La visita del presidente Obama a la tumba de Monseñor Óscar Romero, es un acto de gran valor emblemático. Solamente entre 1979 y 1981, más de 30.000 civiles fueron asesinados por militares y escuadrones de la muerte, cuando aún no había una guerra y los rebeldes éramos sólo unos pocos jóvenes con más indignación que armas y capacidad militar. Cuando las protestas se convirtieron en guerra, los militares, apoyados por EE UU, no bombardearon en un país con tres habitantes por kilómetro cuadrado como es el caso de Libia, sino en el más densamente poblado del continente, con 230 habitantes por kilómetro cuadrado en 1980. Extensas zonas del territorio fueron desoladas y millones emigraron, la mayoría hacia EE UU.
La extrema derecha salvadoreña consideraba “comunista” al entonces presidente estadounidense James Carter por su defensa de los derechos humanos. En 1980, cuando Ronald Reagan se perfilaba electoralmente como el candidato ganador frente a Carter, se sintieron autorizados para asesinar al arzobispo Romero, un hombre inteligente, sensible y con una extraordinaria oratoria, al que consideraban tan peligroso como el Ayatolá Jomeini, pese a que inicialmente era conservador, contrario a la Teología de la Liberación y amigo de familias acaudaladas. La derecha lo consideró un traidor, no le perdonó, y aún no le perdona que les exigiera parar la matanza. El 9 marzo de 1980 fue encontrada una bomba en un altar donde oficiaría misa, y el 24 de marzo de ese mismo año un francotirador le disparó cuando alzaba sus brazos para oficiar la eucaristía.
Ese magnicidio detonó la guerra civil, si habían asesinado al arzobispo, todos los opositores debían darse por muertos. Miles de salvadoreños, incluidos oficiales del ejército, no tuvieron más opción que unirse a la rebelión armada. El asesinato de Romero fue una gran injusticia y una enorme estupidez desde el propio interés de la derecha, pues, sin ese crimen, la insurgencia no hubiera cobrado fuerza. Sin embargo, celebraron colectivamente el asesinato; se han negado a aceptar la culpa y siguen reconociendo como héroe a quien cometió el crimen. Es cierto que desde la insurgencia hubo actos de violencia injustificados, pero la violencia causal del conflicto vino del Estado. Los opositores fueron siempre mayoritariamente demócratas o humanistas indignados como Romero. Los terroristas eran los gobiernos, los rebeldes no éramos ni el problema ni la solución, simplemente fuimos una consecuencia de la dictadura.
Que seamos uno de los países más violentos del mundo tiene relación con nuestro pasado autoritario. Cuando el Estado mata, enseña a los ciudadanos a matar, convirtiendo la violencia en cultura. En nuestro país se formaron cuerpos paramilitares con más de cien mil miembros que sirvieron para preservar el poder durante décadas. Esta violencia vertical se convirtió en una violencia horizontal entre los salvadoreños que los escuadrones de la muerte se encargaron de consolidar. Fueron éstos los primeros en descuartizar y exhibir cadáveres. Las maras resultaron así del cruce cultural de las pandillas estadounidenses con la violencia extrema que los salvadoreños aprendieron del Estado. El Salvador vive ahora una descomposición social que produce delincuentes a escala industrial. Pero ese infierno de muerte atormenta sólo a los más pobres. Los barrios ricos viven la irrealidad de un falso progreso en unos pocos kilómetros cuadrados. El país enfrenta así la paradoja de que para que funcionen las escuelas y trabajen los maestros, necesita más cárceles y policías. Urge más Estado y mejores ciudadanos, lo primero implica más impuestos y lo segundo más educación cívica.
Durante los gobiernos de ARENA los salvadoreños se convirtieron en el principal producto de exportación. Las remesas son el pilar de la economía y los coyotes su sector más dinámico. La desarticulación de familias y comunidades producto de la emigración agrava la descomposición social, abriendo una conexión entre violencia y economía. A mayor emigración más remesas, a más remesas menos productividad de los trabajadores y menos inversión de los productores, a menos productividad e inversión menos empleo, a menos empleo más violencia y por lo tanto más emigración. El progreso aparente viene de las remesas, por lo tanto de la violencia. Los grandes ricos tienen mucho dinero y pocas ideas productivas, son, en términos estrictos, decadentes, dejaron de invertir durante los gobiernos de ARENA. El país necesita una refundación de los sectores productivos que detenga la emigración y un Estado que genere un mínimo de paz para que se reactive al menos la microeconomía que está severamente afectada por la inseguridad.
El Salvador ha sido gobernado ininterrumpidamente por una derecha que asesinó, exilió, derrocó y saboteó a todos los líderes opositores moderados en el país durante el último siglo. Doctor Manuel Enrique Araujo asesinado en 1913, ingeniero Arturo Araujo derrocado en 1931, Profesor Alberto Masferrer exiliado en 1931, general Alfonso Marroquín fusilado junto a otros militares y civiles en 1944, doctor Arturo Romero herido a machetazos y exiliado en 1944, Roberto Edmundo Canessa muerto a causa de una golpiza policial en 1961, ingeniero Napoleón Duarte y doctor Guillermo Ungo exiliados en 1972, coronel Benjamín Mejía asesinado en 1981, Enrique Álvarez Córdoba asesinado en 1980, coronel Adolfo Majano exiliado en 1981, arzobispo Romero asesinado en 1980, Ignacio Ellacuría y otros cinco sacerdotes jesuitas asesinados en 1989. Durante el gobierno de Napoleón Duarte, en plena guerra civil organizaron paros empresariales, cuando sin los recursos de EEUU que su gobierno canalizó, los insurgentes hubiéramos ganado fácilmente la guerra. Los personajes mencionados no eran extremistas. Esta historia de intolerancia y arrogancia conduce a preguntarse si el actual gobierno es una oportunidad o es la misma amenaza que inventaron siempre.
Muchos tuvimos fuertes dudas sobre el actual gobierno y más sobre el FMLN, particularmente porque, pasada la guerra, con su retórica y práctica radical, retrasó el proceso de maduración política del país. Sin embargo el Frente, queriendo o sin querer, está dando señales de moderación. Este proceso de cambio aunque ahora imperfecto, es por contexto inevitable y nada le haría más bien a El Salvador que la conversión de la izquierda en una élite económica, política, intelectual y social con interés en la estabilidad nacional. Ni la libertad de expresión, ni la propiedad privada están en peligro; no hay proclamas oficiales antiimperialistas y el gobierno está buscando financiarse con impuestos en vez de pedir dinero a Chávez. Los debates son apasionados, pero normales sobre políticas sociales, inversión, transporte, corrupción y seguridad. Se han reprimido huelgas y tomas con el inédito respaldo del FMLN. Terminada la guerra la derecha dejó de matar, aprendió a respetar las elecciones y entregó el gobierno a la izquierda. Sin embargo es evidente la tentación de continuar con la polarización cuando hay ahora una oportunidad para competir en positivo. Mientras haya polarización nada se resolverá. La visita del presidente Obama fue, en ese sentido, un sólido respaldo a la búsqueda de la madurez política, al centrismo y a la moderación, y esto, vale mucho más que amnistías migratorias, préstamos y ayudas económicas. Sólo la madurez le dará al país la capacidad de usar todo su potencial, para que pueda resolver por si mismo los graves problemas que padece.
Nota: El Diario de Hoy, se negó a publicar este artículo.