Hace varios años, en un evento internacional, un diplomático ruso especialista en América Latina me habló de lo impresionante que para él era el caso de Puerto Rico. Me decía que haber mantenido los puertorriqueños un sentimiento nacional tan fuerte luego de quinientos años de coloniaje es la mejor garantía de triunfo del pueblo puertorriqueño, y su eventual conquista de la independencia.
Estos pasados días, en la celebración del Clásico Mundial de Béisbol, ese sentimiento nacional se manifestó en una unión de pueblo por encima de las pequeñas y artificiales divisiones partidistas y tribales de nuestra política. El nacionalismo nuestro, que ha enfrentado desde el mismo momento de la invasión del 98 un ataque despiadado, no tan sólo está vivo sino triunfante. La potencia colonial de turno ha fracasado en su intento por más de cien años de arrancar nuestras raíces de pueblo y todo lo que nos define como nación. Han fracasado también los profetas de la desaparición y fin del nacionalismo. Estos profetas se han manifestado desde todos los lados del espectro político derecha, centro e izquierda. Estos últimos apoyándose en interpretaciones marxistas que la historia se ha encargado de enterrar. Basta señalar que desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días todas las revoluciones socialistas triunfantes se han definido en términos nacionales. La República Popular China, Vietnam y Cuba son ejemplos de definición nacional de movimientos revolucionarios. Algunos teóricos afirman que los movimientos marxistas de los últimos años se han inclinado por posturas nacionalistas, no tan sólo en la forma, sino también en su contenido.
En Puerto Rico, Luis Muñoz Marín, en su empeño de servirles a los yanquis y facilitarles su dominación colonial, se convirtió en un enemigo acérrimo del nacionalismo. Conciente de que nuestro sentimiento nacional era el mayor reto a la política colonial de Wáshington, Muñoz en su gobernación, prácticamente excluyó toda referencia a lo nacional del vocabulario político del país. Tildó al nacionalismo de obsoleto, retardatario y contrario al desarrollo económico. Pretendió presentarlo como un impedimento a la justicia social. Según el discurso de Muñoz había que rechazar el nacionalismo para ponerle zapatos al descalzo.
En una serie de tres conferencias dictadas por Muñoz en la Universidad de Harvard en 1959 tituladas Breakthrough From Nationalism, que podría traducirse como Rompimiento con el Nacionalismo, Muñoz elogia la capacidad del pueblo puertorriqueño (realmente es la de él) de “trascender las emociones del nacionalismo y crear una nueva e imaginativa forma de asociación política, ajustada a sus necesidades y aspiraciones”. A los siete años del ELA el discurso de Muñoz era todavía de tono victorioso. Añadía Muñoz en esas conferencias que “el nacionalismo nos incapacita para liberar nuestro pensamiento y nuestra acción”. Muñoz sabía que el nacionalismo es el peor enemigo del colonialismo. Por eso lo quería aplastar. Y fracasó estrepitosamente.
En un trabajo de Benedict Anderson titulado Imagined Communities-Reflexiones sobre el Origen y Desarrollo del Nacionalismo, el autor plantea lo que tantos otros académicos han expresado: la gran dificultad de definir la nación.
Anderson sugiere que una nación es una comunidad política imaginada —imaginada e inherentemente limitada y soberana—. Es imaginada, dice el autor, porque los miembros, aun de las naciones más pequeñas, nunca conocerán la gran mayoría de los otros miembros de la nación, pero aun así en la mente de todos está la imagen de su comunidad y se comportan como una unidad. Esta visión, imaginación o creencia de que todos, aunque no se conozcan, forman parte de una nación y se comportan como tal, desarrollan una fraternidad tan sólida entre sus miembros que en los últimos dos siglos, millones de gentes han estado dispuestos a morir por su nación.
El concepto de nación dentro de lo antes expuesto tiene su raíz en lo cultural más que en lo ideológico. De ahí que oigamos tanto a personajes de la izquierda como de la derecha invocando el sentimiento nacional para lograr respaldo a sus acciones. Por otro lado, la nación se concibe limitada porque tiene fronteras donde comienzan otras naciones y soberana porque es la única forma en que sus miembros pueden ser dueños de su destino.
En el debate político de Puerto Rico el término nación tiene connotaciones de estatus político, por lo que tanto anexionistas como colonialistas rechazan su uso. Este temor a la palabra y al concepto ha llevado a disparates monumentales como el de Luis A. Ferré, quien inducido por un analista político, en un discurso como gobernador expresó que Puerto Rico era su patria y Estados Unidos su nación.
En fecha más reciente recordamos el debate que surgió a raíz de las expresiones de Pedro Rosselló de que Puerto Rico no era una nación. Es evidente que para los anexionistas, reconocer la nación puertorriqueña, opera en contra de la estadidad. Para los colonialistas, de todas las tendencias, reformistas y autonomistas, aunque reconocen la nación temen expresarse y afirmarla ante el chantaje político a que han estado sometidos por la propaganda anexionista. De ahí que Albizu dividiera el país en dos bandos políticos dos partidos los que afirman la nación puertorriqueña y los que la niegan.
A fin de cuentas, como decía un profesor inglés, puede que no haya una definición científica para la nación, pero el fenómeno ha existido y existe. Y añadimos nosotros, en Puerto Rico existe, y con una fuerza enorme, como lo comprueba haber vencido todos los intentos de destrucción de quinientos años de coloniaje.