Una vez me crucé en uno de los largos corredores de Kabelnaya —así se llamaba la calle en donde quedaba la facultad de filología de la Universidad Lumumba— con un señor a quien ya por ese tiempo los servicios de seguridad de la URSS, el famoso KGB, andaban rastreando, Daniel Siniavski. Estoy hablando de los años sesenta. Venía por uno de sus alumnos, un brasileño. Siniavski era profesor de otra universidad y era el director de tesis del brasileño. Señalo que el profesor venía a visitar a su alumno. Ese trato no tenía nada de excepcional. Aunque apenas supe quien era ese señor solamente algunos meses después, cuando se abrió el proceso por “calumnias contra la Unión Soviética y contra el pueblo soviético”. La campaña de prensa fue intensa, desde su captura hasta su condenación no pasó un solo día sin que apareciera un artículo denunciando sus escritos, se publicaban resoluciones de Comités del Partido de tal o cual fábrica, de algún koljoz, de algún Comité de barrio, de particulares que también lo condenaban. Ninguno de ellos había leído sus obras… Estas habían sido publicadas sobre todo en Francia y en traducción francesa, bajo el seudónimo Abram Tertz.
La lógica judicial
El texto que voy a comentar es el de una conferencia de Andrei Siniavski, que fue publicado en una revista francesa “Sintaxis” N̊ 15, 1985. He leído una versión con algunos cortes insignificantes (cortes aprobados por el autor), pero en su versión original, rusa, que publicó el mensual “Iunost”, N̊ 5, 1989. El título de la conferencia es “La disidencia como experiencia personal”.
Siniavski fue juzgado con otro escritor, Julius Daniel. Estos dos escritores fueron los primeros condenados por un tribunal soviético que no reconocieron su culpa. Desde los famosos juicios estalineanos hasta los brezhneveanos, la lógica judicial soviética se aparentaba a los tribunales inquisitoriales, el acusado debía reconocer su falta, reconocerse culpable formaba parte de la expiación.
Este texto tiene el valor de su sinceridad. Y para mí contiene la confirmación de una intuición juvenil. Estos dos señores han tenido tal incidencia en mi vida que parece extraño que a sabiendas que Siniavski residía en París, nunca busqué encontrarlo. Pero esta incidencia se da muy ajenamente a ellos. Pues mi primera desilusión se dio muy temprano, la provocaron las mentiras que creí tan ciertas, pero que un paseo, la simple caminata que nos llevaba de la residencia estudiantil a la Donskaya, donde quedaba el edificio central de la Universidad de la Amistad de los Pueblos, se podía constatar que el alcoholismo no había sido erradicado como lo proclamaban los folletos de la propaganda soviética. Esos folletos que leíamos religiosamente en la clandestinidad, sabiendo que si la policía salvadoreña nos encontraba con ellos, pues sencillamente podíamos ser encarcelados, torturados y desterrados. Pero el caso Siniavski-Daniel tuvo incidencia mayor en mi vida, porque tocaba públicamente la libertad de pensar, de escribir y que la actitud general que se propagó en la sociedad soviética estaba tan lejos de coincidir con la profunda aspiración de libertad y de pleno esparcimiento de la personalidad humana. El miedo y la hipocresía emergieron a la superficie de toda la sociedad, fueron muy pocos los que tímidamente se opusieron a que dos escritores fueran condenados por sus escritos. Esos meses los viví profundamente indignado, no era esa la sociedad humana por la que decidí un día sacrificar mi vida, darla si fuere necesario. Fue en esos meses que me di cuenta que esa no era una sociedad socialista y que ese tipo de sociedad no era buena para mi país. Los aspectos económicos me preocupaban, los problemas de la producción y de la distribución eran tratados abiertamente y fueron planteados en los tiempos de Nikita Serguievich Jruchof. Entonces esos problemas me parecían simplemente técnicos.
El tiro de gracia
Por esa época llegó a Moscú nuestro camarada Schafik Handal, entonces ya era uno de los más importantes jefes del Partido Comunista. Vino a visitarnos a los salvadoreños que estudiábamos en las universidades Lumumba y Lomonosof. Por mi parte ya por ese entonces había dejado de pertenecer al partido y no asistía más a las reuniones de la “comunidad salvadoreña”. Pero en esa ocasión me invitaron. Schafik había insistido de que yo también estuviera presente, no estaba de acuerdo de que se me aislara. Aunque en realidad fue decisión mía la de alejarme, pues la conducta dogmática de mis camaradas y amigos salvadoreños, sus fallidas intrigas ante las autoridades universitarias para que me expulsaran, su mediocridad ideológica, etc., todo eso se me había vuelto insoportable. Ya tendré ocasión para contar algunas anécdotas moscovitas.
Schafik nos confió su análisis sobre la situación en América Latina y en particular en nuestro país y nos informó de lo que se habló en la Havana y de la fundación de las OLAS. El hizo parte de la delegación salvadoreña a aquella famosa conferencia de enero de 1966 y de la que todos habíamos estado pendientes. Es sumamente probable que la prensa cubana haya ignorado el proceso “Daniel-Siniavski”, tal vez una ínfima nota perdida entre los discursos de los participantes a la conferencia internacional. Como sea, cuando al terminar su conferencia Schafik nos interrogó si teníamos alguna pregunta, esperé que respondiera a todos los cuestionamientos que surgieron sobre las OLAS, la lucha armada en América Latina, etc y solamente cuanto ya había respondido ampliamente a todos, me atreví a hacer mi pregunta. Su sorpresa fue enorme, me cuestionó irritado de qué se trataba. Resumí el caso. Todos los salvadoreños presentes consideraron mi actitud como una nueva provocación y me cubrieron de miradas reprobatorias. Schafik se mordió los labios. Su respuesta fue para mí como un tiro de gracia.
—Camarada, si los camaradas soviéticos dicen que son culpables, quiere decir que son culpables.
Se levantó y dio por terminada la reunión. Por mi lado me fui sin despedirme de nadie y dispuesto a buscarle una explicación a todo el asunto. Me costó mucho dar con respuestas coherentes, quiero decir coherentes con mi entusiasmo, con mi marxismo de entonces, con mi inocencia, con mi candor. Me he violentado mucho internamente durante largos años. No tenía con quien compartir todo esto. Mis amigos ticos y nicas se encontraban ya muy lejos, me quedaban dos o tres, pero me reunía con ellos ya muy poco. Mi gran amigo ecuatoriano, prefería disimular que no se daba cuenta de nada, ni de mi sufrimiento “ideológico”, ni de lo que ambos veíamos en la calle, en la universidad, entre nuestros compañeros de cursos, entre nuestros profesores. Tuve conversaciones con algunos ciudadanos soviéticos, pero es muy difícil razonar movido por el miedo y el odio. Y mis amigos soviéticos temían y odiaban, no al régimen, sino la cobardía general y la mansa, fatalista aceptación del plomo que iba cubriendo las relaciones humanas. Pero estos amigos eran excepciones.
Un engendro soviético
Pasó cierto tiempo, volví a mis rutinas y el sosiego me ayudó a cuestionarme directamente sobre el coraje necesario para ser disidente, pero sobre todo me interrogué sobre su origen, sobre su contextura. No me considero un perito, ni le doy a mis respuestas más valor que el de una intuición. Es de esta intuición que hablaba hace un momento y que confirma en su texto Andrei Siniavski.
Los disidentes no constituyeron nunca un movimiento político, ni tuvieron nunca pretensiones de tomar el poder. Cada uno tenía sus propias razones. Con esto quiero indicar que tampoco tenían una ideología homogénea, un pensamiento que estructurara una corriente, cada uno era de alguna manera independiente. Los reunía el régimen y los que al exterior los consideraban como aliados en su lucha contra la Unión Soviética.
Andrei Siniavski nos cuenta que se crió en una familia soviética normal, que su infancia y adolescencia transcurrieron en los años treinta en una sana atmósfera soviética, en el seno de una familia soviética común y corriente. Afirma que no lamenta haber heredado desde la infancia los preceptos paternales de que no hay que vivir dominado por los estrechos, egoístas intereses “burgueses”, que hay que tener en la vida una suprema idea, un ideal. Nos dice que fue el arte lo que se convirtió en su “suprema idea”. “Pero a los 15 años, a la víspera de la guerra, era un genuino comunista-marxista, para quien no hay nada más maravilloso que la revolución mundial y la futura fraternidad universal”.
“Quiero de pasada señalar que este es el caso bastante típico en la biografía del disidente soviético en general (y pues hablamos de la disidencia en tanto que un fenómeno histórico concreto). Los disidentes en su pasado — han sido por lo general gente soviética muy idealista, es decir gente de profundas convicciones, con principios e ideales revolucionarios. Ellos son en su totalidad un engendro de la misma sociedad soviética de la época posestalineana y no elementos heterogéneos a la sociedad soviética y tampoco son restos de una oposición derrotada”. Esto es lo que nos dice Siniavski en 1985, fue esta mi conclusión en los años sesenta. Pero entonces era imposible para un comunista de convicción —como lo he sido siempre— compartir este tipo de ideas. No estoy dragoneando aquí de profeta, ni de experto. Pero durante muchos años guardé silencio, pues me fatigué de ser tratado por este tipo de ideas como un enemigo (de clase). Algunos llegaron a acusarme de agente del enemigo. Muchos de ellos andan ahora en la acera de enfrente y han abandonado sus férreas convicciones… Ahora espero que estas mis pasadas intuiciones puedan leerse con la tranquilidad necesaria y como parte de un testimonio.
Comparto con Siniavski otra idea. El afirma que ni Pasternak, ni Mandelstam, ni Ajmatova son disidentes. Pues se trata de gente que está enraizada en la sociedad presoviética, prerevolucionaria, está ligada a la sociedad y a la cultura de antes. La disidencia es un fenómeno fundamentalmente nuevo y ha surgido inmediatamente en el terreno de la realidad soviética.
Quiero agregar aquí mismo y para que quede patente, que no he referido esta historia para denigrar a Schafik, su actitud no fue en nada sobresaliente, así se comportó la mayoría de dirigentes comunistas de la época. Tal vez como estábamos en familia se expresó sin remilgos. Para todos nosotros ha sido un problema mayor el hecho de que la representación de nuestras aspiraciones comunistas fuera usurpada por la Unión Soviética. El hecho de que siempre se nos echara en cara la realidad soviética para atacarnos, nos obligó a defender y a justificar, lo que no tenía defensa y lo que no se podía justificar.