentro de ese complejo, la importancia de la transmisión de la memoria nacional de lucha del pueblo contra el ocupante, y del papel de la mujer en todo ese proceso.
Las repercusiones de todo lo que estamos analizando se extienden a la totalidad de la vida del pueblo oprimido, lo que explica entre otras muchas cosas, que sea en estos pueblos donde más fácilmente hayan triunfado las luchas revolucionarias; que sean en estos pueblos en donde la militancia de la mujer adquiere, según sus contextos culturales, una importancia y participación superior a las de las simples luchas de clases en los pueblos donde no hay opresión nacional; que sea en estos pueblos, sobre todo en los que conservan raíces de identidad simbólica preindoeuropea con la naturaleza, en donde las tradiciones colectivas con fuetes restos paganos y precristianos alimenten una valoración superior del medioambiente… No tenemos tiempo para extender estos análisis a otras cuestiones como, por ejemplo, la importancia teórica de estas experiencias para las reflexiones autocríticas de las izquierdas de las naciones que oprimen a otras naciones, con su responsabilidad objetiva en lo que estamos analizando. Por último, la lección básica a extraer es que sin la triple emancipación es imposible avanzar en la construcción colectiva del pueblo oprimido que al haber superado la triple explotación permite construir una nación nueva, la cual, a su vez, se convierte en una fuerza emancipadora de la nueva humanidad.
21 de julio de 2001