El movimiento contra la globalización ha sido la única instancia capaz de marcar la agenda del Banco Mundial. Pese al esfuerzo demonizador que ha dado en identificar al movimiento con la más irracional de las violencias, los propios medios de comunicación han acabado por asumir que sus argumentos ponen el dedo en la llaga de muchas de las miserias del planeta.
El recién nacido movimiento contra la globalización es la única instancia que entre nosotros se ha mostrado capaz de marcar la agenda del Banco Mundial. Y no sólo se trata de que la amenaza de su disensión haya invitado a cancelar la reunión que este último tenía previsto celebrar en Barcelona. Tanto o mayor relieve corresponde al hecho de que tras lo ocurrido en Seattle, en Praga y en otros lugares algunos de los máximos responsables del Banco y del Fondo Monetario hayan entonado un mea culpa que, hoy por hoy, se ha quedado en el dolor de los pecados sin abrir el camino a un genuino propósito de la enmienda.
Pese al patético esfuerzo demonizador que ha dado en identificar el movimiento que nos ocupa con la más irracional de las violencias, los propios medios de comunicación han acabado por asumir que los argumentos esgrimidos por los antiglobalizadores ponen el dedo en la llaga de muchas de las miserias del planeta contemporáneo. A la misma conclusión parecen haber arribado, bien que a regañadientes, segmentos significativos de la izquierda institucionalizada que, deseosos de no quedar al margen de una riada que se adivina procelosa, empiezan a coquetear, frente al tono claudicante de las posiciones oficiales de partidos y sindicatos, con un discurso intelectualmente más crítico y agresivo.
Trazar un perfil de lo que al cabo son realidades muy dispares es tarea delicada, en la que resulta fácil confundir hechos y deseos. Aun así, y a manera de cautelosa aproximación, lo primero que se impone es subrayar que si los movimientos contra la globalización beben de alguna tradición, ésa es, sin duda, la libertaria. En ellos se aprecia una inclinación por la asamblea, la horizontalidad y la descentralización, acompañada de un rechazo expreso de los tributos que profesionales de la política, burócratas y santones han obligado a pagar a tantas organizaciones de inclinación emancipadora. Los movimientos se hallan más cerca de lo que pasa por ser lo marginal okupas, insumisos, comunas rurales o radios alternativas, para entendernos que de los cenáculos de la izquierda oficializada, tanto partidaria como sindical. Guardan también las distancias, por cierto, con respecto a otro mundo de gestación reciente, el de las organizaciones no gubernamentales, que a los ojos de muchos ha experimentado una general degradación y ha dilapidado parte del potencial de contestación que se le atribuía un decenio atrás.
Nada de lo anterior quiere decir, sin embargo, que en los movimientos hostiles a la globalización falte esa dimensión militante que tan caduca y antiestética se antoja a algunos intelectuales biempensantes. No hay en esos movimientos desprecio alguno hacia quienes se dejan la piel en el trabajo colectivo. Despuntan en ellos, eso sí, una general apuesta por la vida cotidiana a buen seguro, algo debe a la notable presencia de mujeres, una dimensión lúdica claramente ausente en la conducta de las fuerzas políticas al uso y un empleo sagaz de estrategias de comunicación que aspiran a erosionar los cimientos del pensamiento único que se impone por doquier.
Otro elemento descuella en el discurso que, en casi todos los lugares, postulan los movimientos antiglobalización: la conciencia de que es preciso buscar fórmulas que rompan la miseria general que ha cobrado cuerpo al amparo del reparto de papeles asumido por neoliberales y socialdemócratas vergonzantes. Nadie vuelve la vista, entretanto, hacia unos sistemas, los del socialismo irreal de otrora, que aparecen preñados de represión, jerarquías y furibundo desarrollismo, lejos del apetito de muchas gentes que, siquiera sólo sea por razones de edad, se han instalado en un universo mental distinto. En un terreno afín, los movimientos que nos ocupan iluminan una inédita síntesis entre lo que con alguna ligereza llamaremos el espíritu contestatario del mayo francés, por un lado, y la herencia más llevadera del obrerismo de antaño, por el otro. Algunas de las corrientes de este último se sienten inercialmente enganchadas en una lucha, la que tiene la globalización por objeto, en la que se emplea una lingua franca que recurre a conceptos desempleo, precariedad, feminización de la pobreza, explotación que en modo alguno les son ajenos. Es cierto, con todo, que en los movimientos coexisten, no sin tensiones, grupos que preconizan una reforma, por profunda que ésta sea, de las principales instituciones económicas internacionales, junto con otros que reclaman la franca disolución de éstas en provecho de horizontes más radicales.
También se revela con fortaleza el propósito, no siempre colmado, de sortear un sinfín de prejuicios etnocéntricos deudores de una lógica en la que arrasan lo cuantitativo, la competición y el beneficio. Al respecto se dan cita ideas y prácticas que proceden del Tercer Mundo piénsese, sin ir más lejos, en el renovado eco de los discursos indigenistas, una consideración omnipresente de la centralidad de los problemas de los países más pobres y una propuesta de resistencia global que, de cariz transnacional, engarza con la dimensión local de tantas luchas. Por detrás se halla, en paralelo, el designio de dar réplica a una cultura que, aparentemente mestiza e internacional, responde con obscenidad a las querencias de los grandes núcleos de poder, y en singular del norteamericano. Aunque a algunos esto les parezca, de nuevo, de inequívoco mal gusto, resulta inevitable que los movimientos muestren escaso cariño por la arrogancia y la agresividad que rezuma la gran potencia, Estados Unidos, que se esconde detrás de muchos flujos globalizadores.
Si es verdad que la globalización, tal y como se nos cuenta, es un proceso imparable, no habrán de faltar los estímulos para los movimientos de resistencia, algo que por sí solo otorga a éstos un porvenir nada despreciable. Y es que lo que se barrunta en muchos escenarios le confiere un inesperado vigor a las críticas radicales. Ahí está, para demostrarlo, la propia globalización, que, desmintiendo lo que reza su palabrería socializante, ni renuncia a estructurales violencias, ni aminora el caos y la pobreza, ni se apresta a cancelar la irrefrenada voracidad de los planes de ajuste. Pero están, también, el desmantelamiento progresivo de los Estados de bienestar, acompañado de una arrasadora desregulación, la incapacidad del mercado y de la vulgata desarrollista para encarar agresiones medioambientales acaso irreversibles, la farsa de un principio de ciudadanía anegado de resultas de draconianas leyes de extranjería o los efectos manipuladores de una propaganda volcada al servicio del consumismo más desaforado. Es cierto, eso sí, que, aun a sabiendas de la enjundia de las tareas, los movimientos que han servido de excusa para perfilar estas líneas tienen que adquirir un peso específico que los haga menos dependientes de las cumbres que gustan gustaban de celebrar el Banco Mundial y el Fondo Monetario.