MUERTOS POR UN NOMBRERegresar arriba
Recordando a Raúl Hernández enterrado junto con Carlos Arias,
en la UNAES, frente a la Facultad de Medicina.
Pararon el vehículo a la orilla de un acantilado, de esos muchos que se encuentran a la orilla de la carretera litoral del Pacífico. Todo el paisaje se mostraba repleto de vertientes.
En el horizonte, las olas se estrellaban contra las piedras oscuras, diseminando el frescor del agua sobre el viento. Dos rostros graves y sombríos, evitaban encontrarse en silencio. La radio sonaba y ocupaba el espacio absorbido normalmente por el pensamiento.
Durante todo el trayecto, no vieron enrojecerse de vergüenza al sol, ante los reclamos de la aurora, preñada de albores multicolores y sutil claridad. Eran hombres que habían olvidado levantar al cielo su mirada.
Al detenerse el vehículo, se escuchó el cerrojo de las puertas de la cabina delantera al abrirse. Un par de portazos violentos y casi simultáneos al cerrarse, fue el súbito desenlace de esta parada inesperada. Pasos vigorosos y pesados rodearon el vehículo por ambos lados. Roce de cuerdas y de tela pesada, les hizo recordar los grandes camiones de transporte de mercadería. El sonido característico de la portezuela trasera al abrirse y ofrecer su carga, así como la ausencia de otro sonido más fuerte que las olas, les hizo imaginarse un paraje abandonado.
Los seis que se encontraban en la parte posterior del pick up , no tenían idea de lo que estaba pasando. Los brazos entumecidos, el dolor causado por esposas y ataduras, les hacía esforzarse por encontrar una posición más cómoda. Eso absorbía el tiempo y pensamiento de los prisioneros.
Las vendas sobre los ojos les impedía ver. Las mordazas solo impedían las palabras y daban sensación de asfixia.
– “ ¿A cuál primero?”- preguntó el subalterno. – “Cualquiera. Estos pendejos son todos iguales…”- contestó el jefe al mando.
Tomando a uno de los presos por las ataduras de los tobillos, mediante un rápido y violento jalón, lo arrojaron a la orilla de la carretera. El frescor salino del aire de mar penetró por las fosas nasales de Mario Salvatierra, y la tibieza de la proximidad del mar se dejó sentir en cada poro de su cuerpo.
Un eco repentino de gaviota lejana quedó petrificado en su cerebro, al mismo tiempo que un primer golpe se grababa en sus costillas.
– “Haber, hijuéputa, si tenés tanto valor, como cuando gritás en las manifestaciones….”
Y otro golpe busca penetrar aún más profundo en su cuerpo, como buscando al anterior.
Una lluvia de golpes, donde cada golpe competía por ser el más certero, el que ablandaría al sujeto y recortaría el tiempo de la misión encomendada por los superiores y el asesor de habla hispana. – “ ¿ Quién es Raúl Hernández?”- se les escucha decir. – “ ¡Hablá, marica!, ¿ O ya se te acabó el valor, tan rápido?”- dice el otro, mientras confunde el
cuerpo de Mario con un saco de boxeo.
La mordaza que aprisiona la lengua de Mario se tiñe de convicciones que emergen de lo interno. En su conciencia, todo empezaba a oscurecerse, cuando escuchó a sus raptores, apiadarse de su cuerpo maltratado y macilento. ¿ No era acaso el nacimiento de un nuevo día?.
Cada golpe sobre el cuerpo de Mario Salvatierra, generaba un grito de rabia ahogado ante la impotencia, un grito de protesta y rebeldía que se expresaba en resistencia. La sed de justicia que había en el resto de los condenados a muerte por razones de convicción, era insaciable.
Esperanza Alegría, la única mujer del grupo, mostraba con majestuosa grandeza, la insólita fuerza propia de la mujer del pueblo. Ni una lágrima corría por sus mejías. Su mente estaba ocupada en los problemas propios de las mujeres que se enfrentan a tales adversidades.
Salvador Valiente y Enmanuel Campoamor, callaban. La grave expresión de sus rostros, les hacía parecer ausentes. Cualquiera diría que no sentían ni las ataduras que se les incrustaban en la piel, ni el encierro, ni nada. Sus pensamientos parecían lejanos, lejanos como la libertad.
– “ No gastés tanta energía” – dice el jefe- “¿Que no ves que nossss faltan cinco?”. – “ Le voy a quitar la venda a este hijuéputa, para que vea a los machos de verdad..”- y de un tirón, se la arrebata.
Mario creyó encontrarse en el infierno. Sus ojos maltratados divisaron un par de figuras del averno. Era el símbolo bordado en las escarapelas insignias del uniforme de sus torturadores, rematados con calaveras metálicas por picacuellos.
Ellos querían ver el terror reflejarse en los ojos de Mario Salvatierra al momento de sacar el arma, de montar el arma, y cuando con el arma ya preparada, lo encañonaran y dispararan. Querían ver el miedo en el instante que media entre la amenaza y el acto del disparo real.
Mario levantó sus ojos llenos de vigor, y clavó su profunda mirada en los ojos de los mantenedores del orden, deseando que esta realidad cotidiana que hoy le costaba la vida, fuese en el mañana solo una historia de un ayer salvaje.
Lo diáfano y profundo de su mirada, petrificó a los trabajadores de la muerte. Una mezcla de vergüenza y titubeos les hacía evitar esa mirada que, sin mediar palabra alguna, parecía poder decirlo todo.
Un arranque de cólera, de esos que tiene la fuerza bruta al verse vencida por la razón, llevó al que tiene el mando a decir:
– “ No mirés a ese maje. Te puede embrujar. Te va echar mal de ojo. Los comunistas son brujos…”
Tres disparos se escucharon con sus ecos de soledad, absorbiendo el rumor de las olas, el graznido de las gaviotas y los susurros del viento.
Hacinados en su celda motorizada, los cinco restantes vivieron la muerte de su compañero.
– “ ¿Seré yo el siguiente?”- taladraba el pensamiento de Marcos Guerra. – “ ¿Nos pasará igual a todos?”- preocupaba a Jesús Paz.
Escucharon como arrastraban el cuerpo de Mario Salvatierra entre pujidos alcoholizados e insultos.
Pudieron reproducir en sus cerebros, el recorrido hasta la orilla del acantilado. Escucharon el cuerpo de Mario rodar, chocar contra las piedras, para finalmente yacer al fondo del precipicio. Aún siendo cadáver , Mario Salvatierra mostró su rebeldía: Se negó a desaparecer, tragado por el mar.
– “Vámonos”- dijo el sargento. Y con pasos presurosos, se dirigieron de regreso al vehículo.
La portezuela trasera se cerró. Tras una corta marcha a la cabina delantera, dos secos portazos y el encendido del vehículo. La marcha hacia la muerte continuaba. Los prisioneros pensaban. Trataban de imaginarse las caras de sus asesinos, imposibilitados de concretar a un ser humano que pudiera tomar entre sus manos un encargo tan ruin y despiadado.
Unas cuantas horas antes, en el local del sindicato, habían reído y bromeado sobre la cruda realidad que en ese momento estaban viviendo. Unas cuantas horas antes, su preocupación fundamental era lanzar un comunicado al pueblo trabajador, en contra del aumento injusto de los precios de los artículos de primera necesidad y el congelamiento de salarios. Unas cuantas horas antes, se llegaba al acuerdo de denunciar las capturas arbitrarias, las torturas y los asesinatos de compañeros trabajadores en otros puntos de la república. Unas cuantas horas antes, era asaltado el local sindical por hombres armados y ellos, el núcleo sindical, era arrestado.
Jamás pensaron que la denuncia, los convertía en candidatos a muertos o “desaparecidos” en forma tan inmediata. Siempre habían sentido esa posibilidad un tanto lejana.
Desaparecidos. Palabra técnica para definir un asesinado no encontrado, o que no cuenta con testigos de su captura. Ellos eran candidatos a ser cadáveres, con el agravante de ser “desaparecidos”.
Todos estos recuerdos se agolpaban en la mente de los capturados. Hubiesen querido verse las caras una vez más, la última. Más que el temor por ser el siguiente, todos deseaban no ser el último. Cada uno luchaba por quitarse la venda de los ojos, la mordaza de la boca. Quizás con gritos de protestas, perdían sus raptores la cordura y acababan con ellos de una forma rápida y simultánea: No querían ser objeto de diversión de estos villanos sedientos de dolor humano.
No tuvieron muchos minutos para mascullar estas ideas, cuando la marcha del vehículo volvió a interrumpirse.
Repitiose el ritual de los portazos y los pasos que se aproximaban a los difuntos por señalamiento.
Sin proferir palabra alguna, tomaron a uno de ellos. Le tocó en turno a Esperanza Alegría.
– “ A esta puta primero la cogemos”- se escuchó decir al diablo en mando.
Arrastrada a un breñal cercano y jadeando con furor maligno, los cuadros de operaciones especiales violaron a Esperanza Alegría; a pesar de la resistencia que opuso. La resistencia de la que atada, vendada y amordazada, se siente fuerte frente a la calaña humana. Con rabioso frenesí de bestias salvajes, le golpeaban el cuerpo, le abofeteaban la cara. Todo por no mostrarse sumisa frente a un delito y los delincuentes. No podían introducirse fácilmente en sus carnes de mujer trabajadora. Alegría se defendía a patadas. Se retorcía. Daba estertores que estremecían el cielo. Una cólera enceguecedora les hizo cambiar la violación por la tortura.
– “ Con esos culeros si te dejás, ¿verdad pendeja?- escucharon decir los compañeros de
Esperanza. – “Para que aprendás a no ser tan arisca”- se les escuchó decir, junto con una sonora carcajada y el inconfundible sonido del bastón que choca contra el suelo. – “ Metéle el otro por el culo, que así les gusta a las guerrilleras”- dijo el jefe
En esa diversión pasaron incontables minutos.
Esperanza Alegría había puesto valiente resistencia a la violación, y no se doblegaba frente a vejación, ni tortura. Por ser mujer, era la débil en el grupo, pensaron, y después del ablandamiento sicológico, empezaron el interrogatorio. – “ ¿ Sabés vos quién es Raúl Hernández?”
Silencio. – “ Si nos decís donde encontrar a ese maje, no te pasa lo del otro pendejo”-dijo
la voz, refiriéndose a Mario.
Así pasaban los minutos. Ellos interrogando y golpeando. Ella callando y sufriendo.
Se sentían superiores, abusando de la prisionera. No pudieron arrancarle a Esperanza la respuesta deseada. La convicción venció la fuerza bruta.
– “ Ya perdimos mucho tiempo con esta cabrona.- dijo el jefe- Metele un par de plomazos por
pendeja.” – “¿ Y porqué no dejamos un par aquí mismo?- replicó el subalterno, a manera de respuesta – Ya es tarde…” – “ Dale pues, pero apurate.”
Le tocó en suerte a Jesús Paz.
– “Fijate bien lo que te voy a decir.- dijo el sargento- Si nos decís dónde encontrar a Raúl Hernández, te salvaste, mano. Y no andés con pendejadas que no tenemos ni tiempo ni paciencia.”
Jesús, un obrero maduro y fuerte, cuya fama era la de ser un hombre parco, quiso hablar. Un movimiento de cabeza así fue interpretado.
– “ Quitale la mordaza a ese”- oyeron decir sus compañeros.
Los vendados y amordazados, prestaban atención: Querían reconocer la voz del doblegado.
Con voz de trueno, por lo fuerte, y clara como la verdad, se escuchó un “asesinos” por los aires.
Logró decir algo, antes de ser silenciado a golpe de patada y garrotazo. No querían que gritara las verdades que le estaban costando la vida.
Irascibles, los emisarios de la muerte dejaron escapar infinita cantidad de disparos. Los últimos acompañados de golpes y maldiciones. Creían quizás que a mayor cantidad de balazos, desaparecerían y se silenciarían las verdades. Una pausa y un ruido indefinible.
Arrastraron los cadáveres al margen de la carretera, con el fin de “prepararlos” para ser encontrados: El terror es parte importante en la lucha contrainsurgente. Ellos eran especialistas en interrogatorios y terror: Eran terroristas.
No cabía duda alguna: Nadie escapa vivo de tales excursiones. La promesa del respeto de la vida, nunca es cierta.
Los otros capturados luchaban denodadamente por liberarse de sus ataduras, por quitarse la mordaza, por apartarse la venda, cuando un rayo de luz sorprendió la pupila de Salvador Valiente. En uno de esos movimientos salvajes y desesperados, logró correrse la venda de los ojos. Eran solo unos milímetros, pero bastaban para ver la marca del kilómetro número setentidós y el mar. Suficiente para saber donde se encontraban. Desde su celda motorizada pudo ver una señal de tránsito cercana avisando una curva doble, y luego un túnel, y el anuncio de las Fuerzas Armadas al servicio de la Patria, garantía de la paz y seguridad que fortalece la democracia.
“Aquí asesinaron a Paz y a la Alegría”- se dijo. El súbito cerrarse de la puerta trasera, cercenó la nueva luz conquistada por su lucha denodada. Terminada la tarea, volvían al vehículo para reemprender la marcha en busca de otro lugar “apropiado”.
De nuevo en marcha. Cada kilómetro era una vivencia tormentosa para los capturados. El trabajo no estaba completo y por ende, cada uno se sentía ineludiblemente muerto. ¿ Quién de ellos podría traicionar a Raúl? ¿ Se traicionaría Raúl a sí mismo y a su pueblo?. Un no rotundo martillaba todos los cerebros.
Mientras el cuenta kilómetros comía los metros, los capturados sorbían amargas emanaciones de sangre de la boca, y los militares, alcohol de una destilería del país.
Al detenerse nuevamente la cárcel rodante, la rutina casi cronométrica de los portazos hizo pensar a los prisioneros en la práctica habitual de estos individuos, a trabajos de esta naturaleza.
El dolor del metal incrustado en las carnes no importaba. Importaba la vida. Tan intensos y desesperados eran los intentos por librarse de mordazas y ataduras; tan inútiles parecerían los esfuerzos ante lo escueto de los resultados.
Al abrirse la puerta trasera, vio Salvador por primera vez a esos asesinos. Quiso contraerse ante lo asqueante y repulsivo que le parecieron esos dos militares entrenados en operaciones especiales contrainsurgentes, pero tanto el cuerpo de Enmanuel, como la prudencia, le impidieron moverse. Sintió desembarazarse del cuerpo de Enmanuel, que ya era parte del suyo después de tanto tiempo compartiendo el mismo destino futuro. Tan familiarizado estaba con los movimientos contorsionados de Enmanuel al tratar de liberarse de sus ataduras, que sintió que algo de sí mismo se iba con él.
Se escuchó el interrogatorio acostumbrado sobre el tal Raúl Hernández. Los golpes de rigor se parecían menos fuertes que antes. “Será el alcohol o es cansancio”- se preguntaban Salvador y Marcos, sin haberse puesto de acuerdo para pensar lo mismo.
Los disparos rompieron la suavidad de la mañana tropical. Los golpes del cuerpo de Enmanuel al rodar buscando el fondo del acantilado, resonaban en la conciencia de los amigos. Sonaban como redobles de tambores de guerra suspendidos en el espacio, y en el tiempo, y en la historia.
El cuerpo de Enmanuel quedó incrustado en una saliente, unos cuantos metros alejado de las aguas del mar.
Se reanudó la marcha del vehículo; el silencio forzado por las mordazas aplastaba toda posibilidad de compartir planes futuros y recuerdos pasados. ¿ Quién puede pensar planes futuros en esas circunstancias?. El hombre. El hombre, que aún en los momentos más difíciles, se niega a dejarse vencer por la injusticia y la sin razón.
La infinita cantidad de minutos en marcha se convertían en un instante al sentir que la puerta trasera se abría, reclamando a los dos restantes.
Los emisarios de la muerte tomaron a Marcos por los pies, y arrastrándolo, lo tiraron sobre el polvo a la orilla del camino. Regresaron un par de pasos en busca de Salvador.
Salvador tuvo la suerte de ver el barranco que serviría de sepultura a su cadáver y al de Marcos.
No era totalmente vertical la caída. Muchos matorrales en las paredes. Rocas a la orilla del mar.
El interrogatorio habitual. Marcos era el prisionero en turno. Al escuchar el desenlace ya conocido a fuerza de tanto oírlo, con fuerzas sacadas de flaqueza y producto de la desesperación, Salvador se lanzó al abismo, al tiempo que se escuchaban los estampidos que arrancaban la vida de Marcos.
Logró escuchar insultos en su contra, y sintió proyectiles que buscaban penetrar sus carnes, hambrientos de sangre, pasar silbando junto a él mientras rodaba dando tumbos, hacia el fondo del acantilado. Sintió un golpe seco en el pecho y otro en su muslo izquierdo. Después no sintió nada. Después no escuchó nada. Después…. Mucho después:
Un sobreviviente de los ajusticiamientos ilegales perpetrados por el gobierno salvadoreño, denunció ante las oficinas del socorro jurídico del Arzobispado de esta ciudad, ante la comisión de los Derechos Humanos y el cuerpo de periodistas acreditados en el país, el asesinato de varios sindicalistas pertenecientes a FENASTRAS, una federación sindical salvadoreña.
Entre los muertos se menciona a Raúl Hernández, “Comandante Marcos”, enterrado en acto público realizado por el partido Resistencia Nacional (R.N.) y sus fuerzas armadas (FARN), al pie de la encina situada frente a la facultad de Medicina a escasos 400 metros de la embajada americana. Carlos Arias, “Comandante J.J”, fue enterrado simultáneamente.
Ocurrido en San Salvador, en la situación insurreccional 1979-1980.
Por esto, y muchos casos como este, empezó la guerra civil salvadoreña. Yo estuve allí y soy testigo.
Pipilenca.