Una noche de perros en Chalchuapa
Dagoberto Gutiérrez
Todos sabían que esa noche se moría porque Don Juan Abraham Nicanor y Ortega, conocido y odiado cafetalero, había dicho que ese día martes se acabaría todo. Su única hija y heredera universal estaba atenta a los últimos suspiros y respiros de su padre moribundo y, en el momento extremo, Don Nicanor apretó la mano derecha de su hija, cerrando los ojos y elevando un poco la voz le dijo con acento saludable — cuidá bien a los perros que yo voy a reencarnar en uno de ellos—. Dicho esto el cafetalero murió y su hija María heredó las extensas fincas de café en Las Cruces, en las faldas del volcán de Santa Ana, en Las Flores y en El Cuje, todos caseríos en los alrededores de Chalchuapa.
El cafetalero se refirió a sus trabajadores con el nombre de perros, pero su hija, quien entendió literalmente la palabra, se dedicó a cumplir al pie de la letra la indicación de su padre y así, en una casona de corredores extensos y patios llenos de árboles de aguacate, de achiote, de pitos, mangos y matas de huerta, la cruel cafetalera María Ortega se dedicó a recoger a todo perro callejero que encontraba, para llevarlos a vivir a su mansión y proporcionarles una existencia principesca.
En las fincas de Doña María se pagaban salarios de hambre y en las temporadas de corta se engañaba en la pesa al cortador, los colones nunca tomaban café viviendo en medio de los cafetales, y niños y niñas nacían y morían en el mar verde del bosque cafetero, mientras la dueña, de pequeña estatura y de caderas anchas, de manos regordetas y pequeñas, de rostro redondo y de ojos cafés como su padre; se dedicaba, en la ciudad, a atender a trescientos perros que vivían con ella en su mansión del Barrio Las Ánimas.
Diez personas trabajaban al servicio de los perros y todos los días a las cinco de la mañana a las 12 del día y a las seis de la tarde, recogían los desechos perrunos, lavaban diez inmensos depósitos de color blanco como inmensas bacinillas, donde alimentaban a la inmensa familia de perros.
Para los más viejos que ya habían perdido los dientes, la comida era una especie de pastas y de carnes blandas; para el resto era carne de cerdo, de res y de ave y para las perras preñadas, la dieta comprendía leche tres veces al día, una sección de la casa se destinaba para los perros recién nacidos y la cafetalera celebraban los días sábados en la tarde en que diez nuevos perros se incorporaban a la familia, como ella llamaba a su población perruna, los días martes y jueves tres veterinarios examinaban a sus perros y el día sábado un dentista de Santa Ana revisaba la dentadura o hacia trabajos de reparación de dientes y hasta placas para los perros.
La mayoría eran aguacateros que nunca entendieron que habían hecho para merecer estar en ese paraíso; pero la cafetalera entabló una relación especial con un perro especial, de color negro encendido, de mirada de fuego y de raza desconocida, el más grande de todos los perros seguía a María a todas partes, este tenía atención muy especial y por encima del resto, comía con ella y dormía con ella en la misma cama y cuando estaban en el dormitorio la cafetalera lo llamaba “Papá”, la mujer estaba convencida de que ese perro era la reencarnación de su padre y por eso, hasta consultaba con él decisiones económicas y aunque nunca obtuvo respuestas, la mujer interpretaba, a su favor, los gestos del animal.
La María Ortega, la reina de los perros y la cafetalera cruel, enfermó de moquillo y después de una agonía cruel y prolongada, murió una tarde de un sábado borrascoso del mes de octubre de los años 60; esa noche, los perros aullaron lastimera y largamente, una bandada de zopilotes nocturnos cubrió los tejados de la mansión como pañuelos negros caídos del cielo, miles de sapos salieron de la laguna cercana para croar alrededor de la casa de la muerta mientras el gigantesco perro negro permanecía estático y fiero echado al pie del ataúd de la terrateniente.
Católica devota, había donado terrenos a la iglesia y donó la casa de perros a la parroquia. Luego de tres misas de cuerpo presente, con coros cantantes y cortinas blancas, los religiosos aseguraron a la María un viaje seguro al cielo.
Al posesionarse de la mansión, a las seis de la tarde del día del entierro, los curas lanzaron a 300 perros a la calle y así, esa noche, Chalchuapa fue ocupada por bandadas de perros bien alimentados que se convirtieron desde ese día en callejeros. Controlaron la basura del mercado hasta hoy y los vecinos aseguran que todos los años y en el día de la muerte de la María, un perro negro aparece echado en el zaguán de la casa donde vivió hace 50 años. Hoy es Clínica Veterinaria.