Sobre la teología de los reformadores

Sobre la teología de los reformadores:
Unas Reflexiones1

Se suele resumir el aporte teológico de la Reforma en tres puntos: (1) la justificación por la gracia mediante la fe (sola gratia, sola fide), (2) la sola autoridad normativa y definitiva de las Sagradas Escrituras (sola scriptura, tota scriptura), y (3) el sacerdocio universal de todos los creyentes. Pero, casi siempre, se olvidan otros dos, que son cruciales: (4) la libertad cristiana y (5) “la iglesia reformada siempre reformándose” (ecclesia reformata semper reformanda). Es especialmente sorprendente y lamentable que los evangélicos hoy hacen caso omiso del tema de la libertad cristiana. De hecho, dicho tema es, sin lugar a dudas, central en todo el movimiento de la Reforma. La Reforma fue, en su sentido más profundo, un proceso liberador en todas sus dimensiones.[2]

En este énfasis marcado sobre la libertad cristiana, Lutero siguió de cerca a su gran precursor evangélico, nada menos que el Apóstol Pablo, quien constantemente vinculaba la justificación por la fe con la libertad cristiana. Cuando los gálatas se echaron atrás al legalismo judaizante, San Pablo los acusó de haber negado el evangelio: “De Cristo se han desligado, los que por la ley se justifican; de la gracia han caído” (Gál 5.4), y eso, no porque hubiesen caído en alguna inmoralidad ni hubieran negado alguna doctrina ortodoxa, sino porque habían vuelto a insistir en la circuncisión y el legalismo como condiciones para ser aceptado ante Dios. Bajo tales legalismos, les dice San Pablo, “para nada les aprovecha Cristo” (Gál 5.2), porque “para libertad han sido llamados” (Gál 5.11). Por lo tanto, les exhorta, “estén firmes en la libertad con que Cristo los ha liberado” (Gál
5.1).

Al inicio de la misma epístola, Pablo escribe a estos creyentes en Galacia en términos parecidos: “Me asombro que tan pronto estén dejando ustedes a quien los llamó por la gracia de Cristo, para pasarse a otro evangelio” (Gál 1:5). En seguida, aclara que de hecho “no hay otro evangelio”, y advierte que si alguien pretendiera predicarles otro evangelio, “qué caiga bajo maldición” (1:8). Ser evangélico, según San Pablo, es vivir desde la gracia de Dios que nos hace libres. No se puede ser evangélico y legalista a la vez.

A Martín Lutero le gustaba señalar que su apellido venía de una palabra griega (eleútheros) que significa “libre, independiente, no ligado”; a veces se llamaba “Lutero el Libre”. Uno de sus primeros escritos, en el año 1520, se tituló “Sobre la libertad del cristiano”. Tan convencido estaba Lutero de que no podría haber libertad bajo la condición de pecado, como convencido estaba también de que el evangelio nos hace verdaderamente libres. Evangelio significa libertad; evangelio y servidumbre (dominación, autoritarismo) se excluyen mutuamente.

En los párrafos siguientes intentaremos demostar que cada una de las grandes afirmaciones de la Reforma, es una afirmación de la libertad cristiana. Sin la libertad cristiana, las demás verdades reformadas no se pueden entender en su sentido pleno.

(1) La sola gratia nos libera del legalismo:

Cuando Lutero descubrió la justificación por la pura gracia de Dios, dijo que se le abrieron las puertas del paraíso, porque la sola gratia le liberó del terror ante un Dios iracundo y vengativo. La doctrina de la justificacion por la gracia significó para Lutero su liberación del dominio de la ley y de las obras. Para él, personalmente, la revelación de “la gloriosa libertad de los hijos e hijas de Dios” (Rom. 8.21) fue la respuesta a su angustiosa búsqueda de paz y salvación. Significó liberación de las demandas de la ley. Ya que nuestra justificación es “por la gracia mediante la fe”, podemos confiar firmemente en la Palabra de Dios que nos asegura que el Señor nos ha aceptado. A la vez, para Lutero, la fe es muchísimo más que mero asentimiento teórico. “La fe es algo inquieto y activo”, decía Lutero; es “la fe que obra por el amor” (Gal. 5.6, cf. 6.9s).

Para Lutero, esta “libertad del evangelio” estaba por encima de toda autoridad y de todas las leyes humanas. El sistema papal le parecía una intolerable contradicción a esta libertad evangélica; el papa, escribió, había dejado “de ser un obispo, para convertirse en un dictador” (S. S. Wolin, Política y Perspectiva, p.158). Era imperativo restaurar “nuestra noble libertad cristiana”, pues “se debe permitir que cada persona escoja libremente…” (ibid, pp. 156,158).

Desde el tiempo de los fariseos, la mentalidad legalista, basada en la autosuficiencia de los méritos propios, siempre tiende a producir dos extremos: o el fariseo o el publicano. El fariseo está segurísimo de su propia justicia, con base en obras de moralismo externo, pero de hecho no es ni justo ni realmente libre. El publicano, en cambio, se desespera por su falta de mérito y su insuperable fracaso en lograr su propia vindicación. Pero ninguno de los dos puede hacer el bien libremente, puesto que la realizan sólo como medio para alcanzar su propia auto-justificación.

El mensaje evangélico rompe este círculo vicioso. Dios en su gracia divina recibe al injusto y lo justifica, “no por obras, sino para buenas obras” (Ef. 2:8-10). La gracia (járis) de Dios despierta nuestra gratitud
(eujaristía) y nos transforma en personas nuevas que buscamos hacer la voluntad de Aquel que nos ha redimido.[3] De esa manera, la gracia de Dios nos libera tanto del legalismo y moralismo (heteronomía moralista) como del fideismo y de la “gracia barata” de una fe puramente formal y verbal. La gracia nos hace libres para hacer el bien, no para lograr una justificación propia ante Dios, sino para agradecer y glorificar a Aquel que nos justificó por fe.

(2) La sola scriptura nos libera del autoritarismo dogmático:

La misma paradoja liberadora aparece en la afirmación de la sola autoridad normativa de la Palabra de Dios. El principio de sola scriptura relativiza, necesariamente, toda tradición y toda autoridad humana, aun las eclesiásticas. Ninguna autoridad humana puede imponerse sobre la conciencia del creyente, si no puede fundamentarse en las escrituras. Lo expresó Lutero elocuentemente en su defensa ante el Dieta de Worms (1521):

Mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios. Si no se me demuestra por
las Escrituras y por razones claras (no acepto la autoridad de papas y
concilios, pues se contradicen), no puedo ni quiero retractar nada, porque
ir contra la conciencia es tan peligroso como errado. Que Dios me ayude.
Amén.[4]

Años después Lutero dijo, “Soy teólogo cristiano. Quiero creer libremente y no ser esclavo de la autoridad de nadie. Confesaré con confianza lo que me parece cierto”. Sobre su monumento en Worms están escritas estas palabras: “los que conocen verdaderamente a Cristo no pueden nunca quedar esclavos de ninguna autoridad humana”. “La Palabra de Dios”, escribió Lutero, “que enseña la libertad plena, no debe ser limitada” (Wolin , ibid., p.155).

¡¡Qué palabras de libertad teológica!! Su total sumisión a la Palabra de Dios le hacía libre frente a dogmatismos, magisterios, concilios y papas. En la medida en que seamos realmente bíblicos, en esa misma medida seremos libres para “examinarlo todo” a la luz de las Escrituras y de las evidencias, hoy no menos que en los tiempos de Lutero.

Martín Lutero insistía terca y vehementemente en la única, exclusiva e incondicional autoridad de la Palabra de Dios, cuidadosa y evangélicamente interpretada. Sólo el evangelio y las Escrituras pueden tener autoridad sobre la conciencia del creyente. Por las Escrituras y por la gracia redentora de Dios, somos libres de cualquier otra autoridad que pretendiera imponerse sobre nuestra conciencia.

Estudiosos de la Reforma han llamado esto “el principio protestante”: sólo Dios mismo es absoluto, sólo su Palabra divina puede ostentar autoridad final. Cualquier otro absoluto no es Dios, sino un ídolo. Por lo mismo, sólo las Escrituras, fiel y cuidadosamente interpretadas en la comunidad creyente, pueden fundamentar artículos de fe. Ni el papa ni los concilios, ni las tradiciones ni los pastores ni los profesores de teología, pueden imponer sus criterios con autoridad obligatoria.

Sin embargo, a menudo pasa lo contrario (no sólo con los Testigos de Jehová sino con muchos que se llaman “bíblicos” y “evangélicos”): se levantan también en nuestro medio pequeños “papas protestantes” con su “Santo Oficio” que pretenden imponer sus tradicionalismos y dogmatismos y condenar (sin pruebas bíblicas de la más mínima seriedad) a todo aquel que no esté de acuerdo con los prejuicios de ellos. Sin darse cuenta, vuelven al autoritarismo dogmático contra el cual Lutero se había levantado, como los judeocristianos de Galacia también habían vuelto al legalismo anti-evangélico y anti-bíblico. Pero ser bíblico es ser mentalmente libre, abierto y crítico. No se puede ser bíblico y seguir siendo cerrado y dogmático.

¡Qué libertad la de Lutero, ante toda autoridad, tradición, opinión y criterio humanos! ¿Y por qué? ¿Cómo se atrevía Lutero a reclamar tan osada libertad para su propia conciencia? Aunque su postura pareciera arrogante y anárquica, la fuerza de su libertad evangélica fue algo totalmente distinta: “Mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios.”

Para Lutero, la obediencia evangélica a Dios y a su Santa Palabra tienen como corolario la liberación evangélica de toda autoridad, tradición o heteronomía que pretendieran ser absolutas (idolátricas) frente a la exclusiva autoridad normativa de la Palabra viva de Dios. Lutero explicó esto con elocuencia en su tratado de 1520, “sobre la libertad del Cristiano”: porque el cristiano está sometido incondicionalmente a la Palabra liberadora del Evangelio, “el cristiano es el más libre de todos los seres humanos” (cf. Rom. 6:16-18).

Bien lo expresa el himno, “Cautívame Señor, y libre en tí seré.” Eso se aplica también a nuestro pensamiento y a nuestras actitudes: cuando nuestra conciencia es cuativa de la Palabra de Dios y del glorioso evangelio, no podrá ser nunca cautiva de tradiciones humanas ni de autoridades humanas que pretendieran colocarse al nivel de, o incluso por encima de, la Palabra de Dios. Sola scriptura, sola gratia, sola fide: ¡mensaje de auténtica libertad evangélica para la conciencia de todos los cristianos hoy también!

(3) El sacerdocio de todos los fieles nos libera del clericalismo:

En tercer lugar, la afirmación reformada del sacerdocio universal de todos los fieles (1 Pedro 2:9; Apoc 1:6; 5:10) impulsa, lógicamente, un proceso de progresiva democratización dentro de la Iglesia, y por consiguiente dentro del mundo moderno. Para Lutero, todo cristiano es un sacerdote y un ministro de Dios, y toda la vida, todo empleo y oficio, son vocación divina dentro del mundo. “Una lechera puede ordeñar las vacas para la gloria de Dios”, decía Lutero. En un pasaje aun más atrevido, afirma que “Todos los cristianos son sacerdotes, y todas las mujeres sacerdotisas, jóvenes o viejos, señores o siervos, mujeres o doncellas, letrados o laicos, sin diferencia alguna” (W.A. 6,370; R. García-Villoslada, Martín Lutero, Tomo. I, p.467).

Es cierto que los Reformadores no llevaron este principio hasta sus últimas consecuencias. Conservaron mucho del clericalismo heredado de largos siglos de tradición eclesiástica. Sin embargo, algunos, conocidos como Anabautistas de la “Reforma Radical”, llevaron el principio del sacerdocio universal un buen paso adelante. Hoy día, tanto en círculos católicos como protestantes, se reconocen los carismas de todos los fieles y se cuestiona constantemente el clericalismo y el autoritarismo que, lamentablemente, han prevalecido en la iglesia protestante como también en la católica.

El paso de la Edad Media al mundo moderno significó un cuestionamiento radical del autoritarismo medieval e impulsó la evolución de una serie de libertades humanas que hoy día damos por sentadas. En ese proceso, Martín Lutero desempeñó un papel decisivo. Su mensaje de gracia evangélica nos libera del legalismo (autoritarismo ético). Su insistencia en la autoridad bíblica, interpretada crítica y científicamente, nos libera del tradicionalismo (autoritarismo doctrinal). Su enseñanza del sacerdocio universal de todos los fieles comenzó a liberarnos del clericalismo (autoritarismo eclesiástico).

Lutero lanzó una cruzada tenaz contra las estructuras autoritarias de la iglesia medieval: “Todas y cada una de las prácticas de la Iglesia”, escribió en 1520, “son estorbadas, y enredadas, y amenazadas por las pestilentes, ignorantes e irreligiosas ordenanzas artificiales. No hay esperanza de cura, a menos que todas las leyes hechas por el hombre, cualquiera que sea su duración, sean derogadas para siempre. Cuando hayamos recobrado la libertad del Evangelio, debemos juzgar y gobernar de acuerdo con él en todos los aspectos” (Woolf I, p.303, en Wolin p.156). Al denunciar la tiranía del Vaticano, Lutero exigió a la iglesia“restaurar nuestra noble libertad cristiana” (Wolin p.158) también en las iglesias evangélicas.

4) “La iglesia reformada siempre reformándose” nos libera del tradicionalismo estático:

Otra consigna de la Reforma, cuya importancia no puede ser exagerada, rezaba ecclesia reformata semper reformanda (“iglesia reformada siempre reformándose”). Es impresionante que los reformadores hayan tenido la humildad y la flexibilidad de ver su movimiento como inconcluso, con necesidad de continua revisión. Sabían que su encuentro con la Palabra de Dios había introducido en la historia nuevas fuerzas de transformación, pero (a lo menos en sus mejores momentos) no tenían ilusiones de haber concluído la tarea. Su gran mérito histórico fue el de haber hecho un buen comienzo, muy dinámico, y precisamente de no pretender haber dicho la última palabra per saecula saeculorum.

Hay un fenómeno típico en los movimientos históricos, que consiste en que después de comenzar con la espontánea creatividad de una búsqueda dinámica, poco a poco se van institucionalizando hasta perder casi totalmente la flexibilidad de sus inicios y su original capacidad de sorprender. En muchos casos, este proceso termina en un estado senil de arterioesclerosis institucional.

De hecho, esto es lo que pasó en gran parte con la Reforma protestante. Sus sucesores redujeron los explosivos descubrimientos de los fundadores (especialmente la “teología irregular” de Lutero mismo) en un nuevo escolasticismo ortodoxo, sea de cuño luterano o calvinista. El proceso dinámico de los inicios se petrificó en el sistema rígido y cerrado. Siglos después el fundamentalismo norteamericano resucitó a ese escolasticismo protestante en una nueva reencarnación histórica.

Los reformadores anticiparon este peligro, e implantaron en su teología defensas contra esa excesiva institucionalización y sistematización. En parte por factores adversos del siglo XVII, sobre todo el surgimiento del racionalismo escéptico, los sucesores de ellos buscaron una falsa seguridad en la “fortaleza teológica” de su ortodoxia inflexible. Contra eso, los ataques de pensadores como Lessing fueron devastadores. En el siglo XX,
volvió a surgir con gran dinámica el principio de ecclesia reformata semper reformanda.

En ningún momento todas estas libertades deben significar libertinaje, ni en doctrina ni en conducta; eso sería el extremo opuesto del legalismo. Como lo ha expresado el teólogo francés Claude Geffre, necesitamos dogma (doctrina) pero sin dogmatismo, tradición pero sin tradicionalismo, y autoridad sin autoritarismo (La iglesia ante el riesgo de la interpretación,1983, p.69) y, podemos agregar, insitituciones sin institucionalismo.

¿Qué nos dicen hoy estos postulados fundamentales de la Reforma? (1) Nos desafían a redescubrir constantemente el significado de las Buenas Nuevas y la fuerza de la libertad evangélica, tan caras para los reformadores. (2) Nos llaman al contínuo trabajo de exégesis bíblica, seria, científica, crítica y evangélica, individual y corporativa: sólo en la cuidadosísima interpretación de la Palabra de Dios se hallará la libertad evangélica del Pueblo de Dios y de la teología. (3) Nos llaman a un profundo respeto hacia los demás hermanos y hermanas, al buscar juntos la voluntad del Señor en esa obediencia a la Palabra que es también una sana libertad ante toda palabra humana. En las muy sabias palabras de un antiguo refrán de la Iglesia, “En lo esencial (lo bíblico y evangélico), unidad; en lo no-esencial (opiniones, tradiciones, costumbres), libertad; en todo, caridad”.

Bibliografía

García-Villoslada, Ricardo, Martín Lutero, Vol I:El fraile hambriento de Dios (Madrid: BAC, 1973).

Geffré, Claude, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación (Madrid Cristiandad, 1984).

Wolin, Sheldon S, Política y Perspectiva (Bs.As.: Amorrortu, 1960).

[1] ) Charla en la consulta sobre la Reforma (CIC de Cuba y CLAI) en la Habana, octubre, 2002.
[2] ) Esto lo reconoció José Martí cuando escribió que “todo hombre libre debe colgar en su muro, como el de un redentor, el retrato de Martín Lutero” (citado por Alfonso Rodríguez en Nueva Democracia octubre 1952).
[3] ) Karl Barth decía a menudo que las dos palabras más importantes para la fe evangélica son “gracia” (palabra central de toda la teología) y “gratitud” (motivo central de toda la ética), Cf. el inicio de la Confesión
de Heidelberg.
[4] ) Ponemos a un lado las preguntas sobre la historicidad de esta declaración o de su formulación precisa. No cabe duda de que corresponde al momento histórico y expresa la convicción de Lutero.

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